Los osos llevaron a Lyra a un barranco que se abría entre peñascales, un lugar donde la niebla era aún más espesa que en la costa. Los gritos de los espectros de los acantilados y el fragor de las olas iban perdiendo intensidad a medida que iban escalándolos hasta que lo único que se oyó fue el chillido incesante de los pájaros marinos. Trepaban en silencio por las rocas en medio de la ventisca y, aunque Lyra escrutaba con ojos muy abiertos el gris que todo lo envolvía y forzaba sus oídos por si alcanzaba a recibir señales de sus amigos, posiblemente era el único ser humano que estaba en Svalbard y a lo mejor hasta el propio Iorek había muerto.
El oso-sargento no dijo esta boca es mía hasta que se encontraron en terreno llano, momento en que se detuvieron. Por el sonido de las olas, Lyra juzgó que habían llegado a lo alto de los acantilados; no se atrevía a huir corriendo por miedo a caer por el barranco.
—¡Mira arriba! —le ordenó el oso justo cuando un soplo de brisa apartaba a un lado la pesada cortina de niebla.
En cualquier caso, la luz era escasa, pese a lo cual Lyra forzó la vista y se dio cuenta de que estaba delante de un gran edificio de piedra. Era como mínimo tan alto como la parte más alta del Jordan College, aunque mucho más macizo y totalmente cubierto de relieves que representaban escenas de guerra, osos victoriosos y skraelings en el momento de rendirse, tártaros encadenados sometidos a trabajos forzados en las minas de fuego, zepelines volando desde todos los rincones del mundo, cargados de regalos y tributos para el rey de los osos, Iofur Raknison.
Por lo menos ésa fue la explicación que el oso-sargento le dio acerca de los relieves. Ella la tomó por buena, ya que todas las salientes de la fachada cubierta de relieves estaban ocupadas por alcatraces y gaviotas que no cesaban un momento de graznar, chillar y volar en círculo sobre sus cabezas y con cuyas deyecciones habían formado una gruesa capa de porquería blancuzca sobre el edificio.
Los osos, sin embargo, parecían ignorar aquella inmundicia y se abrieron camino a través del monumental arco que se tendía sobre el terreno helado, sembrado de residuos dejados por los pájaros. Había un patio, escalinatas y puertas, lugares donde osos acorazados paraban a los recién llegados obligándoles a dar el santo y seña. Llevaban una coraza resplandeciente y bruñida y todos lucían plumas en el casco. Lyra no podía evitar la comparación con Iorek Byrnison de todos los osos que encontraba, siempre con ventaja para él. Iorek era más fuerte y más agraciado y su coraza era una coraza de verdad, de color de óxido, con manchas de sangre y mellada por el combate, no elegante como la mayoría de las que veía ahora, adornadas con esmaltes y otros ornamentos.
A medida que iban adentrándose en el edificio, aumentaba la temperatura y otra cosa: el hedor del palacio de Iofur era repugnante, un tufillo que era una mezcla de grasa rancia de foca, excrementos, sangre y desechos de todo tipo. Lyra se quitó la capucha porque sentía calor, pero no pudo evitar arrugar la nariz. Esperaba que los osos no supieran leer las expresiones humanas. A cada pocos metros encontraban repisas de hierro en las que había lámparas que funcionaban con grasa de ballena y a Lyra no siempre le resultaba fácil ver dónde pisaba.
Por fin se detuvieron ante de una pesada puerta de hierro. El oso que montaba la guardia ante ella corrió un macizo cerrojo y repentinamente el sargento golpeó a Lyra con la cabeza para empujarla a través de la entrada. Antes de que le diera tiempo a devolver golpe por golpe oyó que corrían de nuevo el cerrojo detrás de ella.
Era un lugar profundamente oscuro, pero Pantalaimon se convirtió en luciérnaga y proyectó un tenue resplandor a su alrededor. Estaban en una celda exigua cuyos muros rezumaban humedad y donde disponían de un banco de piedra como único mueble. En el rincón más apartado había un montón de trapos que Lyra adoptó como yacija. No vio otra cosa.
Lyra se sentó con Pantalaimon posado en su hombro y lo primero que hizo fue palparse las ropas para comprobar si tenía el aletiómetro.
—Ha sufrido muchos achuchones, Pan —murmuró—, espero que todavía funcione.
Pantalaimon se trasladó volando a su muñeca y se posó en ella, fulgurante, mientras Lyra se iba tranquilizando. Una parte de ella juzgaba extraño poder estar allí sentada, corriendo terribles peligros y, pese a todo, con la calma necesaria para leer el aletiómetro. Sin embargo, aquel artilugio había pasado a ser un elemento tan integrante de su persona que las preguntas más complicadas se descomponían en los símbolos que las constituían de la misma manera natural que sus músculos movían sus miembros. Ahora apenas tenía que pensar.
Hizo girar las manecillas y pensó la pregunta:
—¿Dónde está Iorek?
