Lyra escondió la cabeza inmediatamente protegiéndosela con la capucha de piel de glotón y se escabulló a través de la puerta de doble batiente junto con los demás niños. Tiempo tendría de preocuparse cuando llegase el momento de enfrentarse con ella; de momento le quedaba otro problema por resolver: esconder las pieles en un sitio donde fueran después fáciles de encontrar sin necesidad de pedir permiso a nadie.
Pero, afortunadamente, la confusión que reinaba en el interior era tan grande —debido a que los adultos se apresuraban a despejar el terreno para que los pasajeros del zepelín pudieran apearse del mismo—, que nadie se preocupaba demasiado de la vigilancia. Lyra se desembarazó del anorak, las medias y las botas e hizo con todo ello un hatillo lo más pequeño que pudo antes de abrirse paso a empujones a través de los atestados corredores hasta su dormitorio.
Acto seguido arrastró un armario hasta un rincón, se encaramó sobre él y empujó la placa del techo. Tal como le había dicho Roger, el panel se levantó y, en el hueco que apareció, embutió las medias y las botas. Después, pensándolo mejor, se sacó el aletiómetro de la bolsa y lo metió en el bolsillo interior del anorak antes de proceder también a esconderlo.
Acto seguido bajó de un salto del armario y le susurró a Pantalaimon:
—Debemos hacernos los tontos hasta que nos encontremos con ella y, cuando la veamos, decirle que nos han secuestrado. No hay que decir ni una palabra acerca de los giptanos y, de manera especial, nada sobre Iorek Byrnison.
Ahora Lyra se había dado cuenta, suponiendo que no lo hubiera descubierto antes, de que todo el miedo de que era capaz confluía en la señora Coulter, de la misma manera que la aguja de una brújula se ve atraída por el polo. Todo lo que Lyra había visto, incluida la espantosa crueldad que suponía la intercisión, le resultaba soportable, puesto que Lyra era fuerte, pero el mero hecho de pensar en aquella expresión dulce, aquella voz suave y aquel mono dorado y juguetón bastaban para revolverle el estómago, hacerla empalidecer y provocarle náuseas.
Sabía, sin embargo, que los giptanos se acercaban y se esforzaba en hacerse a esa idea, en pensar en Iorek Byrnison. Se decía que no debía sucumbir, por lo que se dirigió a la cantina, de donde salía mucho ruido.
Los niños formaban cola para recoger algo caliente que beber, algunos todavía vestidos con sus anoraks de seda-carbón. No hablaban de otra cosa que del zepelín y de su pasajera.
—Era ella… con el mono…
—¿También a ti te capturó ella?
—Sí, me dijo que escribiría a mi madre y a mi padre, pero estoy seguro de que nunca…
—No sabíamos que lo que hacían aquí era matar niños, no nos dijo nada sobre esto.
—El mono todavía es peor… cogió a mi Karossa y por poco la mata… a mí me entró una flojera…
Todos estaban tan asustados como Lyra. Ésta encontró a Annie y a los demás y se sentó.
—Oíd —dijo—, ¿sabéis guardar un secreto?
—¡Sí!
Los tres rostros se volvieron hacia ella, intrigados y expectantes.
—Tengo un plan para escapar —empleó Lyra con voz tranquila—. Van a venir unas personas que nos llevarán, ¿comprendéis? Tardarán un día en llegar. Menos quizá. Lo único que hay que hacer es prepararnos para cuando se oiga la señal, coger la ropa de invierno inmediatamente y salir zumbando. No se os ocurra esperar, simplemente echad a correr. Lo que pasa es que, como no tengáis los anoraks, las botas y lo demás, os vais a morir de frío.
—¿Cuál será la señal? —preguntó Annie.
—Alarma de incendio, como esta tarde. Todo está organizado. Tenéis que informar a todos los niños, pero no ha de saberlo ninguna persona mayor. Y entre éstas, quien menos debe saberlo es ella.
La esperanza y la excitación les brillaban en los ojos y la recomendación de Lyra circuló a través de toda la cantina. Lyra se dio cuenta de que el ambiente había cambiado. Cuando estaban al aire libre los niños se encontraban rebosantes de energía y ávidos de jugar, pero el hecho de haber visto a la señora Coulter había hecho que se dejaran invadir por un miedo histérico. Ahora, sin embargo, había decisión y propósito en lo que decían. Lyra estaba maravillada ante el efecto que podía provocar la esperanza.
