Capítulo III
Mohonk

Era ya su tercera noche en Mohonk y acababan de hacer el amor. Era la sexta vez en tres días, un vertiginoso cambio en su habitual y calmoso índice de un par de veces a la semana. Billy estaba echado junto a ella, sintiendo su calor, el aroma de su perfume —Anaïs Anaïs—, mezclado con el limpio sudor y el olor de sus sexos. Durante un momento su pensamiento hizo una horrible conexión cruzada y empezó a ver a la mujer gitana en el momento anterior a que el Old la golpease. Durante un instante oyó abrirse una botella de Perrier. Luego la visión desapareció.

Rodó hacia su mujer y le acarició el muslo.

Ella se abrazó a él a su vez con un brazo y deslizó su mano libre por el muslo de su marido.

—Sabes —le dijo—, si pierdo el cerebro un poco más, no me quedará cerebro en absoluto.

—Eso es un mito —replicó Billy, sonriendo.

—¿El que se pierde cerebro?

—No. Eso es verdad. El mito es que pierdes esas células cerebrales para siempre. Las que se consumen vuelven a crecer.

—Sí, eso lo dices tú…

Ella se acomodó más confortablemente contra él. Su mano erró por su muslo, tocó leve y amorosamente su pene, jugó con su pelo púbico (al año anterior le había sorprendido tristemente ver las primeras hebras grises allí en lo que su padre llamaba el bosquecillo de Adán) y luego subió por la colina de su vientre.

La mujer se enderezó de repente sobre un codo, alarmándole un poco. No se había dormido, pero se deslizaba ya hacia el sueño.

—¡Realmente has adelgazado!

—¿Qué?

—Billy Halleck, estás mucho más delgado…

Se dio unos golpecitos en el vientre, al que a veces llamaba «La casa que construyó ese jovencito», y se echó a reír:

—No demasiado… Aún sigo pareciendo el único hombre del mundo embarazado de siete meses…

—Aún estás robusto, pero no tanto como solías. Lo sé. Te lo puedo decir. ¿Cuándo te has pesado por última vez?

Trató de recordar. Fue la mañana en que se arregló lo de Canley. Había bajado a ciento diez…

—Te dije que había perdido un kilo y medio, ¿recuerdas?

—Pues mira, por la mañana lo primero que harás será pesarte —le dijo.

—No hay balanza en el cuarto de baño —respondió cómodamente.

—Bromeas…

—No hay. Mohonk es un lugar civilizado.

—Buscaremos una.

Empezaba a deslizarse de nuevo hacia el sueño.

—Si quieres, claro que sí…

—Lo quiero…

Había sido una buena mujer, pensó. En algunos momentos, durante los últimos cinco años, desde que, realmente, había empezado a engordar en serio, había anunciado dietas y/o programas físicos adecuados. Las dietas habían quedado marcadas por un montón de bromas. Una salchicha o dos a primeras horas de la tarde como suplemento del almuerzo a base de yogur, o tal vez una hamburguesa engullida apresuradamente, o dos, la tarde del sábado, mientras Heidi salía a una subasta o a una venta de artículos domésticos usados en la vecindad. En una o dos ocasiones, incluso se había rebajado a comprar los horrendos emparedados calientes que vendían en una pequeña tienda a un par de kilómetros de distancia: por lo general, la carne de esos bocadillos parecía tiras de piel tostada, una vez que el horno de microondas se encargaba de ellas, y, sin embargo, no recordaba haber dejado nunca la menor partícula sin comer. Sí, le gustaba la cerveza, por descontado, pero lo que le gustaba más era comer. Era algo increíble comer en los mejores restaurantes de Nueva York, pero también lo era mirar la tele con una bolsa de Doritos y alguna que otra almeja.

Los programas de adecuación física duraron tal vez una semana, y luego interfirió con ellos su plan de trabajo, o simplemente, perdió el interés. En el sótano, en un rincón, yacía un juego de pesas, acumulando telarañas y polvo. Parecía reprochárselo cada vez que bajaba. Intentaba no mirarlas.

Debería meter la barriga para dentro más que de costumbre y anunciar palmariamente a Heidi que había perdido cinco kilos y medio y que ya había bajado a ciento ocho. Y ella asentiría y le diría que estaba muy contenta, que naturalmente, notaba la diferencia y que durante todo el tiempo, lo sabía porque veía vacías las bolsas de la basura. Y desde que Connecticut adoptara una ley de botellas y latas retornables, los huecos de la despensa se habían convertido en una fuente de culpabilidad casi tan grande como las pesas no usadas.

