CAPÍTULO 25

Al día siguiente, nuestra mamá nos amamantó con cariño. Tengo que decirlo: era una amamantadora buena de narices. Nos mimaba a todos nosotros, criaturas chillonas, las veinticuatro horas del día, nos daba ánimos y nos lamía para asearnos. Y por raro que suene: empezaba a gustarme. Después de todos mis días estresantes como hormiga, aquello casi eran unas vacaciones. Bueno, yo hubiera preferido una semana de relax con masajistas musculosos en la exclusiva isla de Sylt (seguro que me habría complacido más que me lamieran ellos).

Pasé un rato preguntándome por qué me gustaba tanto. Al principio lo achaqué a que, siendo un conejillo, llevaba incorporado un instinto de «quiero que mamá me quiera». Pero luego caí en la cuenta: también lo tuve de niña, pero, por desgracia, mi madre estaba ocupada con sus propios problemas la mayor parte del tiempo.

Con los años desarrollé distintas estrategias para ganarme su atención: de pequeña intenté impresionarla sacando buenas notas, sin éxito. De adolescente me rebelé. Y cuando comprobé que a mi madre eso también le daba lo mismo, busqué mi amor en otra parte: en Alex no sólo encontré a un amante, sino también a un amigo que me apoyaba. Su caso era diferente, él venía de una familia muy protectora. Sus padres llevaban felizmente casados más de veinte años, querían a sus hijos y siempre miraban hacia el futuro con optimismo. En resumen, a mí me parecían criaturas de una novela de ciencia ficción. Cuando comía con ellos, me sentía bien y mal a la vez. Bien por la armonía. Mal porque siempre pensaba en la vieja cancioncilla de «Barrio Sésamo»: «Una de estas cosas no es como las otras».

Y, entre toda aquella gente armoniosa, esa «cosa» era yo.

Sin embargo, Alex hizo que confiara en que nosotros también podíamos formar una familia así y, durante un tiempo, hasta llegué a creérmelo.

Pero ahora mi familia estaba destrozada gracias a mi desliz y yo formaba parte de una maldita familia de cobayas.

Al cabo de diez días, Alex le dijo por fin a Lilly:

—Ahora ya puedes coger en brazos a uno de los conejillos.

Me precipité hacia la puerta, luché por pasar delante de los otros conejillos (con uno, ofensivamente mimoso, tuve que insistir un poco más) e ignoré a la mamá, que me amonestaba:

—No pises a tu hermano entre las patas.[11]

Repliqué tan sólo con un breve chillido: mi aparato de fonación aún no se había desarrollado para poder responder como es debido.

—¿Cuál cojo? —preguntó Lilly, y yo le lancé la mirada más candorosa del mundo.

Alex me sacó de la jaula con cuidado. Sus manos eran tan grandes como mi cuerpo y era la primera vez que me tocaba desde hacía mucho tiempo. Noté con qué dulzura me agarraba: tierna, pero enérgicamente. Maravilloso.

Me pregunté si algún día me cogería también así siendo yo humana. Quizás yo podría realmente volver a nacer como persona y él realmente me esperaría. ¿Tendría todavía unas manos tan suaves a los cincuenta? Y cuando me di cuenta de que esa fantasía utópica me llenaba de añoranza, lo supe: aún sentía algo por él.

Alex me dejó en brazos de Lilly y le advirtió:

—Ten cuidado.

—¡Tengo que enseñarte una cosa! —dijo Lilly, dirigiéndose a mí emocionada. Y a Alex le dijo con todo descaro—: Y tú no puedes mirar.

Se quedó un poco sorprendido, pero la dejó hacer. Lilly me llevó a un rincón en la parte posterior del jardín. De repente estornudó, pero luego se puso un dedo en los labios, hizo «chist», escarbó en la tierra y apareció… una galleta de chocolate.

—Es mi escondite de dulces —explicó Lilly orgullosa.

Me sorprendió. Como madre, siempre había pensado que los secretos no comenzarían hasta poco antes de la pubertad.

—Ven, nos la repartiremos —propuso.

