18. NIEBLA Y HIELO

Lee Scoresby cubrió a Lyra con unas cuantas pieles y ella se acurrucó junto a Roger. Los dos se quedaron dormidos mientras el globo se dirigía al polo. El aeronauta comprobaba de vez en cuando los instrumentos, masticaba el purito, ya que no podía fumárselo teniendo tan cerca hidrógeno inflamable, y se arrebujaba en las pieles con que se cubría.

—Esa pequeña es una personita muy importante, ¿verdad? —comentó después de transcurridos unos minutos.

—Más de lo que ella cree —respondió Serafina Pekkala.

—¿Quiere esto decir que nos espera otra persecución armada? Comprenderá que hablo como un hombre práctico que se gana la vida. No puedo permitirme el lujo de pelear ni de que me hagan pedazos sin acordar por adelantado alguna compensación a cambio. No quisiera rebajar la categoría de esta expedición, señora, pero John Faa y los giptanos me han pagado una cantidad que basta únicamente para cubrir el tiempo de trabajo y el desgaste normal del globo. Nada más. No cubre el seguro de guerra. Y permítame que le diga otra cosa, señora: cuando desembarquemos a Iorek Byrnison en Svalbard será como una declaración de guerra.

Escupió con la mayor delicadeza posible un trozo de hoja de tabaco por encima del borde de la barquilla.

—O sea que me gustaría saber con qué puedo contar si hubiera mutilaciones y peleas —concluyó.

—Es posible que haya lucha —admitió Serafina Pekkala—, pero usted ya tiene experiencia en estas lides.

—Sí, en el caso de que me paguen, pero resulta que yo me figuraba que esto no era más que un contrato de transporte y la factura que presenté obedecía a este criterio, pero resulta que ahora, después de toda esta pelea, no puedo por menos de preguntarme hasta qué punto se extiende mi responsabilidad en la cuestión de los transportes. Y me digo, por ejemplo, si tengo que arriesgar mi vida y mi equipo en una guerra entre osos o si esta niña tiene enemigos en Svalbard de genio tan vivo como los de Bolvangar. Y si lo menciono es sólo como tema de conversación.

—Señor Scoresby —replicó la bruja—, no sabe cuánto me gustaría responder a su pregunta. Lo único que puedo decirle es que todos, seres humanos, brujas, osos y demás ya estamos enrolados en una guerra, aun cuando no todos lo sabemos. Tanto si corre peligros en Svalbard como si sale incólume, usted es un recluta, alguien que anda metido en las armas, un soldado.

—Bueno, a mí esto me parece un poco precipitado. Creo que un hombre debe tener la opción de empuñar o no las armas.

—Mire, tiene en esto la misma capacidad de elección que en el hecho de haber nacido.

—Pero a mí me gusta decidir —repuso él—. Me gusta escoger los trabajos que hago y los sitios a donde voy, las cosas que como y los compañeros que elijo y con los que me entretengo a hablar. ¿No desearía tener la posibilidad de elegir, aunque sólo fuera para variar?

Serafina Pekkala se quedó pensativa y después respondió:

—Quizá no hablamos de lo mismo cuando hablamos de elegir, señor Scoresby. Las brujas no tienen nada propio, razón por la cual no tenemos interés alguno en conservar cosas de valor ni en hacer beneficios y, en lo que se refiere a elegir entre dos cosas, cuando la vida de una dura varios centenares de años sabes que todas las oportunidades que has tenido volverán a presentarse de nuevo. Tenemos necesidades diferentes. Usted tiene que reparar el globo y mantenerlo en buenas condiciones, lo que requiere tiempo y desvelos, lo comprendo muy bien. Nosotras, en cambio, sólo necesitamos arrancar una rama de nube pino para poder volar. Cualquiera de ellas nos sirve para este fin y siempre quedan más. Como no tenemos frío, no necesitamos ropa de abrigo, ni tampoco disponemos de medios de intercambio aparte de la ayuda mutua. Cuando una bruja necesita algo, siempre encuentra a otra que se lo da. Si hay que hacer una guerra, el coste de la misma no será un factor que cuente para decidir si vale o no la pena hacerla. Tampoco tenemos concepto del honor como, por ejemplo, lo tienen los osos. Insultar a un oso equivale a morir. Esto para nosotros es… inconcebible. ¿Cómo ibas a insultar a una bruja? ¿Acaso le importaría mucho que la insultaras?