Le miraba cuando dormía; y lo que era peor, le veía también cuando orinaba. No se puede meter la barriga cuando haces pis. Lo había intentado y resultó imposible. Sabía que había perdido tres kilos, cuatro todo lo más. Puedes engañar a tu mujer respecto de otras mujeres —por lo menos, durante algún tiempo—, pero no en relación a tu peso. Una mujer que soporta tu peso de vez en cuando por la noche, sabe muy bien lo que pesas. Pero ella sonrió y le dijo: Naturalmente, cariño, tienes mucho mejor aspecto. Parte de esto no era quizá tan admirable —le mantenía silencioso respecto a los cigarrillos de ella—, pero no le engañaba hasta creerse que eso era todo, o lo más importante. Era una forma de que él conservase el respeto por sí mismo.

—¿Billy?

—¿Qué?

Perturbado en su sueño por segunda vez, se quedó mirándola, entre divertido e irritado.

—¿Te sientes del todo bien?

—Sí, muy bien. ¿Qué es ese asunto de si me encuentro o no bien?

—Pues…, a veces… dicen que una pérdida de peso sin planificar puede ser indicio de algo.

—Me siento estupendamente. Y si no me dejas dormir, te lo demostraré saltando de nuevo sobre tus huesos…

—Adelante…

Él gruñó y ella se echó a reír. Muy pronto estaban ya dormidos. Y en su sueño, él y Heidi regresaban de Shop’n Save, sólo que sabía que esta vez era un sueño, sabía que algo estaba a punto de suceder, y quería decirle que dejase aquello que estaba haciendo, que debía concentrar toda su atención en la conducción porque muy pronto una vieja gitana saldría corriendo entre dos coches aparcados —entre un Subaru amarillo y un Firebird, verde oscuro para ser exactos— y que esta anciana llevaba una horquilla de plástico de pacotilla en su entrecano cabello y no miraría a ninguna parte sino sólo directamente ante sí. Quería decirle a Heidi que ésa era su oportunidad de volver atrás, de cambiarlo, de hacerlo bien.

Pero no pudo hablar. El placer le despertó de nuevo y el roce de los dedos de ella, juguetones al principio y luego más en serio (su pene se endureció mientras dormía y volvió la cabeza levemente al clic metálico de su cremallera que se bajaba eslabón a eslabón); el placer se mezcló incómodamente con una sensación de algo terrible e inevitable. Ahora vio delante el Subaru amarillo, aparcado detrás del Firebird verde con la franja blanca de carreras. Y entre ellos el destello de un color más brillante y más vital que cualquier otra pintura de Detroit o de Toyota Village. Trató de gritar: Déjalo, Heidi… ¡Es ella! Voy a matarla de nuevo si no lo dejas… ¡Por favor, Dios mío, no! ¡Por favor, Cristo, no!

Pero la figura salió de entre los dos coches. Halleck trató de quitar el pie del acelerador y ponerlo sobre el freno, pero parecía estar pegado, sujeto allí por una espantosa e irrevocable firmeza. El pegamento Krazy de la inevitabilidad, trató de decirse salvajemente, intentando torcer el volante, pero el volante tampoco giró. Estaba trabado y bloqueado. Por lo tanto intentó prepararse para el impacto y luego la cabeza de la gitana se volvió y ya no era la vieja, oh, no, uh…, era el gitano de la nariz macilenta. Sólo que ahora sus ojos habían desaparecido. En el instante previo a que el Olds le golpease y le pasase por encima, Halleck vio aquellas cuencas vacías y contemplativas. Los labios del viejo gitano se abrieron en una sonrisa obscena, un cuarto creciente debajo del corroído horror de su nariz. Luego: Bum/bum

Una mano que caía lacia sobre el capó del Olds, fuertemente arrugada, revestida de paganos anillos de tintineante metal. Tres gotas de sangre salpicaron el parabrisas. Halleck fue vagamente consciente de que la mano de Heidi se había aferrado agonizantemente en su erección, reteniendo el orgasmo que el choque había hecho aflorar, originando un repentino y terrible placer-dolor… Y escuchó el susurro del gitano desde alguna parte por debajo de él, ascendiendo a través del suelo enmoquetado del lujoso coche, apagado pero lo bastante claro: «Más delgado».

Se despertó con una sacudida, se volvió hacia la ventana, casi gritando. La luna era un brillante cuarto creciente por encima de los Adirondacks y, por un momento, pensó que era el viejo gitano, con la cabeza levemente inclinada hacia un lado, mirando por su ventana, sus ojos dos brillantes estrellas en la negrura del firmamento, sobre el Estado de Nueva York, con su sonrisa encendida de alguna forma desde dentro, la luz sobresaliendo fría como la de un frasco de vidrio lleno de luciérnagas agosteñas, tan frío como los tipos del pantano que había visto algunas veces de pequeño en Carolina del Norte: una luz antigua y fría, una luna con la forma de una sonrisa de anciano, una que contempla la venganza.

Billy respiró penosamente, cerró los ojos con fuerza y luego los abrió de nuevo. La luna era otra vez la luna. Se tendió y tres minutos más tarde dormía otra vez.