La respuesta surgió en seguida:
—A un día de distancia, transportado por el globo después de tu caída, pero se acerca rápidamente hacia aquí.
—¿Y Roger?
—Con Iorek.
—¿Qué hará Iorek?
—Su intención es introducirse en el palacio para rescatarte, pese a todas las dificultades.
Dejó el aletiómetro, todavía más angustiada que antes.
—Se lo impedirán, ¿no te parece? —preguntó Lyra—. Son demasiados para él. Me gustaría ser una bruja, Pan, así tú podrías salir y buscarlo, llevarle misivas y establecer un plan apropiado…
En aquel momento se llevó el susto más grande de su vida.
A pocos pasos de distancia oyó la voz de un hombre que salía de la oscuridad y le decía:
—¿Quién eres?
Dio un salto acompañado de un grito de alarma, Pantalaimon se convirtió al momento en murciélago y comenzó a chillar y a volar alrededor de su cabeza mientras ella se arrimaba contra la pared.
—¡Eh! ¡Eh! —insistió el hombre—. ¿Y éste quién es? ¡Habla! ¡Habla!
—Conviértete otra vez en luciérnaga, Pan —indicó Lyra con voz trémula—, pero no te acerques demasiado.
Aquel punto vacilante de luz bailó a través del aire y parpadeó en torno a la cabeza de quien había hablado. Después de todo, no era un montón de andrajos, sino un hombre de barba grisácea encadenado al muro cuyos ojos centelleaban ante el fulgor que emitía Pantalaimon y cuya descuidada cabellera le caía sobre la espalda. Su daimonion, una serpiente de aspecto cansado, reposaba en su regazo y de vez en cuando hacía flamear su lengua bífida cuando veía a Pantalaimon volando por los alrededores.
—¿Cómo se llama usted? —le preguntó Lyra.
—Jotham Santelia —replicó él—. Soy profesor regio de cosmología de la universidad de Gloucester. ¿Y tú, quién eres?
—Lyra Belacqua. ¿Y a usted por qué le tienen encerrado?
—Por malevolencia y envidia… ¿Tú de dónde vienes?
—Del Jordan College —respondió Lyra.
—¿Cómo? ¿De Oxford?
—Sí.
—¿Sigue allí aquel bergante de Trelawney?
—¿El profesor Palmerian? Sí, claro —respondió ella.
—¿Conque sí, eh? ¡Vaya! Hace mucho tiempo que habrían debido obligarlo a dimitir. ¡Menudo plagiario embustero! ¡El mayor fanfarrón que he visto en mi vida!
Lyra profirió un sonido que no significaba ni fu ni fa.
—¿Ya ha publicado su trabajo sobre los fotones de los rayos gama? —preguntó el profesor, acercando la cara a Lyra.
Ésta retrocedió.
—Pues no lo sé —respondió, para después, como corrigiéndose por puro hábito, proseguir diciendo—: no, ahora que me acuerdo, le oí decir que tenía que comprobar algunas cifras. Y… también dijo que quería escribir acerca del Polvo. Sí, eso dijo.
—¡Vaya bribón! ¡Menudo ladrón! ¿Será tunante? ¡Un pillo es lo que es! —gritó el hombre con tal violencia que Lyra temió que le diera un ataque.
Su daimonion bajó deslizándose letárgicamente de su regazo mientras el profesor se golpeaba las espinillas con los puños y unos regueros de saliva le resbalaban de la boca.
—Sí —afirmó Lyra—, siempre he pensado que era un ladrón, un tunante y todo eso que usted dice.
Si era inverosímil que de pronto apareciese en su celda una niña zarrapastrosa que resultaba conocer al hombre en quien se concentraban todas sus obsesiones, el regio profesor no demostró advertirlo. Estaba loco, el pobre, y la verdad es que no resultaba nada extraño, pero por otra parte quizá disponía de datos que podían ser útiles para Lyra.
Se sentó cautelosamente junto a él, no al alcance de su mano, aunque sí lo bastante cerca para que Pantalaimon lo iluminase con su tenue luz.
—Una de las cosas de las que solía alardear el profesor Trelawney era de lo bien que conocía al rey de los osos —comenzó Lyra.
—¡Alardear! ¡Vaya, vaya! ¡No me extraña que alardee! ¡No hace más que farolear! ¡Y además, es un pirata! No se le puede atribuir ninguna investigación original. Todo lo suyo proviene de otros mejores que él.
—Sí, en eso lleva usted razón —confirmó Lyra, muy seria—. Y cuando dice algo de su cosecha, mete siempre la pata.
—¡Sí, sí, en efecto! No tiene talento ni imaginación, un fantasmón de pies a cabeza.
—Estoy segura, por ejemplo —añadió Lyra—, de que usted sabe más de osos que él.
—¿De osos? —respondió el viejo—. ¡Ja, ja! Yo podría escribir un tratado sobre osos. Por eso me encerraron, ¿entiendes?
—¿Cómo fue?
