Cinco minutos después, durante los cuales seguí allí sentada y aturdida, llamaron a la puerta: un mensajero me traía el vestido de Versace. Había llegado el gran momento: lo saqué con cuidado del envoltorio con el firme propósito de dar saltos de alegría. Pero mis piernas siguieron firmemente arraigadas al suelo. Estaba en estado de shock. ¡El vestido era azul! Maldita sea, ¡no tenía que ser azul! ¡Ni tampoco sin tirantes! Los muy idiotas me habían enviado un vestido equivocado. Telefoneé enseguida a la empresa:
—Soy Kim Lange. Me han enviado un vestido equivocado.
—¿Cómo? —preguntó una voz al otro extremo de la línea.
—¡Eso mismo pregunto yo! —repliqué con una voz situada inequívocamente en la frecuencia más alta.
—Hum —oí, y esperé a que algunas palabras siguieran a ese sonido. No fue así.
—Quizás debería echar un vistazo a sus papeles —propuse con una voz que podría haber cortado el cristal.
—De acuerdo, lo haré —oí decir en tono de aburrimiento.
A aquel hombre le interesaban más otras cosas: la contabilidad, ver la tele, hurgarse la nariz.
—Dentro de una hora tengo que ir a la entrega de los Premios TV —insistí.
—¿Premios TV? Nunca he oído hablar de ellos —replicó.
—Escúcheme bien, sus lagunas intelectuales no me interesan. O mira ahora mismo dónde se ha metido mi vestido o me ocuparé de que no vuelva a recibir ningún encargo del sector televisivo.
—Tampoco hay que ponerse así. Enseguida la llamo —dijo, y colgó.
«Enseguida» fue al cabo de veinticinco minutos.
—Lo siento muchísimo, su vestido está en Montecarlo.
—¡En Montecarlo! —cacareé histérica.
—En Montecarlo —replicó sin alterarse lo más mínimo.
El hombre me explicó que el vestido que tenía en mis manos era para la acompañante (eufemismo educado para «prostituta de lujo») de un empresario de software. Y ella tenía mi vestido. En Montecarlo. O sea que no había manera de recuperarlo a tiempo. El hombre me ofreció como compensación un vale que no me servía de mucho. Colgué el auricular de un porrazo y le eché, a aquel tipo y a todos sus antepasados, una maldición diarreica.
De pura desesperación, me probé el vestido azul y comprobé, muy a pesar mío, que la joven «acompañante» estaba bastante más delgada que yo.
Me contemplé en el espejo y vi que aquel vestido estrecho me realzaba el pecho y también el culo. Y, la verdad sea dicha, tenía su gracia. Estaba más sexy que nunca y el vestido me tapaba las cartucheras incluso mejor que el que tenía pensado ponerme. Puesto que mi única alternativa eran los vaqueros y un jersey de cuello alto, ahora lleno de pelillos gracias al corte de pelo de Lorelei, decidí llevar el vestido a la gala. Con la estola negra que completaba el conjunto bastaría. Sólo tenía que evitar los movimientos bruscos.
Vestida de esa guisa, bajé en ascensor al vestíbulo del hotel y el efecto que produje no estuvo nada mal: todos los hombres me miraron. Y ninguno perdió ni un solo segundo en echar un vistazo a mi cara.
En la puerta del hotel me esperaba Carstens, que se quedó muy impresionado:
—Cariño, ese vestido me corta la respiración.
Yo notaba que el vestido me segaba el tórax, y jadeé:
—A mí también.
Una limusina BMW negra paró delante de nosotros. El chofer me abrió la puerta y la mantuvo abierta durante los dos minutos y medio que necesité para meterme en el fondo del automóvil, yo y el vestido, sin que este último se rasgara por culpa de un movimiento torpe.
Bajo la lluvia vespertina pasamos por el polígono industrial del barrio de Ossendorf, que poseía el encanto de un mundo posnuclear y donde se encontraba el Coloneum, el recinto donde se entregaban los Premios TV. Distinguí naves abandonadas con las ventanas rotas. Y entonces volvió a invadirme la soledad.
Para luchar contra ella, cogí el móvil y llamé a casa, pero nadie contestó. La pandilla del cumpleaños seguramente arrasaba por última vez nuestra casa como un tornado. Alex los habría incitado con su buen humor. Y todos se divertirían. Y yo no estaba allí. Me sentí mal. Fatal.
Sólo cuando la limusina pasó por tres cordones de seguridad y se detuvo junto a la alfombra roja, la adrenalina ahuyentó mis tristes pensamientos, y es que allí había más de doscientos fotógrafos.
El chofer me abrió la puerta, yo luché por salir de la limusina lo más deprisa posible embutida en mi vestido (es decir, torpemente y a cámara lenta) y me encontré en medio de la lluvia de flashes más deslumbrante de toda mi vida. Los fotógrafos gritaban: «¡Aquí, Kim!», «¡Mírame!», «¡Qué sexy!». Fue una pasada. Fue emocionante. ¡Fue una auténtica borrachera!
Hasta que detrás de mí se detuvo la siguiente limusina. Los doscientos objetivos se apartaron en bloque de mí y se pusieron a fotografiar a Verona Pooth. Me habían dado de baja, y oí: «Aquí, Verona», «¡Mírame!», «¡Qué sexy!».
Carstens y yo nos sentamos en nuestras butacas. La gala empezó y tuve que escuchar un montón de discursos de agradecimiento hipócritas hasta que el periodista Ulrich Wickert anunció la categoría de «Mejor presentador de programas informativos». ¡Por fin! ¡Al ataque! Mi corazón empezó a latir con fuerza. Así deben de sentirse los pilotos de aviones a reacción. Cuando rompen la barrera del sonido. Y el asiento de eyección los catapulta fuera del avión. Y descubren que se han olvidado del paracaídas.
Tras un breve discurso, del que no entendí nada por la emoción, Wickert leyó los nombres de los nominados: Daniel Kohn, Sandra Maischberger y Kim Lange. En las pantallas de la sala se nos veía a los tres en primer plano, esforzándonos por sonreír tranquilamente. Y el único que resultaba convincente era Daniel.
Wickert retomó la palabra:
—Y el ganador en la categoría de «Mejor presentador de informativos» es…
Abrió el sobre y luego hizo una pausa teatral. El corazón se me aceleró aún más. A velocidad récord. Hacia un paro cardíaco. Era insoportable.
Finalmente, Wickert finalizó la pausa teatral y dijo:
—¡Kim Lange!
Fue como si me hubiera golpeado un martillo enorme, pero sin dolor. Me levanté eufórica y abracé a Carstens, que una vez más me pellizcó en la mejilla.
Me entregué a los aplausos. No debería haberlo hecho. Quizás entonces habría oído el «rrrrrras».
O me habría sorprendido que mi enemiga íntima, Sandra Kölling, sonriera. Porque tendría que estar echando espuma de rabia por la boca.
Pero no sospeché nada hasta que oí la primera risita camino del escenario. Luego, la segunda. Y la tercera. Cada vez se reía más gente. Y las risitas fueron aumentando poco a poco hasta convertirse en grandes carcajadas.
Al llegar a la primera escalera del podio me detuve y me di cuenta de que me notaba algo diferente. Como airoso. Y no tan apretado por detrás. Me toqué discretamente el trasero con la mano. ¡El vestido se había roto!
Y eso no era todo: para caber en el vestido, no me había puesto bragas.
¡Estaba enseñando el culo a mil quinientos famosos!
¡Y a treinta y tres cámaras de televisión!
¡Y a seis millones de espectadores frente al televisor!