Capítulo I
Ciento uno

—Más delgado —susurró el viejo gitano de nariz macilenta a William Halleck, mientras éste y su esposa, Heidi, salían del juzgado.

Sólo una palabra, emitida con su aliento dulzón y empalagoso.

—Más delgado.

Y antes de que Halleck pudiera apartarse, el viejo gitano alargó la mano y acarició su mejilla con un dedo contrahecho. Sus labios se ofrecían abiertos como una herida, mostrando unos pocos dientes que sobresalían de sus encías. Eran verdes y negruzcos. Su lengua se retorció entre ellos y luego se deslizó por sus sonrientes y amargos labios.

—Más delgado.

Este recuerdo asaltó a Billy Halleck, oportunamente, mientras se hallaba de pie en la balanza, a las siete de la mañana, con una toalla enrollada a la cintura. El aroma de los huevos con tocino llegaba desde el piso de abajo. Tuvo que inclinarse levemente hacia delante para leer los números. Bueno…, en realidad, tuvo que inclinarse hacia delante algo más que levemente. En realidad, se inclinó más de la cuenta. Era un hombre gordo. Demasiado grueso, como al doctor Houston le gustaba decir.

—Por si alguien no te lo dice, permíteme informarte —le había dicho Houston después de su último chequeo—. Un hombre de tu edad, ingresos y hábitos entra en el club del infarto, más o menos, a los treinta y ocho años, Billy. Tienes que perder algo de peso.

Pero esa mañana había buenas noticias. Había bajado casi un kilo y medio, de ciento tres a ciento uno y medio.

Bueno…, en realidad el peso dio ciento cuatro la última vez que tuvo el valor de ponerse allí a echar un vistazo, pero llevaba los pantalones puestos, y algunas monedas sueltas en los bolsillos, sin mencionar su llavero y su cuchillo del ejército suizo, y la balanza del cuarto de baño del piso de arriba tenía tendencia a marcar de más… Estaba moralmente seguro de ello.

Y como buen muchacho criado en Nueva York, había oído que los gitanos tenían el don de la profecía. Tal vez ésta fuese la prueba. Trató de reírse y sólo pudo emitir una breve y no muy lograda sonrisa; aún era demasiado pronto para reírse de los gitanos. El tiempo pasaría y las cosas se verían en perspectiva; era lo suficientemente mayor como para saberlo. Pero aún le ponía enfermo su barriga demasiado prominente al pensar en los gitanos, y deseaba de todo corazón no ver ninguno más en su vida. A partir de ese momento dejaría de lado la lectura de la mano en las fiestas y se mostraría partidario del tablero guija. Eso es…

—¿Billy?

La voz venía del piso de abajo.

—¡Ya voy!

Se vistió, notando con un malestar casi subliminal que, a pesar de haber adelgazado casi un kilo y medio, la cintura de sus pantalones le quedaba apretada de nuevo. Su cintura medía en ese momento ciento siete centímetros. Había dejado de fumar, exactamente, a las 12:01 del día de Año nuevo, pero tuvo que pagarlo. Oh, y de qué manera. Se dirigió al piso de abajo con el cuello desabrochado y la corbata colgando. Linda, su hija mayor de catorce años, salía por la puerta con un revuelo de falda y el vaivén de su cola de caballo, atada aquella mañana con una cinta muy sexy de terciopelo. Llevaba los libros debajo del brazo. Dos llamativas borlas de animadora, púrpuras y blancas, se rozaban en su otra mano.

—¡Adiós, papi!

—Que lo pases bien, Lin.

Se sentó a la mesa y tomó el Wall Street Journal.

—Cariño… —le saludo Heidi.

—Querida mía —respondió pomposamente, y dejó boca abajo el Journal al lado de la indolente Susan.