—Sé demasiadas cosas acerca de los osos y por eso no se atreven a quitarme de en medio. No se atreven a eliminarme, por mucho que quieran. Yo sé cosas, ¿comprendes? Y tengo amigos, sí, tengo amigos poderosos.
—Sí, claro —exclamó Lyra—, y estoy segura de que es usted un profesor maravilloso —prosiguió—. Por algo tiene los conocimientos y la experiencia que tiene.
De las profundidades de su locura saltó una chispa de sentido común y el hombre la miró intensamente, como si vislumbrara la sombra de un sarcasmo en su observación. Pero Lyra se había pasado la vida entre profesores desconfiados y chiflados y lo miraba con una admiración tan franca que el hombre se tragó lo que había dicho.
—¡Profesor, sí, profesor…! —repitió el hombre—. Sí, yo podría enseñar. Como me den el alumno adecuado, puedo hacer prender una chispa en su cerebro.
—Por eso no pueden perderse sus conocimientos —prosiguió Lyra en tono alentador—, deben pasar a los demás a fin de que perdure su recuerdo.
—Sí —confirmó el hombre con un movimiento afirmativo de la cabeza—. En esto demuestras poseer unas grandes dotes de percepción, niña. ¿Cómo te llamas?
—Lyra —le repitió—. ¿Y usted no podría instruirme en relación con los osos?
—Los osos… —comenzó el hombre en tono dubitativo.
—Me gustaría saber de cosmología, del Polvo y de todas estas cosas, pero no tengo la inteligencia suficiente para comprenderlas. Lo que usted necesita son discípulos inteligentes de verdad. De todos modos, podría enseñarme algo sobre los osos. Algunas cosas por lo menos, ya que no todas. Y a lo mejor hasta podríamos hacer prácticas y trabajar con el Polvo.
El hombre volvió a asentir con un gesto.
—Sí —respondió—, creo que tienes razón. Hay una correspondencia entre el microcosmos y el macrocosmos. Las estrellas están vivas, niña. ¿Lo sabías? Todo lo exterior está vivo y existen grandes proyectos. En el universo todo son proyectos, ¿no lo sabías? Todo lo que ocurre obedece a una finalidad. Y seguro que tu finalidad es recordármelo. ¡Bien, bien! Estaba tan desesperado que lo había olvidado todo. ¡Bien! ¡Excelente, niña mía!
—¿O sea que usted ha visto al rey? ¿A Iofur Raknison?
—Sí, claro. Yo vine aquí porque él me invitó, ¿sabes? Él quería fundar una universidad y pensaba nombrarme vicecanciller. ¡Eso sí que hubiera sido darle en las narices al Real Instituto Ártico!, ¿no te parece? Y también al tunante de Trelawney. ¡Ja, ja!
—¿Y qué pasó?
—Pues que hubo hombres insignificantes que me traicionaron. Entre ellos, Trelawney, por supuesto. Trelawney estuvo aquí, en Svalbard. Y el hombrecillo propagó mentiras y calumnias en relación con mis méritos. ¡Calumnias! ¡Libelos! ¿Quién descubrió la prueba final de la hipótesis Barnard-Stokes? ¿Quieres decírmelo? Sí, naturalmente, fue Santelia. Esto Trelawney no lo podía aceptar y por eso mintió a boca llena. Y ahora Iofur Raknison me tiene aquí encerrado. Pero un día saldré, ya lo verás. Y entonces seré vicecanciller, ¡pues no faltaría más! Ya me gustará ver entonces a Trelawney pidiéndome perdón. ¡Que venga el Real Instituto Ártico a pisarme mis investigaciones! ¡Ja, ja! ¡Ya se enterarán de quién soy!
—Espero que Iorek Byrnison crea en usted cuando vuelva —añadió Lyra.
—¿Iorek Byrnison? A ése es inútil esperarlo, no volverá nunca más.
—Pues ya está viniendo.
—En ese caso lo matarán. Iorek no es un oso, sino un desterrado. Igual que yo. Yo también he sido degradado, ¿comprendes? Ha perdido todos los privilegios de un oso.
—Suponga, sin embargo, que Iorek Byrnison regresase —insistió Lyra—. Suponga que desafiase a Iofur Raknison a un combate…
—¡No, eso no lo permitirían! —exclamó el profesor con decisión—. Iofur no se rebajaría nunca a reconocer en Iorek Byrnison el derecho a luchar con él. No tiene ningún derecho. Ahora Iorek es como una foca o una morsa, no un oso. O peor aún: como un tártaro o un skraeling. Con él no lucharían de forma honorable, lo matarían con lanzallamas antes de que pudiera acercarse. No hay esperanza para él. Ni piedad tampoco.
—¡Oh! —exclamó Lyra sintiendo una profunda desesperación en el pecho—. ¿Y los demás prisioneros de los osos? ¿Sabe dónde los tienen encerrados?
—¿Los demás prisioneros?
—Sí… como lord Asriel, por ejemplo.
De pronto las maneras del profesor cambiaron por completo. Se encogió y se retiró hacia la pared mientras meneaba la cabeza a manera de advertencia.
