CAPÍTULO 2

En el puesto número cuatro de los momentos más miserables del día se situó la visión de mi imagen reflejada en el espejo de los lavabos del aeropuerto. Ese momento no fue miserable porque una vez más comprobara que tenía demasiadas arrugas alrededor de los ojos para ser una mujer de treinta y dos años. Tampoco porque mi pelo de paja se negara rotundamente a colocarse de un modo razonable (para todo eso ya tenía hora con mi estilista Lorelei dos horas antes de la entrega de los premios). Fue un instante malo porque me descubrí preguntándome si le resultaría atractiva a Daniel Kohn.

Daniel también estaba nominado en la categoría de «Mejor presentador de informativos» y era conocido por ser un hombre moreno y atractivo hasta la obscenidad que, a diferencia de la mayoría de presentadores del país, tenía un encanto natural. Daniel era consciente del efecto que provocaba en las mujeres y le gustaba sacar partido de ello. Y, cada vez que coincidíamos en una fiesta de los medios de comunicación, me miraba profundamente a los ojos y decía: «Si tú me hicieras caso, renunciaría a todas estas mujeres».

Naturalmente, esa frase contenía tanta verdad como la afirmación: «En el Polo Sur hay elefantes rosas».

Pero una parte de mí deseaba que fuera verdad. Y otra parte de mí soñaba con ganar el Premio TV luego pasearme por la mesa de Daniel con garbo y una risita ligeramente triunfal y, por la noche, practicar sexo salvaje con él en el hotel. Durante horas. Hasta que el director del hotel aporreara la puerta porque un grupo de rock que se alojaba al lado se quejaba del ruido.

Sin embargo, la mayor parte de mí me odiaba por lo que pensaban las dos primeras partes. Si acababa en la cama con Daniel, seguro que la aventura llegaría a oídos de la prensa, Alex pediría el divorcio y yo, una madre desnaturalizada, le rompería definitivamente el corazón a mi pequeña Lilly. Mi deseo de acostarme con Daniel me provocó entonces tal sentimiento de culpa que no pensaba volver a mirar mi cara en un espejo durante los próximos veinte años.

Me lavé las manos deprisa, salí de los lavabos del aeropuerto y me dirigí a la puerta de embarque. Allí me saludó Benedikt Carstens con un eufórico «Hoy será nuestro día, ¡cariño!», y me pellizcó con fuerza en la mejilla. Carstens, siempre vestido de punta en blanco, era mi redactor jefe y mi mentor. Casi, casi, mi maestro Yoda personal, aunque con bastante más dominio de la sintaxis. Me había descubierto en la emisora de radio de Berlín donde trabajé al acabar los estudios. Al principio fui una insignificante redactora. Pero un domingo por la mañana el presentador no apareció. La noche anterior había salido de copas y le había expuesto a un portero turco de discoteca la teoría de que su madre era una perra sarnosa.

Tuve que salir espontáneamente «al aire» para sustituir a aquel hombre, que estaría indispuesto por mucho tiempo, y dije por primera vez en mi vida: «Son las seis de la mañana, buenos días». A partir de ese momento me convertí en adicta. Amaba la embriaguez de la adrenalina al encenderse la luz roja. ¡Ése era mi destino!

Carstens siguió mi trabajo durante unos meses, finalmente me buscó y me dijo: «Tiene usted la mejor voz que jamás he oído». Y me dio trabajo en la cadena de televisión más excitante de Alemania. Me enseñó a presentarme ante las cámaras. Y me indicó lo más importante para moverse en ese mundo: desbancar a los colegas. En esta última disciplina, gracias a sus enseñanzas maduré hasta convertirme en una gran maestra, y en la redacción me llamaban «La que va dejando cadáveres a su paso y encima los pisotea». Pero, si ése era el precio por vivir mi destino, lo pagaba con gusto.

—Sí, hoy será nuestro día —le dije a Carstens con una sonrisa atormentada.

Me miró y preguntó:

—¿Te pasa algo, cariño?

Puesto que no podía responder «Quiero acostarme con Daniel Kohn, el de la competencia», me limité a decir:

—No, todo va bien.

—No hace falta que disimules. Sé perfectamente qué te ocurre —replicó.