Atisbó con disimulo a través de la puerta abierta, dispuesta a ocultar su presencia ante la más mínima señal de peligro, puesto que se oían voces de personas mayores y la propia señora Coulter se hizo visible un momento, al asomar la cabeza y sonreír a aquellos niños tan alegres, ocupados en dar cuenta de sus bebidas calientes y de los pasteles, abrigaditos y bien alimentados. Casi instantáneamente un ligero estremecimiento recorrió la cantina en pleno, mientras los niños se quedaban quietos y en silencio, con la vista clavada en ella.
La señora Coulter sonrió y desapareció sin decir palabra. Poco a poco volvió a reanudarse la conversación.
—¿Dónde se reúnen para hablar? —preguntó Lyra.
—Probablemente en la sala de conferencias —respondió Annie—. Una vez nos metieron en esa sala —añadió, refiriéndose a que la llevaron dentro con su daimonion—. Había unas veinte personas mayores, un hombre dio una serie de explicaciones y yo tuve que aguantar mecha y hacer lo que me decía, como por ejemplo apartarme de mi Kyrillion y ver cuál era la distancia máxima a la que podíamos mantenernos separados. Después el tío me hipnotizó y me hizo otras cosas… Es una habitación muy grande, con muchas sillas y mesas y un pequeño estrado. Está detrás del despacho frontal. Seguro que pretenden hacerle creer que lo del simulacro del incendio ha funcionado a las mil maravillas. Me parece que tienen tanto miedo de esa mujer como nosotros…
Lyra pasó el resto del día junto a las demás niñas, observando, hablando muy poco y procurando pasar inadvertida. Hicieron ejercicio, clase de costura, cenaron y jugaron en el salón: una habitación espaciosa pero desangelada, con unos cuantos tableros de diferentes juegos, algunos libros bastante baqueteados y una mesa de ping-pong. En un determinado momento, Lyra y sus compañeros advirtieron que funcionaba una tenue señal de alarma, puesto que los adultos comenzaron a moverse de aquí para allá, a formar grupos y a hablar entre ellos con mucha ansiedad y nerviosismo. Lyra dedujo que habían descubierto la fuga de los daimonions y que no salían de su sorpresa.
Sin embargo, la señora Coulter no volvió a aparecer, lo que no dejaba de ser un alivio. Cuando llegó la hora de acostarse, Lyra consideró que era el momento oportuno de conferenciar con las demás niñas.
—Oíd una cosa —les dijo Lyra—, ¿llevan algún control durante la noche para comprobar si estamos durmiendo?
—Una sola vez —la informó Bella—. Lo único que hacen es pasearse con una linterna, pero en realidad no se fijan mucho.
—Muy bien, pues voy a echar un vistazo. Un chico me ha dicho que hay una escapatoria posible a través del techo…
Les dio más detalles y, sin esperar a que terminara de explicarse, Annie exclamó:
—¡Yo te acompaño!
—No, mejor que no vengas porque si sólo falta una no se nota tanto. Siempre podríais decir que os habíais quedado dormidas y que no sabéis dónde estoy.
—Pero si yo fuera contigo…
—… sería más fácil que nos cogieran a las dos —concluyó Lyra.
Sus dos daimonions se miraban mutuamente, Pantalaimon en forma de gato montés y el Kyrillion de Annie en forma de zorro. Estaban temblando. Pantalaimon profirió un bufido bajo y suave y enseñó los dientes, mientras Kyrillion se quedaba aparte y se atusaba el pelo con aire despreocupado.
—De acuerdo, pues —respondió Annie con resignación.
Era habitual que, cuando los niños se peleaban, sus respectivos daimonions arreglasen las diferencias y uno aceptase el dominio del otro. Sus humanos se acomodaban a la solución sin resentimiento alguno, por lo que Lyra sabía que Annie la obedecería.
Todas las niñas metieron ropa dentro de la cama de Lyra para simular el bulto de su cuerpo y aparentar que seguía allí y juraron que, llegado al caso, dirían que no sabían nada del asunto. Después Lyra pegó la oreja a la puerta para averiguar si venía alguien, se subió al armario, levantó el panel y se encaramó al interior.