—¡Sssss! ¡Silencio! ¡Pueden oírte! —susurró.
—¿Se puede saber por qué no podemos mencionar el nombre de lord Asriel?
—¡Está prohibido! ¡Es muy peligroso! ¡Iofur Raknison no permite que lo pronunciemos!
—¿Por qué? —preguntó Lyra acercándose un poco más y bajando la voz para no asustarlo.
—La Junta de Oblación ha encargado específicamente a Iofur que tenga prisionero a lord Asriel —respondió el viejo hablando también en un murmullo—. La propia señora Coulter vino aquí a ver a Iofur y le ofreció todo tipo de recompensas a cambio de mantener encerrado a lord Asriel. Lo sé porque yo entonces gozaba del favor de Iofur. ¡También yo conocí a la señora Coulter! Sí, y sostuve una larga conversación con ella. Iofur estaba fascinado con aquella mujer. No paraba de hablar de ella un momento. Habría hecho lo que le hubiera pedido. Aunque hubiese sido que tuviera encerrado a lord Asriel a doscientos kilómetros de distancia, Iofur la habría complacido. Lo que quisiera la señora Coulter, ¡lo que quisiera! Si hasta piensa poner el nombre de esta mujer a la capital del país, ¿no te habías enterado?
—¿O sea que no deja que nadie vea a lord Asriel?
—¡No, eso nunca! Además, Iofur también tiene miedo de lord Asriel, ¿sabes? Iofur está haciendo un papel difícil, pero es inteligente. De momento ha hecho lo que querían los dos. Ha mantenido aislado a lord Asriel para complacer a la señora Coulter y ha dejado que lord Asriel dispusiera de todo el equipo que necesita para complacerlo a él. Pero este equilibrio no puede durar, porque es inestable. Es imposible estar bien con los dos bandos. Esta posición fluctuante no tardará en venirse abajo. Lo sé de buena tinta.
—¿En serio? —exclamó Lyra, cuyos pensamientos vagaban por otros caminos y estaba centrada sobre todo en lo que él acababa de decirle.
—Sí, la lengua de mi daimonion capta la probabilidad, ¿sabes?
—La del mío también. ¿Cuándo nos darán de comer, profesor?
—¿De comer?
—Sí, algo de comer tienen que darnos, de lo contrario nos moriremos de hambre. Veo huesos por el suelo y espero que sean huesos de foca, ¿o no lo son?
—¿De foca?… No sé, quizá…
Lyra se levantó y se dirigió a la puerta. Como era lógico, no había pomo para abrirla, ni tampoco cerradura, y estaba tan encajada tanto por arriba como por abajo que no dejaba penetrar luz ninguna. Acercó el oído, pero no distinguió sonido alguno. Lo único que percibió fue el ruido de la cadena del profesor cuando el hombre, cansado, se tumbó del otro lado y empezó a roncar.
Lyra volvió al banco. Pantalaimon, cansado de hacer de luciérnaga para iluminar el ambiente, se había convertido en murciélago, forma que le agradaba más. Mientras Lyra se sentaba y se mordisqueaba las uñas, Pantalaimon revoloteó a su alrededor lanzando chillidos.
De pronto, de forma totalmente inesperada, se acordó de lo que había dicho el profesor Palmerian hacía muchísimo tiempo en el salón reservado. Desde que Iorek Byrnison había mencionado el nombre de Iofur, había algo que la irritaba, algo que de pronto volvía a hacérsele presente. El profesor Trelawney había dicho que lo que Iofur Raknison deseaba por encima de todo era tener un daimonion como los seres humanos.
Naturalmente, ella entonces no había entendido qué quería decir, puesto que había dicho panserbjy’rne en lugar de utilizar la palabra inglesa y entonces no sabía que estaba hablando de osos ni podía imaginar que Iofur Raknison no era un hombre. Dado que, si hubiera sido un hombre ya habría nacido con un daimonion, el comentario no había tenido sentido para ella.
Ahora, sin embargo, la cosa estaba clara y a ello todavía se añadía lo que había oído decir sobre el rey de los osos: el poderoso Iofur Raknison no quería otra cosa que convertirse en ser humano y contar con un daimonion.
Y mientras iba pensándolo, se le ocurrió un plan: cómo conseguir que Iofur Raknison hiciera lo que normalmente no habría hecho nunca, cómo devolver a Iorek Byrnison el trono que por derecho le correspondía y, finalmente, cómo llegar hasta el sitio donde estaba encerrado lord Asriel y entregarle el aletiómetro.
Aquella idea quedó latente dentro de ella, persistió delicadamente, igual que una pompa de jabón. Ni siquiera se atrevía a mirarla directamente por miedo a que estallase. Pero Lyra estaba familiarizada con el mundo de las ideas y se quedó empollándola mientras dejaba que su mirada se perdiera por otros derroteros y pensaba en otra cosa.
