—¿Cuánto pesas? —le preguntó el doctor Houston.
Halleck, determinado a ser sincero ahora que en realidad estaba enfrente a aquel hombre, le dijo que había perdido unos trece kilos en tres semanas.
—¡Uh! —exclamó Houston.
—Heidi está un poco preocupada. Ya sabes cómo las esposas pueden…
—Tiene razón en estar preocupada —repuso Houston.
Michael Houston era un arquetipo de Fairview: el Doctor Agradable con Cabello Blanco y Bronceado Malibú. Cuando le entreveías sentado en una de aquellas mesas con sombrilla que rodeaban el bar al aire libre del club de campo, tenía todo el aspecto de una versión más joven de Marcus Welby, doctor en Medicina. El bar al lado de la piscina, al que llamaban el Agujero Aguado, era donde se encontraban ahora él y Halleck. Houston llevaban unos pantalones rojos de golf sujetos por un brillante cinturón blanco. Sus pies estaban calzados con unos zapatos blancos de golfista. Su camisa Lacoste, y reloj Rolex. Bebía una piña colada. Una de sus observaciones típicas era llamarla «pene colado». Él y su mujer tenían dos hijos mágicamente hermosos y vivían en una de las mayores casas de Lantern Drive: se podía ir andando desde allí al club de campo, algo de lo que se jactaba Jenny Houston cuando estaba bebida. Significaba que su casa había costado más de ciento cincuenta mil dólares. Houston conducía un Mercedes café con leche de cuatro puertas. Ella un Cadillac Cimarrón que parecía un Rolls-Royce con hemorroides. Sus chicos iban a un colegio privado en Westport. Las habladurías de Fairview —que eran a menudo más verdad que mentira— sugerían que Michel y Jenny Houston habían llegado a un modus vivendi: él era un galanteador obseso y ella empezaba a darle al whisky a partir de las tres de la tarde. Simplemente una típica familia de Fairview, pensó Halleck, y de pronto se sintió tan cansado como asustado. Conocía a aquellas personas bastante bien, o creía que era así, pero de un modo u otro daba lo mismo.
Bajó la vista hacia sus propios y brillantes zapatos blancos y pensó:
¿Bromeas? Llevas la pluma tribal.
—Quiero verte mañana en mi consultorio —le dijo Houston.
—Tengo un juicio…
—No te preocupes de tu juicio. Esto es más importante. Entretanto, dime una cosa: ¿Has tenido alguna hemorragia? ¿Rectal? ¿Por boca?
—No.
—¿Te has dado cuenta de alguna hemorragia en el pelo al peinarte?
—No.
—¿Y qué me dices de heridas que no se curan? ¿O costras que se caen y vuelven a formarse?
—No.
—Estupendo —repuso Houston—. A propósito… Hoy he conseguido un ochenta y cuatro. ¿Qué te parece?
—Creo que antes de un par de años estarás jugando el Masters —replicó Billy.
Houston se echó a reír. Se acercó el camarero. Houston pidió otro «pene colado». Halleck una Miller.
Miller Lite, estuvo casi a punto de decirle al camarero —por la fuerza de la costumbre—, pero contuvo la lengua. Necesitaba una cerveza ligera como necesitaba…, bueno, como necesitaba una hemorragia rectal.
Michel Houston se inclinó hacia adelante. Sus ojos estaban serios y Halleck sintió miedo de nuevo, como si se tratase de una aguzada aguja acerada, muy delgada, que sondease en el revestimiento de su estómago. Se percató, miserablemente, de que algo había cambiado en su vida, y no para mejor. Y no para mejor, en absoluto. Ahora estaba en extremo asustado. La venganza del gitano.
Los ojos serios de Houston estaban fijos en los de Billy, y éste se inclinó para oírle decir:
Los posibilidades de que tengas cáncer son de cinco entre seis, Billy. No necesito una radiografía para decírtelo. ¿Tienes el testamento al día? ¿Quedan bien cubiertas Heidi y Linda? Cuando uno es un hombre relativamente joven no cree que puedan suceder estas cosas, pero sí pueden. Si pueden…
En el tono tranquilo de un hombre que imparte una gran información, Houston preguntó:
—¿Cuántos portadores de féretro se necesitan para enterrar a un negro de Harlem?
Billy meneó la cabeza y brindó una fingida sonrisa.
—Seis —respondió Houston—. Cuatro para llevar el ataúd y dos para transportar la radio.
Se echó a reír y Billy Halleck se puso a pensar los detalles. En su mente, de una forma clara, vio al gitano que le había aguardado fuera del tribunal de Fairview. Detrás del gitano, en el cordón de la vereda, en una zona de estacionamiento prohibido, se veía una gran furgoneta con una casa rodante de construcción casera. Aparecía cubierta con extraños dibujos en torno a una pintura central: una representación no muy buena de un unicornio arrodillado, con la cabeza inclinada, ante una gitana con una guirnalda de flores en la mano. El gitano llevaba un desgastado chaleco verde, con botones confeccionados con monedas de plata. Ahora, al ver a Houston reírse de su propio chiste, con el cocodrilo de su camisa ondeando al compás de su hilaridad, Billy pensó:
Recuerdas mucho más de aquel tipo de lo que crees. Crees que sólo recuerdas su nariz, pero esto no es cierto en absoluto. Lo recuerdas todo condenadamente bien.