—Bueno, la verdad es que estoy de acuerdo con usted en este punto. Los palos y las piedras pueden romperte un hueso, pero los insultos no merecen una pelea. Lo que pasa, señora, es que supongo que usted comprende el problema. Yo no soy más que un aeronauta y lo que quiero es terminar los últimos días de mi vida rodeado de tranquilidad. Quiero comprarme una granja, tener unas cuantas reses, unos caballos… Nada del otro mundo, no se vaya usted a figurar. No aspiro a palacios, ni a esclavos, ni a montones de oro. Un poco de viento al atardecer soplando entre la salvia, un purito y un vaso de bourbon. Pero hay un detalle: eso cuesta dinero. O sea que yo vuelo, pero por dinero y, cuando termino un trabajo, envío parte de lo que gano al Wells Fargo Bank y, así que haya reunido una cantidad aceptable, venderé el globo, me compraré un pasaje, tomaré un vapor hacia Port Galveston y ya no pienso despegar los pies del suelo en toda mi vida.

—Entre nosotros existe otra diferencia, señor Scoresby. Una bruja renunciaría antes a respirar que a volar, porque volar forma parte de nuestra naturaleza.

—Ya me doy cuenta, señora, y por esto la envidio, pero a mí no me gustan las mismas cosas. Volar es un trabajo para mí, yo no soy más que un técnico. Igual podría ajustar válvulas en una fábrica de gas o instalar circuitos ambáricos. Sin embargo, he elegido esto, ¿comprende usted? Lo he elegido por propia voluntad. Por esto me preocupa esta guerra acerca de la cual no se me ha notificado nada.

—La pelea de Iorek Byrnison con su rey también forma parte de ella —explicó la bruja—. Y esta niña está destinada a desempeñar un papel en todo este asunto.

—Usted habla del destino como si fuera algo fijado de antemano —declaró Scoresby—. Y esto me gusta tan poco como una guerra en la que me veo metido sin saber cómo ni por qué. Dígame, por favor, ¿dónde está mi libre albedrío? Tengo la impresión de que esta niña tiene más libre albedrío que todos cuantos he conocido hasta aquí. ¿Quiere darme a entender que es como una especie de juguete mecánico al que uno le da cuerda y se pone en marcha obedeciendo un mecanismo que no puede cambiar?

—Todos estamos sujetos al destino, pero debemos hacer como si no fuera así —afirmó la bruja— o morir de desesperación. Hay una curiosa profecía acerca de esta niña: está destinada a provocar el final del destino. Pero debe hacerlo sin saber que lo hace, como si obrara por propia voluntad, no porque éste sea su destino. Si se le dice lo que hay que hacer, fracasará; la muerte barrerá todos los mundos, será el triunfo definitivo de la desesperación. Todos los universos no serán más que máquinas que se entrelazan, ciegas y vacías de pensamiento, de sentimiento, de vida…

Miraron a Lyra, cuyo rostro soñoliento (lo poco que la capucha dejaba ver de él) mostraba tozudez en su ceño fruncido.

—Supongo que hay en ella una parte que lo sabe —afirmó el aeronauta— o por lo menos que está preparada para lo que haya de ocurrir. ¿Qué me dice del niño? ¿Sabía usted que la niña ha hecho todo este viaje hasta aquí sólo para salvarlo de sus enemigos? Cuando estaban en Oxford o no sé dónde eran compañeros. ¿Lo sabía?

—Sí, lo sabía. Lyra tiene en sí algo de un valor inmenso y parece que el hado se sirve de ella como mensajera para conducirla hasta su padre. Ha recorrido todo este camino para encontrar a su amigo, sin saber que su amigo había sido trasladado al norte por los hados y a fin de que ella pudiera seguirlo y llevar algo a su padre.

—Usted lo ve de esta manera, ¿verdad?

Por vez primera la bruja pareció insegura.

—Eso parece… pero nosotros no podemos leer las tinieblas, señor Scoresby. Es posible que me equivoque.

—¿Y qué la ha metido en todo esto, si puede saberse?

—Fuera lo que fuese lo que hicieran en Bolvangar, sabíamos en el fondo de nuestro corazón que estaba mal. Lyra es la enemiga de Bolvangar, lo que quiere decir que nosotras somos amigas suyas. Esto lo vemos con claridad meridiana. Pero, además, está la amistad de mi clan con el pueblo giptano, que se remonta a los tiempos en que Farder Coram me salvó la vida. Hacemos esto porque ellos nos lo han pedido. Y ellos, por otra parte, tienen vínculos de obligación con lord Asriel.

—Ya comprendo. Eso quiere decir que si ustedes remolcan el globo a Svalbard es por los giptanos. ¿Se extiende esta amistad a remolcarnos también en el viaje de vuelta? ¿O tendré que esperar a que soplen vientos favorables y me quedaré entretanto a merced de la indulgencia de los osos? Le repito una vez más, señora, que lo pregunto simplemente porque la amistad me mueve a ello.

