23. EL PUENTE A LAS ESTRELLAS

Así que Lyra hubo perdido de vista a Iorek Byrnison notó que la invadía una gran debilidad y, sintiéndose enfebrecida, buscó a Pantalaimon.

—¡Oh, querido Pan, me siento incapaz de seguir! Estoy muy asustada… siento un cansancio terrible… ¡Cuánto falta! Tengo un miedo que me muero. ¡Ojalá que fuera otra persona la que tuviera que recorrer ese camino y no yo! ¡Te lo digo en serio!

Pero su daimonion, convertido en gato, le acarició el cuello con el hocico, cálido y reconfortante.

—No sé cómo lo conseguiremos —sollozó Lyra—. ¡Es demasiado para nosotros, Pan, de veras que no podemos…!

Lyra estaba agarrada ciegamente a Pantalaimon, su cuerpo se balanceaba hacia delante y hacia atrás mientras sus sollozos resonaban terriblemente a través de aquella desolación cubierta de nieve.

—Y aunque… la señora Coulter hubiera apresado primero a Roger no habría habido forma de salvarlo, porque lo habría llevado a Bolvangar… o algo peor, y a mí me habrían matado por venganza… ¿Por qué hacen estas cosas a los niños, Pan? ¿Tanto odian a los niños para despedazarlos de esa manera? ¿Por qué lo hacen?

Pero Pantalaimon no tenía una respuesta para aquella pregunta y lo único que pudo hacer fue abrazarla muy fuerte. Poco a poco, a medida que fue aminorando el acceso de miedo, Lyra fue recuperándose. Ella era Lyra y, aunque helada y asustada en todos los aspectos, no por eso dejaba de ser ella misma.

—Me gustaría… —dijo Lyra y se calló.

No se conseguía nada con sólo buenos deseos. Hizo una profunda inspiración final y ya se sintió en condiciones de seguir adelante.

La luna ya se había escondido y por la parte sur el cielo estaba profundamente oscuro, aunque los billones de estrellas que lucían en él brillaban como diamantes prendidos en terciopelo. Sin embargo, quedaban eclipsados por la Aurora, cien veces eclipsados por la Aurora. Lyra no la había visto nunca tan esplendorosa ni espectacular. Cada estremecimiento, cada temblor hacía oscilar en el cielo nuevos milagros de luz. Y detrás de aquel tul luminoso constantemente cambiante estaba el otro mundo, aquella ciudad iluminada por el sol, tan precisa y tan definida.

Cuanto más subían, más se extendía a sus pies aquella tierra desolada. Hacia el norte se prolongaba el mar helado, en el que se plegaban de cuando en cuando cadenas formadas por dos capas de hielo que se presionaban y juntaban, pero por lo demás plano, blanco e interminable, prolongándose hasta el mismo polo y más lejos aún, sin ningún rasgo destacable, sin vida, sin color, una desolación tal que superaba la imaginación de Lyra. Por la parte este y oeste había otras montañas, grandes picos dentados que apuntaban hacia arriba, declives recubiertos de una gruesa capa de nieve, barridos por un viento que los aguzaba como el filo de una cimitarra. Por la parte sur se extendía el camino a través del cual habían venido. Lyra miraba con nostalgia hacia atrás para ver si distinguía a su querido amigo Iorek Byrnison y a sus soldados. Sin embargo, no había nada que se moviera en la amplia llanura. Ni siquiera estaba segura de distinguir los restos quemados del zepelín ni la nieve manchada de color carmesí en torno a los cadáveres de los guerreros.

Pantalaimon se elevó en el aire y después se posó en su muñeca en forma de búho.

—¡Están al otro lado mismo del pico! —dijo a Lyra—. Lord Asriel ha sacado todos sus instrumentos y Roger no puede escapar…

Y al decir esto, la Aurora se estremeció y oscureció igual que una bombilla ambárica que estuviera agotándose hasta que se apagó del todo. Pese a ello, sumida en la oscuridad, Lyra notaba la presencia del Polvo, como si el aire estuviera lleno de aviesas intenciones, semejantes a formas de pensamientos aún no nacidos.

En medio de la envolvente oscuridad oyó el grito de un niño:

—¡Lyra! ¡Lyra!