—No digáis ni palabra —recomendó en un hilo de voz a las tres niñas que tenían la mirada fija en ella.
Después volvió a colocar sigilosamente el panel en su sitio y echó una mirada alrededor.
Estaba agachada en el interior de un angosto canal metálico sostenido por una estructura de vigas y puntales. Como los paneles del techo eran ligeramente translúcidos, se filtraba algo de luz desde abajo y, gracias a aquel débil resplandor, Lyra pudo ver que aquel estrecho espacio, aproximadamente de medio metro de altura, se extendía en todas direcciones a su alrededor. Estaba lleno de conducciones y tubos metálicos y no habría sido difícil perderse en él, pero si seguía la parte metálica, evitaba apoyar su peso en el panel y procuraba no hacer ruido, podría recorrer toda la Estación de un extremo a otro.
—Es como cuando estábamos en el Jordan, ¿verdad, Pan? —le comentó a su daimonion en un murmullo—, el día aquel en que curioseamos el salón reservado.
—De no haber sido por aquello, ahora no estaríamos aquí —le respondió el daimonion también en un murmullo.
—Entonces me corresponde a mí arreglarlo, ¿no te parece?
Se estrujó las meninges tratando de deducir qué dirección aproximadamente debía emprender para trasladarse hasta el techo de la sala de conferencias e inició el recorrido, un recorrido que distaba mucho de ser fácil. Tenía que moverse a gatas, apoyándose en las manos y rodillas, ya que el espacio resultaba tan escaso que ni siquiera podía avanzar agachada y de cuando en cuando se veía obligada a comprimirse debajo de un enorme conducto cuadrado o a pasar por encima de los tubos de la calefacción. Los canales metálicos a través de los cuales se arrastraba seguían, a lo que parecía, la parte superior de las paredes internas y, dadas las circunstancias, permanecer en su interior le producía una reconfortante sensación de seguridad bajo los pies. Sin embargo, eran muy estrechos y tenían rebordes agudos y cortantes que le lesionaban los nudillos y las rodillas y no tardó mucho en sentir todo el cuerpo magullado, entumecido y sucio de polvo.
Con todo, tenía una idea bastante clara de dónde se encontraba y distinguía el bulto oscuro de las pieles que había dejado apelotonadas sobre su dormitorio y que le servirían de punto de referencia para regresar. Sabía si una habitación estaba vacía porque veía los paneles oscuros, y de cuando en cuando oía voces procedentes de abajo y se paraba a escuchar, pero siempre se trataba de sirvientas que trabajaban en la cocina o de enfermeras que estaban en la habitación que Lyra, por sus referencias del Jordan, dedujo que debía de ser una sala común. Como no decían nada interesante, decidió proseguir su camino.
Por fin llegó a la zona donde suponía que, según sus cálculos, debía de encontrarse la sala de conferencias; con toda seguridad, se trataba de un lugar donde no había tubos, ya que los conductos del aire acondicionado y de la calefacción bajaban por un extremo y todos los paneles del amplio espacio rectangular estaban iluminados de manera uniforme. Acercó la oreja al panel y oyó un murmullo de voces masculinas adultas, lo que vino a confirmarle que se encontraba en el sitio adecuado.
Tras escuchar atentamente, se abrió camino hasta encontrarse lo más cerca posible de las personas que hablaban. Después se tendió cuan larga era en el canal metálico e inclinó lateralmente la cabeza para no perder palabra.
Hasta ella llegaba ruido de cubiertos o de vidrio contra vidrio chocando al servirse las bebidas, lo que quería decir que se trataba de una reunión en la que aprovechaban para cenar. Le pareció oír cuatro voces diferentes, incluida la de la señora Coulter. Las otras tres eran voces de hombre. Tuvo la impresión de que hablaban de los daimonions que se habían fugado.
—Pero ¿quién es la persona encargada de supervisar ese departamento? —preguntó la voz cantarina de la señora Coulter.
—Un estudiante dedicado a investigación que se llama McKay —respondió uno de los hombres—, aunque hay mecanismos automáticos que impiden que ocurran estas cosas…
—Pero que no han funcionado —objetó ella.