Ésta colocó el desayuno delante de él: un humeante montón de huevos revueltos, un panecillo inglés con pasas y cinco tiras de crujiente tocino al estilo campestre. Buenos alimentos. La mujer se deslizó en el asiento enfrente de él, en el rincón de los desayunos y encendió un Vantage 100. Enero y febrero habían sido tensos: demasiadas «discusiones» que sólo sirvieron para disfrazar las disputas, demasiadas noches en que acabaron durmiendo de espaldas el uno al otro. Pero habían llegado a un modus vivendi: ella dejó de apremiarle sobre su peso y él cesó de reprocharle su hábito de fumarse hasta el filtro del paquete y medio de cigarrillos al día. Contribuyó a que tuvieran una primavera bastante decente. Y además de su propia estabilidad, habían sucedido otras cosas buenas. En primer lugar, Halleck había ascendido. «Greely, Penschley y Kinder» era ahora «Greely, Penschley, Kinder y Halleck». La madre de Heidi había cumplido finalmente su amenaza de mucho tiempo atrás de mudarse de nuevo a Virginia. Linda había conseguido ser animadora «J. V.» y para Billy aquello constituía una enorme bendición; hubo momentos en que estuvo seguro de que el histrionismo de Lin le llevaría a un derrumbamiento nervioso. Todo se había desarrollado a lo grande.

Luego llegaron los gitanos a la ciudad.

—Más delgado —había dicho el anciano gitano. ¿Qué diablos tenía en la nariz? ¿Sífilis? ¿Cáncer? ¿O algo aún más terrible, como la lepra?

Y a propósito, ¿por qué no lo dejas? ¿Por qué no lo dejas y en paz?

—No te lo quitas de la cabeza, ¿verdad? —le dijo de repente Heidi. Tan de improviso que Halleck vaciló en su asiento—. Billy, no es culpa tuya. El juez así lo dijo.

—No pensaba en eso.

—¿Entonces, en qué pensabas?

—En el Journal —replicó—. Afirma que las viviendas están bajando este trimestre.

No era su culpa, eso es, el juez lo había dicho. El juez Rossington. Cary para sus amigos.

Amigos como yo —pensó Halleck—. He jugado muchas partidas de golf con el viejo Cary Rossington, como sabes muy bien, Heidi. En nuestra fiesta de Nochevieja de hace dos años, el año en que creí que dejaría de fumar, y no lo hice. ¿Quién te agarró tus tan tocables tetas en el tradicional beso de Año nuevo? ¿Adivina quién? ¿Por qué, cielos? Fue el bueno de Cary Rossington, tal como vivo y respiro.

Sí. El bueno del viejo Cary Rossington ante el que Billy había discutido más de una docena de casos municipales. El bueno del viejo Cary Rossington, con el que a veces Billy jugaba al póquer en el club. El bueno del viejo Cary Rossington que no se descalificó a sí mismo cuando su buen compinche del golf y del póquer, Billy Halleck (Cary, que a veces le daba unas palmaditas en la espalda y le gritaba «¿Cómo los tienes, Gran Bill?») se presentó ante su tribunal, no para discutir algún punto de derecho municipal, sino por una acusación de homicidio involuntario en accidente de tráfico.

Y cuando Cary Rossington no se recusó a sí mismo, ¿quién dijo ni mu, hijitos? ¿Quién en esta tan justa ciudad de Fairview es el que se queja? Nadie, nadie dice nada. ¡Nadie dice ni pío! A fin de cuentas. ¿Por qué iban a hacerlo? Por nada mas que un montón de asquerosos gitanos. Cuanto más pronto salgan de Fairview y se encaminen por la carretera con sus breaks y sus pegatinas NRA en los parachoques traseros, cuanto más pronto veamos la parte trasera de sus caravanas de confección casera y sus remolques, tanto mejor… Cuanto más pronto…

Más delgado.

Heidi aplastó su cigarrillo y exclamó:

—¡A la mierda con tus cuentos de viviendas! Te conozco mucho mejor que eso…

Billy también lo creía así. Y también supuso que ella pensaba en lo mismo. Tenía el rostro demasiado pálido. Aparentaba su edad, treinta y cinco, y eso era raro. Se habían casado muy, pero que muy jóvenes, y él aún recordaba al viajante que llegó a su puerta vendiendo aspiradoras un día en que llevaban ya tres años de casados. Se quedó mirando a la Heidi Halleck de veintidós años y le preguntó cortésmente:

—¿Está tu madre en casa, encanto?

—De todos modos no me quita el apetito —repuso, y aquello era ciertamente verdad.

Angustiado o no, había dejado muy poco de los huevos revueltos, y del tocino no quedaba ni rastro. Se bebió la mitad del jugo de naranja y le brindó a la mujer una sonrisa a lo gran Billy Halleck. Ella también trató de sonreírle, pero había perdido la costumbre. Él se la imaginó con un letrero: MI MÁQUINA DE SONRISAS ESTÁ TEMPORALMENTE FUERA DE SERVICIO.