—¡Ya voy! —le respondió ella, retrocediendo a trompicones, trepando, tumbándose en el suelo, porfiando hasta el límite de sus fuerzas, aunque levantándose siempre y avanzando a través de una nieve de fulgores fantasmales.

—¡Lyra! ¡Lyra!

—Ya casi estoy allí —consiguió decir, jadeante—. ¡Casi estoy a tu lado, Roger!

Pantalaimon estaba tan agitado que no paraba un momento de transformarse: león, armiño, águila, gato montés, liebre, salamandra, lechuza, leopardo… todas las formas que había adoptado en su vida, un caleidoscopio de formas entre el Polvo…

—¡Lyra!

Al llegar a la cumbre, Lyra vio lo que ocurría.

A cincuenta metros de distancia, iluminado por la luz de las estrellas, lord Asriel estaba retorciendo los cabos de dos cables unidos a su trineo volcado boca abajo, sobre el cual había todo un conjunto de baterías, tarros y aparatos que ya estaban empezando a helarse y a cubrirse de cristales de hielo. Iba cubierto de gruesas pieles y su rostro se iluminaba con el fulgor de una lámpara de nafta. A su lado, agazapado como la Esfinge, estaba su daimonion, con su hermoso pelaje moteado y lustroso, rebosante de poder y agitando perezosamente la cola sobre la nieve.

Tenía en la boca el daimonion de Roger.

Aquel pequeño ser luchaba, se agitaba y se debatía, tan pronto pájaro como perro, gato, rata, pájaro otra vez y siempre, a cada momento, llamando a Roger, que estaba a pocos metros de él y que porfiaba por desasirse de aquella mordedura que le llegaba al corazón al tiempo que sollozaba a causa del dolor y del frío. Llamaba a su daimonion por su nombre y también llamaba a Lyra. Fue corriendo hasta donde estaba lord Asriel y le tiró del brazo, pero lord Asriel lo apartó de un manotazo. Volvió a intentarlo, llorando, suplicando, pero lord Asriel no le hizo el menor caso como no fuera para darle un golpe que lo dejó abatido en el suelo.

Estaban en el borde de un desfiladero, más allá del cual sólo se extendía una enorme e ilimitada oscuridad. Se encontraban a más de trescientos metros por encima del mar helado.

Lyra veía todo esto merced a la luz de las estrellas pero, así que lord Asriel consiguió establecer la conexión de los cables, la Aurora recuperó de pronto todo el brillo de su luz, como el largo dedo de fuerza cegadora que actúa entre dos terminales, salvo que éste tenía mil quinientos kilómetros de altura y ciento cincuenta mil kilómetros de longitud. Era penetrante, altísimo, ondulante, resplandeciente, una catarata de gloria.

Lord Asriel lo controlaba todo…

O quizá sacaba de allí la energía, puesto que uno de los cables salía de un enorme carrete del trineo, mientras que otro subía hacia lo alto para dirigirse al cielo. Salido de las tinieblas llegó volando un cuervo, y Lyra reconoció en él al daimonion de una bruja. Una bruja ayudaba a lord Asriel y era ella quien había conectado aquel cable a las alturas.

La Aurora volvía a resplandecer.

Lord Asriel le hizo una seña a Roger. El niño, sintiéndose incapaz de resistir, se acercó a él, moviendo la cabeza, implorando, llorando, pero yendo hacia él a pesar de todo.

—¡No! —le gritó Lyra—. ¡Huye!

Al mismo tiempo se lanzó cuesta abajo en dirección a Roger.

Pantalaimon saltó sobre el irbis y arrebató al daimonion de Roger de sus mandíbulas. Un momento después, el irbis se abalanzó sobre los dos jóvenes daimonions, que se volvieron y batallaron con la gran bestia moteada.

El irbis a derecha e izquierda con zarpas finas como agujas y su rugido ahogó incluso los gritos de Lyra. Los dos niños también lo atacaron o se limitaron a luchar con las formas que entreveían en el aire enrarecido, oscuras intenciones que se materializaban, densas y en tropel, por las corrientes del Polvo…

Entretanto la Aurora oscilaba en lo alto, mientras su continuo y vacilante parpadeo revelaba tan pronto un edificio como un lago o una hilera de palmeras, todo tan próximo que uno llegaba a pensar que podía ir de un mundo a otro con sólo dar un paso.

