Fue el mejor sexo que había tenido desde hacía años. Fue maravilloso, fantástico, ¡supercalifragilisticoexpialidoso!
Luego me quedé en brazos de Daniel, me sentía bien. Y eso era terrible. Era maravilloso. Pero era terrible. ¿Cómo podía sentirme tan bien? Acababa de engañar a mi marido. Y también a mi hija.
No podía seguir allí tumbada. Me levanté y me vestí. No con el vestido rasgado, claro; pensaba tirarlo a la basura por la mañana. Cogí los vaqueros y el jersey rasposo de cuello alto.
—¿Adónde vas? —preguntó Daniel.
—A tomar el aire un momento.
—Abajo están apostados los reporteros —dejó caer Daniel preocupado.
—Voy a la azotea.
—¿Te acompaño? —preguntó él comprensivo.
Lo miré a los ojos y me sorprendí: parecía sincero. ¿Sentía realmente algo por mí? ¿O sólo tenía miedo de que saltara?
—Sólo será un momento —dije.
—¿Prometido?
—Prometido.
Me miró. No me quedó claro qué estaba pensando. Y le pregunté:
—No quiero preguntarte nada y por eso no te pregunto, pero… me…
—Sí, te esperaré —respondió.
Me alegré. No estaba segura de si podía creerle, pero me alegré.
Me puse los zapatos y salí de la habitación. Fueron mis últimos pasos como Kim Lange.