Alargó la mano a través de la mesa y tomó la de ella.

—Heidi, todo va bien. Y aunque no sea así, en realidad ya pasó.

—Lo sé. Lo sé…

—¿Está Linda…?

—No. Ya no. Dice…, dice que sus amigas comienzan a mostrarse muy solidarias…

Durante casi una semana después de que aquello sucediera, su hija lo había pasado bastante mal. Llegaba a casa de la escuela o bien llorando o muy cerca de las lágrimas. Dejó de comer. Su tez llameaba. Halleck, decidido a no pasarse, fue a ver a su tutora, la ayudante de directora, Miss Norwalk, la preferida de Linda, que enseñaba educación física y formación de animadoras. Aseguró (con buenas palabras de leguleyo) que, en su mayor parte, se trataba de sólo una broma, por ingrata y poco divertidas que llegasen a ser las bromas de la mayoría de los alumnos de primer curso de la escuela superior, y claro, sin tacto alguno, dadas las circunstancias, ¿pero no era eso lo que cabía esperar de un grupo de chicas que pensaba que las bromas rematadamente infantiles eran lo insuperable?

Llevó a Linda a dar un paseo por la calle. Lantern Drive aparecía alineada de casas de muy buen gusto, y de espaldas a la calle, viviendas de más o menos setenta y cinco mil dólares y que se aproximaban a los doscientos mil en las provistas de sauna y piscina que dejaban atrás la época en que había que ir al club de campo del final de la calle.

Linda llevaba sus viejos pantalones cortos de madrás que estaban desgarrados a lo largo de una costura… y, según observó Halleck, sus piernas habían crecido ya tanto y de forma tan inexperta, que mostraban los laterales de sus bombachas amarillas de algodón. Sintió de nuevo una oleada de lástima y terror. Estaba creciendo. Supuso que sabía que los viejos shorts de madrás eran demasiado pequeños y desgastados, pero supuso que se los había puesto porque eran un nexo con una infancia más confortante, una infancia en la que los padres no tenían que comparecer ante el tribunal, en el estrado de los acusados (sin importar para ello lo preparado que fuese ese juicio, con tu viejo compinche del golf y borrachín toqueteador de las tetas de tu mujer, Cary Rossington, tras el martillo), una infancia en la que los chicos no te persiguen en el campo de fútbol después de la clase cuarta, mientras te tomas tu almuerzo y te preguntan cuántos puntos ha logrado tu papá por cargarse a la anciana.

Sabes que fue un accidente, ¿verdad, Linda?

Ella asiente sin mirarlo. Sí, papá.

Salió entre dos coches sin mirar a un lado ni a otro. No me dio tiempo a frenar. No me dio tiempo en absoluto.

Papá, no quiero oír nada más.

Ya sé que no, dice él. Y yo no quiero hablar sobre ello. Pero tú si escuchas cosas. En la escuela.

Ella le mira temerosa. ¡Papá! Tú no…

¿Qué si he ido a tu escuela? Sí. Lo hice. Pero fui a las tres y media de la tarde de ayer. No había niños por ninguna parte, al menos ninguno visible. Nadie se enterará.

Ella se relaja. Un poco.

Me he enterado de que lo estás pasando mal por culpa de los otros chicos. Lo siento mucho.

No ha sido tan malo, responde, tomándole la mano. Su rostro —esa reciente proliferación de granos de aspecto inflamado en su frente— cuenta una historia diferente. Los granos afirman que el trato ha sido más bien duro. El tener un padre detenido es una situación que ni siquiera soportaría Judy Blume (aunque algún día, probablemente, deberá hacerlo).

Y también he oído que te las arreglas muy bien, dice Billy Halleck. Sin hacer de esto una cosa en exceso importante. Porque si se dan cuenta de que te mortifican…

Sí, lo sé, replica lúgubremente.

Miss Norwalk afirma que está especialmente orgullosa de ti, prosigue. Es una pequeña mentira. Miss Norwalk no dijo exactamente eso, pero sí habló bien de Linda, y eso significa casi tanto para Halleck como para su hija. Y obra el milagro. Los ojos de ella se iluminan y mira a Halleck por primera vez.

