Volvieron en coche a Fairview en silencio durante casi todo el trayecto. Heidi se puso al volante hasta que se hallaron a unos veinticinco kilómetros de la ciudad de Nueva York y el tráfico se hizo más denso. Luego ella se detuvo en un área de servicio y dejó que Billy se hiciese cargo del resto del itinerario hasta su casa. No había ninguna razón para que él no condujera: la vieja había resultado muerta, esto era cierto, con un brazo casi arrancado del cuerpo, con la pelvis pulverizada, el cráneo aplastado como un jarrón Ming arrojado sobre un suelo de mármol, pero Billy Halleck no había perdido en absoluto su permiso de conducir de Connecticut. Nuestro buen amigo el tocatetas de Cary Rossington se había ocupado de ello.
—¿Me has oído, Billy?
Éste le lanzó una ojeada y luego volvió a poner los ojos en la carretera. Conducía mejor aquellos días y, aunque no empleaba la bocina más veces de lo usual, ni gritaba o movía los brazos más de lo acostumbrado, era más consciente de los errores de los demás conductores y de los suyos propios que antes, y se mostraba menos laxo respecto de ambas cosas. Matar una vieja hace que aumente tu concentración. No resulta nada bueno para el respeto de uno mismo y produce algunos sueños verdaderamente horribles, pero ciertamente, aumenta los antiguos niveles de concentración.
—Estaba distraído. Perdona.
—Te decía que muchas gracias por habérmelo hecho pasar tan bien.
Le sonrió y le tocó ligeramente el brazo. Había sido algo maravilloso, por lo menos para Heidi. De una forma cierta, Heidi lo había dejado todo atrás: a la gitana, la audiencia previa en la que se archivó el juicio del Estado, al viejo gitano de la nariz macilenta. Para Heidi era ahora sólo algo desagradable ya pasado, como la amistad de Billy con aquel matón de Nueva York. Pero en su mente había algo más; una segunda mirada de reojo lo confirmó. La sonrisa se había extinguido y lo miraba, mostrando leves arrugas en torno de los ojos.
—No hay de qué —le dijo—. Siempre eres muy bien venida, encanto…
—Y cuando lleguemos a casa…
—¡Salto de nuevo sobre tu esqueleto! —gritó con falso entusiasmo y compuso una mirada lasciva.
En realidad, no creía poder hacerlo aunque un desfile de las Dallas Cowgirls pasase a su lado, con una ropa interior diseñada por Frederick’s de Hollywood. No tenía nada que ver con lo a menudo que lo habían hecho en Mohonk; se trataba de aquella malhadada profecía. MÁS DELGADO. Seguramente no había dicho nada parecido: sólo había sido su imaginación. Pero no parecía un producto de su imaginación, maldita sea; sino algo tan real como los titulares del New York Times. Y aquella realidad constituía la parte más terrible de todo, porque el MÁS DELGADO no coincidía con la idea que nadie tiene de la buena suerte. Ni siquiera un TU DESTINO ES PERDER PRONTO PESO sería algo adecuado. Lo habitual eran cosas como prolongados viajes o verse de nuevo con viejos amigos.
Ergo, se había alucinado.
Sí, eso era.
Ergo, probablemente, estaba perdiendo el sentido común.
Oh, vamos, ¿era eso justo?
Muy justo. Cuando pierdes el dominio de tu imaginación, no es una buena noticia.
—Puedes saltar sobre mí si quieres —replicó Heidi—, pero lo que realmente deseo es que saltes sobre la balanza del cuarto de baño…
—¡Vamos, Heidi! He perdido un poco de peso, pero no es para tanto…
—Estoy muy orgullosa de que hayas adelgazado, Billy, pero hemos estado juntos casi constantemente los últimos cinco días, y que me maten si sé cómo has podido lograrlo…
Esta vez dedicó a su mujer una prolongada mirada, pero ella no le respondió; siguió mirando a través del parabrisas, con los brazos cruzados sobre el pecho y un silencio pensativo.
—Heidi…
—Has comido tanto como siempre. Tal vez incluso más. El aire de la montaña debe de haber acelerado tus motores.
—¿Por qué dorar la píldora? —le preguntó, disminuyendo la marcha para arrojar cuarenta centavos en la cesta del peaje de Rye.
Sus labios se apretaban formando una delgada línea blanca, su corazón había empezado a latir muy deprisa y de pronto se puso furioso con ella.
—Lo que quieres dar a entender es que soy un auténtico cerdo. Dilo abiertamente si quieres, Heidi. Qué diablos. Lo acepto…
—¡No quiero decir nada parecido! —gritó ella—. ¿Por qué quieres lastimarme, Billy? ¿Por qué después de haberlo pasado tan bien?
No miró esta vez hacia ella para saber si estaba a punto de echarse a llorar. Su temblorosa voz se lo dijo. Lo sentía, pero sentirlo no dominaría su ira. Y el miedo que estaba bajo aquella ira.