—Con todos mis respetos, le diré que han funcionado, señora Coulter. McKay asegura que dejó bien cerradas las jaulas cuando salió del edificio hoy a las once cien. En cualquier caso, la puerta exterior no pudo quedarse abierta, porque él entró y salió por la puerta interior, como hace normalmente. Hay que utilizar un código en el ordenador que controla todos los cierres y en la memoria del mismo ha quedado constancia de que se sirvió de él. De no haberlo hecho, habría sonado la alarma.
—Pues la alarma no sonó —continuó la señora Coulter.
—Sonó. Por desgracia sonó cuando estaban todos fuera, ocupados en el simulacro de incendio.
—Pero cuando usted volvió a entrar…
—Por desgracia, las dos alarmas están en el mismo circuito, un fallo del diseño que habrá que corregir. Esto quiere decir que, cuando se desconectó la alarma después del simulacro, también quedó desconectada la alarma del laboratorio. Pero incluso entonces habría sido posible captarla, debido a las comprobaciones habituales que se hacen cada vez que se modifica la rutina, pero resultó, señora Coulter, que entonces usted llegó inesperadamente y, como recordará, ordenó que todo el personal del laboratorio se reuniera inmediatamente en su despacho. En consecuencia, nadie volvió al laboratorio hasta después de transcurrido un tiempo.
—Ya comprendo —respondió fríamente la señora Coulter—. En este caso, seguramente los daimonions se fugaron durante el simulacro de incendio propiamente dicho. Esto amplía la lista de sospechosos y abarca a todas las personas adultas que trabajan en la Estación. ¿Había considerado este punto?
—¿No ha considerado la posibilidad de que el autor puede haber sido un niño? —apuntó alguien más.
La señora Coulter guardó silencio y el segundo hombre continuó:
—Todas las personas adultas tenían que realizar una tarea, todas las tares requerían su plena atención y se llevaron a cabo todas. No existe posibilidad alguna de que un miembro del personal abriera la puerta. ¡Ninguna! O sea que o bien se trata de una persona de fuera que ha penetrado aquí con la intención específica de hacerlo o que uno de los niños se las ha ingeniado para abrirse paso hasta el lugar en cuestión, ha abierto la puerta y las jaulas y ha vuelto después a la parte frontal del edificio principal.
—¿Y cómo lo averiguarán? —preguntó la señora Coulter—. Pero no, pensándolo mejor, prefiero que no me lo cuente. Entienda, doctor Cooper, que no lo critico con ánimo de censurar. Tenemos que andarnos con grandes precauciones. Ya constituye un fallo mayúsculo que las dos alarmas se encuentren en el mismo circuito y esto hay que corregirlo inmediatamente. ¿El funcionario tártaro encargado de la custodia no podría colaborar en sus investigaciones? Lo digo como simple sugerencia. A propósito, ¿dónde estaban los tártaros durante el simulacro de incendio? ¿No se les había ocurrido esta posibilidad?
—Sí, también hemos pensado en ello —respondió el hombre hablando con cautela—. El guardián se encontraba muy ocupado haciendo la ronda, todos los guardianes. Y llevan registros muy minuciosos.
—Estoy segura de que hacen todo cuanto está en su mano —concluyó la señora Coulter—, pero la situación es ésta. Una verdadera lástima. De momento dejemos esta cuestión. Háblenme del nuevo separador.
Lyra sintió un estremecimiento de pánico, ya que aquello sólo podía significar una cosa.
—¡Ah, sí! —exclamó el doctor, que pareció aliviado al ver que la conversación tomaba otros derroteros—, supone un verdadero avance. Con el primer modelo no acabábamos de superar totalmente el riesgo de que el paciente muriera a causa de la conmoción, pero en este aspecto hemos mejorado considerablemente.
—Los skraelings lo hacían mejor a mano —intervino uno que todavía no había dicho esta boca es mía.
—Llevan siglos de práctica —apuntó otro.
—Durante un tiempo la única opción viable fue el desgarramiento —volvió a la carga el que llevaba la voz cantante—, por muy traumática que resultara para los operadores adultos. No sé si lo recuerda, pero tuvimos que despedir a unos cuantos por razones de angustia relacionadas con la tensión emocional. La primera innovación fue el uso de la anestesia combinada con el escalpelo ambárico Maystadt. Conseguimos reducir la muerte por conmoción operatoria por debajo del cinco por ciento.
—¿Y el nuevo instrumento? —preguntó la señora Coulter.
