El hecho de que los giptanos no hubieran visto a la señora Coulter ni oído nada acerca de ella tenía preocupados a Farder Coram y a John Faa más de lo que dejaban entrever a Lyra, aunque ignoraban que también ella estaba inquieta. Lyra temía a la señora Coulter, pensaba a menudo en ella y, mientras que lord Asriel ahora se había convertido en «un padre» para ella, era evidente que la señora Coulter no sería nunca «una madre». La razón de que así fuera obedecía al daimonion de la señora Coulter, el mono dorado, que había provocado el aborrecimiento de Pantalaimon y que, en opinión de Lyra, había curioseado sus secretos, de manera especial el del aletiómetro.
Lo más probable es que siguieran espiándola para capturarla; habría sido tontería pensar otra cosa. El asunto de la mosca espía lo demostraba, y quizás alguna cosa más.
Pero cuando uno de sus enemigos asestó un golpe, no fue la señora Coulter. Los giptanos habían planeado una parada y un descanso para los perros; tenían intención de reparar un par de trineos y preparar las armas necesarias para asaltar Bolvangar. John Faa esperaba que Lee Scoresby encontrase gas subterráneo para llenar el globo más pequeño (ya que al parecer tenía dos) e hiciera una ascensión para inspeccionar. Sin embargo, el aeronauta vigilaba las condiciones atmosféricas con la misma atención que un marinero; anunció que habría niebla y, por supuesto, tan pronto como se detuvieron cayó una niebla espesa. Lee Scoresby sabía que no vería nada desde el cielo, por lo que tuvo que contentarse con comprobar el buen estado de su equipo, pese a que todo estaba meticulosamente ordenado. De pronto, sin que mediara advertencia de ninguna clase, de la oscuridad surgió una lluvia de flechas.
Cayeron abatidos tres giptanos y el silencio en que murieron fue tal que nadie oyó nada. Sólo cuando se desplomaron sobre los arreos de los perros o se quedaron inesperadamente quietos, los hombres que tenían más cerca se dieron cuenta de lo que ocurría, aunque entonces ya era demasiado tarde porque les estaba cayendo encima una nube de flechas. Algunos levantaron la cabeza, aturullados por los ruidos irregulares y rápidos procedentes tanto de arriba como de abajo mientras en la madera o en la lona helada se iban incrustando las flechas.
El primero en reaccionar fue John Faa, quien gritó unas órdenes desde el centro de la hilera. Inmediatamente manos frías y miembros entumecidos se pusieron en movimiento para obedecerlo mientras seguían cayendo más flechas como una lluvia de proyectiles con remate mortal.
Lyra se encontraba a campo abierto y las flechas le pasaban por encima de la cabeza. Pantalaimon las oyó antes que ella y, convertido en leopardo, la empujó para que, ya en el suelo, quedara menos expuesta. Restregándose la nieve de los ojos, Lyra se volvió para ver lo que ocurría, puesto que a la semioscuridad reinante venía a añadirse la confusión y el alboroto. Oyó un poderoso rugido y el estrépito y chirrido de la coraza de Iorek Byrnison cuando saltó sobre los trineos con el cuerpo totalmente protegido y se perdió en el seno de la niebla, todo lo cual fue seguido de gritos, gruñidos, crujidos y desgarramientos, además de ruido de golpes, quejidos de terror y rugidos de furia desatada, mientras los ponía fuera de combate.
Pero ¿quiénes eran «ellos»? Lyra todavía no había visto la figura de ningún enemigo. Los giptanos parecían multiplicarse para defender los trineos, aunque Lyra se dio cuenta de que, al hacerlo, no hacían otra cosa que ofrecerse como blancos más seguros, aparte de que con las manos cubiertas con guantes y mitones no era nada fácil disparar sus fusiles. Sólo había oído cuatro o cinco tiros en respuesta al incesante repiqueteo de la lluvia de flechas. Entretanto los hombres iban cayendo minuto tras minuto.
¡Oh, John Faa!, no pudo por menos de pensar Lyra, angustiada. Esto no lo habías previsto y yo tampoco te he ayudado en nada.