No era una buena idea, por dos motivos: en primer lugar, un conejillo de Indias no digiere bien una galleta y, en segundo lugar, estaba garantizado que a Lilly le sentaría mal.

Sacudí la cabeza con energía, pero Lilly se limitó a decir entre dos estornudos:

—Como quieras. Me la comeré yo sola.

Ésa era la peor de todas las posibilidades. Y como yo no quería que a Lilly se le revolviera el estómago, le arrebaté la galleta, que sabía a moho, y me la tragué con valentía. Una buena acción si se tiene en cuenta lo que le había ahorrado a Lilly. Una mala acción si se considera que por la noche inundé la jaula de vómitos.

Después de zampármela, Lilly me preguntó:

—¿Sabes qué me pasa en el cole?

Sacudí la cabeza. Lilly se tomó mi respuesta con naturalidad. A los niños no les extraña que los animales les respondan. (En cambio, los adultos solemos preguntarnos: ¿puede entenderme este animal?). Ahora lo sé: los humanos reencarnados en animal pueden. Y lo que se pitorrean de frases como «cuchi-cuchicuchi, ¿quién es mi cariñito?».

—Se meten conmigo.

Con aquella frase, Lilly me alejó de mis pensamientos. ¿Se metían con ella? Me dio mucha rabia. Ahora ya sabía por qué la mayoría de los niños me parecían insoportables.

—Lukas y Nils me llaman Pilly-Lilly y me pegan.

Golpeé en el suelo con las patas posteriores, furiosa.

—Desde hace semanas —dijo Lilly con lágrimas en los ojos.

«¿Semanas?», pensé. Eso significaba que aquellos renacuajos ya se metían con Lilly cuando yo era humana. ¿Por qué nunca me lo había dicho? Y, peor aún: ¿Por qué nunca noté nada?

Se me encogió el corazón: estaba claro que no sabía lo suficiente de la vida de mi pequeña.

—Mamá siempre me decía que tenía que ser fuerte y defenderme —prosiguió Lilly rascándome la pata—, pero no puedo.

Dios mío: nunca nos lo había explicado porque yo le había dicho que tenía que ser fuerte si tenía algún problema en el colegio. Yo la había aleccionado a que se hiciera respetar y, con ello, había tratado a una criatura pequeña como si fuera un adulto. Pero sólo tenía cinco años. Debería haberla apoyado y haberles hecho un lavado de cerebro a aquellos rubiales. En los lavabos del colegio.

Y ahora no podía hacer nada para ayudar a mi pequeña a superar las dificultades.

Lilly me miraba con tristeza. Sintiéndome impotente, le puse una patita en la mano y se la acaricié. La pequeña se rascó el cuello.

Por la noche luché por igual contra mi sentimiento de culpa hacia Lilly y contra las arcadas. Mientras mi estómago me impedía dormir, veía a Nina y a Alex preparando la cena en la cocina. Lo hacían todas las noches y luego se sentaban junto a la chimenea, que a Alex le gustaba encender los días fríos de primavera. Nina seguía sonriéndole con cautela, pero hasta ahora él nunca le había hecho caso. Subrayemos el «hasta ahora».

Esa noche, los dos estaban sentados de nuevo junto a la chimenea, charlando. En aquel momento, Alex hablaba y Nina ponía su mejor pose de estar escuchando atentamente. Seguro que estaba pensando cuándo dejaría de ser irreverente seducir a Alex.

De repente, Nina hizo una observación.

No pude oír lo que decía, pero Alex sonrió. No me gustó nada. Nina seguía hablando y yo intenté leerle los labios.

—Frblmpf —leí.

—Haaa, daaaffne, prol —leí la respuesta sonriente de Alex.

Tenía que concentrarme más. Leí los labios de Nina:

—Los ginecólogos bailan sorbete.

—Y los urólogos tortellini —replicó Alex.

Tenía que concentrarme mucho más.

—Me encanta tu berlina —dijo Nina.

Eso, o bien: «Me gusta tu minina».