Lyra estaba temblando. Sentía que la sangre le palpitaba en los oídos, mientras Pantalaimon, en forma de armiño, se apretaba en su costado y le decía en un murmullo:
—¡Uf, Lyra, no lo harán… no dejaremos que lo hagan…!
—Sí, fue un curioso descubrimiento realizado por el propio lord Asriel el que nos dio la clave del nuevo método. Descubrió que había una aleación de manganeso y titanio que tenía la propiedad de separar al daimonion del cuerpo humano correspondiente. A propósito, ¿qué ha sido de lord Asriel?
—Quizá ustedes no se hayan enterado de la noticia, pero sobre lord Asriel pesa una sentencia de muerte diferida —explicó la señora Coulter—. Una de las condiciones de su exilio en Svalbard fue la de que renunciara por completo a su obra filosófica. Por desgracia, se las arregló para conseguir libros y material y llevó sus investigaciones heréticas hasta el extremo de que ya suponía un auténtico peligro permitir que continuara viviendo. De todos modos, parece que el Tribunal Consistorial de Disciplina ya ha empezado a debatir la cuestión de la sentencia de muerte y es probable que se cumpla. Y ahora, doctor, ¿querrá decirme cómo funciona su nuevo instrumento?
—Sí, sí, claro. ¿Ha dicho usted sentencia de muerte? ¡Santo Dios… cuánto lo siento! Con respecto al nuevo instrumento, estamos investigando qué ocurre cuando se practica la intercisión al paciente en estado de conciencia, lo que no podía hacerse con el proceso Maystadt. Así pues, hemos hecho una especie de guillotina, según la llamarían algunos. La hoja de la misma está hecha de un metal que es una aleación de manganeso y titanio, el niño se coloca en un compartimiento… una especie de cabina… de una tela metálica de esa aleación, y al daimonion se le encierra en un compartimiento similar que está conectado con el primero. Siempre que exista conexión, subsiste el vínculo. Pero cuando cae la hoja entre los dos, corta inmediatamente el enlace. A partir de ese momento hay dos entes separados.
—Me gustaría verlo —indicó la señora Coulter—, y pronto, espero. Ahora estoy cansada y creo que voy a acostarme. Mañana quiero ver a todos los niños y entonces descubriremos cuál de ellos abrió la puerta.
Hubo ruido de sillas que se retiraban, frases de cortesía y una puerta que se cerraba. Después Lyra oyó que los demás volvían a sentarse y continuaban hablando, aunque en voz más baja.
—¿En qué anda metido actualmente lord Asriel?
—A mí me parece que tiene una idea absolutamente diferente de la naturaleza del Polvo. En eso radica la cuestión. El caso es que es un hombre absolutamente herético y que el Tribunal Consistorial de Disciplina no puede permitir otra interpretación que la autorizada. Por otra parte, él quiere experimentar…
—¿Experimentar? ¿Con el Polvo?
—¡Cuidado! No hable tan alto…
—¿Creen que ella presentará un informe desfavorable?
—No, no. A mí me parece que usted le ha planteado muy bien la cuestión.
—Pero es que la actitud de esta mujer me preocupa…
—No se referirá a la filosófica, supongo.
—Evidentemente. Me refiero a su interés personal. No me gusta la palabra, pero es que lo encuentro casi repulsivo.
—La calificación es un poco fuerte.
—Supongo que recuerda los primeros experimentos, cuando estaba tan interesada en separar los cuerpos…
Lyra no lo pudo reprimir: se le escapó una exclamación al mismo tiempo que se le tensaba todo el cuerpo, recorrido por un estremecimiento, lo que hizo que el pie le chocara contra un montante.
—¿Qué ha sido eso?
—Ha venido del techo…
—¡Rápido!
Se oyó ruido de sillas que se retiraban a un lado, de pies que corrían y de una mesa arrastrada. Lyra intentó escabullirse, pero había muy poco espacio y, antes de que tuviera tiempo de distanciarse unos metros, alguien levantó de pronto el panel del techo situado al lado mismo de ella y se encontró frente a frente con el rostro sorprendido de un hombre. Estaban tan cerca que Lyra le vio todos los pelos del bigote. El hombre parecía tan sorprendido como ella, aunque él tenía más libertad de movimientos y pudo meter la mano por el hueco y agarrarla por el brazo.
—¡Una niña!
