Billy se despertó sobresaltado, respirando con fuerza, con una mano en la boca. Heidi dormía apacible a su lado, arropada con un edredón. Un viento de mediada la primavera corría entre los aleros del exterior.
Halleck lanzó una rápida y asustada mirada alrededor del dormitorio, asegurándose de que Michael Houston, o su versión de espantapájaros, no se encontraba allí. Sólo era su dormitorio, cada rincón del cual conocía al dedillo. La pesadilla empezaba a alejarse…, pero todavía quedaba lo suficiente, para que buscase la proximidad de Heidi. No la tocó —se despertaba con facilidad—, pero se acercó, a su calor y le robó parte de su edredón.
Sólo un sueño.
Más delgado, respondió implacablemente una voz en su mente. De nuevo le invadió el sueño. Momentáneamente.
A la mañana siguiente a la pesadilla, la báscula del cuarto de baño marcó cien, y Halleck se sintió esperanzado. Sólo un kilo. Houston tenía razón, con coca o sin coca… El proceso se estaba haciendo más lento. Bajó las escaleras silbando y se comió tres huevos fritos y media docena de salchichas.
En su viaje hasta la estación de tren, la pesadilla se presentó de nuevo, de forma vaga, más como una sensación de lo deja vu que de un recuerdo real.
Miró por el escaparate al pasar por Heads Up (que estaba flanqueada por Fine Meats de Frank y Toys Are Joys) y, por un instante, esperó ver diez esqueletos dando bandazos y arrastrando los pies, como si la confortable y lujosa Fairview, de alguna forma, se hubiese convertido en Biafra. Pero la gente de las calles parecía normal, mejor que normal. Yard Stevens, tan opulento físicamente como siempre, lo saludó. Halleck le devolvió el saludo y pensó:
Tu metabolismo te está avisando que dejes de fumar.
El pensamiento le hizo sonreír un poco, y para cuando el tren se detuvo en Grand Central, los últimos vestigios de su pesadilla estaban olvidados.
Con la mente relajada respecto al tema de su pérdida de peso, Halleck ni se pesó, ni pensó demasiado en el asunto durante otros cuatro días… y luego le sucedió una cosa bastante embarazosa, en el tribunal y enfrente del juez Hilmer Boynton, que no tenía más sentido del humor que velocidad una tortuga terrestre. Fue algo estúpido; la clase de cosas que producen pesadillas cuando se es muchacho de colegio.
Halleck se puso en pie para hacer una objeción y sus pantalones comenzaron a caérsele.
Se quedó a mitad de camino, los sintió deslizarse implacablemente por sus caderas y trasero, haciéndole bolsas en las rodillas, por lo que tuvo que sentarse a toda prisa. En uno de aquellos momentos de casi total objetividad —que se presentan de una forma espontánea y que a menudo se olvidan pronto—, Halleck se percató de que su movimiento podía haber sido visto como una especie de pintoresco salto a la pata coja. William Halleck, abogado, hace su numerito de «Pedrito el Conejo». Sintió cómo el rubor se apoderaba de sus mejillas.
—¿Se trata de una objeción, Mr. Halleck, o de un ataque de gases?
Los espectadores, misericordiosos, se rieron disimuladamente.
—Nada, Su Señoría —musitó Halleck—. He cambiado de opinión…
Boynton gruñó. El procedimiento prosiguió y Halleck se sentó sudando, preguntándose qué pasaría cuando se levantase.
El juez pidió un breve receso diez minutos después. Halleck se sentó en la mesa de la defensa, simulando hojear un montón de papeles. Cuando la sala de sesiones estuvo casi vacía, se alzó, con las manos metidas en los bolsillos de sus pantalones en un ademán que esperaba que pareciese casual. En realidad, se aguantaba los pantalones a través de los bolsillos.
Se quitó la chaqueta del traje en la intimidad de los lavabos de hombres, la colgó, se miró los pantalones y se quitó el cinturón. Sus pantalones, aún abotonados y con la cremallera cerrada, se deslizaron hasta sus rodillas; las monedas hicieron un apagado tintineo cuando sus bolsillos alcanzaron el embaldosado. Se sentó en el retrete, sostuvo el cinturón como un rollo de papel y se quedó mirándolo. Pudo leer allí una historia algo más que inquietante. El cinturón había sido un regalo de Linda para el Día del padre de hacía dos años, Alzó el cinturón, observándolo y sintió que su corazón se aceleraba hasta una velocidad pavorosa.
La más profunda muesca en el cinturón se encontraba exactamente después del primer agujero. Su hija se lo había comprado un poco pequeño, y Halleck recordó haber pensado en aquel momento —apesadumbradamente— que era tal vez un perdonable optimismo por parte de ella. Sin embargo, fue bastante útil durante algún tiempo. Sólo cuando dejó el tabaco, resultó un poco difícil cerrar la hebilla del cinturón, incluso empleando el primer agujero.
Después de que dejara de fumar…, pero antes de atropellar a la gitana.
Ahora aparecían otras marcas en el cinturón: más allá del segundo agujero…, y del cuarto… y del quinto… Finalmente en el sexto y último.