Niños. Había niños en la cabina de la vieja camioneta, mirándole con sus ojos castaños sin fondo, ojos casi negros. «Más delgado», había dicho el viejo y a pesar de su carne callosa, su caricia había sido la caricia de un amante.
Matrícula de Delaware —pensó de repente Billy—. Su coche tenía matrícula de Delaware. Y un letrero engomado en el parachoques, algo…
Los brazos de Billy se le pusieron con piel de gallina y, por un momento, creyó que empezaría a gritar, como había oído ahí mismo gritar a una mujer, cuando creía que su hijo se ahogaba en la piscina.
Billy Halleck recordó cuándo habían visto a los gitanos por primera vez: el día en que llegaron a Fairview.
Estacionaron a un lado en los terrenos públicos de la ciudad y una bandada de sus chiquillos se dirigió al césped para jugar. Las gitanas permanecieron congregadas cuchicheando y observándoles. Iban brillantemente vestidas, pero no con las vestiduras campesinas de una persona mayor, que se asociaron con la versión de Hollywood de gitanos o cíngaros en los años treinta y cuarenta. Eran mujeres con coloridos vestidos veraniegos, mujeres con pantalones ajustados hasta media pierna, mujeres jóvenes con vaqueros Jordache o Calvin Klein. Parecían brillantes, vivas, un poco peligrosas.
Un joven saltó de un microbús VW y empezó a hacer juegos malabares con unos bolos de gran tamaño.
TODO EL MUNDO NECESITA ALGO EN QUÉ CREER —leyó el joven que iba en camiseta—. Y CREO QUE AHORA MISMO NECESITO OTRA CERVEZA.
Los niños de Fairview corrieron hacia él como atraídos por un imán, gritando excitados. Los músculos ondearon bajo la camiseta del joven y un crucifijo gigante rebotó hacia arriba y hacia abajo en su pecho. Las madres de Fairview recogieron a algunos de los chiquillos y se los llevaron de allí. Otras madres no se precipitaron tanto. Los niños mayores de la ciudad se aproximaron a los niños gitanos, que detuvieron sus juegos y observaron cómo se acercaban.
Chicos de ciudad —decían sus ojos negros—. Nos los encontramos en todas partes a que nos conducen nuestros caminos. Conocemos sus ojos y sus peinados; sabemos cómo brillan los aparatos ortopédicos de vuestros dientes al sol. No sabemos dónde estaremos mañana, pero si dónde estaréis vosotros. ¿No os aburren siempre los mismos rostros y los mismos lugares? Creemos que sí. Y ésa es la razón de que nos odiéis.
Billy, Heidi y Linda Halleck estaban allí aquel día, dos días antes de que Halleck atropellase y matase a la gitana a menos de medio kilómetro. Habían comido un almuerzo campestre y aguardaban que empezase el primer concierto primaveral de la banda. La mayoría de los que habían acudido a los terrenos municipales aquel día lo habían hecho por la misma razón, un hecho que, indudablemente, conocían los gitanos.
Linda se había levantado, limpiándose, como en un sueño, la parte trasera de sus Levi’s y echó a correr hacia el gitano que hacía números malabares con los bolos.
—¡Linda, quédate aquí! —le gritó duramente Heidi.
Su mano había errado hasta el cuello de su suéter y jugueteó con él, como a menudo hacía cuando se sobresaltaba. Halleck no creyó que fuese consciente de ello.
—¿Por qué, mami? Es un carnaval…, por lo menos creo que lo es…
—Son gitanos —le respondió Heidi—. Mantén las distancias. Son todos unos bribones.
Linda se quedó mirando a su madre y luego a su padre, Billy se encogió de hombros. Permaneció allí mirando, inconsciente de su melancólica expresión, pensó Billy, mientras Heidi permanecía con la mano en el cuello toqueteándolo y subiéndola hasta la garganta y bajándola de nuevo.
El joven arrojó sus bolos a la portezuela abierta trasera del microbús, uno a uno, y una sonriente muchacha de negro cabello, cuya belleza era casi etérea, le tiró cinco clavas indias, una tras otra. El joven comenzó a hacer juegos malabares con ellas, sonriente, a veces arrojando una debajo del brazo y gritando ¡Ulahop! cada vez que lo hacía.
Una mujer mayor, con un mono y una camisa a cuadros comenzó a repartir prospectos. La encantadora mujer que había recogido los bolos y arrojado las clavas indias, saltaba ahora ágilmente desde la portezuela de la camioneta con un caballete. Lo montó y Halleck pensó:
Va a exhibir unas malas marinas y tal vez algunas fotos del presidente Kennedy.
Pero en vez de una pintura colocó en el caballete un blanco. Desde el interior de la furgoneta, alguien le arrojó una honda.
—¡Gina! —le gritó el muchacho de los juegos malabares con las clavas indias.
Sonrió ampliamente, revelando la ausencia de varios incisivos. Linda se sentó de repente. Su concepto de la belleza masculina se había formado a través de una vida entera viendo la tele, y para ella quedó estropeada la apostura del joven. Heidi dejó de juguetear con el cuello de su cárdigan.
La chica pasó la honda al joven. Éste dejó caer una de las clavas y empezó a hacer malabarismos en su lugar con la honda. Halleck recordó haber pensado:
Eso debe de ser casi imposible…
El chico lo hizo dos o tres veces, luego le arrojó de nuevo a la chica la honda y, de algún modo, consiguió recoger la clava que había dejado caer, mientras las demás seguían en el aire. Se produjeron esparcidos aplausos. Algunos sonreían —incluso el mismo Billy—, pero la mayoría apartó la mirada. Unos cuantos fruncieron el entrecejo.