—No quiero lastimarte —le dijo, agarrando el volante del Olds con tanta fuerza que los nudillos se le blanquearon—. Nunca lo hago. Pero adelgazar es una buena cosa, Heidi; ¿por qué no haces más que restregármelo por la cara?
—No siempre es una buena cosa —le gritó, desconcertándole, por lo que el coche zigzagueó levemente—. ¡No siempre es una buena cosa, y tú lo sabes!
Ahora si lloraba, lloraba y hurgaba en su bolso en busca de un Kleenex, de aquella forma entre fastidiosa y atractiva, como siempre lo hacía. Le tendió su pañuelo y ella lo usó para enjugarse los ojos.
—Puedes decir lo que quieras, puedes suponer lo que desees, interrogarme si te apetece, Billy, estropear lo bien que lo hemos pasado. Pero te amo y debo decir lo que he dicho. Cuando la gente empieza a adelgazar sin estar a dieta, eso puede significar que está enferma. Es una de las siete señales de advertencia del cáncer.
Le devolvió el pañuelo. Los dedos de él tocaron los de su mujer al hacerlo. La mano de ella estaba muy fría.
Bien, ya se había dicho la palabra. Cáncer. Evocaba cosas desagradables. Dios sabía que esa palabra ya había brotado en su propia mente más de una vez desde aquella balanza de monedas de enfrente de la zapatería. Había salido a la superficie como algún asqueroso y diabólico globo de payaso, y había tenido que apartar aquel pensamiento. Lo había apartado como se hace con aquellas damas sin hogar que se sentaban balanceándose hacia delante y hacia atrás en sus extraños y un poco negruzcos escondrijos delante de la Grand Central Station…, o de la forma en que uno apartaba a los traviesos niños gitanos que aparecieron con el resto de la banda de gitanos. Los niños gitanos cantaban con unas voces que conseguían ser monótonas y extrañamente dulces al mismo tiempo. Los niños gitanos andaban sobre las manos con panderetas extendidas, sujetas de algún modo en sus sucios y desnudos dedos de los pies. Los niños gitanos reían por lo bajo y avergonzaban a los jugadores de Frisbee locales, pues hacían girar dos, y a veces tres, discos de plástico a la vez: sobre los dedos, en los pulgares y en ocasiones en la nariz. Reían mientras hacían todas esas cosas, y todos parecían tener enfermedades cutáneas, bizqueras o labios leporinos. Cuando de repente veías semejante y rara combinación de agilidad y fealdad arrojada ante ti, ¿qué otra cosa podías hacer excepto volver la mirada? Amas de casa sin hogar, niños gitanos y cáncer. Incluso el curso de sus pensamientos le asustó.
De todos modos, tal vez fuese mejor que la palabra se hubiese pronunciado.
—Me encuentro bien —repitió, tal vez por sexta vez desde la noche en que Heidi suscitara el tema.
¡Y maldita sea, era verdad!
—También he estado haciendo ejercicio.
Aquello era también cierto…, por lo menos durante los últimos cinco días. Habían subido juntos por el Labyrinth Trail, y aunque tuvo que respirar pesadamente y meter la barriga cuando pasaban por uno de los lugares más estrechos, nunca estuvo cerca de quedarse encallado. En realidad, fue Heidi la que bufando y sin aliento, tuvo que pedirle dos veces descansar un poco. Diplomáticamente, Billy no le mencionó que se debía al tabaco.
—Estoy segura de que te sientes bien —respondió—, y eso es importante. Pero un chequeo sería también algo estupendo. Hace ocho meses que no te haces ninguno y estoy segura de que el doctor Houston te echa de menos…
—Creo que es un idiota integral —musitó Halleck.
—¿Qué…?
—Nada…
—Lo que te digo, Billy, es que no puedes perder casi nueve kilos en dos semanas sólo por hacer ejercicio.
—¡No estoy enfermo!
—Entonces, limítate a complacerme.
Continuaron en silencio el viaje hasta Fairview. Halleck deseaba atraerla hacia sí y decirle que estaba conforme, que haría lo que ella quisiese. Pero se le había ocurrido algo. Un pensamiento por completo absurdo. Absurdo y sin embargo, sobrecogedor.
Tal vez exista un nuevo estilo en las viejas maldiciones gitanas, amigos y vecinos… ¿Qué hay de esa posibilidad? Solían transformarte en un hombre lobo o te enviaban un demonio para que te arrancara la cabeza a medianoche, o alguna cosa parecida, pero todo cambia, ¿no es verdad? ¿No será que aquel viejo me tocó y me transmitió el cáncer? Ella tiene razón, se trata de esos chismes: perder nueve kilos es parecido a cuando el canario del minero cae muerto en su jaula. Cáncer de pulmón…, leucemia…, melanoma…
Era una locura, pero aquella locura no se le iba de la cabeza. ¿No será que aquel viejo me tocó y me transmitió el cáncer?
