Un desconocido la despertó sacudiéndole el brazo y poco después, mientras Pantalaimon también se despertaba, daba un salto y profería un gruñido, reconoció a Thorold. Sostenía en la mano una lámpara de nafta, pero la mano le temblaba.
—Señorita… señorita… levántese en seguida. No sé qué hacer. No ha dejado ninguna orden. Me parece que se ha vuelto loco, señorita.
—¿Qué pasa? ¿Qué ha sucedido?
—Lord Asriel, señorita. Así que usted se acostó, le dio como una especie de delirio. En mi vida lo había visto tan desquiciado. Cogió toda una serie de instrumentos y aparatos, los cargó en un trineo, puso los arneses a los perros y desapareció. Pero es que se ha llevado al chico, señorita.
—¿A Roger? ¿Que se ha llevado a Roger?
—Me ha dicho que lo despertara y que lo vistiera y a mí ni me ha pasado por la cabeza discutir con él, aunque la verdad es que no lo he hecho en mi vida. El chico no dejaba de preguntar por usted, señorita, pero lord Asriel lo quería a él solo. ¿Recuerda cuando usted llegó la primera a la puerta, señorita? Él la vio a usted y no podía dar crédito a sus ojos, quería que usted se marchara.
La cabeza de Lyra había empezado a darle vueltas, era un torbellino de cansancio y de miedo que casi le impedía pensar, pese a lo cual dijo:
—¿Sí? ¿Sí?
—La razón es que necesitaba a un niño para terminar su experimento, señorita. Y lord Asriel tiene una manera muy suya de conseguir lo que quiere, sólo tiene que pedir una cosa y…
Ahora Lyra sentía un zumbido en la cabeza, como si en ella se hiciera presente la voluntad de borrar algo de su conciencia.
Había salido de la cama y buscaba su ropa cuando de pronto se desplomó y un grito rabioso de desesperación la envolvió toda. Fue ella quien lo profirió, pero es que era más fuerte que ella; era fruto de la desesperación. Recordaba las palabras de lord Asriel: La energía que une el cuerpo y el daimonion es inmensamente poderosa y para salvar la distancia entre los mundos se necesitaba una fenomenal explosión de energía…
Lyra acababa de darse cuenta de lo que había hecho.
Había hecho todo aquel viaje para llevar algo a lord Asriel creyendo saber lo que quería, pero no era el aletiómetro ni muchísimo menos, lo que quería era un niño.
Ella le había traído a Roger.
Por eso Lord Asriel, al verla, le había gritado:
—¡No te quería a ti!
Él quería a un niño cualquiera y el destino le había deparado a su propia hija. O por lo menos eso creyó al principio hasta que ella se hizo a un lado y apareció Roger.
¡Oh, qué amarga angustia! ¡Pensar que ella creía que había salvado a Roger y lo único que había hecho era esforzarse en actuar diligentemente para traicionarlo…!
Lyra sollozó convulsivamente, sentía una frenética emoción. ¡No, no era posible!
Thorold intentó consolarla, pero él ignoraba la razón de la desesperación de Lyra y lo único que podía hacer era darle unas cuantas palmaditas nerviosas en la espalda.
—Iorek… —dijo Lyra entre sollozos, apartando al criado a un lado—. ¿Dónde está Iorek Byrnison? ¿El oso? ¿Sigue ahí fuera?
El viejo se encogió de hombros sin saber qué responder.
—¡Ayúdame! —le imploró Lyra temblando a causa de la debilidad y del miedo—. Ayúdame a vestirme. Tengo que marcharme. ¡Ahora! ¡Rápido!
Thorold dejó la lámpara en el suelo e hizo lo que Lyra le pedía. Cuando aquella niña daba órdenes de aquella manera tan imperiosa se parecía mucho a su padre, aunque ella tenía la cara mojada de lágrimas y le temblaban los labios. Mientras Pantalaimon se movía de un lado a otro agitando el rabo y casi echando chispas por los pelos, Thorold se ocupó de procurar a Lyra sus pieles tiesas y hediondas y la ayudó a cubrirse con ellas. Así que se hubo abrochado todos los botones y subido todos los dobleces, se dirigió a la puerta y, apenas la había cruzado, sintió que el frío le atravesaba la garganta como una espada y congelaba inmediatamente las lágrimas que le rodaban por las mejillas.
