CAPÍTULO 27

Alex nos llevó a un laboratorio grande, iluminado con fluorescentes, donde habían montado un enorme laberinto de espejos en el suelo. Luego nos puso un número a cada uno de nosotros. Del uno al cinco. A mí me tocó el número cuatro. Alex me había puesto apodos más cariñosos. Estaba nerviosísima. Mis hermanos chillaban atemorizados, mientras Casanova me preguntaba:

—¿Qué se propone su esposo?

—Si tenemos suerte, sólo tendremos que correr por el laberinto —dije mesándome los pelos de mi barba de conejillo con una patita.

—No tengáis miedo, pequeñines. Vamos a hacer un experimento inofensivo —dijo Alex con dulzura.

Yo quería creerle.

Alex nos puso en el centro del laberinto. Olía a esterilizado, seguramente no paraban de limpiarlo. Tan pronto nos dejó, mis hermanitos arrancaron a correr nerviosos.

—Estaremos fuera en un abrir y cerrar de ojos —dijo Casanova, y también salió zumbando.

Yo me senté y me declaré en huelga: que se estresaran los demás. Yo esperaría hasta que Alex se diera cuenta de que aquello era una tontería y me sacara del laberinto. ¿Qué remedio le quedaría?

En aquel momento noté una descarga eléctrica a mis pies, inofensiva pero fuerte.

¡Tenía otro remedio!

—Oh, mierda, ¿estás loco? —le increpé.

—Lo siento, pequeño —le oí decir con voz insegura.

No le gustaba lo que estaba haciendo. ¡Pero a mí me gustaba mucho menos!

Fue tal la sorpresa, que al principio me quedé quieta. Y al instante noté otra descarga. Un poco más fuerte.

—Lo que me estás haciendo es causa evidente de divorcio —grité a Alex, y eché a correr.

Al cabo de unos quince segundos, choqué de cabeza contra el primer espejo.

Intenté tranquilizarme. Seguro que había algún modo de salir de allí. Yo no era un simple conejillo de Indias. ¡Yo era una persona reencarnada en conejillo! ¡Les daba cien vueltas a los animales de laboratorio! ¡Sería de risa que no consiguiera estar fuera en un minuto!

Dos horas después seguía sin estar fuera. Y no me reía. Me sentía las patas cansadas y me dolía la cabeza. Me la había pegado muchísimas veces contra un espejo. Pero cada vez que quería detenerme y quedarme un rato quieta, recibía una descarga eléctrica de Alex.

—No soporto a su esposo —dijo Casanova, parado frente a mí en un callejón sin salida. (¿O era su reflejo y le oía hablar desde otro sitio?).

—¡Yo tampoco! —repliqué.

Lo que Alex me estaba haciendo daba una nueva dimensión al concepto de «problema matrimonial». Ya me daba lo mismo si yo tenía la culpa de que él estuviera sentado frente a los reguladores de potencia. Había dejado atrás mi sentimiento de culpa hacía unas doce descargas. Y recibí otra.

—Vale, ¡se acabó! ¡Me divorcio! —chillé.

Entonces Alex se inclinó sobre el laberinto. Su cara, estremecida por la mala conciencia y descomunal desde mi ángulo de visión, parecía reflejar asombro porque un conejillo moteado marrón y blanco le pusiera el grito en el cielo. Seguramente no sospechaba que quería pedirle el divorcio.

Seguí corriendo a toda velocidad durante otra media hora, agotada y con el estómago vacío. Hacía mucho rato que no ingería nada y soñaba con salir del laberinto y comer algo. Entonces doblé una esquina y vi dos comederos. Uno estaba lleno de hierba, y el otro, de mortadela.

Siendo un conejillo, el olor de la hierba me resultaba increíblemente apetitoso y me daba asco la mortadela. Y eso que antes, de humana, no era para nada vegetariana, como bien podía inferirse de mis muslos y del impresionante crecimiento de su biomasa. Pero ahora todo era diferente: sólo con pensar en los montones de carne que me había comido siendo humana, sentía escalofríos. Sobre todo porque me preguntaba si me habría zampado a alguna persona reencarnada: El cerdo agridulce, ¿era un chino reencarnado? La salchicha cocida, ¿era quizás mi tía Kerstin, ya fallecida? La mortadela del comedero, ¿era tal vez el canciller Konrad Adenauer?