Estaba casi dormida cuando se oyó ruido de cerrojos y se abrió la puerta. La luz entró a raudales y Lyra se puso en seguida de pie, mientras Pantalaimon se escondía rápidamente en su bolsillo.
Cuando el oso guardián inclinó la cabeza para levantar el anca de foca y arrojarla al interior, Lyra se colocó a su lado y le dijo:
—Llévame a ver a Iofur Raknison. Como no lo hagas, te verás metido en un lío. ¡Es muy urgente!
Soltó la carne que tenía agarrada con las quijadas y levantó los ojos. No era fácil interpretar la expresión de los osos, pero parecía sulfurado.
—Se trata de Iorek Byrnison —explicó Lyra precipitadamente—. Es una cosa relacionada con él que el rey debe saber.
—Dime qué es y yo se lo diré —replicó el oso.
—No, eso no estaría bien, nadie puede enterarse de nada antes que el rey —dijo Lyra—. No quisiera ser grosera contigo, pero una de las normas es que el rey debe ser el primero en enterarse de todo lo que ocurre.
Tal vez fuera corto de alcances, pero el caso es que hizo una pausa y después arrojó la carne en la celda antes de responder:
—Muy bien, ven conmigo.
La sacó de la celda y sólo por eso Lyra ya se sintió agradecida. Se había levantado la niebla y sobre el patio rodeado de altas tapias centelleaban las estrellas. El guardián conferenció con otro oso, que se acercó a hablar con ella.
—No puedes hablar con Iofur Raknison cuando a ti se te antoje —le advirtió—. Tienes que aguardar audiencia hasta que él acceda a verte.
—Lo que pasa es que lo que tengo que comunicarle es urgente —insistió Lyra—, es sobre Iorek Byrnison. Estoy segura de que a Su Majestad le gustaría saberlo, pero yo no puedo decírselo a cualquiera, ¿no lo comprendes? No estaría bien. El rey se molestaría si supiera que no hemos tenido esta deferencia con él.
Al parecer el argumento tenía cierto peso o por lo menos era suficientemente contundente para obligarlo a pensar. Lyra estaba segura de que su interpretación era acertada: Iofur Raknison estaba introduciendo tantas novedades que ningún oso sabía cómo comportarse, por lo que ella podía aprovecharse de esta incertidumbre para llegar hasta Iofur.
Así pues, aquel oso se retiró para consultar con su superior y poco tiempo después Lyra volvió a ser conducida al palacio, aunque esta vez hasta la misma sede del gobierno. Allí no había nadie que se encargase de la limpieza y, en realidad, el aire todavía era más irrespirable que en la celda, debido a que todos los hedores naturales estaban enmascarados por una espesa capa de mareantes aromas. Primero ordenaron a Lyra que esperase en el pasillo, después en una antesala y a continuación ante una gran puerta, mientras los osos discutían, se peleaban y se escabullían a uno y otro lado y, entretanto, Lyra tenía tiempo de observar la disparatada decoración que la rodeaba: paredes con yesos dorados, algunos ya descascarillándose o desintegrándose a causa de la humedad, mientras que las ornamentadas alfombras estaban cubiertas de una capa de porquería.
Por fin, la enorme puerta se abrió desde dentro. Hubo un fogonazo de luz procedente de media docena de arañas de cristal, vio una alfombra carmesí y percibió de nuevo aquel olor que impregnaba el aire, aunque ahora más intenso, aparte de que observó las caras de una docena o más de osos, todos con la vista clavada en ella, ninguno con coraza pero cada uno con algún tipo de adorno: un collar de oro, un tocado a base de plumas púrpura, una banda carmesí. Aunque resultara curioso, la sala también estaba ocupada por los pájaros, golondrinas de mar y gaviotas pardas posadas en la cornisa de yeso, que se lanzaban en picado para cazar al vuelo trozos de pescado que caían de uno a otro nido de los instalados en las arañas de cristal.
En un estrado del extremo más alejado de la habitación se elevaba un trono a gran altura. Era un trono de granito, lo cual le prestaba fuerza y solidez pero, como tantas otras cosas del palacio de Iofur, estaba decorado con guirnaldas y festones dorados que parecían oropeles colgados de la falda una montaña.
Sentado en el trono se encontraba el oso más grande que Lyra había visto en su vida. Iofur Raknison era más alto y corpulento que Iorek y su rostro mucho más móvil y expresivo, con una especie de cualidad humana que Lyra jamás había visto en el de Iorek. Cuando Iofur miró a Lyra, a ella le pareció que en los ojos de aquel oso veía la mirada de un hombre, un hombre parecido a los que había conocido en casa de la señora Coulter, un político avisado y acostumbrado a mandar. Llevaba una gruesa cadena de oro colgada del cuello, con una joya recargada que pendía de ella y tenía unas zarpas de unos quince centímetros de largo, cubiertas de una lámina de oro. El efecto resultante era de enorme fuerza, energía y destreza, un ser capaz de soportar toda aquella absurda y excesiva decoración, que en él no resultaba disparatada sino más bien bárbara y grandilocuente.