—¡Iorek! —gritó—. ¡Iorek Byrnison! ¡Ven, te necesito!
Hubo una sacudida en la nieve, se oyó ruido de metal y al momento vio al oso. Había estado durmiendo tranquilamente bajo la nevada. A la luz que irradiaba la lámpara que Thorold sostenía junto a la ventana, Lyra distinguió aquella cabeza larga sin rostro, aquellos agujeros oscuros que tenía por ojos, el brillo del blanco pelaje bajo el metal rojo y negro y sintió que lo que deseaba era abrazarlo y encontrar algún consuelo en aquel casco de hierro y en aquella piel salpicada de hielo.
—¿Qué pasa? —preguntó Iorek.
—Tenemos que perseguir a lord Asriel. Se ha llevado a Roger y va a… ¡oh, no me atrevo ni a pensarlo! ¡Oh, Iorek, te lo pido por favor, ve rápido, cariño!
—¡Sube en seguida! —respondió Iorek mientras ella se montaba de un salto en su lomo.
No había necesidad de preguntar qué camino emprenderían porque era perfectamente visible el rastro del trineo en el patio y su continuación en la llanura, por lo que Iorek se dispuso en seguida a seguirlo. Lyra ya conocía tan bien los movimientos del oso que conservar el equilibrio montada en su lomo se había transformado en algo automático. Iorek corría a través de la espesa capa de nieve que cubría las rocas más deprisa que nunca, mientras las planchas de la coraza se desplazaban bajo el cuerpo de Lyra siguiendo un balanceo rítmico y regular.
Tras ellos los demás osos seguían su marcha con facilidad arrastrando los lanzallamas. El camino estaba iluminado, porque la luna se encontraba muy alta y la luz que irradiaba sobre aquel mundo de nieve era tan refulgente como cuando volaban en globo. Era un mundo de brillante plata y profunda negrura. El rastro del trineo de lord Asriel se dirigía recto hacia una cadena de colinas dentadas, de extrañas formas puntiagudas que se proyectaban hacia un cielo tan negro como el terciopelo que envolvía el aletiómetro. No se veía ningún indicio del trineo propiamente dicho. ¿O sería acaso aquel leve aleteo que se distinguía en el flanco del pico más alto? Lyra miró forzando la vista y Pantalaimon voló todo lo alto que pudo y oteó el paisaje con la mirada certera de un mochuelo.
—Sí —confirmó, posándose en la muñeca de Lyra un momento después—, es lord Asriel, está azotando furiosamente a los perros y lleva a un niño detrás…
Lyra notó que Iorek Byrnison variaba la marcha. Algo le había llamado la atención. Redujo la velocidad y levantó la cabeza para mirar a derecha e izquierda.
—¿Qué pasa? —preguntó Lyra.
No respondió nada, sólo se quedó escuchando atentamente, pese a que ella no oía nada. De pronto Lyra oyó algo, una especie de crujido misterioso y distante, algo así como un leve chasquido. Era un ruido que ya había oído en otra ocasión, el sonido de la Aurora. Como surgido de la nada, un velo radiante se había desplegado y colgaba, tembloroso, en el cielo boreal. Todos aquellos billones y trillones invisibles de partículas quizá cargadas de Polvo, pensó Lyra, conjuraron un deslumbrante fulgor en la atmósfera superior. Era el despliegue más brillante y extraordinario que Lyra había visto en su vida, como si la Aurora conociera el drama que se estaba desarrollando más abajo y quisiera iluminarlo con sus más impresionantes efectos.
Sin embargo, ninguno de los osos levantó los ojos hacia arriba, puesto que su atención estaba centrada en la tierra. Después de todo, no era la Aurora la que había captado la atención de Iorek. Éste en aquel momento estaba más quieto que un poste y Lyra se dejó resbalar por su espalda, sabiendo que los sentidos de Iorek debían estar plenamente centrados en el ambiente que lo rodeaba. Había algo que lo perturbaba.
