Capítulo II
Ciento uno

En la ciudad, un maldito juicio que se había prolongado durante más de tres años —un juicio que había previsto arrastrar, de una forma u otra, durante los siguientes tres o cuatro años— llegó a un inesperado y gratificante final a mediodía, con el acuerdo del demandante durante un descanso del tribunal, dejándolo en una cantidad asombrosa. Halleck no perdió tiempo en decirle al demandante, un fabricante de pinturas de Schenectady, y a su cliente, que firmasen una carta de buenas intenciones en el antedespacho del juez. El abogado del demandante lo consideró con palpable decaimiento e incredulidad cuando su cliente, presidente de la «Good Luck Paint Company» garrapateó su nombre en las seis copias de la carta y el agente del tribunal autentificaba ejemplar tras ejemplar, su calva cabeza brillando suavemente. Billy permaneció sentado en silencio, con las manos en el regazo, sintiendo algo parecido a la lotería de Nueva York. Para la hora del almuerzo todo había acabado excepto los gritos.

Billy se fue con el cliente a O’Lunney’s, pidió Chivas en un vaso de agua para el cliente y un martini para él y luego llamó a Heidi a casa.

—Mohonk —le dijo, en cuanto ella descolgó el teléfono.

Se trataba de un establecimiento laberíntico en el interior de Nueva York donde pasaron su luna de miel —un regalo de los padres de Heidi—, hacía ya mucho, muchísimo tiempo. Ambos se enamoraron del lugar y desde entonces habían pasado las vacaciones dos veces allí.

—¿Qué?

—Mohonk —repitió—. Si no quieres ir, se lo pediré a Julián de la oficina.

—¡No lo harás! Billy, ¿de qué me hablas?

—¿Quieres ir o no?

—Claro que sí. ¿Este fin de semana?

—Mañana, si consigues que venga Mrs. Bean, y se ponga de acuerdo con Linda para que se haga el lavado y no orgías ante la tele en el salón de la familia. Y si…

Pero el grito de Heidi le ahogó por un momento.

—¡Tu caso, Billy! Las emanaciones y el derrumbamiento nervioso, el episodio sicótico y…

—Canley llegará a un acuerdo. En realidad, Canley lo ha hecho ya. Después de catorce años de embrollos administrativos y larguísimas opiniones legales que no significaban absolutamente nada, tu marido ha ganado al fin a uno de esos tipos estupendos. De una manera clara, decisiva y sin la menor duda. Canley ha llegado a un acuerdo, y yo me encuentro en el mejor de los mundos…

—¡Billy! ¡Dios mío! —gritó de nuevo, esa vez tan alto que el teléfono se distorsionó.

Billy tuvo que apartárselo del oído, sonriendo.

—¿Cuánto te soltará tu chico?

Billy dio la cifra y esta vez tuvo que apartarse el teléfono durante casi cinco segundos.

—¿Crees que le importará a Linda que nos tomemos cinco días de vacaciones?

—¿Cuando podrá quedarse hasta la una mirando las últimas emisiones de la noche de la tele, con Georgia Deeber, ambas hablando de chicos, atiborrándose de mis chocolatines? ¿Bromeas? ¿Hará frío en esta época del año, Billy? ¿Quieres que te meta en la valija tu cardigan verde? ¿Quieres la parka o tu chaqueta de algodón? ¿O las dos cosas? O…

Le respondió que hiciese lo que mejor le pareciera y regresó con su cliente. Éste llevaba ya bebida la mitad de su gran vaso de Chivas, y quería contar chistes polacos. El cliente tenía el aspecto de haber sido golpeado con un martillo. Halleck se bebió su martini y estuvo escuchando agudezas sobre carpinteros polacos y restaurantes de Polonia con una atención a medias, con su mente aferrada alegremente a otros asuntos. El caso tendría implicaciones de largo alcance; era demasiado pronto como para decir que aquello cambiaría el curso de su carrera, pero podría ser así. Era lo más probable. No era malo para aquellos casos que las grandes firmas lo tomasen como una obra de caridad… Y ello significaría que…

… el primer golpe lanzó a Heidi hacia delante y durante un momento, se aferró a él, que fue apenas consciente del dolor en su entrepierna. El impacto fue lo suficiente fuerte como para cerrar el cinturón de seguridad de ella. Saltó la sangre: tres gotas del tamaño de una moneda de diez centavos, y se aplastó en el parabrisas como lluvia roja. Ella no tuvo tiempo ni de gritar; gritaría después. Él ni siquiera tuvo tiempo de darse cuenta del asunto. El principio de esta toma de conciencia llegaría con el segundo golpe. Y él…

… se tragó el resto de su martini de un trago. Las lágrimas acudieron a sus ojos.