—Si podemos ayudarlo a regresar a Trollesund, señor Scoresby, lo haremos con mucho gusto. Lo que pasa es que no sabemos qué encontraremos en Svalbard. El nuevo rey de los osos ha hecho muchos cambios, los antiguos caminos no están transitables, el aterrizaje puede ser difícil. No sé cómo se las arreglará Lyra para encontrar el camino hasta donde está su padre. Tampoco conozco los proyectos de Iorek Byrnison, salvo que su destino está involucrado en el de Lyra.

—Yo tampoco lo sé, señora. Diría que lo que lo une a la niña es un sentimiento de protección. Ella lo ayudó a recuperar su coraza, ¿comprende? ¿Sabe alguien lo que sienten los osos? De todos modos, si en el mundo hay algún oso que ame a un ser humano, hay que admitir que ése ama a Lyra. En cuanto al aterrizaje en Svalbard, nunca ha sido fácil. De todos modos, si puedo contar con usted para que me remolque en la dirección adecuada, para mí será mucho más fácil y, si puedo hacer algo por usted a cambio, no tiene más que decirlo. Pero sólo para información personal, ¿quiere decirme en qué bando me encuentro en esta guerra invisible?

—Los dos estamos en el bando de Lyra.

—¡Ah, en cuanto a eso no tenía la más mínima duda!

Siguieron volando. Eran tantas las nubes que había bajo el globo que resultaba imposible calcular la velocidad que llevaban. Por supuesto que, en condiciones normales, un globo flotaba a la misma velocidad que el aire. Ahora, sin embargo, arrastrado por las brujas, el globo se movía a través del aire y no con el aire, y además se resistía debido a que la pesada bolsa de gas carecía de la estabilidad aerodinámica de un zepelín. En consecuencia, la barquilla oscilaba de un lado a otro, balanceándose mucho más y con más sacudidas que en un vuelo normal.

A Lee Scoresby no le preocupaba tanto su comodidad como sus instrumentos y dedicaba mucho tiempo a asegurarse de que estaban bien afianzados a los principales puntales. Según el altímetro, se encontraban a casi tres mil metros de altura. La temperatura era de veinte grados bajo cero. Lee Scoresby había experimentado fríos más intensos, por lo que desenrolló la lona que utilizaba para algún vivac improvisado y la tendió delante de los niños, entonces dormidos, para resguardarlos del viento, antes de tumbarse espalda contra espalda junto a su viejo compañero de armas, Iorek Byrnison, y sumirse en un profundo sueño.

Cuando Lyra se despertó, la luna se encontraba muy alta en el cielo y todo cuanto se ofrecía a su vista estaba como niquelado, desde la redondeada superficie de las nubes que se divisaban más abajo hasta los lagrimones de hielo y los carámbanos que colgaban de las jarcias del globo.

Roger, Lee Scoresby y el oso estaban dormidos. Sin embargo, junto a la barquilla, la reina bruja seguía volando a velocidad sostenida.

—¿Cuánto falta para llegar? —preguntó Lyra.

—Si no encontramos vientos de cara estaremos sobre Svalbard aproximadamente dentro de unas doce horas.

—¿Dónde aterrizaremos?

—Depende del tiempo que haga. Procuraremos evitar los acantilados. En ellos viven unos seres que atacan todo cuanto se mueve. Si podemos, os dejaremos tierra adentro, lejos del palacio de Iofur Raknison.

—¿Qué pasará cuando encontremos a lord Asriel? ¿Querrá volver a Oxford? Tampoco sé si debo decirle o no que sé que es mi padre. A lo mejor quiere seguir simulando que es mi tío. Apenas lo conozco.

—Él no deseará volver a Oxford, Lyra. Parece que se puede hacer algo en otro mundo y lord Asriel es la única persona capaz de salvar el abismo que existe entre este mundo y el otro. Pero necesita ayuda.

—¡El aletiómetro! —exclamó Lyra—. Me lo dio el rector del Jordan y me pareció que quería decirme algo sobre lord Asriel, lo que pasa es que no llegó a presentarse la ocasión. Yo sabía que en realidad no quería envenenarlo. ¿Si lo lee verá la manera de tender este puente?

»Estoy segura de que yo podría ayudarlo. Ahora probablemente lo sé leer igual de bien que cualquiera.

—No sé —dijo Serafina Pekkala—. No sabemos cómo lo hará ni cuál será su trabajo. Hay potencias que hablan con nosotras y otras que están situadas por encima de ellas… y hasta para el más excelso hay cosas secretas.

—¡El aletiómetro me lo diría! Y si lo leyera ahora…

Pero hacía demasiado frío y no habría podido ni sostenerlo siquiera. Se arropó y se ciñó la capucha para protegerse del viento glacial, dejando tan sólo una pequeña abertura para mirar.

A lo lejos y un poco más abajo, la larga cuerda se extendía desde la anilla de suspensión del globo, tirada por seis o siete brujas sentadas en sus ramas de nube pino. Las estrellas centelleaban brillantes y frías, duras como diamantes.