Lyra miró a su alrededor, volvió la vista hacia la inmensa llanura que se extendía hasta la casa de lord Asriel, miró de nuevo las montañas desordenadamente dispuestas que habían cruzado anteriormente y no vio nada. La Aurora estaba adquiriendo mayor intensidad. Los primeros velos se agitaban y se corrieron a un lado, mientras las cortinas deshilachadas se plegaban y desplegaban más arriba, aumentando sus dimensiones y acentuando su brillo a cada minuto que pasaba; de uno a otro horizonte se tendían en forma de remolinos arcos y lazos, que llegaban hasta el mismo cenit con sus cintas de luz. Con más claridad que nunca, Lyra oyó el inmenso y cantarino siseo, el sonido sibilante de vastas fuerzas intangibles.
—¡Brujas! —gritó una voz de oso, mientras Lyra se volvía, alegre y aliviada.
Pero de pronto un poderoso hocico la derribó boca abajo y, sin aliento para respirar, sólo pudo jadear y estremecerse, ya que en el sitio donde estaba hacía un instante sólo había la pluma verde de una flecha, ya que la punta y el fuste de la misma habían quedado enterrados en la nieve.
¡Imposible!, apenas si logró decirse, pero era verdad, ya que otra flecha rebotó en la coraza de Iorek, situado a más altura que ella. No se trataba de las brujas de Serafina Pekkala, aquéllas pertenecían a otro clan. Eran una docena o más y formaron un círculo en lo alto, que se abalanzaba en picado hacia abajo al disparar y se remontaba de nuevo después. Lyra soltó todos los tacos que sabía.
Iorek Byrnison dio en seguida las órdenes oportunas. Era evidente que los osos tenían práctica en la lucha contra los brujas, puesto que formaron de inmediato una alineación defensiva y, con igual sigilo, las brujas se precipitaron al ataque. Sólo podían disparar con precisión a corta distancia y, para no desperdiciar flechas, se lanzaban en picado, disparaban cuando se encontraban en el punto más bajo del descenso e inmediatamente remontaban el vuelo. Sin embargo, cuando llegaban al punto más bajo y tenían las manos ocupadas con el arco y las flechas, se hacían vulnerables, por lo que los osos se proyectaban de un salto hacia arriba con las zarpas abiertas para arrastrarlas hacia abajo. Caía más de una, que era rápidamente liquidada.
Lyra se acurrucó junto a una roca, desde donde podía observar las evoluciones de las brujas. Pocas disparaban contra ella, pero lanzaban flechas por todas partes. Lyra de pronto, levantando los ojos al cielo, vio que el mayor contingente de brujas se quitaba rápidamente de en medio y emprendía la retirada.
Pero si la visión le produjo un gran alivio, la verdad es que no duró demasiado, ya que vio que, de aquella misma dirección en la que habían huido, llegaban muchas otras para unirse a ellas. Y, a media altura, acompañándolas, se distinguía un grupo de luces refulgentes al tiempo que, desde el otro lado de la extensa llanura de Svalbard, bajo la irradiación de la Aurora, se oía un sonido temible: el desapacible latido de un motor de gasolina. Llegaba el zepelín con la señora Coulter y sus soldados a bordo.
Iorek emitió una orden en forma de gruñido y los osos se pusieron inmediatamente en movimiento para constituir otra formación. En medio del misterioso parpadeo del firmamento Lyra pudo ver que preparaban sus lanzallamas. La avanzadilla del regimiento de brujas también los había descubierto, por lo que todas se lanzaron en bloque hacia abajo y arremetieron contra ellos con una lluvia de flechas, pero los osos confiaban en su coraza y se pusieron a trabajar para poner en pie el aparato: un largo brazo extendido hacia arriba en ángulo, un cuenco de un metro de anchura y un gran tanque de hierro envuelto en humo y vapor.
Lyra pudo contemplar cómo vomitaba una llamarada fulgurante y que un equipo de osos se entregaban a la acción práctica. Dos de ellos abatieron el largo brazo del lanzallamas, otro arrojó unas paletadas de fuego en el cuenco y, obedeciendo una orden, proyectaron el azufre llameante hacia lo alto de la oscuridad del cielo.
Las brujas estaban bajando sobre ellos en un grupo tan compacto que, tras el primer disparo, tres cayeron envueltas en llamas, pese a que no tardó en quedar claro que el verdadero objetivo era el zepelín. O bien el piloto no había visto nunca un ingenio como aquél o subvaloró su potencia, ya que voló directamente hacia los osos sin intentar remontar el vuelo ni desviarse en lo más mínimo hacia uno u otro lado.