—¿Está usted bien? —preguntó el cliente, cuyo nombre era David Duganfield.

—Estoy tan bien como no puede imaginarse —replicó Billy, y alargó la mano a través de la mesa hacia su cliente—. Felicidades, David.

No pensaría en el accidente, ni en el gitano de la nariz macilenta. Éste era un buen tipo y ello se vio claramente; este hecho resultó en el fuerte apretón de manos de Duganfield y en su cansada y ligeramente abobada sonrisa.

—Gracias —le dijo Duganfield—. Muchísimas gracias.

De repente se inclinó por encima de la mesa y abrazó torpemente a Billy Halleck. Billy lo abrazó a su vez. Pero mientras los brazos de David Duganfield rodeaban su cuello, una palma se deslizó por el ángulo de su mejilla y pensó de nuevo en la rara caricia del anciano gitano.

Me ha conmovido, pensó Halleck, e incluso mientras abrazaba a su cliente, se estremeció.

Trató de pensar en David Duganfield en el camino hacia casa —Duganfield era una buena cosa en qué pensar—, pero en vez de Duganfield, se encontró pensando en Ginelli y en la época en que estaba en el Triborough Bridge.

Él y Duganfield habían pasado la mayor parte de la tarde en Lunney’s, pero el primer impulso de Billy fue llevar a su cliente a Three Brothers, el restaurante donde Richard Ginelli tenía una participación informal y silenciosa. Realmente hacía años que no estaba en Brothers —con la reputación de Ginelli aquello no hubiera sido prudente— pero todavía pensaba en Brothers antes que nada. Billy había disfrutado allí de algunas buenas comidas y pasado buenos ratos, aunque Heidi nunca se hubiese preocupado mucho ni por aquel lugar ni por Ginelli. Ginelli la asustaba, pensó Bill.

Estaba atravesando la salida de Gun Hill Road en el Thruway de Nueva York, cuando sus pensamientos volvieron al viejo gitano de una forma tan previsible como la de un caballo que regresa a su cuadra.

Fue Ginelli en quien pensaste primero. Cuando llegaste a casa aquel día y Heidi estaba sentada en la cocina, llorando, fue Ginelli en quien pensaste primero. «Eh Rich, hoy he matado a una vieja. ¿Puedo ir a la ciudad y hablar un momento contigo?»

Pero Heidi estaba en el cuarto de al lado, y no lo hubiera comprendido. La mano de Billy se extendió sobre el teléfono, y luego la alejó. Se le ocurrió con repentina claridad que era un abogado acaudalado de Connecticut, y que, cuando las cosas se ponían espinosas sólo podía pensar en una persona a la que llamar: a un matón de Nueva York que al parecer, había desarrollado el hábito, en el transcurso de los años, de pegarle un tiro a la competencia.

Ginelli era alto, no tenía una magnífica apariencia, pero sí una percha natural. Su voz era fuerte y amable, no la clase de voz que se asociaría con la droga el vicio y el asesinato. Pero estaba relacionado con las tres cosas, al menos según su hoja de servicios. Pero fue la voz de Ginelli la que Billy hubiera querido oír, aquella terrible tarde, cuando Duncan Hopley, el Jefe de Policía de Fairview, le dejó marcharse.

—… o va a quedarse ahí sentado todo el día?

—¿Qué? —exclamó Billy, desconcertado.

—Le he dicho si va a pagar o sólo…

—Sí —replicó Billy, y le dio un dólar al del peaje.

Recibió el cambio y siguió conduciendo. Casi hasta Connecticut; diecinueve salidas para ver a Heidi. Y luego a Mohonk. Duganfield no funcionaba, por lo tanto debía intentar con Mohonk. Simplemente olvidar a la vieja gitana y al anciano cíngaro durante un rato, ¿qué te parece?

Pero sus pensamientos derivaron hacia Ginelli.

Billy le había conocido a través del estudio jurídico, que había resuelto algunos asuntos legales para Ginelli siete años atrás: trabajos mercantiles. Billy, que entonces era un abogado joven de la firma, fue encargado de esa misión. Ninguno de sus socios de más edad habría ni siquiera tocado aquello. Incluso entonces la reputación de Rich Ginelli era ya muy mala. Billy nunca le preguntó a Kirk Penschley cuál era el motivo real del estudio para aceptar a Ginelli como cliente; le recomendaron que cuidase de los documentos y dejase los asuntos de política a sus mayores. Supuso que Ginelli estaría enterado de algún secreto de alguien; era un hombre que siempre tenía el oído pegado al suelo.