Lyra se sintió acobardada. De pronto tuvo la impresión de que la idea que llevaba en la cabeza era demasiado endeble para expresarla con palabras.
Pero se acercó un poco más porque no tenía más remedio y entonces vio que Iofur tenía algo en su regazo, igual que un ser humano habría podido tener un gato acurrucado en las rodillas… un gato o un daimonion.
Era una muñeca rellena, un maniquí de rostro humano y mirada estúpida y hueca. Iba vestida como se habría podido vestir la señora Coulter y tenía un vago parecido con ella. Iofur jugaba que también él tenía su daimonion. Lyra supo en aquel momento que estaba a salvo.
Se acercó al trono e hizo una profunda reverencia. Tenía a Pantalaimon, muy quieto y silencioso, metido en el bolsillo.
—Te saludamos, gran rey —comenzó Lyra con voz tranquila—. Mejor dicho, te saludo yo, no él.
—¿A quién te refieres? —inquirió él, con voz más fina de lo que Lyra había imaginado, aunque plagada de matices y sutilezas en lo tocante a expresión.
Al hablar, agitaba la pata delante de la boca para ahuyentar las moscas que se le arracimaban en ella.
—A Iorek Byrnison, Majestad —respondió Lyra—. Tengo una cosa muy importante y secreta que comunicarte y la verdad es que quisiera decírtela en privado.
—¿Se trata de algo sobre Iorek Byrnison?
Lyra se le acercó, pisando cuidadosamente el suelo cubierto de deyecciones de pájaro y apartándose las moscas que le zumbaban delante de la cara.
—De algo sobre daimonions —declaró Lyra, aunque no lo oyó más que él.
La expresión de Iofur cambió. Lyra no podía captar su sentido, aunque era indudable que aquello había despertado su interés. De pronto él avanzó en el trono y obligó a que Lyra se hiciera a un lado al tiempo que, con un rugido, daba órdenes a los demás osos. Todos bajaron la cabeza y retrocedieron hacia la puerta. Los pájaros, que habían levantado el vuelo ante su rugido, ahora graznaban y se lanzaban en vuelo antes de volver a instalarse en sus nidos.
En cuanto hubo salido todo el mundo, excepto Iofur Raknison y Lyra, el primero se dirigió a ella muy interesado.
—Y bien —le dijo—. ¿Quién eres tú? ¿Qué es eso de los daimonions?
—Pues yo soy un daimonion, Majestad —respondió Lyra.
Iofur se quedó de una pieza.
—¿De quién? —preguntó.
—De Iorek Byrnison —fue su respuesta.
Aquello era lo más peligroso que Lyra había dicho en su vida. Se dio perfecta cuenta de que lo único que le impedía matarla en aquel mismo momento fue la sorpresa que le produjo lo que acababa de decirle. Lyra prosiguió:
—Permíteme, Majestad, que te lo explique antes de que me hagas ningún daño. He llegado hasta aquí por mi cuenta y riesgo, como verás, y no llevo nada encima que pueda resultar peligroso para ti. La verdad es que quiero ayudarte y a eso he venido precisamente. Iorek Byrnison es el primer oso que ha obtenido un daimonion, aunque ése habrías debido ser tú. Yo preferiría ser tu daimonion y no el suyo. Por eso estoy aquí.
—¿Cómo? —preguntó Iofur, sin aliento—. ¿Se puede saber por qué hay un oso que tiene un daimonion? ¿Y por qué ha de ser Iorek? Y otra cosa, ¿cómo es posible que puedas estar lejos de él?
De su boca salían las moscas como si fueran palabras minúsculas.
—Es fácil de explicar. Si puedo estar apartada de él es porque soy como el daimonion de una bruja. ¿Sabes que pueden estar a centenares de kilómetros de ellas? Pues así es. Y en cuanto a cómo consiguió hacerse conmigo, te diré que fue en Bolvangar. Ya has oído hablar de Bolvangar, porque la señora Coulter seguramente te hablaría del sitio, aunque seguramente no te contó todo lo que hacen en él.
—Hacen unos cortes… —respondió él.
—Sí, los cortes son una de la cosas que hacen, la intercisión. Pero, además, hacen otras cosas, como por ejemplo daimonions artificiales. Y experimentan con animales. Cuando Iorek Byrnison se enteró, se ofreció para que experimentaran con él y vieran si podían adjudicarle un daimonion. Y resulta que lo consiguieron: soy yo. Me llamo Lyra. Así como los seres humanos los tienen en forma de animal, cuando un oso posee un daimonion, éste adopta forma humana. Yo soy el de Iorek. Puedo saber lo que piensa, qué hace exactamente, dónde está y…
—¿Dónde está ahora?
—En Svalbard. Viene hacia acá con toda la rapidez de que es capaz.
—¿Por qué? ¿Qué quiere? ¡Debe de estar loco! ¡Lo haremos pedazos!