La muchacha se apartó del blanco que estaba en el caballete, se sacó algunas bolas de un bolsillo del pecho, y disparó tres tiros certeros: plop, plop, plop… Muy pronto la chica se vio rodeada de chicos (y de unas cuantas muchachas) que pedían turno. Ella los alineó y los organizó de una forma tan rápida y eficiente como una maestra de jardín de infantes prepara a sus chicos para el descanso. Dos gitanos adolescentes de aproximadamente, la edad de Linda, salieron de un viejo Break LTD y comenzaron a recoger de la hierba las municiones gastadas. Se parecían como dos gotas de agua, y obviamente, eran mellizos. Uno llevaba un aro de oro en la oreja izquierda; su hermano llevaba la pareja en la oreja derecha.
¿Será ése el procedimiento que usa su madre para reconocerles? —pensó Billy.
Nadie vendía nada. De una forma cuidadosa y del todo obvia, nadie estaba vendiendo nada. Tampoco había ninguna Madame Azonka que leyese el tarot.
Sin embargo, se presentó muy pronto un coche de la Policía de Fairview y bajaron del mismo dos policías. Uno era Hopley, el jefe de Policía, un hombre toscamente agraciado de unos cuarenta años. Parte de la acción se detuvo y más madres aprovecharon aquella oportunidad para capturar de nuevo a sus fascinados retoños y llevárselos de allí. Algunos de los mayores protestaron, y Halleck observó que los más pequeños estallaban en sollozos.
Hopley comenzó a discutir de los hechos de la vida con el gitano que había estado practicando el número de malabarismo (las clavas, pintadas con brillantes franjas rojas y azules, se encontraban ahora esparcidas a sus pies) y el gitano más viejo con el mono, Oshkosh. Éste dijo algo. Hopley meneó la cabeza. Luego el malabarista añadió algo y comenzó a gesticular. Mientras el malabarista hablaba, se acercó más al patrullero que acompañaba a Hopley. Ahora el cuadro comenzó a recordarle a Halleck algo y, al cabo de un momento, quedó claro. Era como observar a los jugadores de béisbol discutir con los árbitros respecto de una jugada decisiva.
Oshkosh puso una mano en el hombro del malabarista, haciéndole retroceder un paso o dos, y esto resaltó aún más la impresión: el entrenador que trata de que el acalorado joven no sea expulsado. El joven dijo algo más. Hopley meneó de nuevo la cabeza. El joven empezó a gritar, pero hacía un fuerte viento y Billy sólo captó sonidos, no palabras.
—¿Qué sucede, mamá? —preguntó Linda, francamente fascinada.
—Nada, querida —replicó Heidi.
Repentinamente se halló muy atareada recogiendo cosas.
—¿Ya han comido todo?
—Sí, por favor… ¿Papá, qué ocurre?
Durante un momento tuvo en la punta de la lengua el decir:
Estás observando una escena clásica, Linda. Tiene que ver con el Rapto de las Sabinas. Aquí se llama el Descubrimiento de los Indeseables.
Los ojos de Heidi estaban fijos en su rostro, pero su boca aparecía cerrada con fuerza, y obviamente, sentía que no era el momento de una ligereza fuera de lugar.
—No demasiado —dijo—. Una pequeña diferencia de opinión.
En verdad, eso de no demasiado era lo cierto: no se soltaron perros, no amenazaron con porras, ni llegó ningún camión celular. En un casi teatral acto de desafío, el malabarista se zafó de la sujeción de Oshkosh, recogió sus clavas y comenzó a hacer de nuevo juegos malabares con ellas. La ira, sin embargo, se había aferrado a sus reflejos y ahora constituyó una exhibición muy pobre. Dos de las clavas cayeron al suelo casi en el mismo momento. Una de ellas le golpeó en el pie y uno de los niños se echó a reír.
El compañero de Hopley se movió impaciente hacia delante. Hopley, que no había perdido en absoluto los nervios, le contuvo lo mismo que Oshkosh había hecho con el malabarista. Hopley se apoyó contra un olmo con los pulgares metidos en su amplio cinturón, sin mirar a nada en particular. Dijo algo al otro policía, y el patrullero sacó una agenda del bolsillo del costado. Probó el bolígrafo con el pulgar, abrió la agenda y anduvo hasta el coche más cercano, un coche fúnebre Cadillac convertido, de la temporada de principios de los sesenta, y comenzó a escribir. Lo hizo con gran ostentación. Cuando acabó, se acercó al microbús VW.
Oshkosh se aproximó a Hopley y comenzó a hablar apremiantemente. Hopley se encogió de hombros y miró hacia otro lado. El patrullero se acercó a un viejo Ford sedán. Oshkosh dejó a Hopley y se dirigió al joven. Habló con ardor, moviendo las manos en aquel cálido aire primaveral. Para Billy Halleck la escena estaba perdiendo el pequeño interés que hubiera podido tener para él. Empezaba a no ver a los gitanos, que habían cometido el error de detenerse en Fairview en su camino de acá para allá.
De pronto, el malabarista se volvió y regresó al microbús, dejando simplemente que las restantes clavas cayesen en la hierba (el microbús había sido estacionado detrás de la furgoneta con la mujer y el unicornio pintado en la casa rodante de construcción casera). Oshkosh se inclinó para recuperarlos, hablando ansioso con Hopley mientras lo hacía. Hopley se encogió de nuevo de hombros y, aunque Billy Halleck no era de ningún modo telépata, supo que Hopley disfrutaba con aquello tanto como él, Heidi y Linda sabían que tendrían sobras para cenar.