Al poco rato se percataron de que el zepelín disponía también de un arma poderosa: un fusil-metralleta montado en la proa de la góndola. Lyra todavía no había oído los disparos cuando vio que de la coraza de algunos osos saltaban chispas y gritó, asustada.
—Están a salvo —dijo Iorek Byrnison—. Esas balas pequeñas no atraviesan la coraza.
El lanzallamas actuó de nuevo; esta vez toda una masa de azufre salió proyectada hacia arriba y alcanzó la góndola, para caer después en forma de cascada de fragmentos llameantes que se desparramaron por todos lados. El zepelín se ladeó hacia la izquierda y salió zumbando y describiendo un amplio arco antes de dirigirse hacia el grupo de osos que se movían activamente junto al aparato. Al aproximarse, el brazo del lanzallamas emitió un crujido al tiempo que se inclinaba hacia abajo, mientras el fusil-metralleta profería toses y escupitajos y dos osos se derrumbaban, acompañados de un gruñido sordo de Iorek Byrnison. Cuando la nave aérea estaba casi sobre sus cabezas uno de los osos emitió una orden, mientras el brazo accionado con un muelle volvía a disparar hacia arriba.
Esta vez el azufre chocó con el envoltorio de la bolsa de gas del zepelín. La rígida estructura tenía un recubrimiento de seda lubrificada que contenía hidrógeno y, pese a ser lo bastante resistente para soportar pequeños rasguños, un quintal de roca incandescente era excesivo para ella. Se desgarró pues la seda y, como resultado del accidente, el azufre y el hidrógeno se mezclaron y produjeron una catástrofe en llamas.
La seda se volvió transparente al momento y todo el esqueleto del zepelín se hizo visible, oscura su silueta al recortarse sobre un infierno de naranjas, rojos y amarillos, suspendido en el aire durante un período de tiempo que parecía interminable y derivando, renuente, hacia la tierra como si actuase en contra de su voluntad. Unas figuras pequeñas y negras destacaban sobre la nieve y el fuego, bamboleándose o escapando, mientras las brujas volaban hacia abajo para ayudarlas a huir de las llamas. No había transcurrido un minuto desde que el zepelín se hubo estrellado contra el suelo cuando ya se había convertido en una masa de metal retorcido, una cortina de humo, unos cuantos fragmentos de chatarra calcinada y de fuego humeante.
Sin embargo, los soldados que iban a bordo y también las demás personas (aunque Lyra todavía estaba demasiado lejos para distinguir a la señora Coulter, sabía que estaba allí) no perdieron más tiempo. Con la ayuda de las brujas, sacaron a rastras la ametralladora y, tras instalarla en el suelo, se dispusieron a luchar en serio desde aquel terreno.
—¡Adelante! —gritó Iorek—. Resistirán mucho tiempo.
Iorek profirió un rugido y un grupo de osos se destacó del grupo principal y atacó el flanco derecho de los tártaros. Lyra sentía el deseo de Iorek de estar entre ellos, aunque sus nervios la hacían desgañitarse todo el tiempo: «¡Adelante! ¡Adelante!» Tenía la cabeza poblada de imágenes de Roger y lord Asriel. Como Iorek Byrnison lo sabía, se apartó de la montaña y de la contienda y dejó a sus osos con la misión de hacer frente a los tártaros.
Siguieron trepando. Lyra forzaba la vista para intentar descubrir alguna cosa, pero ni siquiera los ojos de lechuza de Pantalaimon eran capaces de distinguir ningún movimiento en el flanco de la montaña por donde trepaban. Sin embargo, el rastro del trineo de lord Asriel era claro y Iorek lo seguía a toda velocidad, avanzando a través de la nieve y proyectándola tras ellos hacia arriba a medida que proseguían adelante. Lo que pudiera ocurrir detrás de ellos no era más que eso: algo que ocurría detrás, algo que Lyra había abandonado. Tenía hasta la sensación de dejar el mundo, hasta tal punto se sentía distante y empeñada, tal era la altura a la que subían, tan desconocida y misteriosa era la luz en la que estaban inmersos.