Lyra dio un salto y cogió la mano de Roger.

Tiró con fuerza y, apartándose de lord Asriel, echaron a correr cogidos de la mano, aunque Roger gritó y se retorció, porque el leopardo había vuelto a apresar a su daimonion. Como Lyra conocía aquel convulsivo dolor que oprimía el corazón, intentó detenerse… Pero no lo consiguieron.

Debajo de ellos, el promontorio había comenzado a deslizarse.

Era un bancal de nieve que descendía inexorablemente…

El mar helado estaba trescientos metros más abajo…

—¡Lyra!

Palpitaciones…

Manos que se agarran con fuerza…

Y en lo más alto, la mayor de las maravillas.

La bóveda del cielo, tachonada de estrellas, profunda, parecía de pronto atravesada por una lanza.

Un haz de luz, un chorro de energía pura, disparado cual una flecha por un gran arco, salió proyectado hacia arriba. Los lienzos de luz y color que formaban la Aurora se escindieron y, desde un extremo al otro del universo, hubo una especie de enorme desgarrón, un estruendo como de magullamiento, un crujido que demostraba que allí en el espacio había tierra seca…

¡La luz del sol! La luz del sol resplandecía en la pelambre de un mono dorado…

La caída del bancal de nieve se había interrumpido, tal vez un saliente invisible había parado su descenso. Lyra pudo ver, por encima de la nieve pisoteada de la cima, al mono dorado saltando hacia el irbis y se dio cuenta de que a los dos daimonions, cautos pero también poderosos, se les erizaban los pelos. El mono tenía el rabo enhiesto, pero el irbis se balanceaba con fuerza de un lado a otro. Después el mono avanzó con prudencia una pata, el irbis bajó la cabeza con grácil y sensual reconocimiento y se tocaron…

Cuando Lyra apartó la vista de ellos, descubrió que la señora Coulter estaba allí de pie, entre los brazos de lord Asriel. La luz evolucionaba alrededor de ellos en forma de chispas y de rayos de intensa fuerza ambárica. Lyra, indefensa, no podía hacer otra cosa que imaginar lo que había ocurrido: la señora Coulter debía de haber cruzado aquel precipicio y la había seguido hasta allí…

¡Ahora sus padres estaban juntos! Y además, se abrazaban apasionadamente, algo que no habría podido soñar siquiera.

Lyra permanecía con los ojos muy abiertos y, en sus brazos, descansaba el cuerpo de Roger, inmóvil y tranquilo. Oyó que sus padres hablaban y que su madre decía:

—No lo permitirán…

Y que su padre respondía:

—¿Que no lo permitirán? Nosotros hemos ido más allá de lo permitido, como niños. He hecho posible que todo aquel que quiera pueda atravesarlo.

—¡Lo impedirán! ¡Lo clausurarán y excomulgarán a cualquiera que lo intente!

—Son demasiados los que querrán intentarlo. No podrán impedírselo a todos. Esto significa el final de la Iglesia, Marisa, el final del Magisterio, el final de tantos siglos de oscurantismo. Mira aquella luz de allí arriba, es el sol de otro mundo. ¿No notas el calor en tu piel?

—Son más fuertes que nadie, Asriel. Tú no sabes…

—¿Que no sé? ¿Yo? Nadie sabe mejor que yo lo fuerte que es la Iglesia. Pero no es lo bastante fuerte para eso. De todos modos, el Polvo lo cambiará todo. No vamos a detenernos aquí.

—¿Eso es lo que quieres? ¿Que nos ahoguemos todos, que nos muramos en el pecado y la oscuridad?

—¡Quiero escapar, Marisa! Y ya lo he hecho. Mira, mira esas palmeras que se agitan junto a la orilla. ¿No notas el viento? ¡Viene de otro mundo! Que disfruten de él tus cabellos, tu rostro…

Lord Asriel retiró de la cabeza de la señora Coulter la capucha que la cubría y volvió su cabeza hacia el cielo mientras le peinaba los cabellos con los dedos. Lyra los observaba conteniendo la respiración, sin atreverse a mover un músculo.

La mujer se aferró a lord Asriel como si sintiera vértigo y sacudió la cabeza angustiada.

