Me dirigí a la parada de autobús más cercana y eché un vistazo al laberíntico plano de la ciudad para encontrar el camino a la estación. Sin embargo, cuando noté que cada vez más gente se apartaba de mí para guardar una distancia de seguridad porque apestaba a fritanga, pensé si no sería mejor dar un rodeo y pasar por la ducha. Pero, si iba «a casa» a ducharme, a lo mejor encontraba al Roto, y eso sí que no lo quería. No quería verle los ojos cuando se diera cuenta de que su querida Maria estaba a punto de salir de su vida. Pensaría que ella ya no lo amaba.
¿Qué era más duro? ¿Saber que alguien ya no te quiere? ¿O que ese alguien había muerto, pero su alma se hallaba feliz en el nirvana?
Cuando llegó el autobús, no subí. Cogí otro y me fui a casa del Roto.
Me abrió la puerta y se quedó sorprendido:
—¿Cómo es que ya estás de vuelta?
—Es una historia muy larga —dije—. Una historia larguísima.
—Bueno, te escucho —contestó el Roto.
Titubeé.
—¿Maria…?
El Roto se sentía más confuso a cada segundo que yo esperaba a decir algo. No quería dejarlo por más tiempo en la incertidumbre, iba a explicárselo todo.
Pero, al abrir la boca, me puse a cantar:
—«Un pajarillo se va a casar en el bosquecillo, tiroriro, tiroriro, tiroriro».
El Roto me miraba perplejo.
Y yo aún estaba mucho más perpleja, porque yo no había querido decir eso, sino: «Yo soy Kim Lange. Mi alma está ahora en el cuerpo de Maria…».
Lo intenté otra vez, pero volví a cantar:
—«Los novios se casarán, pregona el gavilán, tiroriro, tiroriro, tiroriro».
¡Era cosa de brujas! El Roto estaba totalmente desconcertado. Desesperada, quise gritar la verdad, pero sólo conseguí berrear:
—«El cuco muy divertido le hace a la novia el vestido».
Era inútil.
Por lo visto, Buda había intervenido en los centros del habla de mi cerebro para que no pudiera confesar a nadie quién era yo.
Con todo, no cejé, cogí papel y lápiz y me dispuse a anotar toda la verdad sobre mí, sobre Maria y sobre el nirvana.
Pero, cuando acabé de escribir, sobre el papel sólo se leía: «Los músicos, gansos y patos, harán pasar buenos ratos».
Y también había dibujado las notas correspondientes.
Nunca me había gustado aquella canción tonta.
Y menos aún me gustaba Buda. No sólo había intervenido en los centros del habla de mi cerebro, sino en todas mis facultades de comunicación. Y me pareció sumamente injusto que dejara a oscuras al Roto sobre la verdad, sólo para que yo no aireara mis conocimientos sobre el más allá.
Pensé compulsivamente en qué debía hacer. No quería que el Roto pensara que su Maria lo abandonaba.
Y finalmente encontré un modo para indicárselo sin hablarle del nirvana.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—¿Qué? —preguntó el Roto desconcertado.
—No tengo ni idea de cómo te llamas.
—¿Has perdido la cabeza? —dijo reprimiendo una risa nerviosa.
—Nunca he oído tu nombre —expliqué.
El Roto estaba perplejo.
—Mírame a los ojos —le pedí.
Se me acercó.
—Profundamente.
Lo hizo. Y vio que le decía la verdad. Y que en el cuerpo de Maria vivía otra alma. Aunque no pudiera comprender racionalmente ni el porqué ni el cómo, en aquel momento supo en sus adentros que había perdido a su gran amor.
Y, con profunda tristeza, dijo:
—Me llamo Thomas.