—¿Por qué no tiene frío, Serafina Pekkala?

—Nosotras también tenemos frío, pero no le damos importancia, porque no queremos dañarnos. Si nos abrigásemos para protegernos contra el frío, no sentiríamos otras cosas, como el rutilante titilar de las estrellas o la música de la Aurora o, lo que todavía es mejor, la sedosa sensación de la luz de la luna en nuestra piel. Para disfrutar de todo esto vale la pena pasar frío.

—¿Y yo también podría sentir esas cosas?

—No, si tú te quitases las pieles, te morirías. Tú tienes que taparte.

—¿Cuánto tiempo viven las brujas, Serafina Pekkala? Farder Coram dice que viven centenares de años. Pero a mí usted no me parece tan vieja como eso.

—Tengo trescientos años o más. Nuestra madre bruja más vieja tiene casi mil años. Un día, Yambe-Akka vendrá a buscarla y también llegará un día en que me llevará a mí. Es la diosa de los muertos. Cuando se te acerca con su sonrisa y sus palabras zalameras sabes que ha llegado tu hora.

—¿También hay hombres brujos? ¿O sólo mujeres?

—Tenemos algunos hombres que nos sirven, como el cónsul de Trollesund. Y también hay hombres que son nuestros amantes o nuestros maridos. Tú eres muy pequeña, Lyra, demasiado pequeña para entender estas cosas, pero a pesar de todo te lo explicaré y llegará el día en que lo entenderás: los hombres pasan delante de nuestros ojos como mariposas, como criaturas de una estación efímera. Los amamos, son valientes, orgullosos, guapos, inteligentes, y se mueren casi en seguida. Se mueren tan pronto que tenemos los corazones continuamente atormentados por la pena. Alumbramos a sus hijos, que si nacen hembras son brujas, y si no se convierten en seres humanos. Y después, en un abrir y cerrar de ojos, desaparecen, caen abatidos, mueren, los perdemos. Y lo mismo sucede con nuestros hijos. Cuando un niño va creciendo se figura que es inmortal. Pero su madre sabe que no lo es. Cada vez se hace más doloroso, hasta que finalmente se te parte el corazón. Puede ser que entonces Yambe-Akka venga a por ti. Yambe-Akka es más vieja que la tundra. Tal vez para ella las vidas de las brujas sean tan breves como lo son para nosotros las vidas de los hombres.

—¿Usted amaba a Farder Coram?

—Sí. ¿Lo sabe él?

—No sé si él lo sabe, pero lo que sí sé es que él la ama a usted.

—Cuando me rescató él era joven y fuerte, guapo y orgulloso. Me enamoré de él al momento. Por él habría cambiado mi naturaleza, me habría olvidado del titilar de las estrellas y de la música de la Aurora, no habría vuelto a volar en mi vida. Todo lo habría dado al momento, sin pensármelo un segundo, a cambio de ser su esposa, una giptana, y vivir en un bote, cocinar para él, compartir su lecho, darle hijos. Pero uno no puede cambiar lo que es, lo único que puede cambiar es lo que hace. Yo soy una bruja y él un ser humano, aunque estuve con Farder Coran el tiempo suficiente para darle un hijo…

—¡Pues él no me lo dijo! ¿Fue una niña? ¿Una bruja?

—No, fue un niño y murió en la gran epidemia que hubo hace cuarenta años, una enfermedad que vino de Oriente. ¡Pobre pequeño, entró y salió de la vida tan rápidamente como una mosquita de mayo! Me hizo pedazos el corazón y aún sigue destrozado. También el de Coram.

»Después sentí la llamada de mi gente y volví con los míos, porque Yambe-Akka se había llevado a mi madre y yo había pasado a ser la reina del clan. O sea que tuve que marcharme porque era mi deber.

—¿Y ya no volvió a ver a Farder Coram?

—No, nunca más, aunque oí hablar de él, supe qué hacía, me enteré de que los skraelings lo habían herido con una flecha envenenada y le envié hierbas y conjuros para ayudarlo a recuperarse, pero no me sentía con fuerza suficiente para volverlo a ver. Me enteré de que, después de este suceso, se había desmoronado completamente, pero que había crecido en sabiduría, estudiado y leído mucho, y por eso me sentí orgullosa de él y de su bondad. Pese a todo, me mantuve a distancia, porque eran tiempos peligrosos para mi clan y existía la amenaza de una guerra de brujas y, además, pensaba que él ya me habría olvidado y habría encontrado una esposa humana…

—Eso jamás —exclamó Lyra con firmeza—. Tendría que ir a visitarlo. Sigue amándola, de eso estoy segura.

—Pero se avergonzará de su edad y no quiero verlo avergonzado.

—Eso es posible, pero por lo menos hágale llegar una misiva. Bueno, es un consejo.

