15. LAS JAULAS DE LOS DAIMONIONS

Lyra tenía un talante que no la inclinaba a la preocupación, era una niña optimista y práctica y, por otra parte, nada imaginativa. De haber tenido imaginación, no habría creído en serio que fuera posible recorrer tan largo trecho para rescatar a su amigo Roger. O aun cuando lo hubiera pensado, habría dado inmediatamente con varias conclusiones que le hubieran demostrado que se trataba de una idea totalmente inviable. Tener práctica en mentir no quiere decir que uno posea imaginación. Hay muchos embusteros eficaces que carecen por completo de ella, lo que imprime precisamente a sus mentiras un aire de autenticidad a ojos de todo el mundo.

Así pues, ahora que se encontraba en manos de la Junta de Oblación, Lyra no se torturaba ni angustiaba pensando qué podía haber sido de los giptanos. Sabía que eran buenos luchadores y, aunque Pantalaimon decía que habían disparado contra John Faa, cabía la posibilidad de que se hubiera equivocado o, caso de no ser así, tal vez John Faa no hubiera sufrido heridas serias. Lyra consideraba que había sido mala pata caer en manos de los samoyedos, pero creía que los giptanos no tardarían mucho en acudir a rescatarla y, si ellos no podían, ya se encargaría de hacerlo Iorek Byrnison. Después irían volando a Svalbard en el globo de Lee Scoresby y rescatarían a lord Asriel.

Lyra lo veía así de fácil.

Así pues, al despertarse en el dormitorio a la mañana siguiente, Lyra estaba llena de curiosidad y dispuesta a salir airosa de todo lo que la jornada pudiera depararle. También se sentía ansiosa de ver a Roger y, sobre todo, de hacerlo antes de que él la viera a ella.

No tuvo que esperar mucho tiempo. Las enfermeras que se ocupaban de los niños, instalados en sus diferentes dormitorios, los despertaron a las siete y media de la mañana. Se lavaron, se vistieron y fueron juntos a la cantina a desayunar.

Allí estaba Roger.

Se encontraba sentado a una mesa junto a la puerta en compañía de otros cinco niños. La cola para llegar a la compuerta de servicio tenía que pasar junto a ellos, por lo que Lyra aprovechó la ocasión para dejar caer el pañuelo y agacharse a recogerlo junto a la silla de Roger, a fin de que Pantalaimon pudiera hablar con su daimonion, Salcilia.

Era un pinzón y aleteaba con tal fuerza que Pantalaimon tuvo que convertirse en gato y abalanzarse sobre él para inmovilizarlo y evitar que hiciera tanto ruido. Ese tipo de peleas y escaramuzas entre los daimonions de los niños eran moneda corriente, razón por la cual aquélla no atrajo mayor atención, si bien Roger se puso blanco como el papel. Lyra no había visto nunca a una persona tan pálida. Roger sostuvo la mirada arrogante pero disimulada que Lyra le dirigió y en seguida sus mejillas recobraron el color y en su rostro apareció una expresión de entusiasmo, alegría y esperanza. Sólo Pantalaimon, sacudiendo con firmeza a Salcilia, consiguió impedir que Roger lanzase un grito y se levantase de un salto para saludar a su compañera del Jordan.

Pero Lyra dejó vagar la mirada a lo lejos, fingiendo lo mejor que pudo una actitud desdeñosa, dirigiendo los ojos hacia sus nuevas amigas y dejando en manos de Pantalaimon la labor de explicarse. Las cuatro niñas recogieron sus bandejas con los copos de maíz y las tostadas y se sentaron juntas, ya que se habían asociado instintivamente, excluyendo cualquier posible intrusa a fin de evitar comadreos.

Es imposible conseguir que muchos niños permanezcan quietos largo tiempo en un sitio sin hacer algo. En muchos aspectos Bolvangar funcionaba como una escuela, con sus horarios y con actividades tales como gimnasia y «arte». Niños y niñas estaban separados salvo a la hora del recreo o durante las comidas, por lo que hasta media mañana, después de una hora y media de costura bajo las órdenes de una de las enfermeras, Lyra no tuvo ocasión de hablar con Roger. Pero debía hacerlo con naturalidad y en eso precisamente estribaba la dificultad. Todos tenían más o menos la misma edad, esa edad en que los niños hablan con los niños y las niñas con las niñas y unos y otras hacen alarde de ignorar a sus compañeros del sexo opuesto.

