CAPÍTULO 44

Cuando la ajetreada vida de la televisión te trae de cabeza, siempre de reunión en reunión, de programa en programa, de intriga en intriga, piensas: «Uf, ¡qué bien viviría con un trabajo sencillo! Seguro que no tendría estrés». Pero luego, cuando tienes un trabajo sencillo como el mío en el chiringuito de Hans, sólo piensas una cosa sobre los deseos de antaño, y es: «¡Vaya mierda!».

Estar de pie en aquel chiringuito era un infierno: al cabo de diez minutos, ya me dolían las articulaciones y me preguntaba cómo había conseguido Maria resistir aquello a diario.

La grasa que usábamos para las patatas fritas era del año de la pera y la plancha estaba tan mugrienta que seguramente ya se había desarrollado vida inteligente en su suciedad. Preferí no imaginar quién se habría reencarnado allí en bacilo. Y, claro, yo no era capaz de asar una salchicha como es debido: la primera fue a parar a la basura, carbonizada.

—¿Por qué tiras la salchicha? —preguntó Perrito Caliente Hans, trinando.

—Hummm…, déjame pensar, ¿porque está casi negra? —contesté con cierta ironía en la voz.

—¡Vuelve a ponerla en la plancha!

—¡Pero si seguro que es cancerosa!

—¿Sabes qué me importa a mí eso?

—¿Un carajo?

—Exacto. Y ahora recógela y ponla en la plancha.

—¿Y la palabra mágica?

—¡Aligera!

—Habrá que practicar lo de las palabras mágicas —dije.

Pesqué aquella asquerosidad del cubo de la basura, la tiré encima de la plancha y me pregunté: «¿Cuántas cosas desagradables me pasarán aquí todavía?».

Al cabo de una hora y pico recibí la respuesta. Un parado de unos veinticinco años, rapado y con cazadora «bomber» y botas Martens, se quejó de que la ensalada de patata era incomestible. (Lo cual no era de extrañar, ya que Perrito Caliente Hans no se dejaba influir por cosas tan tontas como la fecha de caducidad).

—Esta ensalada es más asquerosa que tú, sebosa —dijo el tiparraco.

—Mejor sebosa que débil mental —contraataqué.

Me indignó que se burlara del cuerpo de Maria, que había sido una mujer tan cordial. (Aún no me había entrado en la cabeza que ahora era mi cuerpo).

El tipo entornó los ojos, amenazador:

—No sé qué has querido decir con lo de débil mental, ¡pero te voy a partir la cara!

Puesto que no me imaginaba que fuera realmente capaz de pegar a una mujer, dije:

—¡Va, ven!

No fue una buena idea.

—Vale —dijo.

—¿Vale? —pregunté con un mal presentimiento.

—Ajá —replicó, y abrió la puerta del chiringuito con la firme intención de pegarme: en aquella zona, la caballerosidad dejaba mucho que desear.[20]

Miré a Perrito Caliente Hans con la esperanza de que me ayudaría, pero desvió la mirada cobardemente y murmuró algo así como: «Yo de ti me disculparía».

El Roto se había ido hacía rato (a Perrito Caliente Hans no le gustaba que rondara por allí) y, por lo tanto, me encontraba sola frente al tiparraco agresivo.

Gracias a Dios, en un chiringuito como aquél había muchas cosas útiles: botes de kétchup, una fregona y tenazas.

Cogí instintivamente el bote y le eché un buen chorro de kétchup al curry en los ojos.

—¡Te mataré, zorra!

Yo no tenía el más mínimo interés en que me mataran. Por eso cogí la fregona y se la clavé con todo mi —considerable— peso en la barriga. El skin cayó al suelo profiriendo un grito sordo. Cogí las tenazas, se las puse en la entrepierna y lo amenacé:

—Si no te largas ahora mismo, no podrás darle descendencia al Führer.

El skin asintió con la cabeza:

—Perdona —dijo, y emprendió la huida.

Miré a Perrito Caliente Hans, que estaba visiblemente impresionado. Con las tenazas y el bote de kétchup en la mano, le pregunté:

—¿Quieres ser el siguiente?

Perrito Caliente Hans meneó la cabeza.

—Pues dame mi dinero.

Precisamente eso fue lo que hizo, y yo me fui del chiringuito con ciento cuarenta y tres euros y treinta y ocho céntimos.

Le oí murmurar a mis espaldas «Mañana la echo», pero lo ignoré. No pensaba regresar nunca más a aquel local.