—No la deje escapar…
Lyra hundió los dientes en su manaza cubierta de pecas. El hombre lanzó un grito, pero no la soltó, ni siquiera al ver que le sangraba. Pantalaimon gruñó y escupió, aunque no sirvió de nada, porque el hombre era mucho más fuerte que ella y comenzó a tirar hasta que la otra mano de Lyra, agarrada desesperadamente al montante, se vio obligada a aflojar la presión y la niña se medio derrumbó en la habitación.
Pese a todo, no profirió ningún grito. Quedó colgada del borde agudo de metal, agarrada por las piernas y luchando cabeza abajo, arañando, mordiendo, golpeando y escupiendo con furia rabiosa. Los hombres jadeaban y gruñían a causa del dolor o del esfuerzo, pero no paraban de tirar.
De pronto la abandonaron todas las fuerzas.
Era como si una mano ajena se hubiera introducido allí donde no tenía derecho a estar mano alguna y le arrancase algo profundo e íntimo. Se sintió débil, mareada, trastornada, asqueada, enervada por la conmoción.
¡Uno de los hombres tenía retenido a Pantalaimon!
Había agarrado al daimonion de Lyra con sus manos humanas y el pobre Pan estaba temblando, casi fuera de sí, tal era el horror y la repugnancia que sentía. Era un gato montés de pelo deslucido por la debilidad y en el que se reflejaban destellos de alarma ambárica… Estaba proyectado hacia su Lyra y ella tendía ambas manos hacia él…
Estaban inmovilizados, presos.
Lyra sentía aquellas manos… Era algo absolutamente prohibido… Era algo que no se podía hacer… Bajo ningún concepto…
—¿Estaba sola?
Un hombre escudriñó el hueco del techo.
—Parece que sí…
—¿Quién es?
—La nueva.
—La de los cazadores samoyedos…
—Sí.
—No habrá sido ella quien… los daimonions…
—No tendría nada de extraño, aunque no puede haberlo hecho sola, ¿verdad?
—Deberíamos decir…
—Me parece que sería mejor echar tierra sobre este asunto, ¿no cree?
—Estoy de acuerdo. Mejor que ella no sepa nada.
—Pero ¿qué podemos hacer entonces?
—Lo que importa es no juntarla con los demás niños.
—¡Imposible!
—En mi opinión sólo nos queda una posibilidad.
—¿Ahora?
—Tiene que ser ahora. No podemos dejarlo para mañana, porque entonces ella querrá verlo.
—Podríamos hacerlo nosotros mismos. No hay necesidad de involucrar a nadie.
El hombre que parecía estar al mando, el que no retenía ni a Lyra ni a Pantalaimon, se dio unos golpecitos en los dientes con la uña del pulgar. Sus ojos no paraban un momento, se movían rápidamente de un lado a otro, parpadeaban, iban de aquí para allá. Por fin asintió.
—Ahora, hágalo ahora mismo —dijo—, ya que de otro modo esta niña cantará. Por lo menos la conmoción lo impedirá. No recordará quién es, qué ha visto, qué ha oído… ¡Vamos ya!
Lyra no podía hablar, a duras penas respiraba, por lo que se dejó llevar a través de la Estación, recorrió largos corredores desiertos, pasó por habitaciones en las que sólo se oía el zumbido de la energía ambárica, atravesó dormitorios donde los niños dormían con sus daimonions posados en la almohada, compartiendo sus sueños, y entretanto no perdía de vista a Pantalaimon éste no apartaba los ojos de ella y los dos no dejaban un momento de mirarse.
Después se encontraron ante de una puerta que se abría mediante una gran rueda, se oyó un silbido producido por el aire y de pronto se hallaron dentro de una cámara vivamente iluminada, alicatada con baldosas blancas y acero inoxidable, todo deslumbrante por igual. El miedo que Lyra sentía era casi físico, fue realmente un dolor físico el que experimentó cuando vio que la empujaban a ella y a Pantalaimon hacia una gran jaula de tela metálica de plata, sobre la cual estaba suspendida una gran cuchilla también de plata destinada a separarlos por siempre jamás.
Por fin encontró voz para gritar. El grito arrancó sonoros ecos de las brillantes superficies, pero la pesada puerta se cerró con un silbido. Por mucho que gritara y por tiempo que pasase, de allí no saldría sonido alguno.