A Lyra se le presentó otra oportunidad en la cantina, cuando los niños volvieron a ella para beber algo y comer unas galletas. Lyra envió a Pantalaimon, en forma de mosca, a hablar con Salcilia en la pared próxima a su mesa mientras ella y Roger se mantenían muy tranquilos en sus respectivos grupos. Resultaba difícil hablar cuando la atención de tu daimonion está en otro sitio, por lo que Lyra adoptó un aire adusto y rebelde mientras se tomaba la leche a pequeños sorbos junto a sus compañeras. Escuchaba a medias el débil murmullo de la charla que sostenían los daimonions y no prestaba mucha atención a lo que decían las niñas, si bien en un momento dado oyó a una de rubios cabellos pronunciar un nombre que la obligó a incorporarse en su asiento.

El nombre en cuestión era Tony Makarios. Mientras la atención de Lyra se desplazaba hacia ese otro sector, Pantalaimon tuvo que abandonar un poco el cuchicheo que mantenía con el daimonion de Roger al tiempo que éste y Lyra atendían a lo que decía la niña rubia:

—No, yo sé por qué se lo llevaron —decía ella mientras varias cabezas se le acercaban para escuchar—. Fue porque su daimonion no cambiaba. Creyeron que tenía más edad de lo que parecía, aunque es cierto que no era muy pequeño. Pero el verdadero motivo de que su daimonion no se transformara muy a menudo era que el propio Tony no se paraba demasiado a pensar en nada. Sin embargo yo lo vi cambiar. Se llamaba Ratter…

—¿Por qué les interesan tanto los daimonions? —preguntó Lyra.

—No lo sabe nadie —respondió la rubia.

—Yo lo sé —intervino un chico que había estado escuchando—. Matan a tu daimonion para ver si tú también te mueres.

—Pero ¿por qué lo hacen tantas veces y con tantos niños? —preguntó uno—. Bastaría con una sola vez, ¿no os parece?

—Yo sí que sé lo qué hacen —interrumpió la primera niña.

Había acaparado la atención de todo el mundo, pero como no querían que el personal se enterase de lo que estaban hablando, tuvieron que adoptar un aire despreocupado e indiferente a pesar de estar escuchando con apasionada curiosidad.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó alguien.

—Pues porque yo estaba con él cuando vinieron a buscarlo. Estábamos en el cuarto de la ropa blanca —explicó.

Se quedó roja como la grana. Si esperaba que le gastaran bromas o le lanzaran alguna pulla se equivocaba de medio a medio. Todos estaban preocupados y no hubo ni siquiera una sonrisa.

La niña prosiguió:

—Estábamos en silencio y entonces entró la enfermera, aquella que habla muy bajo, y va y le dice a él: «Ven, Tony, sé que estás aquí, no vamos a hacerte ningún daño». Y él entonces le dice: «¿Qué pasará?» Y ella le responde: «Te dormiremos y te haremos una operación sin importancia y después te despertarás y te quedarás tan campante». Pero Tony no se lo creyó y va y dice…

—¡Los agujeros! —exclamó alguien—. ¡Te hacen un agujero en la cabeza, como los tártaros! Apuesto cualquier cosa a que es así.

—¡Anda, cállate! ¿Qué otra cosa dijo la enfermera? —preguntó alguien más.

En aquel momento había una docena o más de niños alrededor de la mesa, y sus daimonions, acuciados por las ganas de saber, se encontraban con los ojos como platos y en un estado de extrema tensión.

La niña rubia continuó:

—A Tony le preocupaba qué harían con Ratter. Y la enfermera le contestó: «Pues también se quedará dormido, el mismo tiempo que tú». Y entonces Tony dijo: «Vais a matarlo, ¿verdad? Lo sé. Lo sabemos todos». Y la enfermera respondió: «No es verdad. Se trata tan sólo de una operación sin importancia, un pequeño corte que ni te dolerá siquiera, pero te dormiremos para mayor seguridad».

Toda la habitación se había quedado en silencio. La enfermera que se encargaba de la supervisión había salido un momento y la compuerta de la cocina estaba cerrada, por lo que no había nadie que pudiera escuchar desde allí.

—¿De qué corte se trata? —susurró un niño, muy asustado—. ¿Le explicó qué clase de corte era?

—No, lo único que le dijo fue: «Es una cosa para que te hagas mayor». Y añadió que todo el mundo lo tiene y que ésta es la razón de que los daimonions de los mayores no cambien como los nuestros. Hacen un corte para que adquieran una forma que dure siempre y entonces ya eres mayor.