—Me busca a mí, desea recuperarme. Pero yo ya no quiero ser su daimonion, Iofur Raknison, sino el tuyo. Porque has de saber que cuando los de Bolvangar vieron lo poderoso que podía ser un oso con un daimonion, decidieron que no volverían a hacer nunca más el experimento. Iorek Byrnison será el único oso del mundo que tenga un daimonion. Y si yo le ayudara, hasta podría levantar a todos los osos contra ti. Ésa es la razón por la que fue a Svalbard.
El rey de los osos lanzó un rugido de rabia, un rugido tan fuerte que hasta tintinearon las arañas de cristal y comenzaron a graznar todos los pájaros del gran salón. Lyra notó entonces un silbido en los oídos.
Pero a ella le importó poco.
—Por eso te prefiero a ti —continuó Lyra—, porque eres apasionado y fuerte a la vez que inteligente. Así que lo he abandonado y he venido a decírtelo, pues no deseo que sea él quien gobierne a los osos. Tú eres quien ha de hacerlo. Hay una manera de apartarme de él y de convertirme en tu daimonion, pero tú no la conocerás a menos que yo te dé todos los detalles sobre ella. Puede que tú hagas lo habitual para acabar con osos como él, que han sido desterrados. Me refiero a que no lucharás con él de manera honorable, sino que lo matarás con un lanzallamas o algo parecido. Pero en ese caso, yo me apagaría como una lucecita y moriría con él.
—Pero tú… cómo puedes…
—Yo puedo convertirme en tu daimonion —le interrumpió ella—, pero sólo si derrotas a Iorek Byrnison en un combate cuerpo a cuerpo. Entonces toda su fuerza pasará a ti, mi mente entrará en la tuya, seremos una sola persona, cada uno pensará lo que el otro piense y me puedes enviar a kilómetros de distancia para que espíe por ti o mantenerme a tu lado, como prefieras. Yo, si tú quisieras, te ayudaría a organizar a los osos para que ocuparan Bolvangar; así podrían obligarles a que crearan más daimonions para tus osos favoritos o, si prefieres ser el único oso que tenga uno, podríamos destruir Bolvangar por siempre jamás. Si estuviéramos juntos, conseguiríamos todo lo que tú quisieras, Iofur Raknison.
Durante todo ese rato Pantalaimon permaneció metido en su bolsillo mientras ella lo sujetaba con mano temblorosa. Él se mantenía tan inmóvil como era posible, bajo la forma más pequeña de ratón que había asumido en su vida.
Iofur Raknison se paseaba arriba y abajo con explosivo nerviosismo.
—¿Un combate de igual a igual, dices? —comentó—. ¿Yo? ¿Tendría que luchar con Iorek Byrnison? ¡Esto es imposible! ¡Está desterrado! ¿Cómo se podría conseguir? ¿No hay otro procedimiento?
—Es el único —ratificó Lyra, aunque pensando que ojalá se le ocurriera otro, ya que Iofur Raknison parecía más grande y más fiero tras cada minuto que pasaba.
Pese a lo mucho que amaba a Iorek y a la mucha fe que tenía en él, lo cierto es que, en su fuero interno, Lyra estaba dándose cuenta de que difícilmente podría derrotar a aquel gigante entre los gigantes. Sin embargo, era la única esperanza que les quedaba. Como fuera abatido a distancia con un lanzallamas, allí se acababa la historia.
De pronto Iofur Raknison se volvió.
—¡Demuéstralo! —exclamó Iofur—. ¡Demuéstrame que eres un daimonion!
—De acuerdo —accedió Lyra—, nada más fácil. Puedo descubrir una cosa que sólo sabes tú y nadie más que tú, algo que sólo un daimonion puede adivinar.
—Dime, entonces, cuál fue la primera criatura que maté.
—Para averiguarlo, tengo que encerrarme a solas en una habitación —respondió Lyra—. Cuando sea tu daimonion podrás ver cómo lo hago, pero hasta ese momento actúo en privado.
—Hay una antesala contigua a esta estancia. Métete en ella y sal cuando tengas la respuesta.
Lyra abrió la puerta y se encontró en una habitación iluminada por una antorcha, totalmente desprovista de muebles salvo un armario de caoba dentro del cual había unos cuantos objetos ornamentales de plata deslucida. Lyra sacó el aletiómetro y le preguntó:
—¿Dónde está Iorek en este momento?
—A cuatro horas de distancia y acercándose más velozmente que nunca.
—¿Cómo puedo comunicarle lo que he hecho?
—Confía en él.
Le angustiaba pensar lo cansado que debía de estar, pero entonces reflexionó y consideró que no hacía lo que el aletiómetro acababa de decirle que hiciera: no confiaba en el oso.
Descartó, sin embargo, la idea e hizo la pregunta cuya respuesta le había pedido Iofur Raknison. ¿Cuál era la primera criatura que había matado?
Apareció la respuesta: Iofur había matado a su propio padre.