Halleck vio con creciente horror que cada una de las muescas era más leve que la anterior. Su cinturón contenía una historia más cierta y más breve que la que hiciera Michael Houston. La pérdida de peso proseguía, y no estaba frenándose, sino acelerando. Había llegado al último agujero del cinturón que, hacía sólo dos meses, creía que debía retirar por demasiado pequeño. Ahora necesitaba un séptimo agujero, que no tenía.
Miró el reloj y comprobó que debía regresar pronto. Pero algunas cosas eran más importantes que si el juez Boynton decidía o no, introducir el testamento como prueba.
Halleck escuchó. El lavabo de caballeros estaba silencioso. Tomó los pantalones con una mano y salió del cubículo. Dejó caer de nuevo los pantalones y se miró en uno de los espejos por encima de la hilera de lavabos. Se alzó los faldones de la camisa para conseguir una mejor ojeada de su vientre que, hasta hacía muy poco, había sido su perdición.
Un leve sonido escapó de su garganta. Eso fue todo, pero lo suficiente. La percepción selectiva no pudo sostenerse, sino que todo se descompuso en un instante. Vio que el modesto vientre que había remplazado su barriga había desaparecido. Aunque sus pantalones estaban bajados y su camisa subida por encima de su chaleco desabotonado, los hechos resultaban demasiado claros a pesar de la ridícula postura. Los hechos reales, como siempre, eran negociables, —eso lo aprendes con rapidez en el mundo de los abogados—, pero la metáfora que se presentó resultó más que persuasiva: era innegable. Parecía un chico vestido con la ropa de su padre. Halleck permaneció perplejo ante la corta hilera de lavabos, pensando histéricamente:
¿Quién ha conseguido la Shinola? Tendré que procurarme un bigote falso…
Una risa asqueada y rancia salió de su garganta, ante la visión de sus pantalones caídos sobre sus zapatos, y los calcetines negros de nailon trepando hasta tres cuartas partes del camino de sus pantorrillas peludas. En aquel momento, repentinamente, simplemente, lo creyó… todo. El gitano le había hechizado, sí, pero no se trataba de cáncer; el cáncer hubiera sido demasiado clemente y harto rápido. Era algo más, y aquello sólo acababa de empezar.
La voz de un revisor de tren gritó en su mente:
Siguiente parada, Anorexia nerviosa… ¡Que se preparen todos los de Anorexia nerviosa…!
Los sonidos se alzaron en su garganta, una risa que sonaba como gritos, o tal vez gritos que sonaban como risas… ¿Y eso qué importaba?
¿A quién puedo contárselo? ¿A Heidi? Creería que estoy loco.
Pero Halleck nunca se había sentido en su vida más cuerdo.
La puerta del servicio de caballeros se abrió con violencia.
Halleck se retiró con presteza al cubículo y lo cerró por dentro, asustado.
—¿Billy?
Era John Parker, su ayudante.
—Estoy aquí.
—Boynton regresará en seguida. ¿Estás bien?
—Muy bien —respondió.
Sus ojos estaban cerrados.
—¿Tienes gases? ¿Se trata del estómago?
Sí, es mi estómago, eso es.
—Sólo tengo que echar un poco de lastre. Habré acabado dentro de un minuto. No te preocupes, Parker, ya voy.
—Bien.
Parker se fue. La mente de Halleck quedó fijada en su cinturón. No podía regresar a la sala de audiencias del juez Boynton sosteniéndose los pantalones desde los bolsillos de la chaqueta de su traje. ¿Qué demonios iba a hacer?
De repente se acordó de su cuchillo del Ejército suizo, la buena y vieja navaja, que siempre se quitaba del bolsillo antes de pesarse. Allá en los viejos tiempos, antes de que los gitanos llegasen a Fairview.
Nadie pidió a esos imbéciles que viniesen… ¿Por qué no fueron a Westport o a Stratford?
Sacó la navaja y, rápidamente, hizo un séptimo agujero en el cinturón. Estaba mal hecho y con un aspecto horroroso, pero funcionó. Halleck se abrochó la hebilla, se puso la chaqueta y salió del cubículo. Por primera vez fue consciente de cómo le azotaban los pantalones en torno de las piernas…, sus delgadas piernas.
¿Lo habrá visto más gente? —pensó con nuevo y punzante embarazo—. ¿Se habrán dado cuenta de lo mal que me queda la ropa? ¿Lo habrán visto y habrán disimulado? Hablarán…
Se remojó la cara y salió de los servicios de caballeros.
Al regresar a la sala de juicios, Boynton entraba en aquel momento entre el ondear de su toga. Miró severamente a Billy, que esbozó un ademán de disculpa. El rostro de Boynton permaneció impasible; resultaba claro que no aceptaba las disculpas. Los zumbidos comenzaron de nuevo. De alguna forma, Billy consiguió terminar la jornada.
Se subió a la báscula aquella noche después de que Heidi y Linda estuvieran ya dormidas, miró hacia abajo, sin acabar de creérselo. Miró durante mucho, mucho tiempo.
Ochenta y ocho.