Billy empezó su tarea de tres meses a favor de Three Brothers Associates, Inc., esperando que le disgustase e incluso temer al hombre para quien trabajaba. En vez de ello, se encontró atraído hacia él. Ginelli tenía carisma y era divertido estar a su lado. Y más aún, trató al mismo Billy con una dignidad y un respeto que Billy no encontraría en su propio estudio jurídico durante otros cuatro años más.

Billy disminuyó la marcha en los peajes de Norwalk, arrojó treinta y cinco centavos y se introdujo de nuevo en el tránsito. Sin haber pensado siquiera en ello, se inclinó y abrió la guantera. Debajo de los mapas y del manual del propietario había dos paquetes de Twinkies. Abrió uno y empezó a comer con rapidez, cayéndole algunas migajas en el chaleco.

Todo su trabajo para Ginelli se completó mucho antes de que un tribunal de Nueva York procesara a aquel hombre por haber ordenado una oleada de ejecuciones al estilo de los gángsteres tras una guerra de drogas. Las actuaciones se habían visto ante la audiencia de Nueva York en el otoño de 1980. Las enterraron en la primavera de 1981, debido en gran parte a un índice de mortalidad del cincuenta por ciento entre los testigos del Estado. Uno de ellos había volado en su coche junto con tres detectives-policía que le habían asignado para protegerle. Otro había sido herido en la garganta con el mango roto de un paraguas mientras se lustraba los zapatos en un limpiabotas de la Grand Central Station. Los otros dos testigos claves decidieron, sin sorprender a nadie, que ya no estaban seguros de que fuese Richie Martillo Ginelli al que habían oído mandar asesinar a un barón de las drogas de Brooklyn llamado Richovsky.

Westport. Southport. Casi en casa. Se inclinó de nuevo hacia delante, toqueteando en la guantera… ¡Aja! Había allí una bolsa sólo medio vacía de los cacahuetes ofrecidos por una línea aérea. Un poco rancios pero aún comestibles. Billy Halleck empezó a masticarlos, pero sin paladearlos más de lo que había paladeado los Twinkies.

Él y Ginelli habían intercambiado felicitaciones por Navidad durante años y habían tenido juntos un almuerzo ocasional, por lo general en Three Brothers. Las comidas cesaron después de que Ginelli se refiriese impasiblemente a «mis problemas legales». Parte de ello fue obra de Heidi —pues adujo razones de tipo mundano cuando le ocurrió aquello a Ginelli—, pero la mayor parte del asunto fue culpa del propio Ginelli.

—Será mejor que dejes de venir por aquí durante algún tiempo —le dijo a Billy.

—¿Qué? ¿Por qué? —había preguntado Billy inocentemente, como si él y Heidi no hubiesen discutido acerca de ello la noche anterior.

—Porque en lo que se refiere al mundo, soy un gángster —le replicó Ginelli—. Y los abogados jóvenes que se asocian con gángsteres no progresan, William, y esto es de lo que realmente se trata: debes mantener las narices limpias y seguir adelante.

—¿Y eso es todo, verdad?

Ginelli había sonreído de una manera extraña.

—Verás…, hay algunas cosas más…

—¿Como cuáles?

—William, confío en que no tengas que averiguarlo nunca. Y ven de vez en cuando a tomarte un espresso. Hablaremos y nos reiremos un poco. Lo que te estoy diciendo, es que nos mantengamos en contacto.

Se había mantenido en contacto con él y se había dejado caer por allí de vez en cuando (aunque, tuvo que admitirse a sí mismo mientras tomaba la rampa de salida de Fairview, los intervalos cada vez se habían ido distanciando más y más), y cuando se encontró con que debía enfrentarse a una acusación de homicidio involuntario por accidente de circulación, fue en Ginelli en quien pensó primero.

Pero el bueno y viejo tocatetas de Cary Rossington se cuidó de eso —le susurró su mente—. ¿Entonces, por qué estoy pensando ahora en Ginelli? Mohonk, eso es en lo que deberías estar pensando. Y en David Duganfield, que demuestra que los buenos tipos no siempre terminan los últimos. Y en conseguir un poco más de dinero.

Pero cuando giró hacia la entrada de coches, comprobó que pensaba en algo que Ginelli había dicho; William, confío en que nunca tengas que averiguarlo.

¿Averiguar qué?, se preguntó Billy, pero ya Heidi salía a toda velocidad por la puerta principal para darle un beso, y Billy se olvidó de todo durante un rato.