Pero aquel pensamiento sólo duró un segundo, ya que oyó un potente alarido de su Pantalaimon y algo —otro daimonion— se abalanzó sobre él y lo derribó, dejando al mismo tiempo a Lyra sin aliento, después de lo cual fue levantada por muchas manos que la sujetaron, contuvieron su llanto con mitones que olían a tigre, la fueron pasando de unos brazos a otros y, finalmente, volvieron a dejarla tendida sobre la nieve, donde sintió mareo, ahogo y dolor, las tres cosas a un tiempo. Le levantaron los brazos tendiéndoselos tan atrás que hasta le chasquearon los hombros y alguien le juntó las muñecas y le puso una capucha para cubrirle la cabeza y ahogar sus chillidos, ya que gritaba a más y mejor:
—¡Iorek! ¡Iorek Byrnison! ¡Ayúdame!
Pero ¿acaso la oía el oso? No habría podido asegurarlo. No paraban de moverla de acá para allá y después la estrujaron contra una superficie dura que comenzó a dar bandazos y golpes como si fuera un trineo. Hasta ella llegaban ruidos desaforados y confusos. Iorek Byrnison estaba demasiado lejos para que Lyra alcanzara a oír sus rugidos; después notó un traqueteo como si estuviera recorriendo un terreno accidentado, mientras se retorcía los brazos, permanecía con la boca tapada y, aún así, sollozaba de rabia y de miedo. Finalmente oyó extrañas voces que hablaban a su alrededor.
—¡Pan! —gritó casi sin aliento.
—¡Estoy aquí! ¡Sssss! Ahora te ayudo a respirar. ¡Quieta!
Con sus patitas de ratón le apartó la capucha para dejarle la boca libre y Lyra aspiró una bocanada de aire helado.
—¿Quiénes son? —murmuró Lyra.
—Parecen tártaros. Me parece que han herido a John Faa.
—No…
—Le he visto caer. Habría debido prever este ataque. Eso lo sabemos.
—¡Pero nosotros deberíamos haberle ayudado! ¡Si hubiéramos consultado el aletiómetro…!
—¡Calla! Finge que estás inconsciente.
Se oyó el chasquido de un látigo y el aullido de perros lanzados a la carrera. Por las sacudidas y los saltos de un lado a otro, Lyra habría podido asegurar que iban a toda velocidad y, pese a que se esforzó en identificar los ruidos de la batalla, no pudo oír más que una siniestra racha de disparos amortiguados por la distancia, y después el crujido de pasos tan pronto rápidos como lentos al pisar la nieve.
—Nos llevan con los zampones —dijo Lyra en un murmullo.
La primera palabra que acudió a su mente fue la de «amputación». Un miedo espantoso invadió todo su cuerpo, mientras Pantalaimon se acurrucaba junto a ella.
—Yo lucharé —afirmó él.
—También yo. ¡Los mataré!
—Lo hará Iorek cuando se entere. Los aplastará.
—¿A qué distancia estamos de Bolvangar?
Pantalaimon no lo sabía, aunque suponía que debían de encontrarse a menos de un día de distancia. Después de un viaje tan largo que le había provocado calambres por todo el cuerpo, aminoraron el paso y alguien le sacó la capucha.
Lyra levantó los ojos y contempló un rostro ancho de rasgos asiáticos, enmarcado en una capucha de glotón, iluminado por el parpadeo de una luz vacilante. En sus negros ojos brillaba un destello de satisfacción, sobre todo cuando Pantalaimon se escabulló del anorak de Lyra y descubrió sus blancos dientes de armiño al tiempo que emitía un bufido. El daimonion del hombre, que era un glotón voluminoso y pesado, le respondió con un gruñido que no arredró lo más mínimo a Pantalaimon.
El hombre levantó a Lyra para sentarla y le apoyó el cuerpo contra el costado del trineo, pero Lyra seguía inclinándose hacia un lado porque continuaba con las manos atadas a la espalda. El hombre, pues, optó por desatarle las manos y atarle los pies.
A través de la nieve que caía y de la espesa niebla que todo lo envolvía, Lyra vio que el hombre era muy fuerte, al igual que el conductor, y se dio cuenta de que mantenía muy bien el equilibrio en el trineo y se movía como en su casa en aquellas tierras, lo que no era el caso de los giptanos.