—Pero…

—Eso quiere decir que…

—Entonces, ¿a todas las personas mayores les han hecho ese corte?

—¿Qué pasa si…?

De pronto callaron todas las voces como si acabaran de practicar a todos el corte en cuestión y todos los ojos se dirigieron a la puerta. En ella se encontraba la enfermera Clara, indiferente, suave, demostrando toda la naturalidad del mundo y, a su lado, un hombre con bata blanca que Lyra no había visto anteriormente.

—Bridget McGinn —llamó el hombre.

La niña rubia se puso de pie temblando. Tenía a su daimonion, cuya forma era la de una ardilla, agarrado al pecho.

—¿Sí, señor? —respondió la niña con voz apenas audible.

—Termínate lo que estás bebiendo y la enfermera Clara te acompañará —dijo él—. Los demás podéis salir e ir a vuestras clases.

Los niños, obedientes, fueron amontonando los tazones en el carro de acero inoxidable antes de abandonar la sala en silencio. Nadie miró a Bridget McGinn salvo Lyra, que vio pintado un miedo espantoso en la cara de la niña rubia.

Pasaron el resto de aquella mañana haciendo ejercicio. En la Estación había un pequeño gimnasio, ya que habría sido una heroicidad hacer ejercicio al aire libre, en plena noche polar. Los niños, divididos en grupos, aguardaban su turno supervisados por una enfermera. Debían formar equipos y lanzar balones. Lyra, que nunca en la vida había practicado aquel tipo de juego, al principio estaba bastante desorientada. Sin embargo, como era rápida y atlética y poseía dotes de mando por carácter, no tardó en encontrar la manera de pasarlo bien. Los gritos de los niños, los chillidos y risotadas de los daimonions, llenaron el gimnasio y no tardaron en disipar los negros pensamientos de todos ellos, que era precisamente lo que pretendía el ejercicio.

A la hora de comer, cuando los niños volvieron a hacer cola en la cantina, Lyra oyó que Pantalaimon lanzaba un gorjeo de reconocimiento y, al volverse, vio a Billy Costa detrás mismo de ella.

—Roger me ha dicho que estabas aquí —le susurró.

—Va a venir tu hermano y John Faa y toda una cuadrilla de giptanos —le informó Lyra—. Te sacarán de aquí y te llevarán a casa.

El niño se puso tan contento que poco faltó para que se echara a gritar de alegría, pero tosió para ahogar el grito antes de que se le escapara.

—A mí llámame Lizzie —le recomendó Lyra—, ni se te ocurra llamarme Lyra. Y cuéntame todo lo que sepas, ¿entendido?

Se sentaron uno al lado del otro, cerca de Roger. A la hora de comer no era difícil hacerlo, ya que los niños pasaban más tiempo yendo y viniendo de las mesas a la compuerta de la cocina y la cantina estaba atestada de gente. En medio del ruido de cuchillos, tenedores y platos, Billy y Roger le contaron todo lo que sabían. Billy había oído decir a una enfermera que los niños que habían pasado por la operación solían ser trasladados a albergues situados más al sur, lo que explicaba por qué habían encontrado a Tony Makarios vagando por aquellos descampados. Pero Roger todavía tenía algo más interesante que comunicarle.

—He encontrado un escondrijo —declaró.

—¿Qué? ¿Dónde?

—¿Ves aquel cuadro…? —se refería al gran fotograma en el que aparecía representada una playa tropical—. Si miras el ángulo superior de la derecha, verás que en el techo hay un panel.

El techo consistía en unos grandes paneles de forma rectangular encajados en unas tiras metálicas. El ángulo del panel situado sobre el cuadro estaba un poco levantado.

—Me fijé y pensé que todos los paneles debían de ser iguales que éste —explicó Roger—, por lo que levanté algunos y comprobé que estaban todos sueltos. Lo único que hay que hacer es levantarlos. Yo y el chico aquél, antes de que se lo llevaran, movimos una noche los del dormitorio. Arriba hay espacio para meterse y arrastrarse a gatas…

—¿Hasta dónde puedes arrastrarte a través del techo?

—No lo sé, nosotros sólo nos movimos un poco, pero pensamos que, llegado el momento, podíamos escondernos ahí dentro, aunque probablemente nos encontrarían.

Pero Lyra no lo veía como un escondrijo sino como un camino. De momento era la mejor noticia que había recibido desde su llegada a aquel lugar. Sin embargo, antes de que pudieran continuar, un médico dio unos golpes a una mesa con una cuchara y comenzó a hablar.