El nuevo día fue brillante y claro y al fin Halleck dio el brazo a torcer y convino en subir por el Labyrinth Trail con su esposa. Los terrenos de Mohonk estaban ligados a rutas de excursionismo, clasificadas desde fáciles a muy difíciles. La del Laberinto tenía la indicación de «moderada» y en su luna de miel, él y Heidi habían trepado por allí dos veces. Recordó cuánto placer le produjera abrirse paso por pinos, desfiladeros, con Heidi justo detrás de él, riéndose y diciéndole que se apresurase, tortuga… Recordó su andar sinuoso a través de pasos estrechos, semejantes a cuevas, en la roca, y susurrar ominosamente a su reciente esposa:

—¿No sientes cómo tiembla el suelo?

Y decirlo cuando se encontraban en la parte más estrecha, pero ella aún había tenido ánimos de darle un buen golpe en el culo.

Halleck hubiera admitido para sí (pero nunca, nunca, a Heidi) que eran aquellos estrechos pasos a través de la roca lo que ahora le preocupaba. En su luna de miel, era un tipo delgado y esbelto, aún un muchacho, todavía en buena forma a causa de los veranos pasados con un equipo de explotación forestal en Massachussets occidental. Pero ahora era dieciséis años mayor y muchísimo más pesado. Y, tan jovial y amablemente como le había informado el bueno del doctor Houston, estaba entrando en el grupo de los que suelen sufrir infartos. La idea de tener un ataque cardíaco en medio de las montañas resultaba algo incómoda, aunque aún bastante remota; lo que le parecía más probable, era quedar encallado en una de aquellas estrechas gargantas rocosas por las que serpenteaba la senda en su camino hacia la cumbre. Recordó que por lo menos en cuatro lugares, había tenido que arrastrarse.

No quería quedar aprisionado en uno de aquellos sitios.

¿O… cómo sería eso? El tal Billy Halleck se encalla en uno de aquellos oscuros lugares para arrastrarse y entonces tiene un ataque cardíaco… ¡Eh…! ¡Dos pájaros de un tiro!

Pero, finalmente, convino en que debía intentarlo, si ella se mostraba de acuerdo en hacerlo sola en el caso de que él simplemente, no se encontrase en buena forma para llegar a la cumbre. Y si podían ir primero a New Paltz, donde él se compraría unos buenos zapatos de lona. Heidi se apresuró a aceptar ambas condiciones.

Ya en la ciudad, Halleck averiguó que los zapatos de lona eran algo anticuado. Nadie admitió siquiera conocer aquella palabra. Compró un par de elegantes zapatos verdes y plata Nike para andar y trepar y se quedó encantado en silencio de lo bien que se ajustaban a sus pies. Aquello le hizo darse cuenta de que no había tenido un par de zapatos parecidos desde hacía… ¿Cinco años? ¿Seis? Le pareció imposible, pero era así.

Heidi los admiró también y le dijo de nuevo que, ciertamente, parecía como si hubiese perdido peso. Fuera de la zapatería había una balanza que funcionaba con monedas, una de aquellas que daba «EL PESO Y EL DESTINO». Halleck no había visto una desde que era chico.

—Sube, héroe —le dijo Heidi—. Tengo una moneda…

Halleck rehusó durante un momento, oscuramente nervioso.

—Vamos, apresúrate. Quiero ver cuánto has perdido.

—Heidi, esas cosas no pesan bien, ya lo sabes…

—Sólo quiero una cifra aproximada. Vamos, Billy, no seas tonto.

Con desgana, le entregó el paquete que contenía sus nuevos zapatos y subió a la balanza. Ella metió la moneda. Se produjo un clic y aparecieron dos paneles curvados de metal plateado. Detrás de la parte superior de uno apareció su peso; detrás del inferior, la idea que tenía la máquina acerca de su destino. Halleck emitió un ronco y sorprendido gritito.

—Lo sabía… —dijo Heidi a su lado.

Se produjo una especie de dudosa interrogación en su voz, como si no estuviese segura de si debía sentir contento, o miedo, o duda.

—Sabía que estabas más delgado…

Si ella había oído su propio y ronco jadeo, pensó Halleck más tarde, indudablemente habría pensado que lo causaba el número marcado en rojo: incluso con la ropa puesta, su cuchillo del Ejército suizo en el bolsillo de sus pantalones de pana, incluso con un pesado desayuno de Mohonk en la barriga, la señal marcaba claramente ciento cinco. Había perdido seis kilos y medio desde el día en que Canley había convenido en un acuerdo extrajudicial.

Pero, en realidad, no era su peso lo que le hizo jadear, sino su destino. El panel inferior no se había hecho a un lado para revelar aquello de: LA ECONOMÍA MEJORARÁ PRONTO, O TE VISITARÁN UNOS ANTIGUOS AMIGOS, O NO TOMES DECISIONES IMPORTANTES DE FORMA PRECIPITADA.

Sólo había revelado dos palabras en negro: MÁS DELGADO.