Serafina Pekkala se quedó callada largo rato. Pantalaimon se convirtió en golondrina de mar, se posó un breve instante en la rama de la que Serafina era jinete, como queriendo disculparse porque quizás habían estado insolentes con ella.

Y entonces Lyra preguntó:

—¿Por qué las personas tienen daimonions, Serafina Pekkala?

—Todo el mundo se lo pregunta y nadie sabe la respuesta. Desde que existen los seres humanos, siempre ha habido daimonions. Es lo que os diferencia de los animales.

—¡Sí! La verdad es que somos muy diferentes… Tomemos, por ejemplo, los osos. ¡Qué extraños son los osos!, ¿no le parece? Dirías que son como las personas y de pronto hacen algo tan extraño o tan agresivo que te das cuenta de que es imposible llegar a entenderlos… ¿Sabe qué me contó Iorek? Pues que su coraza era para él lo que un daimonion para una persona. Me dijo que es su alma. Pero también en esto son diferentes, porque fue él quien se la hizo.

»Cuando lo desterraron le quitaron la coraza y después él encontró algo de hierro celeste y se fabricó otra nueva, como quien se hace un alma nueva. Nosotros, en cambio, no podemos crear a nuestros daimonions. Después, la gente de Trollesund lo emborrachó con licores y le robó la coraza, pero yo descubrí dónde estaba y la pudo recuperar. Pero lo que yo me pregunto es esto: ¿por qué viene Iorek a Svalbard? Le darán una paliza, a lo mejor lo matan… Yo a Iorek lo quiero mucho, lo quiero tanto que preferiría que no viniera con nosotros.

—¿Te ha explicado quién es?

—No, sólo me dijo cómo se llamaba. Bueno, quien lo hizo fue el cónsul de Trollesund.

—Iorek es de noble linaje, es un príncipe. En realidad, si no hubiera cometido aquel gran crimen, ahora sería el rey de los osos.

—Él me dijo que su rey se llamaba Iofur Raknison.

—Iofur Raknison se convirtió en rey cuando desterraron a Iorek Byrnison. Iofur es príncipe, eso por descontado, ya que de lo contrario no podría gobernar, pero tiene una inteligencia parecida a la humana, hace alianzas y tratados, no vive a la manera de los osos, en fortalezas de hielo, sino en un palacio de construcción reciente, y habla de intercambiar embajadores con las naciones humanas y de desarrollar minas de fuego con ayuda de ingenieros humanos… Es hábil y sutil. Dicen que incitó a Iorek a hacer lo que provocó su destierro y algunos aseguran que, aunque no fuera así, hace creer que ocurrió de este modo para hacerse valer y aumentar la fama de inteligente que ya tiene.

—¿Qué hizo Iorek? Mire, una razón de que quiera a Iorek es que a mi padre también lo castigaron por lo que hizo y tengo la impresión de que los dos son iguales. Iorek me dijo que él había matado a otro oso, pero no me contó lo que pasó.

—La pelea fue por una osa. El macho al que mató Iorek no se declaró rendido como requería el caso, pese a que estaba más que claro que Iorek era más fuerte. Por muy grande que sea su orgullo, los osos no dejan nunca de reconocer que un semejante suyo es superior cuando lo es realmente y se rinden ante él, pero, por la razón que fuera, aquel oso no lo hizo.

»Hay quien dice que Iofur Raknison lo convenció o le dio unas hierbas para confundirle las ideas. Fuera como fuese, el oso joven siguió a la carga y Iorek Byrnison se dejó llevar por su temperamento. No costó mucho juzgar su caso; habría debido herirlo, no matarlo.

—O sea que, de no haber sido por eso, ahora sería rey —concluyó Lyra—. Oí hablar de Iofur Raknison al profesor Palmerian del Jordan, porque estuvo en el norte y lo conoció. El profesor explicó… me gustaría acordarme de lo que explicó… creo que aseguró que había hecho trampas para llegar al trono… o cosa parecida. Pero a mí Iorek me dijo una vez que no es posible engañar a un oso y me demostró que yo era totalmente incapaz de hacerlo. Parece, por lo que usted dice, que los engañaron a los dos, a él y al otro oso. A lo mejor es que los únicos que pueden engañar a los osos son los osos, no las personas. Salvo en el caso… los de Trollesund lo engañaron, ¿no es verdad? Lo emborracharon y le robaron la coraza.

—Cuando los osos se comportan como los humanos, quizá sea posible engañarlos —respondió Serafina Pekkala—, pero si se comportan como osos ya no es posible. En situación normal, no hay ningún oso que tome alcohol. Si Iorek Byrnison lo tomó fue para olvidar la vergüenza que le producía el destierro y gracias a eso los de Trollesund pudieron engañarlo.

—Es verdad —afirmó Lyra, acompañando las palabras con un movimiento de la cabeza.

