CAPÍTULO 33

Desperté de nuevo ciega, pero al abrir la boca y gritar «Buda», esta vez no salió un «Iiii». Fue una especie de aullido: «Gauuuuuhhhhh». Y a mi alrededor gimieron otros «Gauuuuuhhhhh». O sea que no era un conejillo de Indias. Tampoco una hormiga, una lombriz o una ardilla. Como tal acababa de morir. Un turista me había alcanzado de lleno en la cabeza con su móvil cuando iba a robarle sus patatas chips a la pimienta. Eso demostró dos cosas: los humanos encuentran monísimas a las ardillas sólo hasta que les crispan los nervios. Y hay gente incapaz de relajarse durante las vacaciones.

—¿Qué tal te va? —me preguntó una conocida voz de Papá Noel.

—Hola, Buda, me gustaría decir «cuánto tiempo sin verte», pero no veo nada.

—Eso puede cambiarse —respondió y, de repente, mis ojos funcionaron perfectamente.

Yo era un cachorro de perro, un beagle, y estaba con otros cachorros en un cestito. Y éste se encontraba en una perrera. Probablemente nos habían separado de la madre nada más nacer. Y aunque yo había querido ser perro, mi entusiasmo fue limitado: siempre me había parecido ridícula aquella moda esnob de tener un beagle.

—Si lo haces todo bien, ésta será la última vez que te reencarnas en animal —dijo Buda, que se me apareció como un beagle negro, marrón y blanco gordísimo y que parecía todavía más ridículo que un beagle corriente y moliente.

—¿La última vez…? —pregunté incrédula.

—Has acumulado mucho buen karma en tus vidas: has salvado hormigas, has devuelto conejillos a casa, has preservado a unas ardillas de morir de hambre. Y, aunque entretanto alguna vez has perdido buen karma, ahora tienes mucho en tu haber. Has conseguido más que en tu vida humana. Puedes sentirte orgullosa —dijo Buda.

Por un momento pensé que realmente podía sentirme orgullosa.

Pero sólo lo pensé. No lo sentí. Echaba de menos a Lilly. ¿Cuánto hacía que no la veía? ¿Siete meses? ¿Ocho meses? Con tantas vidas se pierde el sentido del tiempo.

—Casi dos años —dijo Buda.

—¿Dos años?

Se me paró el corazón. Eso… Eso significaba que Lilly tenía casi siete años y ya iba a primaria. Llevaba casi dos años sin su madre.

Yo estaba deshecha. Y sulfuradísima. Con Buda. Me había quitado a Lilly, se había encargado de que yo no estuviera cerca de ella.

—Tú eres la única responsable de tu vida —dijo sonriendo.

Me habría encantado darle una bofetada bajo mi propia responsabilidad. Pero yo era un cachorro y él, además de un perro gordo y adulto, era el maldito Buda. Seguro que podía convertirme en un maldito bidón para recoger el agua de la lluvia si se lo proponía.

—No maldigas tanto.

Y era un maldito lector de pensamientos.

—Sólo te queda una cosa por aprender —dijo Buda.

—¿Y vas a decirme cuál? —pregunté con un matiz de irritación en la voz.

Buda se limitó a sonreír dulcemente y no dijo nada.

—Esperaba esa respuesta —comenté, aún más irritada.

—Ya aprenderás tu lección —aclaró Buda, y giró su cuerpo de beagle hacia la puerta de la perrera.

En aquel momento todo volvió a quedar a oscuras. Me había quitado la facultad de ver. Y yo me pregunté a qué lección se referiría el beagle gordinflón.