Pantalaimon, sin embargo, gracias a una serie de contorsiones, había conseguido liberarse de aquellas odiosas manos y tan pronto era un león como un águila; los atacaba con agresivas garras y batía furiosamente las grandes alas. Después se transformaba en lobo, en oso, en turón, abalanzándose, gruñendo, golpeando sucesivamente, pasando por toda una serie de transformaciones demasiado rápidas de registrar y sin cesar un momento de saltar, volar, hacer fintas de un lado a otro al tiempo que sus torpes manos se agitaban y golpeaban el aire vacío.
Pero ellos también tenían sus daimonions, como es lógico. No eran dos contra tres, sino dos contra seis. Un tejón, un mochuelo y un babuino se dedicaban a inmovilizar a Pantalaimon, mientras Lyra les gritaba:
—¿Por qué? ¿Por qué lo hacéis? ¡Ayudadnos! ¡No colaboréis con ellos!
Decía todo aquello al tiempo que daba puntapiés y mordía con más rabia que nunca, hasta que el hombre que la retenía comenzó a resollar y la soltó un momento. Estaba libre y Pantalaimon saltó sobre ella como la chispa de un rayo, ella lo apretó contra su amoroso pecho y él hundió sus garras de gato montés en la carne de Lyra, aunque a ella le supo a gloria cada punzada de dolor.
—¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca! —gritó Lyra, mientras retrocedía contra la pared para defender a Pantalaimon de la muerte de los dos.
Pero aquellos tres hombres brutales volvieron a abalanzarse sobre ella y Lyra ya no fue más que una niña aterrada, conmocionada, a la que arrebataron a Pantalaimon mientras a ella la empujaban a un lado de la jaula de tela metálica y a él se lo llevaban, debatiéndose aún, a la otra. Entre los dos había una barrera de tela metálica, pero Pantalaimon aún seguía formando parte de Lyra, todavía estaban unidos. Por espacio de un segundo o más aún seguiría siendo el alma querida de Lyra.
Pese a los jadeos de los hombres, pese a sus propios sollozos, pese al estridente aullido de su daimonion, Lyra oyó un zumbido y vio a uno de los hombres, al cual le sangraba la nariz, manipular una batería de pulsadores. Los otros dos levantaron los ojos y los de Lyra siguieron su mirada. La enorme y pálida hoja de plata se alzaba lentamente y captaba el resplandor de la luz. El último momento de la vida de Lyra sería con mucho el peor de toda su existencia.
—¿Qué ocurre?
Era una voz suave y musical: su voz. Todo quedó en suspenso.
—¿Qué hacéis? ¿Quién es esta niña…?
Si no continuó la frase fue porque justo en aquel momento reconoció a Lyra. A través de las lágrimas que empañaban sus ojos, Lyra vio que la mujer se tambaleaba, se apoyaba en un banco y que su rostro, normalmente tan hermoso y compuesto, aparecía de pronto demacrado y sobrecogido por el horror.
—Lyra… —consiguió articular.
El mono dorado se apartó repentinamente de su lado y sacó a Pantalaimon a empellones de la jaula de tela metálica donde estaba metido, mientras Lyra conseguía salir por su cuenta. Pantalaimon logró liberarse de las solícitas patas del mono y se lanzó en brazos de Lyra.
—¡Nunca, nunca! —insistía en decir Lyra hundiendo la cara en la piel de Pantalaimon mientras él apretaba su corazón palpitante contra el de la niña.
Abrazados como estaban, parecían supervivientes de un naufragio que hubieran ido a parar a una costa solitaria en la que no podían hacer otra cosa que temblar. Lyra oyó confusamente que la señora Coulter hablaba con los hombres, aunque se sintió incapaz de interpretar el tono de su voz. Después abandonaron aquella odiosa habitación, mientras la señora Coulter conducía a Lyra y la sostenía a lo largo de un corredor, después del cual encontraron una puerta, un dormitorio, un perfume especial que flotaba en el aire y una luz suave.
La señora Coulter la acompañó cariñosamente a la cama. El brazo de Lyra apretaba con tal fuerza a Pantalaimon que se sentía sacudida por temblores. Justo en aquel momento una mano le acarició con ternura la cabeza.
—Mi querida niña —dijo con dulce voz—, ¿cómo has venido a parar aquí?