—Iorek —le espetó Lyra—, ¿encontrarás a Lee Scoresby?
—Vivo o muerto, daré con él.
—Y si ves a Serafina Pekkala…
—Le contaré lo que has hecho.
—Gracias, Iorek —respondió Lyra.
Estuvieron un buen rato sin decir palabra. Lyra sintió que entraba en un trance más allá del sueño y del despertar, algo así como un soñar consciente en el curso del cual se vio trasladada por los osos a una ciudad que estaba en las estrellas.
Ya iba a comentarle algo al respecto a Iorek Byrnison cuando éste redujo la marcha y acabó por detenerse.
—El rastro continúa —dijo Iorek Byrnison—, pero yo ya no puedo seguir.
Lyra bajó de un salto del lomo de Iorek, se quedó a su lado y observó a su alrededor. Estaba al borde de un desfiladero. Habría sido difícil decir si era una grieta del hielo o una fisura de la roca, aunque de todos modos la cosa tenía poca importancia, ya que se hundía en las profundidades de una insondable oscuridad.
El rastro dejado por el trineo de lord Asriel llegaba hasta el borde del precipicio… al otro lado había nieve compacta a la que se accedía a través de un puente.
Era evidente que dicho puente había sufrido los efectos del peso del trineo, ya que estaba recorrido por una grieta que llegaba al otro borde del precipicio, mientras que la superficie del lado más próximo a la grieta se había hundido algo más de un palmo. Aunque habría podido soportar el peso de un niño, es evidente que no hubiera resistido el de un oso acorazado.
El rastro que había dejado lord Asriel iba más allá del puente y continuaba montaña arriba. Si quería proseguir el camino, tendría que hacerlo por cuenta propia.
Lyra se volvió hacia Iorek Byrnison.
—Tengo que cruzar el puente —declaró Lyra—. Gracias por todo lo que me has ayudado. No sé qué ocurrirá cuando me encuentre con él. A lo mejor morimos todos, tanto si consigo llegar hasta él como en caso contrario. Pero, si vuelvo, iré a buscarte y te daré las gracias como te mereces, rey Iorek Byrnison.
Lyra posó una mano en la cabeza del oso y él se dejó hacer moviendo afirmativamente la cabeza con aire sumiso.
—Adiós, Lyra Lenguadeplata —le respondió.
Sintiendo unas dolorosas palpitaciones en el corazón rebosante de amor, Lyra dio media vuelta y puso la planta del pie en el puente. La nieve crujió debajo de ella, mientras Pantalaimon echaba a volar sobre el puente para ir a posarse al lado opuesto y alentarla desde allí a que lo cruzara. Lyra lo hizo paso a paso, preguntándose a cada momento si no sería mejor echar a correr en sentido opuesto y saltar hacia el lado de donde venía. O si no era mejor proceder lentamente hacia delante tal como hacía, procurando pisar el suelo con la mayor ligereza posible. Cuando se encontraba a medio camino, oyó un fuerte crujido de la nieve, notó que debajo de sus pies se desprendía un fragmento que se hundía en el abismo y advirtió que el puente cedía unos centímetros más en la grieta.
Se quedó absolutamente inmóvil. Pantalaimon, en forma de leopardo, se había agazapado pronto a saltar y a ir a por ella.
El puente cedió. Dio otro paso, un paso más después y, finalmente, notó que algo se hundía bajo sus pies y, con todas sus fuerzas, saltó al lado opuesto. Aterrizó boca abajo en la nieve justo en el momento en que toda la longitud del puente se hundía en el abismo dejando detrás un suave rumor de agua.
Pantalaimon tenía hundidas las zarpas en las pieles que cubrían a Lyra y estaba fuertemente agarrado a ellas.
Pasado un minuto Lyra abrió los ojos y, a rastras, se alejó del borde del precipicio. No había forma de retroceder. Se incorporó y levantó la mano hacia el oso, que la estaba observando. Iorek Byrnison le devolvió el saludo poniéndose de pie sobre sus patas traseras después dio media vuelta y se precipitó montaña abajo en rápida carrera para prestar auxilio a sus súbditos, enzarzados en una batalla con la señora Coulter y los soldados del zepelín.
Lyra estaba sola.