El pánico me embargó: ¿Sabía lo de Daniel Kohn? ¿Había visto a Daniel flirteando conmigo en la recepción a los medios que ofrecieron en la Cancillería? ¿Y que yo me había puesto colorada como si Robbie Williams me hubiera hecho subir al escenario en pleno concierto? Carstens sonrió.

—Yo en tu lugar también estaría nervioso. No te nominan todos los días a los Premios TV.

Por un segundo me sentí aliviada: no se trataba de Kohn. Sin embargo, acto seguido tuve que tragar saliva. Realmente estaba hecha un manojo de nervios, pero mi mala conciencia hacia Lilly los había estado reprimiendo toda la mañana. En cambio, ahora, todo el nerviosismo volvía a hacer acto de presencia con todas sus fuerzas: ¿Ganaría el premio esa noche? ¿Filmarían todas las cámaras mi radiante sonrisa de vencedora? ¿O sólo saldría en el periódico del domingo como «la perdedora regordeta con cartucheras»?

Mis dedos se acercaron nerviosos a la boca, pero en el último segundo fui capaz de apartar los dientes para no comerme las uñas.

Al llegar a Colonia nos registramos en el Hyatt, un hotel de lujo donde se alojaban todos los nominados a los Premios TV de Alemania. Una vez en la habitación, me eché sobre la cama blanda, hice zapping a un ritmo de una décima de segundo por canal, fui a parar a la televisión de pago y me pregunté quién demonios desembolsaba veintidós euros por una película porno titulada Bailo por esperma.

Decidí no sacrificar demasiadas neuronas con esa pregunta y bajar al vestíbulo a tomarme uno de esos tés relajantes chinos que tienen un ligero sabor a sopa de pescado.

En el vestíbulo, un pianista tocaba baladas de Richard Clayderman tan agobiantes que imaginé que estábamos en un saloon del Salvaje Oeste: él tocando sus melodías y yo organizando un linchamiento.

Y de repente, justo cuando me encontraba en casa del herrero de Dodge City preparando el alquitrán y las plumas con mis muchachos, vi a… Daniel Kohn.

Se estaba registrando en la recepción, y mi pulso comenzó a acelerarse. Una parte de mí esperaba que Kohn me viera. Otra parte rezaba para que incluso se sentara conmigo. Pero la mayor parte de mí se preguntaba cómo podía acallar de una vez a las otras dos partes, estúpidas y cargantes, que me complicaban la vida.

Efectivamente, Daniel me miró y me sonrió. La parte de mí que lo había deseado tuvo un arrebato de alegría irrefrenable y gritó, al viejo estilo de Pedro Picapiedra: «Yabba Dabba Doo!».

Daniel se acercó a mí y se sentó a la mesa con un amable «Hola, Kim». La parte que había rezado por ello cogió a la parte uno y cantó con ella: Oh, happy day!

Cuando la parte tres se disponía a protestar, las otras dos partes la cogieron, la amordazaron y mascullaron: «¡Cierra el pico de una vez, aguafiestas!».

—¿Nerviosa por lo de esta noche? —me preguntó Daniel.

Yo me esforcé por disimular mi nerviosismo y por dar con una respuesta lo más aguda posible.

—No —respondí al cabo de unos segundos interminables, y tuve que admitir que esa respuesta dejaba mucho que desear en cuanto a agudeza.

Daniel estaba tranquilo.

—Tampoco tienes por qué; seguro que ganas.

Lo dijo con tanto encanto que estuve casi a punto de creer que hablaba sinceramente. Pero, claro, él estaba firmemente convencido de que ganaría él.

—Y, cuando hayas ganado, brindaremos por ello —prosiguió.

—Sí, lo haremos —repliqué.

Esa respuesta tampoco fue brillante, pero al menos había pronunciado tres palabras seguidas con sentido. Era un pequeño progreso en cuanto a desenvoltura.

—¿También brindaremos si gano yo? —preguntó Daniel.

—Pues claro —respondí con un ligero temblor en la voz.

—Entonces, pase lo que pase, será una bonita velada.

Daniel se levantó visiblemente satisfecho (tenía lo que quería) y dijo:

—Perdona, pero tengo que irme. Tengo que arreglarme.

Lo observé mientras se iba, vi su fantástico trasero y me imaginé qué aspecto tendría debajo de la ducha. Y, al pensarlo, me mordí las uñas.