¿Lo hizo?

Así es, confirma Halleck. La mentira sale de forma fácil y convincente. ¿Por qué no? Últimamente ha dicho un montón de mentiras.

Ella le aprieta la mano y le sonríe agradecida.

Lo olvidarán muy pronto, Lin. Encontrarán algún otro hueso que roer. Alguna chica se quedará embarazada o un maestro padecerá un derrumbamiento nervioso o expulsarán a algún chico por vender hierba o cocaína. Y tú te verás libre. ¿De acuerdo?

La chica le echó de repente los brazos al cuello y lo abrazó con fuerza. Decidió que, afín de cuentas, no estaba creciendo con tanta rapidez, y que no todas las mentiras eran malas.

Te quiero, papá, le dijo.

Yo también te quiero, Lin.

La abrazó a su vez y, de improviso, alguien puso en marcha un gran amplificador estéreo en la parte delantera de su cerebro y escuchó de nuevo el doble estruendo: el primero cuando el parachoques delantero del Noventa y Ocho golpeó a la anciana gitana del brillante pañuelo rojo sobre su cabello ralo, y el segundo cuando las grandes ruedas delanteras pasaron por encima de su cuerpo.

Heidi chilla.

Y su mano deja el regazo de Halleck.

Halleck abraza con fuerza a su hija, sintiendo cómo la piel de gallina se le extendía por el cuerpo.

—¿Más huevos? —pregunta Heidi, rompiendo su ensoñación.

—No. No, gracias.

Mira su plato limpio con cierta culpabilidad: sin importar lo mal que puedan ir las cosas, nunca han ido lo suficientemente mal como para hacerle perder ni el sueño ni el apetito.

—¿Estás seguro de que…?

—¿Que si estoy bien?

Sonrió.

—Estoy bien, tú estás bien. Linda está bien. Como dicen en las series de televisión, la pesadilla ha acabado… ¿No podemos volver a nuestras vidas…?

—Eso es una idea maravillosa.

Esta vez le ha devuelto su sonrisa con una suya auténtica: de nuevo se la veía por debajo de la treintena, radiante.

—¿Quieres el resto del tocino? Quedan dos rodajas…

—No —respondió, pensando en la forma en que sus pantalones se adherían a su blanda cintura (¿qué cintura?, ja, ja, habla en su mente un pequeño y poco divertido Don Rickles, la última vez que tuviste cintura fue hacia 1978), la forma en que tuvo que encoger el vientre para abrocharse el cinturón.

Luego pensó en la balanza y comentó:

—Me tomaré una. He perdido kilo y medio.

Ella había vuelto a la cocina, a pesar de su primer no: a veces me conoce tan bien que resulta deprimente, pensó.

Ahora ella le mira.

—Así, pues, sigues pensando en eso…

—En absoluto —respondió exasperado—. ¿No puede un hombre perder un simple kilo y medio en paz? Siempre me estás diciendo que te gustaría que fuera un poco…

(más delgado)

—… un poco menos fornido…

Ahora le ha hecho pensar de nuevo en el gitano. ¡Maldita sea! En la macilenta nariz del gitano y en la sensación escamosa de aquel dedo deslizándose por su mejilla en el momento anterior a que reaccionara y se apartase: de la forma en que huirías de una araña o de un montón de escarabajos apelotonados debajo de un madero podrido.

Ella le trajo el tocino y le besó en la sien.

—Lo siento. Debes seguir adelante y perder un poco de peso. Pero si no lo haces, recuerda lo que dice Mr. Rogers…

—«Me gustas de la forma que eres» —terminan la frase al unísono.

Manosea el Journal hojeado por la indolente Susan, pero aquello resultaba demasiado deprimente. Se levantó, salió y encontró el Times de Nueva York en el parterre. El chico siempre lo tiraba allí, nunca le salían los números al terminar la semana y no podía recordar el apellido de Bill. Billy se había preguntado en más de una ocasión si sería posible que un muchacho de doce años se convirtiera en una víctima de la enfermedad de Alzheimer.

Entró con el periódico, lo abrió por la página deportiva y se comió el tocino. Estaba enfrascado en las apuestas cuando Heidi le trajo otra mitad de panecillo inglés, dorado por la mantequilla derretida.

Halleck lo comió sin ser consciente de lo que hacía.