—Mi minina también tiene Dolby Digital —respondió Alex.

—¡Argggggggg! —grité, la maldita lectura de labios me estaba volviendo loca.

—Chist —dijo mi mamá cobaya—, los demás duermen.

A pesar de sus maneras cariñosas, noté que me estaba convirtiendo en su hija problemática.

No le hice caso y seguí intentando leerles los labios, pero ya no hacía falta. Nina había dicho alguna cosa y Alex reía. A carcajadas. ¡A pleno pulmón!

¿Cómo podía reírse? ¡Yo estaba muerta! ¡Al menos para él! No podía reírse. ¡Tenía que estar siempre llorando! ¡De noche! ¡De día! ¡Hasta que tuviera que ir al médico a que le rellenara los lagrimales!

Pero Alex continuaba riendo. No pensaba rellenarse los lagrimales.

Aquello me enfureció tanto que necesité una válvula de escape: empecé a arrearle al mimoso ofensivo. Me daba igual que estuviera durmiendo. Gruñó y siguió durmiendo.

Pero mamá cobaya me instruyó:

—Tienes que portarte bien con los otros. Sois hermanos, algún día tú también los querrás.

«Claro, —pensé cabreada—, el día que yo quiera a estos conejillos, el Papa bailará la canción de Hava naguila».

Volví a mirar a Alex. ¡Se estaba secando las lágrimas! Y luego le dijo a Nina: «Gracias» (eso pude leerlo claramente), se despidió con un «Voy a lavarme la minina» (eso no pude leerlo tan claramente) y se fue al dormitorio, mientras Nina lo miraba con una expresión en el rostro que decía: «Aún habrá algo entre nosotros» (eso pude leerlo con una claridad meridiana).

Le clavé una mirada furiosa. Las fantasías que tenía en aquel momento se habrían podido filmar con el título de El ataque de los cobayas asesinos.

—La hembra walalalala es buena —dijo mamá cobaya, arrancándome de la película de terror que estaba viendo en mi cabeza—. Al macho se le murió hace poco su antigua hembra. Y ahora ella se ocupa de él con cariño.

—Buena, ¡bah! —chillé sarcástica, tan sarcásticamente como podía chillar un conejillo de Indias y, admitámoslo, no sonó demasiado sarcástico.

Volví a mirar a Nina y pensé en cómo podría deshacerme de ella. Pero, excepto el absurdo plan de coger la rabia y luego morderla, no se me ocurrió nada.

En cambio, Nina estaba encontrando la manera de retirarme de la circulación.

—¿Tú crees? —preguntó Alex cuando vino al día siguiente con Nina a nuestro cubil.

—Estoy segura —se ratificó Nina, y lo noté enseguida: la cosa ya no iba de mininas con Dolby Digital.

—A Lilly se le romperá el corazón si damos a los conejillos —replicó Alex.

¿Darnos? ¿Iban a darnos?

—Es lo mejor para la pequeña —dijo Nina, y él asintió.

—¿Lo mejor? —chillé—. ¿Cómo se te ocurre pensar que es lo mejor? Lo mejor sería que te plantaras en la A1 en hora punta.

—Tiene la cara hinchada —dijo Nina—. Está claro que Lilly es alérgica a los conejillos.

Oh, no, ¡me había pasado por alto! La pequeña había estado estornudando y rascándose todo el rato, y no porque tuviera un resfriado o una erupción cutánea, sino por mí. Y lo que aún era peor: Nina hacía todo aquello porque se preocupaba por la pequeña. Eso significaba que ganaba puntos con Alex.

Manifesté mi protesta con un fortísimo chillido.

—De momento tendremos que quedarnos con la madre. Es demasiado grande. Pero puedo llevarme a las crías al trabajo —dijo Alex.

Dejé de chillar. ¿Alex tenía trabajo?

Entonces me vino a la memoria: poco antes de mi muerte, Alex me había explicado que su colega Bodo le había ofrecido un empleo en la universidad. De agregado de Ciencias.

En el laboratorio de ensayos con animales.

¡Y chillé histérica!