—Oíd, niños —les dijo—, escuchad atentamente. De cuando en cuando tenemos que hacer un ejercicio fingiendo que hay un incendio. Es muy importante que vayamos vestidos adecuadamente y que despejemos el lugar sin dejarnos vencer por el pánico. Así pues, esta tarde vamos a realizar un ejercicio de simulacro de incendio. Cuando oigáis el timbre, debéis dejar lo que estéis haciendo y obedecer las órdenes de la persona mayor que tengáis más cerca. Recordad el sitio a dónde os lleve porque es el mismo al que deberéis ir en caso de que se produzca un incendio de verdad.

Lyra pensó que aquello estaba bien, que de momento era una idea.

Durante la primera parte de la tarde Lyra y otras cuatro niñas fueron sometidas a un examen de Polvo. Los médicos no les dieron ninguna información, pero no era difícil adivinar de qué se trataba. Las condujeron una tras otra a un laboratorio, lo que por supuesto les produjo mucho miedo. Lyra reflexionó que sería una crueldad morir sin poderlos castigar. Sin embargo, no parecía que de momento tuviesen intención de hacerles aquella operación.

—Queremos hacer algunas mediciones —les explicó el médico.

Habría sido difícil establecer una diferencia entre aquellas personas. Los hombres, con sus batas blancas, sus tarjetas colgadas y sus lápices, parecían todos iguales. En cuanto a las mujeres, con sus uniformes y aquella tranquila y extraña indiferencia que mostraban, parecían todas hermanas.

—A mí ya me examinaron ayer —dijo Lyra.

—Bueno hoy hacemos unas mediciones diferentes. Colócate sobre la plancha metálica… pero quítate primero los zapatos. Si quieres, puedes quedarte con el daimonion. Mira hacia delante… eso mismo, fíjate en la lucecita verde. Así, buena chica…

Hubo unos destellos. El médico le hizo volver la cabeza hacia el otro lado y después a derecha e izquierda y cada vez había algo que chasqueaba y destellaba.

—Muy bien. Ahora acércate a esta máquina y mete la mano en el tubo. No te hará ningún daño, te lo prometo. Extiende los dedos. ¡Eso mismo!

—¿Qué mediciones son ésas? —preguntó Lyra—. ¿Miden el Polvo?

—¿Quién te ha hablado del Polvo?

—Una niña, no sé cómo se llama. Me dijo que todos estamos aquí por lo del Polvo. Yo no tengo nada de polvo, eso creo por lo menos. Ayer me duché.

—Se trata de un polvo diferente, un polvo que no se ve a simple vista. Es un polvo especial. Cierra el puño… ¡Muy bien, lo haces muy bien! Si palpas aquí dentro encontrarás una especie de asa. ¿La has encontrado? No la sueltes. ¡Muy bien, lo estás haciendo estupendamente! Ahora pon la otra mano hacia este otro lado… déjala descansar en este globo de bronce. Muy bien… esto es… Ahora notarás un poco de hormigueo, pero no tiene ninguna importancia, no es más que una corriente ambárica muy débil…

Pantalaimon, que había adoptado su forma más tensa y cauta, la de gato montés, comenzó a dar vueltas en torno al aparato con ojos que despedían rayos de luz, aunque a cada momento volvía junto a Lyra y se restregaba contra ella.

Lyra se había dado cuenta de que de momento no iban a hacerle ninguna operación y, segura de estar bien protegida tras aquel disfraz de Lizzie Brooks, se arriesgó a hacer una pregunta:

—¿Por qué separan a las personas de sus daimonions?

—¿Cómo? ¿Quién te ha dicho tal cosa?

—Esa niña que no sé cómo se llama. Me ha dicho que ustedes separan a las personas de sus daimonions.

—¡Vaya tontería!

Pero Lyra notó que se había puesto nervioso. Por esto continuó atosigándolo:

—Van llevándose a los niños uno detrás de otro y ya no vuelven nunca. Hay quien dice que los matan y hay quien dice otra cosa; esta niña me ha contado que los amputan…

—Nada de esto es verdad. Cuando nos llevamos a algún niño es porque ha llegado el momento de trasladarlo a otro lugar. Los niños crecen. Me temo que esta amiguita tuya se asusta sin motivo. Olvídate de todo lo que te ha explicado y no te entretengas en pensar en estas cosas. ¿Cómo se llama tu amiga?