Aquella idea la satisfacía. Admiraba a Iorek de forma prácticamente ilimitada y estaba contenta de que alguien le corroborara su nobleza.

—Es usted muy lista —dijo con admiración—. De no ser porque usted me lo ha explicado, nunca se me habría ocurrido. Debe de ser incluso más inteligente que la señora Coulter.

Continuaron volando. Lyra se puso a masticar un trozo de carne de foca que había encontrado en el bolsillo.

—Serafina Pekkala —continuó un momento después—, ¿qué es eso del Polvo? A mí me parece que todos estos problemas son a causa del Polvo, pero todavía no hay nadie que me haya contado qué clase de Polvo es ése.

—Yo no lo sé —le confesó Serafina Pekkala—. Las brujas no se han preocupado nunca del Polvo. Lo único que te puedo decir es que allí donde hay curas, hay miedo al Polvo. La señora Coulter no es ningún cura, por supuesto, pero sí que es un poderoso agente del Magisterio. Fue ella quien fundó la Junta de Oblación y quien convenció a la Iglesia de que costeara Bolvangar debido a que estaba muy interesada en el Polvo. Nosotras no entendemos sus ideas con respecto al mismo. Pero hay muchas otras cosas que no hemos entendido nunca. Vemos que los tártaros se hacen agujeros en el cráneo y es un hecho que no puede dejar de sorprendernos.

»Así pues, esto del Polvo debe de ser algo extraño y lo único que podemos hacer es interrogarnos al respecto, lo que en modo alguno nos impele a cortar ni a desgarrar nada para tratar de averiguarlo. Lo dejamos en manos de la Iglesia.

—¿La Iglesia? —preguntó Lyra.

De pronto se había acordado de algo: una conversación con Pantalaimon, en los Fens, sobre qué podía ser lo que movía la aguja del aletiómetro. Entonces habían pensado en la máquina lumínica del altar mayor del Gabriel College y en cómo las partículas elementales hacían girar las pequeñas aspas. El intercesor se había mostrado claro con respecto al vínculo existente entre las partículas elementales y la religión.

—Es muy posible —declaró, al tiempo que asentía con un gesto—. Después de todo, mantienen en secreto la mayor parte de las cosas, pero la mayor parte de las cosas de la Iglesia son antiguas y el Polvo no lo es, que yo sepa. No sé si lord Asriel podría explicármelo…

Volvió a bostezar.

—Será mejor que me eche un rato —le dijo a Serafina Pekkala—, de lo contrario me quedaré congelada. En el suelo también paso frío, pero no tanto. Como coja más frío, creo que me moriré.

—Entonces échate en el suelo y cúbrete con las pieles.

—Sí, lo haré. Si tengo que morir, prefiero morir aquí arriba que abajo un día cualquiera. Cuando nos pusieron debajo de aquella cuchilla creí que me había llegado la hora… Nos lo figuramos los dos. ¡Qué crueldad! Pero ahora nos tumbaremos. Despiértenos cuando lleguemos —le pidió mientras se echaba sobre el montón de pieles con gesto torpe y todo el cuerpo dolorido a causa de la intensidad del frío y acercándose todo lo posible a Roger, que dormía profundamente.

Así pues, los cuatro viajeros prosiguieron el camino, dormidos en el globo cubierto de incrustaciones de hielo, en dirección a las peñas y glaciares, las minas de fuego y las fortalezas de hielo de Svalbard.

Serafina Pekkala llamó al aeronauta y éste se despertó en seguida, medio aturdido a causa del frío, pero consciente de que algo fallaba a juzgar por el movimiento de la barquilla. Se balanceaba terriblemente a merced de los fuertes vientos que agitaban la bolsa del gas, mientras las brujas a duras penas conseguían sujetarlo tirando de la cuerda.

De haberla soltado, el globo habría perdido el rumbo al momento y, a juzgar por la ojeada que echó a la brújula, se habría visto arrastrado hacia Nueva Zembla a una velocidad de casi ciento cincuenta kilómetros por hora.

—¿Dónde nos encontramos? —oyó Lyra que preguntaba el aeronauta.

Tampoco ella estaba del todo despierta, el cuerpo vacilante a causa del movimiento y con tanto frío que tenía entumecidos todos los miembros.

No pudo oír la respuesta de la bruja, pero a través de la pequeña rendija que dejaba libre la capucha vio, a la luz de una linterna ambárica, que Lee Scoresby estaba agarrado a un puntal, agarrando una cuerda que se introducía en la misma bolsa del gas. Dio un fuerte tirón, como si quisiera vencer alguna obstrucción y levantó los ojos hacia la agobiante oscuridad antes de atar la cuerda en torno a una abrazadera de la anilla de suspensión.