—No… no… están a punto de llegar, Asriel… saben hasta dónde he llegado yo…

—Entonces vente conmigo, vayámonos de este mundo.

—No me atrevo…

—¿Cómo? ¿Que no te atreves? Tu hija vendría, tu hija es capaz de cualquier cosa, se avergonzaría de su madre.

—Entonces vete con ella y que os vaya bien. Es más tuya que mía, Asriel.

—No es verdad. Tú la llevaste dentro de ti, tú quisiste moldearla, tú entonces la querías.

—Pero era demasiado tosca, excesivamente testaruda. La dejé abandonada durante demasiado tiempo… ¿Dónde está ahora? Yo le seguía los pasos…

—¿Todavía la quieres? Has querido retenerla dos veces y se te ha escapado las dos veces. Yo, en su lugar, huiría corriendo y no pararía un momento de correr. Antes eso que darte una tercera oportunidad.

Las manos de él, que seguían aferrando su cabeza, se tensaron de pronto y la atrajeron para darle un beso apasionado. A Lyra le pareció que en aquel acto había más crueldad que amor y, al mirar a sus respectivos daimonions, lo que vio le pareció extraño: el irbis estaba tenso, acurrucado y con las zarpas hundidas en la carne del mono dorado, mientras el mono parecía distendido, feliz, como si se hubiera desmayado sobre la nieve.

La señora Coulter retrocedió orgullosamente, dio la impresión de que rechazaba el beso y dijo:

—No, Asriel… mi sitio está en este mundo, no en el otro…

—¡Vente conmigo! —le dijo él en tono perentorio y apremiante—. ¡Ven y trabaja conmigo!

—Tú y yo no podríamos trabajar juntos.

—¿No? Tú y yo podríamos desmontar el universo, dejarlo reducido a piezas y volverlo a montar de nuevo, Marisa. Podríamos encontrar la fuente del Polvo y sofocarla para siempre. Y a ti te gustaría participar en esta gran obra, no me mientas. Miente sobre lo que quieras, miente sobre la Junta de Oblación, miente sobre tus amantes… sí, estoy enterado de lo de Boreal y me importa un bledo… miente sobre la Iglesia, miente incluso sobre nuestra hija, pero no me mientas sobre lo que quieres de verdad…

Sus bocas se unieron con poderosa avidez. Sus daimonions entretanto jugaban a placer; el irbis se revolvió sobre el lomo y el mono hundió sus zarpas en el suave pelo de su cuello y el irbis profirió un profundo rugido de placer.

—Si no voy contigo, procurarás destruirme —dijo la señora Coulter, tratando de apartarse.

—¿Y por qué voy a destruirte? —respondió él con una carcajada, mientras la luz del otro mundo ya resplandecía en torno a su cabeza—. Ven conmigo, trabaja conmigo y yo me ocuparé de ti tanto si vives como si mueres. Si te quedas aquí, dejarás en seguida de interesarme. No te hagas ilusiones porque no pensaré en ti ni un solo momento. Quédate aquí y sigue haciendo maldades en este mundo o vente conmigo.

La señora Coulter titubeó un momento, cerró los ojos y se balanceó como si estuviera a punto de desmayarse, pero mantuvo el equilibrio y volvió a abrir los ojos. En ellos había una tristeza tan hermosa como infinita.

—No —respondió—, no.

Sus daimonions se habían vuelto a separar. Lord Asriel se agachó y hundió sus fuertes dedos en el espeso pelaje del irbis. Después se volvió y se alejó sin decir palabra. El mono dorado saltó en brazos de la señora Coulter al tiempo que profería leves aires de tristeza mientras contemplaba al irbis que se alejaba. El rostro de la señora Coulter se había convertido en una máscara de lágrimas. Lyra las vio brillar y se dio cuenta de que eran de verdad.

A continuación su madre dio media vuelta y unos silenciosos sollozos sacudieron su cuerpo; después bajó la ladera de la montaña hasta que Lyra la perdió de vista.

Lyra la observó fríamente y después levantó los ojos al cielo.

Jamás en la vida había visto una bóveda tan maravillosa.

