CAPÍTULO 35

A la mañana siguiente, conseguí que Lilly me diera zanahorias para desayunar: con todo el asunto de las reencarnaciones, incluso siendo perro me había convertido en una vegetariana convencida (que otros se comieran a Konrad Adenauer).

Mientras comíamos todos juntos, me enteré de algunas cosas: Nina había dejado la agencia de viajes de Hamburgo y había abierto una en Potsdam. Alex había cumplido un sueño que acariciaba desde hacía años y había montado una tienda de bicicletas, y con el dinero que ganaba podía mantener la casa. Vender bicicletas era un sueño que siempre tuvo como alternativa a los estudios. Pero al nacer Lilly lo puso a congelar para ocuparse de la pequeña.

Sin embargo, el descubrimiento más interesante del día fue: yo era capaz de apretar el esfínter durante muchísimo tiempo.

—Hoy no iré a trabajar —dijo Nina.

—¿Y por qué no? —preguntó Alex.

—Espero el anillo —replicó ella.

—Ya saldrá automáticamente cuando sea —dijo Alex, sonriendo.

En cierto modo, parecía no tener prisa porque se repitiera la petición de matrimonio, y aquello me alegró.

Luego se preparó para llevar a Lilly a la escuela (Dios mío, ¡ya iba a primaria!) y abrir la tienda de bicis. Mostraba un brío que ya me habría gustado a mí notarle antes. Y viendo a ese Alex transformado y activo, me pasó por la cabeza un terrible pensamiento: ¡Nina le hacía bien!

Ya lo había dicho una vez la conejilla madre. Y, al pensar en ella, me acordé de Casanova. ¿Qué habría sido de él?[18]

Salí a la terraza y miré hacia el jardín, pero no se veía ninguna jaula. Ningún conejillo. Ningún signore.

Nina me siguió fuera. Se puso unos guantes de goma, cogió una silla de jardín, se sentó delante de mí y dijo con voz edulcorada:

—Venga, haz tus cositas.

Yo ladré: «Haz el favor de hablarme como es debido».

Y empezó un ejercicio de paciencia de tres horas.

Mi cara de beagle se hinchó y se puso roja, y resollé: «Aaaaaguaaantaré siiiin prooooobleeeemaaa…».

Pero el tiempo jugaba a favor de las manos enguantadas de Nina: el anillo tenía que acabar saliendo. A la que cayó en la terraza, lo cogió. Y dijo suspirando:

—Qué no haría yo por amor.

Mientras aún miraba frustrada a Nina, oí berrear una voz detrás de mí:

—Hola, ¿y ese perro?

Me di la vuelta. Era mi madre, que estaba cruzando la puerta del jardín. Me alegré de verla. Después de un par de años siendo un animal, te olvidas hasta de las animadversiones.

Corrí hacia ella, le salté encima y ladré contenta: «¡Guau-guau-guau!».

Martha me apartó de golpe:

—No me saltes encima, ¡chucho de las narices!

Qué reencuentro más alegre.

—El perro se presentó ayer en casa y ahora es de Lilly —explicó Nina.

—¿Y ese anillo? —preguntó Martha.

—Quiero hacerle una propuesta a Alex —explicó Nina.

—¿No vas a esperar a que Alex te lo pida? —Quiso saber mi madre.

—No.

—¡Bien hecho! Él nunca dará el paso.

¿Bien hecho? No me lo podía creer. ¿A mi madre le parecía bien? ¿Estaba a favor de Nina? ¿Y, por lo tanto, en cierto modo contra mí?

Miré a Martha y lo corroboré: con algunas personas es más fácil olvidar las animadversiones si no las tienes cerca.

Nina acompañó a Martha a la casa y cerró la puerta de la terraza. A través del cristal vi lo bien que se entendían. Reían y se divertían, y yo estaba completamente perpleja: ¿era posible divertirse con mi madre? ¿Con una mujer que sólo ríe cuando alcanza un grado de alcoholemia de 1,3 en la sangre? ¿Es que Nina también le hacía bien a mi madre?

Caray, ¡aquella historia de «Nina le hace bien» me ponía de los nervios!

Cuando Alex llegó a casa a mediodía me preguntó:

—¿Qué te parece si vamos a dar una vuelta?

—¿Te llevas al perro y a mí me dejas aquí? —preguntó Nina.

—Quiero ir solo a visitar la tumba —respondió Alex, y yo tragué saliva: hablaba de mi tumba.

Nina lo comprendió y asintió sin palabras.

—¿Qué, vienes? —me preguntó Alex.

Estaba indecisa. Seguro que ver tu propia tumba no era el punto culminante de una ruta turística por la vida. Alex me sonrió y, más animada, solté un gimoteo de aprobación y fui con él hacia el cementerio.