La joven que había disparado contra el blanco trató de hablar con el malabarista, pero éste se la sacó de encima airado y entró en el microbús. La mujer permaneció de pie durante un momento y miró a Oshkosh, cuyos brazos aparecían llenos de clavas, y luego también se dirigió al microbús. Halleck pudo borrar a los demás de su campo de percepción, pero durante un momento fue imposible no ver a la mujer. Su cabello era largo y con una ondulación natural, sin ataduras de ninguna clase. Le caía por debajo de los omóplatos en una especie de torrente negro y casi bárbaro. Su blusa estampada y su modesta y plisada falda procedían de Sears o de J.C. Penney’s, pero su cuerpo era tan exótico como el de algún raro felino: una pantera, un guepardo, un tigre de las nieves. Cuando subió a la camioneta, el pliegue de la parte posterior de su falda se abrió por un momento y pudo ver la estupenda línea de la parte interior de su muslo. En aquel momento la deseó intensamente, y se vio encima de ella en la hora más negra de la noche. Y aquel deseo fue una cosa muy rara. Miró hacia Heidi, cuyos labios estaban tan firmemente apretados que se habían puesto blancos. Sus ojos eran dos apagadas monedas. Ella no había visto su mirada, pero sí el movimiento del pliegue trasero, lo que revelaba y lo comprendió en seguida.
El policía con la agenda permaneció observando hasta que la muchacha se fue. Luego la cerró, la guardó en su bolsillo y se unió otra vez con Hopley. Las gitanas estaban metiendo a sus hijos en la casa rodante. Oshkosh, con los brazos llenos de clavas, se aproximó de nuevo a Hopley y dijo algo. Hopley meneó la cabeza con decisión.
Y aquello fue todo.
Apareció un segundo patrullero de la Policía de Fairview, con sus luces girando ociosamente. Oshkosh miró hacia allí y luego echó un vistazo en torno del parque público de Fairview con su costoso equipo de campo de juegos a prueba de robos y el quiosco de la banda. Tiras de crespones ondulaban aún alegremente desde alguno de los floridos árboles; restos de la carrera de huevos de Pascua del domingo anterior.
Oshkosh regresó a su coche, que se hallaba en la cabecera de la cola. Cuando su motor rugió al ponerse en marcha, todos los demás motores hicieron lo mismo. La mayor parte estruendosos y chillones; Halleck escuchó un montón de pistones que fallaban y vio una gran cantidad de humo azul de escape. El break de Oshkosh se puso en marcha, bramando y petardeando. Los otros se pusieron detrás, desatendiendo las señales de tráfico, dejando los terrenos y encaminándose hacia el centro de la ciudad.
—¡Todos llevan las luces encendidas! —exclamó Linda—. ¡Parece un funeral!
—Aún quedan dos Ring-Dings —exclamó con brío Heidi—. Toma uno.
—No lo quiero. Estoy llena. Papá…, esas personas…
—Nunca conseguirás un busto abundante si no comes —le dijo Heidi.
—He decidido que no quiero un busto abundante —replicó Linda, haciendo una de sus declaraciones de Gran Dama, que siempre dejaban sin aliento a Halleck—. Lo que se estila ahora son los culos.
—¡Linda Joan Halleck!
—Yo me comeré un Ring-Ding —intervino Halleck.
Heidi le miró breve y fríamente…
Oh…, ¿es eso lo que harás?
Y se lo tiró. Encendió un Vantage 100. Billy acabó por comerse los dos Ring-Dings. Heidi se fumó medio paquete antes de que acabase el concierto de la banda e ignoró los torpes esfuerzos de Billy por alegrarla. Pero se fue animando de regreso a casa y los gitanos quedaron olvidados. Por lo menos, hasta la noche.
Cuando entró en el cuarto de Linda para darle el beso de buenas noches, ella le preguntó:
—Papá, ¿la policía ha echado de la ciudad a esos tipos?
Billy recordó haberla mirado con atención, fingiéndose a un tiempo enfadado y absurdamente halagado por su pregunta. Acudía a Heidi cuando deseaba saber cuántas calorías había en un trozo de pastel de chocolate alemán. Pero acudía a Billy para verdades más duras y, en ocasiones, le parecía que eso no era justo.
Se sentó en la cama, pensando que ella era aún muy joven, y seguro que se encontraba en el lado de la línea donde están de forma incuestionable los buenos chicos. Podía resultar lastimada. Una mentira lo evitaría. Pero las mentiras sobre lo que había sucedido aquel día en la zona comunal de Fairview, podían ser una forma de retroceder a los fantasmas de los padres: Billy recordaba con claridad a su padre diciéndole que la masturbación le dejaría tartamudo. Su padre fue un buen hombre de todas formas, pero Billy nunca le perdonó aquella mentira. Sin embargo, Linda ya lo había sometido a rudos vapuleos: habían hablado de maricas, sexo oral, enfermedades venéreas y de la posibilidad de que no existiese Dios. Había necesitado tener un hijo para enseñarle cuan espantosamente honesto podría ser.
De repente pensó en Ginelli. ¿Qué le diría Ginelli a su hija si estuviese ahora aquí?
