CAPÍTULO 26

Al día siguiente me encontraba con mis hermanos en una pequeña jaula de alambre. La habían puesto en una sala austera y sin ventanas, sobre una mesa de madera, justo al lado de un ordenador que había vivido sus mejores años a finales de los noventa. Respirábamos aire acondicionado. Era el nuevo despacho de Alex en un viejo complejo de institutos de investigación en las afueras de la ciudad. Un sitio desolador que habría llevado al suicidio a cualquier especialista en feng shui.

Y yo tampoco me sentía bien.

¿Por qué había aceptado Alex ese puesto? Experimentar con animales le sentaba como una patada, aunque fuera con un buen fin. Y yo le había dejado bastante dinero…

Oh, mierda, ¡no lo había hecho! Había enterrado mi dinero en la casa porque había calculado fatal los costes de la reforma. Y no había contratado un seguro de vida. Ahora Alex tenía que trabajar para pagar la hipoteca y los gastos corrientes.

¡Qué egocéntricos somos los mortales! Yo pensaba todo el tiempo en lo asquerosa que es la vida después de la muerte. Pero la vida antes de la muerte era casi igual de complicada para los que habían quedado.

Eso me produjo tal sentimiento de culpa que tuve que desfogarme: empecé a arrearle al mimoso ofensivo.

—¡Déjame en paz de una vez, cretina! —refunfuñó.

Me quedé asombrada. No sólo porque el conejillo negro con una mancha blanca alrededor del ojo había desarrollado su aparato de fonación, sino también por su manera de expresarse. Probé mi aparato de fonación:

—Ee…

Aún tenía las cuerdas vocales un poco oxidadas, pero luché por pronunciar las palabras:

—¿Es usted Casanova?

Los ojos del mimoso se iluminaron:

—¿Madame Kim?

—Sí —respondí, reconfortada por aquel rayo de luz en una situación tan lúgubre.

—Es maravilloso, ¡ya no somos hormigas! —Celebró el signore, y me apretujó tanto que anhelé una burbuja de oxígeno—. Lo del buen karma valía la pena —prosiguió—. ¡No puedo expresar en palabras lo mucho que me entusiasma volver a ser un mamífero! ¿Y sabe usted, madame, qué es lo que más me ilusiona?

—No, en realidad, no.

—Los placeres de la carne.

—¿Los placeres de la carne? —pregunté desconcertada.

—Como hormiga, el acto sexual con la reina era un horror infernal —explicó Casanova—, pero ahora soy un conejillo macho. Y, disculpe la expresión profana, los conejillos se apa…

—No quiero oír el «… rean» final —lo corté, pues yo formaba parte del grupo de parejas potenciales.

Y había problemas más acuciantes que la libido de Casanova.

—¡Estamos en un laboratorio de ensayos con animales! —le expliqué.

—¿Qué es eso? —preguntó una voz delicada detrás de nosotros.

Nos dimos la vuelta y vimos las caras asustadas de nuestros tres hermanos: sus aparatos de fonación también se habían formado.

—Yo no puedo explicarlo —contestó Casanova al conejillo marrón de mirada escéptica que había hecho la pregunta.

—¿Y qué es un «acto sexual»? —preguntó un segundo conejillo, una hembra dulce y completamente blanca.

—Eso puedo explicárselo con mucha claridad, mademoiselle —comenzó a decir Casanova enardecido.

—¿Qué significa «mademoiselle»? —interrumpió el tercer conejillo, muy gordito y de color marrón rojizo.

—A las mujeres que no están casadas se las llama… —comenzó a decir Casanova.

—¿Qué son «casadas»? —interrumpió el conejillo hembra.

—Personas… —dijo Casanova.

—¿Qué son «pers…»?

Mon Dieu, ¡dejadme hablar! —les imprecó Casanova, y los conejillos cerraron la boca intimidados.

Casanova intentó valerosamente explicarles el tema del amor en todas sus facetas: en vano. Todavía eran criaturas.

—Ya hablaremos de machos y hembras cuando seáis un poco mayores —corté, y los conejillos asintieron, totalmente conformes. Las explicaciones demasiado detalladas de Casanova sobre el acto sexual los habían desconcertado.

—¿Pero qué significa «laboratorio de ensayos con animales»? —insistió el conejillo escéptico, que seguramente notaba la amenaza de un peligro.

—Los walalalala nos harán cosas feas y… —empecé a decir.

Eso bastó para desatar el pánico.

—¡Mamá! —gritaron los pequeños—. ¡Queremos ir con mamá!

Decidí interrumpir la explicación.

—¿Qué cosas? —Quiso saber Casanova.

Antes de que pudiera responderle, Alex entró en el despacho. Seguramente venía a buscarnos para hacer sus experimentos. Me puse a chillar como una loca:

—Soy yo, ¡tu mujer! ¡Sácame de aquí ahora mismo! ¡No quiero que nadie me conecte electrodos hasta que sólo sepa balbucir «lalalala bamba»!

Los demás conejillos, excepto el juicioso Casanova, vociferaron conmigo despavoridos, aunque no sabían qué eran los electrodos ni La bamba.

—No os pongáis nerviosos. Sólo haremos pruebas de comportamiento —dijo Alex con voz tranquilizadora.

¿Pruebas de comportamiento? ¿No os pongáis nerviosos? Eso sonaba mucho mejor. Pero nada bien. Es decir, bastante mal. Pero mucho mejor que los electrodos.

En aquel momento, Bodo, el compañero de estudios de Alex, entró en el despacho. Tenía treinta y pico años y era soltero. Y no sólo porque era canijo y tenía cara de marrullero. También porque hay frases mucho mejores para ligar que «Me gano la vida experimentando con animales».

Alex y él seguramente no se habrían conocido nunca si un profesor no los hubiera reunido en un proyecto de investigación durante la carrera. Y, como Alex siempre veía la parte buena de las personas, a partir de entonces fue su amigo: «Bodo no es tan mal tío como tú crees».

—Bienvenido a tu nuevo trabajo —dijo Bodo sonriendo.

Alex asintió en silencio. Se notaba que se sentía fatal por haber tenido que aceptar el puesto. Y yo me sentía aún peor. Por un lado, porque yo tenía la culpa de que hubiera tenido que aceptarlo y, por otro, porque me había convertido en objeto de su actividad.

—El profesor quiere para mañana los resultados de los cobayas en el laberinto.

—¿Y por qué? Esa prueba estándar está obsoleta. Ya nadie la hace, excepto el profesor.

—Los estudios de comportamiento son su caballo de batalla.

—¿Tengo que empezar hoy mismo? —preguntó Alex.

—¿Hay algún problema?

—Tengo que ir a buscar a mi hija al colegio.

—¿No puede hacerlo alguien por ti? Al profesor no le hará mucha gracia que te vayas antes.

—Bueno…, hay alguien… —contestó Alex dudando.

No me lo podía creer: ¡¿iba a pedirle a Nina que recogiera a Lilly?!

—Ésa es la actitud correcta. Así pasarás el período de prueba —dijo Bodo, y se fue.

Alex suspiró, nos miró y dijo:

—Bueno, pues al laberinto.