Aquella ciudad suspendida en el espacio estaba tan vacía y silenciosa que parecía acabada de crear, como a la espera de que alguien la ocupase. O quizás estaba dormida, esperando que alguien la despertase. El sol de aquel mundo se proyectaba en éste, haciendo que las manos de Lyra parecieran doradas, derritiendo el hielo de la capucha de piel de lobo que llevaba Roger, haciendo que sus pálidas mejillas se hicieran transparentes, brillando en sus ojos abiertos y sin vista.

Lyra se sentía desgarrada por la angustia. Y también por la rabia. De haber podido, habría matado a su padre. Le habría arrancado el corazón en aquel mismo instante por lo que le había hecho a Roger. Y también por lo que le había hecho a ella. La había engañado. ¿Cómo se había atrevido a hacer tal cosa?

Seguía agarrada al cuerpo de Roger. Pantalaimon le decía algo, pero ella estaba que echaba chispas y no le prestó atención hasta que él hundió sus zarpas de gato montés en el dorso de su mano. Entonces, parpadeando, Lyra le preguntó:

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

—¡El Polvo! —respondió él.

—Pero ¿se puede saber de qué estás hablando?

—Del Polvo. Quiere encontrar la fuente de donde sale el Polvo y destruirla, ¿no es verdad?

—Eso ha dicho.

—También la Junta de Oblación y la Iglesia y Bolvangar y la señora Coulter y todos… todos quieren destruir el Polvo, ¿no es verdad?

—Sí… o por lo menos quieren impedir que afecte a las personas… ¿Por qué?

—Pues porque si ellos piensan que el Polvo es malo es porque debe de ser bueno.

Lyra no dijo nada. Notó una especie de hipo, que la excitación le hacía subir en el pecho. Pantalaimon prosiguió:

—Todos les hemos oído hablar del Polvo, pero les da mucho miedo. ¿Sabes una cosa? Nosotros creímos lo que nos decían, aunque veíamos que hacían algo reprobable, malo, erróneo… Creímos que el Polvo era malo porque ellos eran personas adultas y nos dijeron que así era. Pero ¿y si no fuera así? ¿Qué pasaría si…?

Lyra, sin aliento, acabó la frase:

—Sí. ¿Y si fuera bueno?

Lyra lo miró y vio sus verdes ojos de gato montés encendidos por el fuego de su propia excitación que sentía ella. Estaba como mareada, como si debajo de sus pies girara el mundo entero.

¿Y si el Polvo fuera algo bueno…? Si fuera una cosa que mereciera la pena buscar, poseer, apreciar…

—¡Pues entonces también nosotros tendríamos que buscarlo, Pan! —exclamó Lyra.

Pantalaimon no deseaba oír otra cosa.

—Podríamos encontrarlo antes que ella —prosiguió él— y…

La enormidad de aquella tarea los hizo callar. Lyra levantó los ojos al cielo encendido. Se dio cuenta entonces de lo pequeños que eran, ella y su daimonion, comparados con la majestad y la inmensidad del universo, así como de lo poco que sabían si lo comparaban con los profundos misterios que planeaban sobre ellos.

—Nosotros podríamos… —siguió insistiendo Pantalaimon—. Por algo hemos venido hasta aquí, ¿no te parece? Nosotros conseguiríamos hacerlo.

—Pero estaríamos solos. Iorek Byrnison no podría seguirnos ni ayudarnos. Ni tampoco Farder Coram ni Serafina Pekkala ni Lee Scoresby, ¡nadie!

—Tú y yo solos. ¡No importa! De todos modos, no estamos solos. No como…

Lyra sabía qué quería decir: no como Tony Makarios, no como aquellos desgraciados daimonions de Bolvangar, porque nosotros seguimos siendo un solo ser, los dos formamos una sola criatura.

—Y además tenemos el aletiómetro —dijo Lyra—. Sí, ahora me doy cuenta de cuál es el camino que debemos seguir Pan. Subiremos allá arriba y buscaremos el Polvo y, cuando lo encontremos, sabremos qué tenemos que hacer.

Seguía sosteniendo entre sus brazos el cuerpo de Roger, que depositó con sumo cuidado en el suelo.

—Y entonces lo haremos —concluyó.

Dio media vuelta. Detrás de ellos había dolor, muerte, miedo; delante estaba la duda, el peligro, insondables misterios. Pero no estaban solos. Así pues, Lyra y su daimonion se apartaron del mundo donde habían nacido, miraron hacia el sol y echaron a andar en dirección al cielo.