Se ha de conseguir echar de la ciudad a los miserables, cariño. Esto es lo que realmente importa: mantener a los indeseables alejados de la ciudad.
Pero aquello era más cierto de lo que podía colegir.
—Sí, supongo que sí. Eran gitanos, cariño. Vagabundos.
—Mamá dijo que eran unos ladrones.
—Un montón de ellos hacen trampas y dicen buenaventuras también falsas. Cuando llegan a una ciudad como Fairview, la Policía les pide que pasen de largo. Por lo general, arman un escándalo, pero, realmente, no les importa.
¡Bang!
Una bandera se alzó en el interior de su cabeza. Mentira número uno.
—Por medio de carteles o anuncios avisan dónde estarán… Por lo general llegan a un acuerdo por dinero con un granjero o con alguien que tenga un campo fuera de la ciudad. Y al cabo de unos días se marchan.
—¿Y por qué vienen? ¿Qué hacen?
—Bueno…, siempre hay gente que desea que le digan la suerte.
Y también hay juegos de azar. Por lo general, están trucados.
O más bien una parte exótica, pensó Halleck.
Vio de nuevo el tableado de la falda de la chica al subir a la furgoneta.
¿Cómo se movería?
Y su mente respondió:
Como el océano preparándose para la tormenta. Así…
—¿Les compra drogas la gente?
Hoy no necesitas comprarles drogas a los gitanos, cariño: se compran en el patio de la escuela.
—Tal vez hachís —respondió—, u opio.
Él llegó a esta parte de Connecticut de adolescente, y se había quedado aquí desde entonces: en Fairview o en el cercano North-Port. No había visto gitanos desde hacía veinticinco años…, no desde que fuera un niño que se criara en Carolina del Norte, cuando perdió cinco dólares —un dinero ahorrado cuidadosamente durante casi tres meses para comprar el regalo de cumpleaños de su madre—, jugando en la rueda de la suerte. Se suponía que no permitían jugar a nadie de menos de dieciséis años pero, naturalmente, si uno tenía la moneda, o la suficiente ingenuidad, podía adelantarse y depositarla. Pensó que algunas cosas jamás cambiaban, y la principal de ellas radicaba en el viejo proverbio de que el dinero cierra todas las bocas. Si se lo hubieran preguntado antes de hoy, se habría encogido de hombros y declarado que ya no había caravanas errantes de gitanos. Pero, naturalmente, la raza de los errabundos nunca muere. Eran unos desarraigados al llegar y se iban de la misma manera, arbustos humanos que cortan toda clase de lazos y se evaporan de la ciudad con dólares en sus grasientas carteras, ganados fichando algo de lo que ellos mismos abominan. Habían sobrevivido. Hitler trató de exterminarlos, junto con los judíos y los homosexuales, pero sobrevivirían a miles de Hitler, supuso.
—Creía que esos terrenos eran de propiedad pública —replicó Linda—. Eso es lo que nos enseñan en la escuela.
—En cierto modo, así es —repuso Halleck—. Una cosa pública significa que es propiedad de los ciudadanos. De los contribuyentes.
¡Bang!
Mentira número dos. La contribución, en Nueva Inglaterra, no tenía nada que ver con la tierra de dominio público, con la propiedad o con el uso de la misma. No había nada más que ver Richard contra Jerran. New Hampshire, o Baker contra Olins (de 1835), o…
—Los contribuyentes —le remedó ella.
—Necesitas un permiso para usar esos lugares públicos.
¡Clang!
Mentira número tres. Esa idea había quedado descartada en 1931, cuando unos cuantos cultivadores de patatas se establecieron en Hooverville en el corazón de Lewiston, Maine. La ciudad había recurrido al Tribunal Supremo de Roosevelt y no habían conseguido una audiencia. Aquello se debió a que los hooveritas habían elegido Pettingill Park para acampar en él, y Pettingill Park era una tierra de dominio público.
—Como cuando viene el Circo Shrine —añadió.
—¿Y por qué los gitanos no consiguen un permiso, papá?
Ya estaba medio dormida. Gracias a Dios…
—Bien, tal vez se olvidaron.
No existe la menor posibilidad, Lin. No en Fairview. No cuando consideras estos terrenos públicos desde Lantern Drive y el club de campo, no cuando esta vista es aquello por lo que pagas, junto con los colegios privados que enseñan programación de computadoras en flamantes Apples y TRS-80, y el aire relativamente puro y la quietud por la noche. El Circo Shrine vale. Y la persecución de los huevos de Pascua aun está mejor. ¿Pero, gitanos? Cojan el sombrero, y lárguense. Conocemos la basura cuando la vemos. ¡Pero, Dios mío, nada de tocarla! Tenemos criadas y amas de casa para sacar la basura de nuestras casas. Y cuando aparece en los terrenos comunales de la ciudad, llamamos a Hopley.
Pero esas verdades no son para una chica de la escuela superior júnior, piensa Halleck. Son verdades que se aprenden en la segunda fase de la escuela superior y en la Universidad. Tal vez lo captas a través del club femenino de estudiantes, o quizás aparezca simplemente, como una transmisión por onda corta desde el espacio exterior.
No son de nuestra clase, cariño. Mantente alejada.
—Buenas noches, papi.
—Buenas noches, Lin.
La besó de nuevo y salió.
La lluvia, traída por unas repentinas y fuertes ráfagas de viento, se aplastó contra la ventana de su estudio, y Halleck se despertó de su ligero sopor.
