CAPÍTULO 16

Cuando desperté, tenía la cara hundida en la arena. Por mucho que la escupiera, seguía crujiéndome entre las mandíbulas. Me levanté atontada y vi que estaba en una de las cámaras abiertas en el muro de tierra. Era bastante grande y, muy por encima de mí, había un agujero de salida vigilado por dos sacerdotisas de la Guardia Real. Calculé las posibilidades que tenía de huir por allí y obtuve un resultado de 0,0003 por ciento. Redondeando.

Miré a mi alrededor y, en un rincón, vi una hormiga alada, con las alas rotas y dormitando. Me espabilé de golpe: era el humano reencarnado. Me deslicé hacia él tan deprisa como pude, lo cual no era mucho: aún me dolían las articulaciones de los golpes de las sacerdotisas.

—Hola —dije con cautela.

Levantó un momento los ojos para mirarme y continuó dormitando. Yo no le interesaba lo más mínimo. Fui directa al grano:

—Yo también soy una persona reencarnada.

Había captado su atención.

—Me llamo Kim Lange.

Se le iluminaron los ojos. No dijo nada; seguramente antes tenía que ordenar las miles de ideas que le cruzaban por la cabeza.[6]

—¿Cómo te llamas? —pregunté, intentando ayudarle a poner sus ideas en orden.

—Casanova.

—¿Qué? ¿Cómo?

—Giacomo Girolamo Casanova —contestó, celebrando su nombre.

Existían exactamente tres posibilidades: 1) Era realmente Casanova reencarnado; 2) Me tomaba el pelo; 3) Se le había secado el cerebro.

—Para servirla, madame Lange —dijo con un acento italiano que sonaba mucho más auténtico que el que tenía el del restaurante italiano en Potsdam.

El reencarnado hizo una reverencia flexionando las patas delanteras y haciendo un quiebro con la pata central derecha en el aire como si blandiera un sombrero inexistente.

—¿De verdad es usted Casanova? ¿El Casanova?

—¿Ha oído hablar de mí? —preguntó con una falsa modestia casi perfecta.

—Tiene… Tiene que hacer mucho que está muerto si realmente es Casanova.

—Desde el 4 de junio de 1798.

—Hace más de doscientos años.

—¿Doscientos… años? —balbuceó.

Por un instante pareció perder la seguridad en sí mismo. Bajó las antenas, triste. Daba la impresión de ser realmente Casanova.

—¿Ha vivido como una hormiga todo el tiempo? —pregunté compasiva.

—Sí, siempre —respondió, y levantó las antenas con coraje—, hasta mi vida ciento quince.

Su voz galante no fue capaz de ocultar el vacío emocional que resonó en esa frase.

Ciento quince vidas. Qué destino más terrible. El pobre hombre estaba atrapado en una cinta sin fin.

Y yo también, me pasó por la cabeza.

Me senté y ahora fui yo la que dejó caer las antenas. Eso despertó el instinto caballeroso de Casanova. Para consolarme, me puso una pata en la cabeza y me acarició suavemente:

Madame, no desespere por su destino.

Y se acercó a mí. Demasiado.

—Eh, ¿me está tocando la glándula sexual? —pregunté espantada.

—Disculpe mi impetuoso deseo —dijo apartando su pata trasera—. Jamás he forzado a una mujer —prosiguió.[7]

Lo miré a los ojos y vi que había herido su orgullo. Respiré hondo y pregunté:

—¿Puede ayudarme?

—Estoy aquí para servirla —dijo sonriendo.

—¿Tiene idea de cómo se puede influir en la vida de los humanos siendo una hormiga? —planteé la pregunta decisiva.

Casanova calló un momento. Luego, para darme ánimos, dijo:

—Sea cual sea el apuro en el que se encuentra, madame, hallaremos una solución.

Esa respuesta no era más que una versión más agradable de «No tengo ni remota idea».

Había ido allí para nada.

—¿Qué quiere hacer con los humanos? —preguntó Casanova.

Pensé en cómo podía exponerle mi problema con Nina, pero no encontré las palabras adecuadas.

—No hace falta que me explique nada —dijo—, podemos escaparnos de aquí cuando sea y llegar adonde están los humanos.

—¿Y cómo vamos a esquivar a la guardia? —pregunté.

Casanova me explicó que ya había escapado de una prisión mucho mejor vigilada: la oscura cárcel de los Plomos, en Venecia. Anteriormente, en 1756.

—¿Por qué lo habían encarcelado?

—Se trató de un error judicial de lo más banal. Me atribuían una moral relajada.[8]

Casanova sonrió con malicia y guiñando un ojo, y tengo que admitir que, para ser una hormiga, era capaz de sonreír con muchísimo encanto.

—Si podemos escapar de aquí cuando sea —pregunté—, ¿por qué no lo ha hecho usted todavía?

—No tenía alicientes.

—¿Alicientes? ¡La reina va a ejecutarle!

—Y volveré a nacer como hormiga.

—También es verdad —reconocí, y pensé si no sería mejor esperar tranquilamente mi ejecución. Volvería a nacer como hormiga, pero estaría fuera de la prisión y podría ir a ver a Lilly.

Me sorprendió que, de repente, una ejecución no me espantara más que ir al dentista.

—¿Cuándo nos matarán? —pregunté.

—La reina esperará hasta que haya acabado el ciclo de fertilidad.

—¿Y cuándo será eso?

—En un par de semanas.

—No tengo tanto tiempo —exclamé.

—Entonces tenemos que poner todo nuestro empeño en huir de este calabozo —dijo Casanova, visiblemente animado por un espíritu aventurero.

—¿Cómo?

—Igual que me evadí de la terrible cárcel de los Plomos en mi primer intento: por un túnel —explicó.

Casanova y yo empezamos a excavar un túnel sin saber adónde conduciría. Casanova hizo un comentario muy acertado al respecto: «Cualquier lugar es mejor que una cárcel».

Las sacerdotisas que se encontraban arriba, en la entrada del calabozo, no nos veían. Cavábamos en un ángulo muerto para ellas y procedíamos con extremo sigilo. Susurrando, le pregunté a Casanova por la religión que seguían las sacerdotisas.

Casanova sonrió.

—La diosa aquí es la reina. Nadie más. Como con los antiguos faraones.

Mientras yo aún seguía pensando que en esa religión sólo la divinidad podía encontrar una verdadera satisfacción, Casanova exclamó:

—La tierra está más suelta, pronto abri…

Los dos caímos por el agujero. Justo encima de la reina, que se encontraba en plenos escarceos amorosos con unas cuantas hormigas voladoras macho.

La queen was not amused.