—Voy a soltar un poco de gas —gritó a Serafina Pekkala—. Así bajaremos. Volamos demasiado alto.

La bruja respondió asimismo a voces, pero Lyra no entendió lo que decía. Roger también se estaba despertando en aquel momento, ya que los crujidos de la barquilla eran suficientes para despejar al más profundo de los dormilones, por no hablar además del balanceo ni de las sacudidas a que estaba sometida.

El daimonion de Roger y Pantalaimon permanecían juntitos como dos titís y Lyra procuraba mantenerse inmóvil en el suelo en lugar de pegar un salto, que era lo que el miedo le habría impulsado a hacer.

—Todo funciona a las mil maravillas —afirmó Roger, que parecía mucho más animado que ella—. Tan pronto como bajemos, haremos fuego y nos calentaremos. Llevo cerillas en el bolsillo. Las birlé de la cocina de Bolvangar.

Era evidente que el globo estaba descendiendo, ya que un segundo después se vieron envueltos en una nube densa y helada. Hilachas y jirones de nube se introdujeron en la barquilla y de pronto todo quedó a oscuras. Lyra no había visto nunca una niebla tan densa como aquélla.

Un momento después se oyó otro grito de Serafina Pekkala, mientras el aeronauta desataba la cuerda de la abrazadera y la soltaba. La cuerda salió proyectada hacia arriba escapándosele de las manos y, a pesar de los crujidos, la embestida y el aullido del viento a través de las jarcias, Lyra oyó o notó un fuerte golpe procedente de algún punto situado muy arriba.

Lee Scoresby se dio cuenta de que tenía los ojos abiertos como platos.

—Es la válvula del gas —le gritó—. Funciona con un resorte e impide que se escape. Cuando tiro hacia abajo, se escapa algo de gas por arriba y entonces perdemos fuerza ascensional y bajamos.

—Estamos casi…

Pero no pudo terminar, porque en aquel momento ocurrió una cosa terrible. Un ser con una talla equivalente a la mitad de la propia de un ser humano, con alas de cuero y zarpas ganchudas, estaba trepando por el costado de la barquilla en dirección a Lee Scoresby. Tenía la cabeza plana, ojos saltones y una boca ancha como la de una rana. Además, despedía vaharadas de un hedor abominable.

Lyra ni siquiera tuvo tiempo de gritar antes de que Iorek Byrnison se levantara y lo apartara de un manotazo. Aquella criatura se desprendió de la barquilla y desapareció con un grito.

—Un espectro de los acantilados —dijo Iorek a modo de escueta explicación.

Un momento después apareció Serafina Pekkala, que se agarró a un lado de la barquilla y habló, alarmada.

—Los espectros de los acantilados atacan. Bajaremos a tierra con el globo y tendremos que defendernos. Son…

Pero Lyra no pudo oír el resto de la frase, porque algo se rasgó y, con el ruido que produjo el desgarramiento, todo quedó ladeado. Seguidamente un golpe terrible arrojó a los tres seres humanos a un lado del globo, donde estaban amontonadas las piezas de la coraza desmontada de Iorek Byrnison.

Iorek, con su enorme pata, las sujetó, ya que la barquilla traqueteaba con extraordinaria violencia. Serafina Pekkala había desaparecido. El estruendo era aterrador. Cubriendo todos los demás ruidos circundantes se oía el producido por los espectros de los acantilados, a los que Lyra vio pasar precipitadamente al tiempo que percibía su repugnante hedor.

Otra sacudida repentina volvió a arrojarlos al suelo y la barquilla bajó a aterradora velocidad, sin dejar de girar un solo momento en el espacio.

Era como si se hubiera desprendido del globo y se precipitara en el vacío sin que nada la sujetara.

Después hubo de nuevo una serie de sacudidas y de golpes, acompañados de rápidos cimbreos a uno y otro lado, que les produjeron la impresión de que acabarían por estrellarse contra las paredes rocosas entre las que bajaban.

Lo último que vio Lyra fue a Lee Scoresby disparando su pistola de cañón largo directamente a la cara de un espectro de los acantilados, antes de cerrar los ojos con fuerza y agarrarse a los pelos de Iorek Byrnison presa de un terror incontrolable. Aullidos, gritos, las arremetidas y el silbido del viento, el crujido de la barquilla, que parecía un animal torturado, todo contribuía a poblar de espantosos ruidos el aire inhóspito.

Ya al fin se produjo la sacudida más fuerte, que la proyectó totalmente fuera de la barquilla.

De nada le sirvió mantenerse agarrada y pareció como si sus pulmones se hubieran vaciado completamente de aire cuando fue a parar sobre una maraña tal que le habría sido imposible decir qué estaba arriba y qué abajo, al tiempo que la cara, cubierta por la apretada capucha, se le quedaba sembrada de polvo, sequedad, frío y cristales…

Era nieve, había ido a parar a tierra en medio de una ventisca de nieve. Se encontraba tan magullada que apenas podía pensar. Se quedó tendida y quieta unos segundos antes de ponerse a escupir la nieve que le había entrado en la boca y después expulsó algo de aire con gran cautela hasta que dispuso de un poco de espacio para inspirar.