No son de nuestra clase, cariño, pensó de nuevo, y en realidad se rió en silencio. Este sonido le atemorizó, porque sólo los chiflados se ríen en un cuarto vacío. Los chiflados lo hacen siempre; eso es lo que les convierte en chiflados.
No de nuestra clase.
Si no lo había creído antes, lo creía ahora.
Ahora que estaba más delgado.
Halleck observó cómo la enfermera de Houston le sacaba unas ampollas de sangre de su brazo izquierdo y las colocaba en un envase, como huevos en un cartón. Anteriormente Houston le había facilitado tres sobres especiales y le dijo que los mandase por correo. Halleck se los metió lúgubremente en el bolsillo y luego se inclinó para la prueba proctológica, temiendo la humillación de la misma, más que la pequeña incomodidad. Aquella sensación de ser invadido. Plenamente.
—Relájate —le pidió Houston, haciendo chascar sus delgados guantes de goma—. Mientras puedas sentir mis dos manos en tus hombros, todo irá bien.
Se echó a reír animadamente.
Halleck cerró los ojos.
Houston le vio dos días después: había procurado que su análisis de sangre tuviese prioridad. Halleck estaba sentado en la habitación, parecida a un estudio (cuadros de veleros en las paredes, sillones de cuero, mullidas alfombras grises), donde Houston atendía sus consultas. Su corazón latía con fuerza y sintió gotas de sudor depositarse en las sienes.
No voy a llorar delante de un hombre que cuenta chistes de negros —se dijo a sí mismo con vehemente horror, y no por primera vez—. Si tengo que llorar, saldré en coche de la ciudad, aparcaré y lo haré entonces.
—Todo parece muy bien —le dijo Houston con suavidad.
Halleck parpadeó. El miedo se había arraigado ahora tan profundamente en él, que estaba seguro de haber entendido mal a Houston.
—¿Qué?
—Todo tiene buen aspecto —repitió Houston—. Haremos algunas pruebas más si quieres, Billy, pero no veo ahora mismo la necesidad de ello. Tu sangre, en realidad, está mucho mejor ahora que en tus dos anteriores pruebas. Ha bajado el colesterol y los triglicéridos. Has perdido un poco más de peso, la enfermera te ha anotado ciento un kilos esta mañana, ¿pero, qué puedo decir? Aún tienes más de trece kilos con respecto a tu peso óptimo, y no deseo que pierdas eso de vista, pero…
Sonrió.
—Me gustaría saber tu secreto…
—No tengo ninguno —replicó Halleck.
Se sintió al mismo tiempo confuso y tremendamente aliviado, de igual forma como se había sentido en un par de ocasiones en la Universidad al pasar exámenes para los que no estaba preparado.
—Mantendremos el juicio en suspenso hasta que consigamos los resultados de tu serie Hayman-Reichling.
—¿Mi qué?
—Las tarjetas de la mierda —le dijo Houston, y luego se echó a reír de todo corazón—. Puede aparecer ahí algo, pero, realmente Billy, el laboratorio ha llevado a cabo veintitrés pruebas diferentes con tu sangre, y todas han sido favorables. Esto es convincente.
Halleck exhaló un largo y tembloroso suspiro.
—Estaba asustado —confesó.
—Hay gente que no muere joven —replicó Houston.
Abrió el cajón de su escritorio y sacó una botellita con una cucharita sujeta al tapón con una cadena. El mango de la cucharita, según observó Halleck, tenía la forma de la Estatua de la Libertad.
—¿Gustas?
Halleck meneó la cabeza. Sin embargo, se hallaba contento de estar sentado donde estaba, con las manos enlazadas en el vientre —en su disminuida barriga— y observando cómo el médico de cabecera de mayor éxito de Fairview, inhalaba cocaína por un orificio de la nariz y luego por el otro. Volvió a guardar la botellita en su escritorio y sacó otra botella y un paquete de filtros Q. Hundió uno de ellos en la botella y luego se lo llevó a la nariz.
—Agua destilada —explicó—. Para proteger los senos frontales.
Y brindó a Halleck un guiño.
Probablemente ha tratado a bebés de neumonía teniendo esa mierda rondándole por la cabeza, pensó Halleck, pero el pensamiento no tuvo un poder real.
Ahora mismo no podía dejar de gustarle Houston, porque le había dado buenas noticias. Todo cuanto deseaba en el mundo era estar aquí sentado, con las manos enlazadas en su disminuido vientre y explorar las profundidades de su inestable alivio, hacerle frente como a una bicicleta nueva o una prueba de conducción de un coche nuevo. Se imaginó que cuando saliese del gabinete de Houston, probablemente, se sentiría casi como un recién nacido. Un director que filmase la escena pondría en la banda sonora música de Así habló Zaratustra. Este pensamiento produjo en Halleck la primera sonrisa y luego rió en voz alta.
—Me gustaría participar de ese buen humor —dijo Houston—. En este triste mundo necesitamos todas las cosas divertidas que nos sea posible, Billy, muchacho…
Aspiró ruidosamente y luego se lubricó las ventanillas de la nariz con otro apósito Q nuevo.