—Yo llegué ayer, no conozco el nombre de nadie.

—¿Cómo es esa niña?

—No me acuerdo. Me parece que tiene el cabello castaño… castaño claro, quizá… no lo recuerdo muy bien.

El médico se acercó a la enfermera y le comentó algo en voz baja. Mientras hablaban, Lyra se fijó en sus daimonions. El de la enfermera era un pajarillo muy gracioso, tan primoroso e indiferente como el perro de la enfermera Clara, mientras que el del médico era una gran mariposa nocturna. Ninguno de los dos se movió, pese a que estaban despiertos, ya que los ojos del pájaro brillaban y las antenas de la mariposa se movían lánguidamente, aunque no estaban tan animados como habría cabido esperar de ellos. Quizá se debía a que no sentían angustia ni tampoco curiosidad.

Por fin volvió el médico y prosiguieron el examen; los pesaron a ella y a Pantalaimon por separado, la examinaron a través de una pantalla especial, contaron las pulsaciones de su corazón y la colocaron debajo de un pequeño pulverizador que emitía un siseo y despedía un olor a aire fresco.

Mientras estaban realizando una de las pruebas, comenzó a sonar un timbre, que persistió durante un buen rato.

—Es la alarma de incendio —indicó el médico con un suspiro—. Muy bien. Lizzie, sigue a la enfermera Betty.

—Tiene todas sus prendas de abrigo abajo, doctor, en el dormitorio. No puede salir de esta manera. ¿No cree que primero debemos ir a buscar su ropa?

El hombre estaba contrariado porque sus experimentos habían sido interrumpidos e hizo chasquear los dedos para exteriorizar su irritación.

—Supongo que ésta es una de las cosas que la práctica nos enseñará a resolver —comentó—. ¡Vaya fastidio!

—Ayer, cuando llegué —apuntó Lyra con un atisbo de esperanza—, la enfermera Clara dejó el resto de mis cosas en un armario de la habitación donde me hizo el examen, la que está al lado. Podría ponerme esa ropa.

—¡Buena idea! —exclamó la enfermera—. ¡Venga, rápido!

Con secreto placer, Lyra se apresuró a seguir a la enfermera y a recuperar sus pieles, sus pantalones y sus botas, y se lo puso todo rápidamente mientras la enfermera se vestía de seda carbón.

Después salieron a toda prisa. En el amplio ruedo situado delante del grupo principal de edificios, se arremolinaban alrededor de un centenar de personas entre adultos y niños, algunos excitados, otros irritados, muchos simplemente desorientados.

—¿Veis? —observó uno de los adultos—. Vale la pena ensayarlo para descubrir el caos que se armaría en caso de que hubiera un fuego de verdad.

Alguien tocó un pito y agitó los brazos, pero nadie le hizo demasiado caso. Lyra vio a Roger y le hizo una seña. Éste tiró de la manga de Billy Costa e inmediatamente los tres se unieron al torbellino de niños que corrían.

—Nadie lo notará si echamos un vistazo ahora —dijo Lyra—. Tardarán mucho en contarnos a todos y siempre podemos decir que seguíamos a alguien y que nos perdimos.

Esperaron hasta que la mayoría de las personas mayores estuvieron distraídas y entonces Lyra recogió un puñado de nieve y, haciendo con ella una bola poco apretada, la arrojó un poco al azar sobre los niños. Un momento después, todos los niños hacían lo mismo y el aire se llenaba de bolas de nieve. Las risas infantiles ahogaban los gritos de los adultos, que trataban de recuperar el dominio del grupo, circunstancia que aprovecharon los tres niños para escabullirse por una esquina y desaparecer en menos tiempo del que se tarda en contarlo.

La nieve era tan densa que les impedía moverse con rapidez, aunque el hecho no importaba demasiado puesto que nadie les seguía. Lyra y sus compañeros treparon sobre el tejado curvo de uno de los túneles y se encontraron en un extraño paisaje lunar cubierto de hoyos y montículos, vestido de blanco bajo un cielo negro e iluminado tan sólo por los reflejos de las luces que bordeaban el ruedo.

—¿Qué buscamos? —preguntó Billy.

—No sé, nos limitamos a mirar —respondió Lyra dirigiéndose a un edificio achaparrado y cuadrado que quedaba algo aparte de los restantes, con una luz ambárica de escasa intensidad en la esquina.

