Dentro del castillo de Dunsinane. — MACBETH, SEITON, SOLDADOS, tambores, banderas & c.
MACBETH:
Enarbolad al muro las banderas;
el grito militar será «ya vienen».
¿Los traidores acaso fuerza tienen
para un asedio tal? En torno moren
hasta que pestes y hambres los devoren.
Si auxilio no les dieran los malvados,
los cobardes pasados,
yo audazmente en el campo los buscara
y sus filas rompiera cara a cara.
(Suenan dentro gritos de mujeres).
¿Quién grita? ¿quién se queja?
SEITON:
Son mujeres
que claman de temor… (Sale).
MACBETH:
Casi se me ha olvidado ya el sabor
de suspiros y lágrimas. Fue un tiempo
en que yertos quedaban mis sentidos
al escuchar nocturnos alaridos;
y erizábame el pelo la pavura
de cualesquiera lúgubre lectura;
pero me harté de horror en mis banquetes;
la misma execración no me amedrenta
que en mi dañado pecho se alimenta.
¿Quién gritaba?
SEITON:
Señor, la reina ha muerto.
MACBETH:
Tránsito prematuro;
murió muerte temprana…
Mañana… ¡Sí! ¿Tal vez ese mañana
no se arrastra con paso imperceptible
y se encarna en el hoy de cada día?
Las horas le abren vía
hasta los lindes últimos del tiempo;
todos nuestros ayeres alumbraban
mientras raudos pasaban
con su luz moribunda,
por el sendero de la huesa inmunda.
¡Afuera, luz umbría,
afuera! Huye de mí, breve bujía;
que es la vida no más sombra ambulante;
infelice histrion[72], que corto instante
se agita y mueve con fugaz ingenio,
en fingido proscenio;
y no queda dél luego ni memoria:
o estrepitosa historia
por un idiota con calor contada,
entre gestos y voces inclementes;
hasta que al fin descubren los oyentes
que la conseja[73] no les cuenta nada.