—Nada —replicó Halleck—. Simplemente… Ya sabes que estaba asustado. Estaba haciendo frente a esa C mayúscula. Intentándolo…
—Bueno, tal vez tengas que hacerlo —prosiguió Houston—, pero no este año. No necesito ver los resultados de laboratorio de las tarjetas Hayman-Reichling para decírtelo. El cáncer tiene un aspecto propio. Por lo menos cuando ya se ha tragado trece kilos, así es…
—Pero he estado comiendo más que nunca. Le he contado a Heidi que hago más ejercicios que de costumbre, y en realidad algo he hecho, pero ella afirma que no se pierden trece kilos sólo quejándote de tu régimen de ejercicios. Dice que no puedes dejar de engordar aún más.
—Eso no es del todo cierto. Las pruebas más recientes muestran que el ejercicio es mucho más importante que la dieta. Pero para un tipo que tiene, que tenía, sobrepeso como tú, está en lo cierto. Un gordinflón que aumenta radicalmente su nivel de ejercicios, por lo general lo que consigue es el premio peor: una buena trombosis tipo dos. No lo suficiente para matarte, pero sí lo bastante para que no puedas hacer más los dieciocho hoyos o montarte en las montañas rusas de Seven Flags o ver Georgia.
Billy pensó que la cocaína estaba volviendo locuaz a Houston.
—No lo comprendes —le dijo—, ni tampoco lo entiendo yo. Pero en este negocio he visto ya un montón de cosas que no comprendo. Un amigo mío, neurocirujano en la ciudad, me llamó para que echase un vistazo a una extraordinaria radiografía craneal, hace ya tres años. Un estudiante de la George Washington University acudió a verle porque tenía unos espantosos dolores de cabeza. A mi colega le parecieron las típicas migrañas, de la clase que se adecuan a una personalidad como anillo al dedo, pero no le gusta jugar con esa clase de cosas porque unos dolores de cabeza así son síntomas de tumores cerebrales craneales aunque el paciente no tenga sombra de referencias olfativas: olores de mierda, de fruta podrida, de palomitas de maíz pasadas, o de una cosa así. Por lo tanto, mi colega llevó a cabo una serie completa de radiografías, le hizo al chico un electroencefalograma, lo mandó al hospital para una tomografía cerebral axial. ¿Y sabes qué descubrieron?
Halleck menó la cabeza.
—Encontraron que el muchacho, que había sido el tercero en su clase de la escuela superior, y que había estado en la lista del decano cada semestre en la George Washington University, casi carecía de cerebro. Había una especie de retorcimiento del tejido cortical a través del centro de su cráneo; mi colega me mostró la radiografía, y tenía el aspecto de unas cortinillas de macramé, y eso era todo. Esas cortinillas regían, probablemente, todas sus funciones involuntarias. Todo, desde respirar y los latidos cardíacos hasta el orgasmo. Una especie de tejido cerebral con cuerdas. El resto de la cabeza del muchacho no estaba lleno de otra cosa que de un fluido cerebroespinal. De alguna forma que no comprendemos, ese fluido hacía las veces del pensamiento. De todos modos, sigue siendo estupendo en la Universidad, sigue teniendo migrañas y éstas siguen pareciendo de las del tipo personalidad. Si no tiene un ataque al corazón a los veinticinco o treinta y pico años que le mate, comenzarán a disminuirle a los cuarenta.
Houston abrió de nuevo el cajón, sacó la cocaína y tomó un poco. La ofreció a Halleck. Éste meneó la cabeza.
—También —continuó Houston— hace unos cinco años tuve a una vieja dama que se presentó en mi gabinete con mucho dolor en las encías. Ya ha muerto. Si mencionase el nombre de esa vieja perra la conocerías. Eché un vistazo y, Dios Todopoderoso, no pude creerlo. Había perdido el último de sus dientes de adulto hacía ya casi diez años, en realidad esta muñeca se encaminaba hacia los noventa, y tenía una serie de dientes nuevos saliéndole…, cinco en total. ¡No era de extrañar que tuviese dolor de encías, Billy! Estaba con problemas de dentición a los ochenta y ocho años…
—¿Y qué hiciste? —le preguntó Halleck.
Estaba escuchando todo aquello con una parte muy limitada de su mente: flotaba encima de él, de forma suave, como un ruido en blanco, como Muzak deslizándose desde el techo en unos grandes almacenes en rebajas. La mayor parte de su mente estaba aún haciendo frente al alivio: seguramente la cocaína de Houston era en realidad una droga pobre comparada con el alivio que sentía. Halleck pensó brevemente en el anciano gitano con la nariz macilenta, pero la imagen había perdido su oscuro y oblicuo poderío.
—¿Qué hice? —preguntó Houston—. Dios mío, ¿qué podía hacer? Le escribí una receta de un medicamento que no era otra cosa que Num-Zit, pero más fuerte, eso que frotas en las encías de un bebé cuando comienza su dentición. Antes de morir, aún sacó tres más: dos molares y un canino. —Hizo una pausa.
—He visto más cosas, muchas más. Todo médico ve un montón de cosas raras que no puede explicar. Pero basta de Parece increíble, pero es verdad a lo Ripley. El hecho es que no comprendemos nada respecto del metabolismo humano. Hay tipos como Duncan Hopley… ¿Conoces a Dunc?
Halleck asintió. El jefe de Policía de Fairview, perseguidor de gitanos, parecía en realidad una réplica de Clint Eastwood.
—Come como si cada comida fuese la última —prosiguió Houston—. Bendito Moisés, nunca he visto un oso así. Pero su peso permanece en torno a los setenta y ocho kilos, y puesto que mide un metro ochenta, eso hace que tenga el peso correcto. Posee un metabolismo muy potente; digamos que quema las calorías con doble rapidez que, por ejemplo, Yard Stevens.