El alboroto que llegaba de atrás era tan intenso como siempre, aunque más distante. Resultaba evidente que los niños estaban aprovechando al máximo aquel rato de libertad y Lyra esperaba que la conservasen todo el tiempo posible. Se apresuró, pues, a rodear el perímetro del edificio cuadrado en busca de una ventana. El tejado se elevaba a poco más de dos metros del suelo y, a diferencia del resto de edificios, carecía del túnel techado que podía conectarlo con el resto de la Estación.

No había ventanas, pero sí una puerta. Sobre ella, un rótulo con letras rojas advertía: RIGUROSAMENTE PROHIBIDA LA ENTRADA.

Lyra puso la mano en el pomo de la puerta pero, antes de que tuviera tiempo de girarlo, Roger exclamó:

—¡Mira! ¡Un pájaro! O…

En ese caso la palabra «o» expresaba duda, puesto que la criatura que se arrojó en picado desde el cielo negro no era ningún pájaro sino un ser que Lyra ya había visto en otra ocasión.

—¡Es el daimonion de la bruja!

El ganso batió sus enormes alas y levantó una ráfaga de nieve al posarse en el suelo.

—¡Te saludo, Lyra! —le dijo—. Aunque no me hayas visto, te he seguido hasta aquí. Esperaba a que salieses al exterior. ¿Qué ha pasado?

Lyra le puso rápidamente al corriente de lo sucedido.

—¿Dónde están los giptanos? —preguntó Lyra al pájaro—. ¿Cómo está John Faa? ¿Se han librado de los samoyedos?

—La mayoría han salido bien librados. John Faa está herido, pero no de gravedad. Los hombres que te secuestraron eran cazadores y criminales que suelen atacar a los viajeros y que, solos, viajan más rápidamente que en grandes grupos. Los giptanos todavía están a un día de distancia.

Los dos niños miraban, sorprendidos, a aquel daimonion en forma de ganso, extrañados ante la familiaridad que mostraba con Lyra. Nunca hasta entonces habían visto a un daimonion que no acompañara a un ser humano y sabían poca cosa de brujas.

Lyra les dijo:

—Mirad, vosotros mejor que vayáis a vigilar, ¿qué os parece? Billy, tú por ese lado y tú, Roger, por ese otro. Nosotros terminamos en seguida.

Se alejaron e hicieron lo que les había mandado, mientras Lyra volvía a ocuparse de la puerta.

—¿Por qué quieres entrar ahí dentro? —le preguntó el ganso.

—Para ver lo que hacen. Separan… —Lyra bajó la voz—. Separan a las personas de sus daimonions, mejor dicho, a los niños. Y he pensado que a lo mejor realizan la operación aquí dentro. Sea lo que sea, aquí hacen algo y quiero saber qué es. Lo que pasa es que la puerta está cerrada con llave…

—Yo puedo abrirla —afirmó el ganso mientras batía una o dos veces las alas proyectando nieve contra la puerta al hacerlo, momento en que Lyra oyó que giraba algo en la cerradura.

—Ten mucho cuidado al entrar —le aconsejó el daimonion.

Lyra tiró de la puerta hacia la nieve y se coló dentro. El ganso la acompañó. Pantalaimon estaba muy excitado y muerto de miedo, aunque no quería que el daimonion de la bruja se diera cuenta de su estado, por lo que voló hasta el pecho de Lyra y se acurrucó entre las pieles.

Tan pronto como sus ojos se habituaron a aquella luz, Lyra comprendió por qué Pantalaimon estaba tan asustado.

En unos estantes adosados a las paredes había una serie de jaulas de vidrio en las que estaban encerrados los daimonions de los niños amputados. Eran formas fantasmales de gatos, pájaros, ratones u otros animales, todos muy asustados y pálidos como la cera.

Al daimonion de la bruja se le escapó un grito de angustia y Lyra abrazó a Pantalaimon contra ella y le recomendó:

—¡No mires! ¡No mires!

—¿Dónde están los niños de estos daimonions? —preguntó el ganso temblando de rabia.

Lyra, muy asustada, le explicó su encuentro con el pequeño Tony Makarios y miró por encima del hombro a los pobres demonios enjaulados, con el cuerpo proyectado hacia delante y el rostro lívido presionado contra el vidrio. Se oían gemidos de pena y de dolor. A la tenue luz de una bombilla ambárica de escasa potencia vio que en cada una de las jaulas había una cartulina con un nombre y se fijó que la que rezaba «Tony Makarios» estaba vacía. Había otras cuatro o cinco también vacías y con un nombre.