—¿Qué les ha pasado a tus uñas? Ni que pasaras hambre —preguntó mi estilista Lorelei mientras me daba unos retoques en el salón de peluquería del hotel.

A mi lado se reunía una concentración de féminas del sector: actrices, presentadoras, floreros de famosos. Ninguna era candidata a ningún premio, sólo trataban de desbancar a la competencia en el «ver y dejarse ver». Todas me deseaban mucha suerte y, naturalmente, no hablaban en serio. Igual que yo no hablaba en serio cuando decía: «Estás preciosa» o «¡Tienes un tipo fantástico!» o «Exageras, tu nariz no serviría de helipuerto».

Así estuvimos charlando hipócritamente. Hasta que Sandra Kölling entró en el salón.

Sandra quedaría como mucho la cuarta en un concurso de dobles de la reputada presentadora Sabine Christiansen y había sido mi predecesora en el programa de entrevistas en horario de noche. Me había hecho con su puesto porque yo era mejor. Y porque yo era más trabajadora. Y porque yo había advertido discretamente a la dirección de que ella tenía un pequeño problema con la cocaína.

Todas las mujeres del salón sabían que, desde entonces, Sandra y yo manteníamos una enemistad como sólo se ve en las series americanas. Por eso dejaron de charlar y nos miraron. Esperaban la enconada lucha verbal de dos hienas cargadas de odio. Y se regocijaban.

Sandra me bufó:

—Eres el colmo.

Yo no contesté nada. Me limité a mirarla fijamente a los ojos. Durante mucho rato. Con dureza. Con frialdad. La temperatura de la sala descendió al menos quince grados.

Sandra empezó a tiritar de frío. Yo seguí clavándole la mirada. Hasta que no pudo soportarlo más y se fue del salón.

Las mujeres volvieron a charlar. Lorelei volvió a arreglarme el pelo. Y mi imagen en el espejo me sonrió satisfecha.

Cuando Lorelei completó su trabajo, mi pelo estaba perfecto y sólo un arqueólogo habría sido capaz de encontrar arrugas en el contorno de mis ojos por debajo del maquillaje. Incluso ocultó mis uñas mordidas debajo de unas uñas artificiales. Ya sólo faltaba el vestido, que tenían que llevarme a la habitación. ¡De Versace! Estaba loca de alegría con los trapitos, que valían más que un utilitario y que Versace me había confeccionado para la gala, naturalmente gratis. Ya me lo había probado en una boutique de Berlín y estaba firmemente convencida de que esa noche llevaría el mejor vestido del mundo: era de un rojo precioso, caía con suavidad sobre la piel, me realzaba el pecho y me disimulaba los muslos. ¿Qué más puede pedirle una mujer a un vestido?

Me senté ilusionada en mi habitación y pensé con orgullo en el largo camino que había recorrido: de niña de un barrio de bloques prefabricados, donde la gente seguramente habría creído que Versace era un futbolista italiano, a presentadora de exitosos programas de tertulia que quizás en dos horas ganaría el Premio TV envuelta en un fabuloso vestido de Versace, que Daniel Kohn le arrancaría por la noche para hacer el amor salvajemente con ella…

En aquel instante sonó el móvil. Era Lilly. Un tsunami de mala conciencia me arrolló: Lilly me añoraba. Y yo pensando en engañar a mi marido, ¡su padre!

La fiesta de cumpleaños estaba en plena marcha y Lilly charlaba contenta:

—Primero hemos hecho carreras de sacos, luego con huevos y luego una guerra de pasteles sin pasteles.

—¿Una guerra de pasteles sin pasteles? —pregunté confusa.

—Nos hemos rociado con kétchup… Y con mayonesa… Y nos hemos tirado espaguetis a la boloñesa —me explicó.

Sonreí al imaginar el poco entusiasmo de las demás madres cuando fueran a recoger a sus hijos.

—La abuela ha llamado para felicitarme —prosiguió Lilly, y la sonrisa se borró de mi cara.

Hacía años que intentaba por todos los medios mantener a mis desastrosos padres alejados de la familia.

El inútil de mi padre nos abandonó por una de sus muchas conquistas cuando yo tenía la misma edad que Lilly ahora. Desde entonces, mi madre aumentó anualmente un doce por ciento las ventas de alcohol de la tienda del barrio. Cuando se hacía la «querida abuela» solía ser únicamente para sacarme más dinero del que ya le enviaba todos los meses.