Siguió preguntando y así se enteró de que, cuando era joven, Iofur se había encontrado solo en los hielos en su primera expedición de caza, durante la cual se había tropezado con un oso solitario. Se habían enfrentado, se habían peleado y Iofur lo había matado. Cuando se enteró más tarde de que aquel oso era su propio padre (ya que a los osos los criaban sus madres y rara vez veían a sus padres) ocultó la verdad. Nadie lo sabía, pues, salvo el propio Iofur.
Lyra dejó a un lado el aletiómetro y se preguntó cómo se lo diría.
—¡Halágalo! —murmuró Pantalaimon—. No desea otra cosa.
Cuando Lyra abrió la puerta se encontró con que Iofur Raknison ya la estaba esperando con una expresión en la que andaban mezclados la sensación de triunfo, la astucia, el recelo y la avidez.
—¿Y bien?
Lyra se arrodilló delante de él e inclinó la cabeza hasta tocar con ella su pata delantera izquierda, la más fuerte de los osos, puesto que son zurdos.
—¡Te pido perdón, Iofur Raknison! —exclamó Lyra—. ¡No sabía que fueras tan fuerte ni tan grande!
—¿Qué quieres decir? ¡Responde a mi pregunta!
—La primera criatura que mataste fue tu propio padre. Eres como un nuevo dios, Iofur Raknison. ¡Eso eres! Sólo un dios tendría valor suficiente para hacer tal cosa.
—¡Lo sabes! ¡Lo has visto!
—Sí, porque, como ya te he dicho, soy un daimonion.
—Quiero saber otra cosa: ¿qué me prometió la señora Coulter cuando estuvo aquí?
Lyra volvió de nuevo a la habitación vacía y consultó el aletiómetro antes de regresar con la respuesta.
—Te prometió que se pondría en contacto con el Magisterio de Ginebra para conseguir que te bautizaran como cristiano, pese a que entonces tú no tenías daimonion. Lamento decirte, Iofur Raknison, que no lo ha hecho y, si quieres que te hable con toda franqueza, no creo que accedan a concederte este privilegio a menos que poseas un daimonion. En mi opinión ella lo sabía y no te dijo la verdad. De todos modos, cuando yo me convierta en tu daimonion, podrás conseguir que te bauticen tal como deseas, ya que entonces nadie tendría nada que objetar. Si lo solicitaras, no podrían negártelo.
—Sí… es verdad. Fue lo que me dijo ella. Es verdad palabra por palabra. ¿O sea que me engañó? ¿Yo confié en ella y ella me engañó?
—Así es, pero ahora ya no tiene ninguna importancia. Perdóname, Iofur Raknison, pero supongo que me crees si te digo que Iorek Byrnison está sólo a cuatro horas de aquí y sería mejor que les ordenaras a tus guardianes que no lo atacasen como harían normalmente. Si vas a luchar con él para conseguirme tendrás que dejar que Iorek entre en palacio.
—Sí…
—Y cuando llegue, lo más conveniente será que yo haga ver que todavía estoy con él y le cuente que me he perdido o cualquier cosa por el estilo. Él no lo sabrá, pero yo fingiré. ¿Vas a contarles a los demás osos que yo soy el daimonion de Iorek y que después seré el tuyo, una vez que lo hayas derrotado?
—No sé… ¿Qué te parece que haga?
—No creo que sea aconsejable que se lo digas de momento. Cuando tú y yo estemos juntos, podemos decidir qué es mejor y obrar en consecuencia. Lo que debes hacer ahora es explicar a todos los osos por qué quieres luchar con Iorek como si fuera un oso normal pese a estar desterrado. Como ellos no lo entenderán, tendremos que buscar una razón que lo justifique. Me refiero a que ellos harán lo que tú les ordenes pero, si hay un motivo que lo justifique, todavía te admirarán más que antes.
—Muy bien. ¿Qué explicación debo darles entonces?
—Pues diles… diles que, con miras a que tu reino sea absolutamente seguro, has llamado a Iorek Byrnison para luchar personalmente con él en singular combate y que el vencedor del mismo gobernará a los osos hasta el fin de sus días. Mira, si les haces creer que la idea de que venga ha partido de ti y no de Iorek, como es el caso, se quedarán muy impresionados. Pensarán que puedes hacer que venga siempre, esté donde esté, pensarán que lo puedes todo.
—Sí…
El gran oso se encontraba totalmente inerme ante Lyra, y a ésta le pareció que la influencia que tenía sobre él era casi embriagadora y, si Pantalaimon no le hubiera mordisqueado la mano para recordarle el peligro en que se habían metido, a lo mejor hasta habría llegado a perder el sentido de las proporciones.
Pero Lyra acabó por volver a la realidad y retrocedió modestamente, dispuesta a vigilar y esperar mientras los osos, bajo el mando desaforado de Iofur, ya estaban preparando el terreno donde se desarrollaría el combate con Iorek Byrnison. Entretanto, Iorek se apresuraba a acercarse cada vez más y Lyra, puesto que él estaba ignorante de todo, ansiaba tener tiempo de explicarle que se trataba de una lucha por su vida.