—¡Quiero sacar a esos pobres desgraciados de ahí dentro! —dijo Lyra con furia—. Voy a romper el cristal y a liberarlos…

Miró a su alrededor buscando algo que le permitiera llevar a cabo sus designios, pero allí no había nada. El daimonion-ganso la detuvo:

—¡Espera! —le ordenó.

Se trataba del daimonion de una bruja, tenía muchos más años que ella y era más fuerte, por lo que Lyra se vio obligada a obedecerle.

—Tenemos que hacer que esa gente crea que se olvidó de cerrar la puerta con llave y de asegurar las jaulas —explicó—. Si ven cristales rotos y huellas en la nieve, ¿cuánto tiempo imaginas que podrás esconderte? Tenemos que aguantar hasta que vengan los giptanos. Ahora vas a hacer exactamente lo que te indique: coge un puñado de nieve y, cuando yo te lo diga, sopla un poco en cada caja por turno riguroso.

Lyra salió corriendo al exterior. Roger y Billy seguían de guardia y del ruedo todavía llegaba ruido de gritos y risas, puesto que apenas habían transcurrido unos minutos.

Cogió un doble puñado de nieve en polvo y se dispuso a hacer lo que el ganso le había ordenado. Tras soplar un poco de nieve en cada jaula, el ganso emitió un chasquido ahogado y el pestillo frontal se abrió de golpe.

En cuanto todas las jaulas estuvieron abiertas, Lyra levantó la parte frontal de la primera, de la que salió la escuálida forma de un gorrión que agitaba las alas pero no pudo echar a volar, y se desplomó en el suelo. El ganso se inclinó cariñosamente sobre él y lo tocó suavemente con el pico. El gesto lo convirtió en ratón, titubeante y confuso. Pantalaimon se le acercó de un salto para consolarlo.

Lyra entretanto no perdía el tiempo y a los pocos minutos todos los daimonions estaban en libertad. Algunos trataban de hablar y se apiñaban a sus pies y hasta intentaban meterse en sus medias, pero lo único que los retenía era el comedimiento. Lyra sabía muy bien lo que les pasaba: a aquellos desgraciados les faltaba el calor de los cuerpos humanos a los que pertenecían. Como habría hecho Pantalaimon en sus condiciones, se morían de ganas de arrimarse al latido de un corazón.

—¡Y ahora, rápido! —la conminó el ganso—. Lyra, tienes que salir corriendo de aquí y mezclarte con los demás niños. ¡Ten valor! Los giptanos vienen todo lo rápido que pueden. Tengo que ayudar a estos pobrecitos a que encuentren a sus humanos… —Y acercándose un poco más añadió—: De todos modos, ya no volverán a formar nunca más un todo con los suyos. Han quedado separados para siempre. Jamás había visto una desgracia como ésta… No te preocupes por las huellas que has dejado en el suelo, yo me encargaré de borrarlas. ¡Date prisa…!

—¡Oh, por favor! ¡Antes de que te vayas! Las brujas… vuelan, ¿verdad? ¿No fue un sueño verlas volar la otra noche?

—No, claro, ¿por qué lo dices?

—¿Y podrían tirar de un globo?

—Por supuesto que sí, pero…

—¿Va a venir Serafina Pekkala?

—No hay tiempo para explicar la política que siguen las naciones de las brujas. Aquí están involucrados muchos poderes y Serafina Pekkala debe custodiar los intereses de su clan. Puede suceder, sin embargo, que lo que ocurra aquí forme parte de lo que ocurre en otro sitio. Lyra, tú eres más útil dentro. ¡Y ahora corre!

Lyra echó a correr y Roger, que estaba observando con ojos como platos los pálidos daimonions que se escabullían fuera del edificio, avanzó detrás de ella a través de la densa nieve.

—¡Son daimonions… como los de la cripta del Jordan!

—Sí, calla y no le cuentes nada a Billy. ¡No se lo cuentes a nadie! ¡Venga, vamos!