Halleck asintió. Yard Stevens era el dueño y trabajaba en Heads Up, la única peluquería de Fairview. Tal vez pesase ciento treinta y seis kilos. Uno le miraba y se preguntaba si sería su mujer quien le ataba los zapatos.
—Yard tiene más o menos la misma talla que Duncan Hopley —siguió Houston—, pero en las ocasiones en que le he visto almorzar, sólo picotea la comida. Tal vez sea un gran comedor encerrado en los retretes. Pero me imagino que no. Tiene cara de hambre. ¿Sabes a qué me refiero?
Billy sonrió un poco y asintió. Según frase de su madre, sabía que Yard Stevens tenía el aspecto «como si la comida no fuese a hacerle ningún bien».
—Pero te diré también algo más, aunque supongo que no son cosas académicas. Los dos hombres fuman. Yard Stevens confiesa un paquete de Marlboro Lights por día, lo que, probablemente, significa que fuma un paquete y medio, tal vez dos. Duncan dice que fuma dos de Camel por día, lo cual quiere decir que fuma tres o tres y medio. Me refiero a que, ¿has visto a Duncan Hopley sin un cigarrillo en la boca o en la mano?
Billy pensó al respecto y luego movió la cabeza. Mientras tanto, Houston se había procurado otra ración.
—Bueno, ya es suficiente —dijo y cerró con fuerza y autoridad el cajón.
—De todos modos, tenemos a Yard que fuma un paquete y medio de cigarrillos bajos en alquitrán, y a Duncan que se fuma tres paquetes de tabaco fuerte cada día…, tal vez más. Pero el único que, realmente, invita a presentarse al cáncer de pulmón, y a que lo devore, es Yard Stevens. ¿Por qué? Porque su metabolismo succiona, y el índice de metabolismo está en cierto modo relacionado con el cáncer. Hay médicos que alegan que podremos curar el cáncer cuando penetremos en el código genético. Es posible que tal vez en algunas clases de cáncer. Pero no se curará por completo hasta que comprendamos el metabolismo. Lo cual nos lleva de nuevo a Billy Halleck, el Increíble Hombre Menguante. O tal vez el Increíble Hombre Reductor de Masa. No Productor de Masa, sino Reductor de Masa…
Houston se echó a reír, con una risa extraña y estúpidamente relinchante.
Billy pensó:
Si eso es lo que te procura la coca, me parece que seguiré con los Ring-Dings.
—No sabes por qué estoy perdiendo peso.
—No, en absoluto.
Houston pareció complacido ante aquel hecho.
—Pero supongo que, en realidad, piensas en ti mismo como delgado. Puede hacerse, ya lo sabes. Lo vemos bastante a menudo. Hay gente que realmente desea perder peso. Por lo general, tienen alguna clase de miedo: palpitaciones cardíacas, un leve ataque mientras juegan al tenis, bádminton o voleibol, algo así. Por lo tanto, les doy una agradable y suave dieta que debería permitirles perder de uno a dos kilos a la semana, durante un par de meses. Puedes llegar a perder de esta manera de ocho a dieciséis kilos sin dolores ni molestias. Estupendo. Excepto que la mayor parte de la gente pierde mucho más que eso. Siguen la dieta, pero pierden más peso del que la dieta puede justificar. Es como si algún centinela mental, que durante muchos años hubiera estado profundamente dormido, se despertase y comenzase a gritar el equivalente de «¡Fuego!». El mismo metabolismo se acelera…, porque el centinela le dice que evacué unos cuantos kilos antes de que toda la casa se incendie.
—Muy bien —replicó Halleck.
Estaba deseoso de que le convenciesen. Se había tomado el día libre en el trabajo y, de repente, deseó hacer algo más que regresar a casa y decirle a Heidi que todo iba bien, llevarla arriba y hacer el amor con ella mientras el sol de la tarde entraba por las ventanas de su dormitorio.
—Lo tendré en cuenta.
Houston se levantó para acompañarle a la puerta. Halleck se percató, silenciosamente divertido, de que quedaba un poco de polvo blanco debajo de la nariz de Houston.
—Si continúas perdiendo peso, llevaré a cabo contigo toda una serie de pruebas metabólicas —le explicó Houston—. Puedo haberte dado la idea de que las pruebas de ese tipo no sirven para nada, pero a veces nos enseñan muchas cosas. De todos modos, dudo que tengamos que hacerlas. Supongo que tu pérdida de peso comenzará a decrecer: dos kilos esta semana, uno la semana siguiente. Luego te mantendrás y tal vez engordes a continuación un kilo.
—Me has tranquilizado —replicó Halleck y apretó con fuerza la mano de Houston.
Éste sonrió complacido, aunque, en realidad, no había dado a Halleck más que negativas: no, no sabía qué andaba mal en Halleck, pero no, no se trataba de cáncer.
—Para eso estamos, Billy, muchacho…
Billy se fue a casa con su mujer…
—¿Ha dicho que estás bien?
Halleck asintió.
Ella le rodeó con los brazos y le abrazó con fuerza. Él sintió el tentador estremecimiento de sus tetas contra el pecho.
—¿Quieres que vayamos arriba?
La mujer le miró, mientras sus ojos danzaban.
—Estupendo, estás bien, ¿verdad?
—Puedes estar segura…
Subieron y tuvieron una estupenda sesión de sexo. Una de las últimas veces. Después, Halleck se quedó dormido. Y soñó.