El tema de la reencarnación planteaba cada vez más preguntas desagradables. Intenté no pensar ni en la tía Kerstin ni en Adenauer, ni en chinos rallados en salsa agridulce. Y observé los dos comederos con más precisión: ¿cómo podía ocurrírsele a Alex la absurda idea de que algún conejillo se decidiría por la mortadela?

Me acerqué al comedero de hierba y recibí una nueva descarga.

—¡Ah! —grité, y entonces me di cuenta de cómo se le había ocurrido aquella absurda idea: en la mortadela no había descargas eléctricas.

—¡Te odio! —le increpé—. ¡Tendría que haberte engañado con Daniel Kohn mucho antes!

Alex esperaba a ver si yo iba hacia la mortadela. Todo aquello era una…

—¡Mierda de sadismo! —completó Alex mis pensamientos.

Me sorprendió.

—Lo siento, pequeñines. Voy a sacaros de ahí —dijo—, todo esto no ha sido más que un estúpido error. ¡Me despido!

—¿Después de un día? —preguntó Bodo, que acababa de entrar en la sala.

—No puedo hacerlo —explicó Alex.

—Sólo estás haciendo pruebas de comportamiento con descargas eléctricas suaves. ¿Qué crees que les hago yo a las bestias en los estudios de la diabetes?

—Ya sé lo que haces —dijo Alex.

—Y es por un buen fin —replicó Bodo.

—Puede. Pero yo no estoy hecho para experimentar con animales.

—Creía que tu mujer no te había dejado un chavo. —Insistió Bodo, y en el tono de su voz había un deje repugnante.

—¡Prefiero irme a vivir a un barrio de bloques prefabricados antes que continuar con esto! —replicó Alex con acritud. Volvía a tener la voz firme, había recuperado su antigua seguridad—. Lo dicho. ¡Me despido!

Mi corazón dio un brinco de alegría.

—Y me llevo los cobayas.

Mi corazón no sólo brincó, saltó del trampolín.

—Olvídalo. Los necesito hoy mismo para los estudios de la diabetes. A eso venía —dijo Bodo.

Alguien le retiró el trampolín a mi corazón.

—Uno de los grupos de prueba la ha palmado por culpa de un estúpido error. Si no me los dejas, perderemos un día decisivo en los ensayos de la diabetes.

Alex lo consideró un momento. Luego dijo de mal humor:

—De acuerdo, ¡quédatelos!

Y mi corazón se estampó en el suelo con un ¡plaf!, junto al trampolín que habían retirado.

Alex salió de la sala sin despedirse de Bodo.

—Luego vendré a buscaros —nos dijo Bodo, y también se fue.

Podías entender a Alex: para él, nosotros sólo éramos conejillos de Indias. Y el estudio era para gente enferma. Lo dicho: podías entender a Alex. Pero no tenías por qué. Y yo no lo hice. Estaba muy cabreada con él. Me había torturado y luego me había dejado en garras de un sádico. Y permitía que Nina fuera a buscar a Lilly al colegio. Y pensar que no hacía mucho yo aún fantaseaba con que Alex y yo podíamos volver a ser pareja…

Estaba tan enfadada con Alex que, en un ataque de rabia, me lancé varias veces contra mi imagen en el espejo con todo el peso de mi cuerpo de conejillo. Hasta que el espejo se rompió. Detrás estaba Casanova.

—¿Qué significa «ensayos de la diabetes»? —preguntó con interés.

—Que harán experimentos con nosotros para ayudar a la gente enferma —expliqué, y volví a mesarme los pelos de la barba impulsivamente.

—Eso es magnífico —dijo Casanova. Lo miré perpleja—. ¡Entonces acumularemos buen karma! —gritó lleno de júbilo.