Tras ellos, el ganso agitaba con fuerza las alas pues iba echando nieve sobre las huellas que dejaban al andar. Cerca de él, los daimonions extraviados se apiñaban o huían, profiriendo gritos desesperados que traducían el sentimiento de privación y las ansias que sentían. Así que las huellas quedaron cubiertas, el ganso se volvió y congregó a su alrededor a aquellos desvaídos seres. Después que les hubo hablado, uno por uno fueron adquiriendo forma de pájaro, aunque se veía muy claro el enorme esfuerzo que les costaba. Cuando todos quedaron transformados siguieron al daimonion de la bruja como pajarillos recién nacidos, ahora agitando las alas, ahora cayendo o echándose a correr tras él a través de la nieve. Finalmente, con grandes dificultades, arrancaron el vuelo. Se elevaron formando una línea dentada, pálidos y espectrales en contraste con la negrura del cielo, y poco a poco consiguieron ganar altura, a pesar de que algunos se encontraban muy débiles y su vuelo era errabundo y otros, faltos de voluntad, caían aleteando. Pero el enorme ganso gris revoloteaba a su alrededor y los animaba dándoles algún ligero golpecito o guiándolos suavemente, hasta que se perdieron en la profunda oscuridad.

Roger dio un codazo a Lyra.

—¡Rápido! —le dijo—. ¡Ya están casi a punto!

Dando trompicones se reunieron con Billy, que les hacía señas desde la esquina del edificio principal. Los niños estaban cansados o tal vez era que los adultos habían recuperado una cierta autoridad, ya que ahora todos formaban una hilera irregular junto a la puerta principal, donde se empujaban y forcejeaban. Lyra y sus dos compañeros se apartaron de la esquina y se mezclaron con el resto de los niños, pero antes de hacerlo Lyra les dio instrucciones:

—Que corra la voz entre los demás niños: hay que prepararse para escapar. Tienen que averiguar dónde se guardan sus ropas de calle y estar en condiciones de recuperarlas y de huir en cuanto les demos la señal. Y que guarden el secreto, ¿entendido?

Billy asintió con la cabeza y Roger preguntó:

—¿Cómo será la señal?

—La alarma de aviso de incendio —repuso Lyra—. Cuando sea el momento, la oirán todos.

Los niños esperaban a que terminaran de contarlos. Si alguien de la Junta de Oblación hubiera tenido algo que ver con una escuela, habría organizado mejor las cosas. Como no habían sido distribuidos en grupos, cada niño tenía que aguardar a que se revisara la lista entera que, por supuesto, no estaba confeccionada por orden alfabético; y ninguno de los adultos tenía idea de cómo se realizaban este tipo de controles. En consecuencia, la confusión era mayúscula, y sin embargo no se escapaba nadie.

Lyra observaba y sacaba conclusiones. Se dio cuenta de que no eran demasiado eficientes y de que pecaban de negligentes en muchos aspectos: refunfuñaban durante los simulacros de incendios, no sabían dónde había que guardar las ropas de calle y no conseguían que los niños formasen una cola ordenada, fallos todos que Lyra estaba dispuesta a aprovechar en beneficio propio.

Cuando ya casi habían terminado, se produjo otra distracción que, desde el punto de vista de Lyra, fue la peor de todas.

Tanto ella como todos los demás niños captaron el ruido y hubo muchas cabezas que se volvieron y exploraron la oscuridad del cielo tratando de descubrir el zepelín, cuyo motor de gasolina dejaba oír claramente su latido gracias a la quietud del aire.

El único hecho afortunado era que venía de la dirección opuesta a aquélla hacia la cual había volado el ganso gris. Pero era el único consuelo. No tardó en hacerse visible, circunstancia que vino acompañada de un murmullo de excitación procedente de todo el grupo. Su silueta panzuda, lisa y plateada, se deslizaba por encima de la hilera de luces mientras las suyas destellaban proyectándose hacia abajo desde la proa y la barquilla suspendida del fuselaje.

El piloto redujo la velocidad e inició la complicada operación de ajustar la altura. Lyra comprendió entonces para qué servía aquella sólida torre: sin duda se trataba de la torre de amarre. Mientras los adultos hacían entrar a los niños, que giraban la cabeza hacia atrás y no paraban de señalar con el dedo, la tripulación de tierra se apresuró a subir las escaleras de la torre y se dispuso a atar los cables de amarre. Los motores rugían, la nieve del suelo se levantaba en remolinos y, a través de las ventanas de la cabina, se distinguían los rostros de los pasajeros.

Lyra levantó los ojos y distinguió una imagen, la identidad de la cual no ofrecía duda alguna. Pantalaimon, que seguía agazapado contra su cuerpo, se convirtió en gato montés y lanzó un bufido de odio: acababa de descubrir la mirada escrutadora y llena de curiosidad de la hermosa cabeza de la señora Coulter con su daimonion, el mono dorado, sentado en su regazo.