No le dolía nada en particular, se sentía simplemente sin aliento. Con grandes precauciones intentó mover manos, pies, brazos y piernas, así como levantar la cabeza.

Apenas veía nada, se le había llenado la capucha de nieve. Con un esfuerzo, como si cada mano le pesara una tonelada, se la sacudió y atisbó a través de ella.

El mundo que contempló era gris, tonalidades pálidas y oscuras del gris y negrura, un ambiente en el que vagaban jirones de niebla que parecían fantasmas.

Los únicos ruidos que percibía eran los lejanos alaridos de los espectros de los acantilados, situados muy arriba, y el estallido de las olas contra las rocas, a cierta distancia.

—¡Iorek! —gritó, aunque su voz era débil y temblorosa.

Probó de nuevo, pero no respondió nadie.

—¡Roger! —gritó entonces, aunque con igual resultado.

Le parecía estar sola en el mundo, aunque por supuesto no era así, ya que Pantalaimon salió de su anorak, ahora un ratón dispuesto a hacerle compañía.

—He examinado el aletiómetro —dijo Pantalaimon— y está en perfecto estado. No se ha roto nada.

—¡Estamos perdidos, Pan! —repuso Lyra—. ¿Has visto a los espectros de los acantilados? ¿Y al señor Scoresby disparando contra ellos? ¡Que Dios nos ayude si les da por venir hasta aquí…!

—Mejor será que busquemos la barquilla —indicó Pantalaimon—, quizá…

—Mejor que no los llamemos —aconsejó Lyra—. Sé que lo acabo de hacer, pero me parece que lo más conveniente es no gritar porque pueden oírnos. Me gustaría saber dónde hemos ido a parar.

—Puede que prefiramos no saberlo —apuntó él—. Tal vez estemos en el fondo de una sima sin posibilidad de subir y a lo mejor los espectros de los acantilados están arriba esperando descubrirnos cuando se aclare la niebla.

Después de descansar unos minutos más, Lyra tentó con las manos a su alrededor y descubrió que había ido a parar al interior de una hendedura entre dos rocas cubiertas de hielo. Una nieve helada lo cubría todo; a un lado se oía el fragor de las olas y, por el ruido, podía deducirse que debían de estar a unos cincuenta metros de distancia, mientras que desde las alturas seguían llegando los alaridos de los espectros de los acantilados, aunque ya se iban debilitando.

En medio de tanta lobreguez apenas si conseguía ver a dos o tres metros de distancia, y tampoco los ojos de lechuza de Pantalaimon le servían de gran cosa.

Con grandes trabajos consiguió echar a andar, aunque resbalando y deslizándose por las ásperas rocas, lejos de las olas y a una cierta altura de la playa, si bien no encontró otra cosa que rocas y nieve y ni el menor rastro del globo ni de sus ocupantes.

—No es posible que hayan desaparecido todos —murmuró Lyra.

Pantalaimon merodeó en forma de gato por otro sector de la zona y se encontró con cuatro pesados sacos de arena despanzurrados y toda la arena desparramada alrededor y en fase de congelación.

—Es el lastre —explicó Lyra—. Se habrán desprendido de él para elevarse de nuevo…

Lyra tragó saliva para ver si así conseguía engullirse aquel nudo que notaba en la garganta o el miedo que sentía en el pecho o tal vez las dos cosas.

—¡Oh, Dios mío, qué asustada estoy! —exclamó—. ¡Ojalá nos salvemos!

Pantalaimon volvió a saltar a sus brazos y, en forma de ratón, se arrastró dentro de la capucha de Lyra, donde se hizo invisible. De pronto Lyra oyó un ruido, algo que arañaba la roca, y se volvió para ver qué era.

—¡Iorek!

Pero se tragó la palabra antes de pronunciarla del todo, ya que no era Iorek Byrnison, sino un oso desconocido, cubierto por una bruñida coraza en la que el rocío había quedado helado y convertido en escarcha y que llevaba una pluma en el casco.

El oso se quedó inmóvil, a unos dos metros de distancia. Lyra pensó en aquel momento que había llegado el fin de sus días.

El oso abrió la boca y lanzó un gruñido que arrancó un eco de los acantilados y toda una serie de gritos en las alturas. De la niebla salió otro oso y después otro más.

Lyra permanecía de pie inmóvil, con sus pequeñas manos humanas entrelazadas.

Los osos no se movieron hasta que habló el primero:

—¿Cómo te llamas? —dijo.

—Lyra.