—¿Y cómo estaba la abuela? —pregunté con cautela, pues tenía miedo de que ya estuviera borracha cuando habló con Lilly.

—Balbuceaba —contestó Lilly con el tono tranquilo de una niña que nunca ha conocido a su abuela de otra manera.

Busqué las palabras adecuadas para explicarle el balbuceo. Pero, antes de que hubiera encontrado una sola, Lilly soltó un grito:

—¡Oh, no!

Me sobresalté.

—¿Qué ocurre? —pregunté inquieta, y por mi cabeza pasaron de golpe mil escenarios catastróficos.

—¡El tonto de Nils está quemando hormigas con una lupa![2]

Lilly colgó precipitadamente y yo respiré hondo; no había pasado nada malo.

Pensé con melancolía en la pequeña, y tuve clara una cosa: esa noche no podía haber ningún «Daniel Kohn arrancavestidos de Versace».

Consideré si debía llamar a Alex para agradecerle que hubiera organizado un cumpleaños tan divertido. Pero cuanto más lo consideraba, más claro tenía que volveríamos a discutir.

Costaba creer que una vez fuimos felices juntos. Alex y yo nos conocimos en el viaje por Europa que hice cuando aprobé la selectividad. Él viajaba con mochila, yo viajaba con mochila. A él le gustaba viajar por el mundo, yo lo hacía por mi amiga Nina. A él le gustaba Venecia, a mí me resultaba insoportable el bochorno veraniego, la peste de los canales y la plaga de mosquitos, de dimensiones francamente bíblicas.

En mi primera noche en Venecia, Nina hizo en la playa lo que mejor sabía hacer: volver locos a los italianos con sus angelicales rizos rubios. Yo, en cambio, me dedicaba a matar mosquitos a destajo y a preguntarme cómo se puede ser tan tonto para construir media ciudad en el agua. Mientras tanto, mantenía a distancia a los italianos impregnados de hormonas que Nina cazaba para mí. Uno de ellos se llamaba Salvatore. Sólo llevaba abrochados los dos botones inferiores de su camisa blanca, olía a masaje de afeitar barato y se tomaba mis «¡No, no!» como una invitación a meterme mano por debajo de la blusa. Me defendí con una bofetada y un Stronzo! No sabía qué significaba la palabra, sólo se la había oído decir a un gondolero que renegaba, pero hizo que Salvatore se pusiera increíblemente furioso. Me amenazó con golpearme si no cerraba la boca.

No dije nada más.

Me metió mano por debajo de la blusa. Me subió una oleada de pánico y asco. Pero no podía hacer nada. Estaba como paralizada de miedo.

Justo cuando iba a ponerme la mano en un pecho, Alex lo detuvo. Surgió de la nada. Como un caballero en un cuento de amor, en los que yo no creía gracias a mi padre. Salvatore se le encaró con una navaja. Dijo algún disparate en italiano y, aunque no entendí ni una palabra, la cantinela estaba clara: si Alex no se largaba de inmediato, se convertiría en la estrella de su propia versión de Amenaza en la sombra. Alex, que había practicado el jujitsu durante años, le quitó la navaja de la mano de una patada, con tanta fuerza que Salvatore decidió irse con el rabo entre las piernas, en el sentido literal de la palabra. Mientras Nina pasaba la noche perdiendo la virginidad, Alex y yo estuvimos sentados a orillas de la laguna, hablando y hablando. Nos gustaban las mismas películas (Con faldas y a lo loco, Agárralo como puedas, La guerra de las galaxias), nos gustaban las mismas lecturas (El señor de los anillos, los cuentos de El pequeño rey y las tiras de Calvin y Hobbes) y odiábamos las mismas cosas (profesores).

Cuando el sol volvió a salir en Venecia le dije: «Creo que somos almas gemelas». Y Alex contestó: «Yo no lo creo, lo sé».

¡Cuánto nos equivocábamos!

Volví a guardar el móvil en el bolso y, de repente, me sentí sola en la blanda cama de mi habitación en un hotel de lujo. Terriblemente sola. Tenía que ser mi gran día, pero Alex no lo compartía conmigo. Y yo no quería llamarlo.

Lo tenía definitivamente claro: ya no nos queríamos. Ni siquiera un poco.

Y ese instante ocupó el puesto número tres de los peores momentos del día.