El hombre habló, pero Lyra no entendió palabra. Lo intentó con otra lengua pero obtuvo el mismo resultado. Finalmente le habló en inglés.
—¿Cómo te llamas?
Pantalaimon erizó los pelos en señal de advertencia y Lyra comprendió al momento lo que eso significaba. ¡Le quería dar a entender que aquellos hombres no sabían quién era ella! No la habían secuestrado por su relación con la señora Coulter y, en consecuencia, a lo mejor no estaban al servicio de los zampones.
—Lizzie Brooks —respondió ella.
—Lissie Broogs —repitió él—. Nosotros llevarte sitio bonito, gente simpática.
—¿Quiénes sois?
—Samoyedos, cazadores.
—¿Adónde me lleváis?
—Sitio bonito. Gente simpática. ¿Tienes panserbjy’rn?
—Para protección.
—¡No sirve! ¡Ja, ja, oso no sirve! ¡Nosotros cogerte de todos modos!
Se echó a reír ruidosamente. Lyra se reprimió y no dijo nada.
—¿Quién ser aquellos hombres? —preguntó el hombre al poco rato señalando hacia atrás, al sitio de donde venían.
—Comerciantes.
—Comerciantes… ¿Qué clase?
—Pieles, licores —respondió Lyra—, hoja de humo.
—Vender hoja de humo y comprar pieles, ¿verdad?
—Eso.
El hombre dijo algo a su compañero, quien le respondió de forma escueta. El trineo seguía avanzando incesantemente y Lyra se acomodó mejor e intentó averiguar hacia dónde se dirigían. Sin embargo, la nevada era muy densa y el cielo estaba muy oscuro y en aquellos momentos Lyra tenía demasiado frío para seguir escrutando el paisaje, por lo que decidió tumbarse. Ella y Pantalaimon se captaban mutuamente los pensamientos y, aunque procuraban mantener la calma, el hecho de saber que John Faa había muerto… ¿Qué habría sido de Farder Coram? ¿Conseguiría Iorek matar a los otros samoyedos? ¿Lograrían dar con ella?
Por vez primera, empezó a compadecerse de sí misma.
Tras un buen rato, el hombre la cogió por el hombro, la sacudió toda y le dio una tira de carne de reno seca para que la masticara. Estaba rancia y dura, pero Lyra tenía hambre y sabía que aquello la alimentaba. Después de masticar unos momentos, comprobó que se sentía bastante mejor. Deslizó lentamente la mano entre las pieles para asegurarse de que el aletiómetro seguía en su sitio y seguidamente retiró con mucho cuidado la lata que contenía la mosca espía y se la introdujo en el interior de una de las botas, forrada de pieles. Pantalaimon, convertido en ratón, también se metió dentro de la bota y empujó la lata lo más abajo que pudo hasta que consiguió colocarla debajo del escarpín de piel de reno.
Así que la hubo colocado, Lyra cerró los ojos. El miedo que había pasado la había dejado exhausta y no tardó en sumirse en un plácido sueño.
Se despertó justo en el momento en que variaba el movimiento del trineo. De pronto el vehículo había adquirido una marcha más pausada y, así que abrió los ojos, vio destellos de luces que pasaban por encima de su cabeza. Eran tan deslumbrantes que tuvo que calarse la capucha antes de volver a mirar. Sentía todo el cuerpo entumecido y un frío terrible, pero consiguió incorporarse lo suficiente para ver que el trineo se lanzaba a toda velocidad entre una hilera de postes, en cuya parte superior había una rutilante luz ambárica. Apenas acababa de orientarse, cuando cruzaron una puerta metálica abierta, situada al final de un camino bordeado de luces que se abría a un amplio espacio parecido a una plaza de mercado al aire libre o a un ruedo dispuesto para exhibir alguna demostración lúdica o deportiva. El lugar era totalmente llano, suave y blanco, medía alrededor de cien metros de diámetro y estaba bordeado por una reja metálica muy alta.