Linda los recibió con unos besos exagerados, y ante su mutuo asombro, sacó una lasaña nada desdeñable del horno y la sirvió en unos platos de papel que llevaban el rostro de aquel extraordinaire amante de la lasaña, «Garfield, el gato». Les preguntó qué tal les había ido en su segunda luna de miel («Una frase que corresponde perfectamente a la segunda infancia», observó Halleck secamente a Heidi aquella noche, después de haber hecho justicia a los platos y de que Linda se fuera pitando con dos de sus amigas a continuar el juego de «Mazmorras y Dragones» al que llevaban jugando durante casi un año), y justo cuando apenas habían empezado a hablar, ella gritó:
—¡Oh, eso me recuerda algo!
Y se pasó el resto de la comida regalándoles con Cuentos de Prodigios y Horror de la Escuela superior júnior de Fairview: una historia interminable que le fascinaba más a ella que a Halleck o a su esposa, aunque ambos trataran de escuchar con atención. A fin de cuentas, habían estado fuera una semana…
Cuando salió a toda velocidad, besó sonoramente en la mejilla a Halleck y gritó:
—Adiós, flacucho…
Halleck la observó montar en la bici y pedalear por el paseo de enfrente, con su cola de caballo al viento, y se volvió hacia Heidi. Estaba sin habla.
—Ahora —le dijo su mujer—, ¿harás el favor de escucharme?
—Se lo has dicho. La has llamado aparte y le has pedido que lo dijera. Confabulación femenina…
—No.
Escudriñó su rostro y luego asintió cansadamente.
—No, supongo que no.
Heidi le arrastró al piso de arriba donde, finalmente, acabó en el cuarto de baño, desnudo a excepción de la toalla enrollada a la cintura. Le sobrecogió una fuerte sensación de lo deja vu: la dislocación temporal resultó tan completa que sintió una fuerte náusea física. Era una repetición casi exacta del día en que se quedó de pie sobre la misma balanza con una toalla de este mismo juego de lunares azules en torno de la cintura. Lo único que faltaba era aquel aroma a tocino frito que subía desde el piso de abajo. Todo lo demás era exactamente igual.
No. No, no lo era. Otra cosa era notablemente diferente.
Aquel otro día tuvo que inclinarse para leer la mala noticia en la esfera. Y tuvo que hacerlo así porque su barriga andaba por en medio.
La barriga seguía allí, pero era más reducida. No cabía la menor duda al respecto, puesto que ahora veía bien hacia abajo y leía los números.
La lectura digital señalaba ciento cuatro kilos.
—Esto zanja el asunto —le dijo Heidi, de forma tajante—. Te concertaré una cita con el doctor Houston.
—Esta balanza siempre pesa de menos —replicó débilmente Halleck—. Siempre ha sido así. Ésa fue la razón de que siempre me gustara.
Ella le miró con frialdad.
—Amigo mío, todo eso no es más que blablablá. Te has pasado los últimos cinco años quejándote de que pesaba de más, y ambos lo sabemos.
En la dura luz del cuarto de baño, vio cuan honestamente ansiosos eran los ojos de su mujer. La piel estaba tirante y con brillo a través de sus mejillas.
—Quédate ahí —le dijo al fin, y salió del cuarto de baño.
—¿Heidi?
—¡No te muevas! —le gritó mientras bajaba al otro piso.
Regresó un momento después con una bolsa de azúcar sin abrir. La etiqueta anunciaba: «Peso neto 10 libras». La dejó sobre la báscula. Ésta vaciló un momento y luego aparecieron impresos unos números rojos digitales: 012.
—Eso es lo que pensé —anunció Heidi lúgubremente—. Me he pesado yo también, Billy. No da el peso de menos, y nunca ha sido así. Pesa de más, como tú siempre habías dicho. No era sólo una protesta, y ambos lo sabemos. Todo el mundo con exceso de peso gusta de tener una balanza inexacta. Le hace dejar de lado con mayor facilidad los hechos. Si…
—Heidi…
—Si esta balanza dice que pesas ciento cuatro eso significa que no llegas a ciento tres y ahora, permíteme…
—Heidi…
—Déjame concertarte una cita.
Él se calló durante un momento, mirándose sus pies desnudos y luego meneó la cabeza.
—¡Billy!
—Lo haré yo mismo —respondió.
—¿Cuándo?
—El viernes. Lo haré el viernes. Houston va al club de campo todos los viernes por la tarde y hace nueve hoyos.
A veces juega con el inimitable tocatetas y besa-mujeres Cary Rossington.
—¿Por qué no le llamas esta noche? ¿Ahora mismo?
—Heidi —le dijo—, ya basta.
Y algo en su rostro la debió convencer de no atosigarle más, porque ya no volvió a mencionarlo aquella noche.