El trineo se paró en el extremo opuesto de dicho ruedo. Se encontraban en el exterior de un edificio bajo o de una hilera de edificios bajos sobre los cuales iba acumulándose la nieve. Habría sido difícil asegurarlo, pero Lyra tuvo la impresión de que los edificios se conectaban a través de un sistema de túneles y de que éstos estaban ocultos por montones de nieve. A un lado, un sólido poste metálico le brindó una imagen familiar, aunque Lyra no habría podido decir qué le recordaba exactamente.
Antes de que tuviera tiempo de percatarse de la imagen, el hombre del trineo cortó la cuerda que le sujetaba los tobillos y la levantó desmañadamente mientras el conductor gritaba a los perros para que se estuvieran quietos. Se abrió la puerta del edificio situado a pocos metros de distancia, mientras sobre sus cabezas giraba una luz ambárica como un proyector que tratase de localizarlos.
El secuestrador de Lyra la empujó como quien muestra un trofeo, reteniéndola cautiva y pronunciando unas palabras. Una figura que llevaba un anorak acolchado de seda-carbón respondió en la misma lengua y en aquel momento Lyra descubrió sus rasgos. No era samoyedo ni tártaro, igual podría haber sido un licenciado del Jordan, pero la miró fijamente y observó de manera especial a Pantalaimon.
El samoyedo volvió a hablar y el hombre de Bolvangar preguntó a Lyra:
—¿Hablas inglés?
—Sí —respondió ella.
—¿Tu daimonion tiene siempre esta forma?
¡De todas las preguntas posibles, le hacía la más inesperada! Lyra no pudo hacer otra cosa que quedarse con la boca abierta. Pero Pantalaimon respondió a su manera transformándose en halcón y lanzándose desde el hombro de Lyra sobre el daimonion del hombre, una gran marmota, que propinó un golpe rápido a Pantalaimon y le dedicó un escupitajo cuando éste pasaba delante de ella valiéndose de sus veloces alas.
—Ya lo he visto —concluyó el hombre en tono satisfecho, mientras Pantalaimon volvía al hombro de Lyra.
Los samoyedos parecían expectantes, mientras el hombre de Bolvangar asentía y se quitaba un mitón para buscar algo en el bolsillo. Sacó de él un portamonedas que se cerraba con unos cordones y contó una docena de gruesas monedas que puso seguidamente en manos del cazador.
Los dos hombres comprobaron la cantidad de dinero y acto seguido, después de haberse quedado la mitad cada uno, se lo guardaron cuidadosamente. Sin volver la vista atrás, subieron de nuevo al trineo, el conductor hizo chasquear el látigo y gritó una orden a los perros, que se lanzaron a toda velocidad a través del blanco ruedo, siguieron después la sucesión de luces y, tras acelerar la marcha, se desvanecieron en la oscuridad que se perdía a lo lejos.
El hombre abrió otra vez la puerta.
—¡Entra rápido! —ordenó—. Dentro hay buena temperatura y se está cómodo. No te quedes ahí fuera, en medio del frío. ¿Cómo te llamas?
Tenía acento inglés, si bien Lyra no habría podido precisar exactamente el lugar de dónde procedía. Hablaba como aquellas personas que había conocido en casa de la señora Coulter: gente lista y educada, gente importante.
—Lizzie Brooks —respondió Lyra.
—Pasa, Lizzie. Aquí nos ocuparemos de ti, no te preocupes.
La verdad era que el hombre tenía más frío que ella, pese a que Lyra se había quedado fuera mucho más rato. Parecía impaciente por volver a disfrutar de la temperatura del interior. Lyra decidió que actuaría con lentitud, como si fuera algo torpe y renuente, por lo que al cruzar el alto dintel y entrar en el edificio, lo hizo arrastrando los pies.
Había dos puertas, con un amplio espacio entre ellas para que no se perdiera demasiado aire caliente. Tan pronto como hubo atravesado la puerta interior, Lyra se encontró bañada en un calor que le pareció insoportable, por lo que se desabrochó las prendas de pieles y se bajó la capucha.
Se encontraban en una estancia de unos ocho metros cuadrados, con pasillos a derecha e izquierda y, enfrente, uno de esos mostradores de recepción propios de un hospital. Todo estaba abundantemente iluminado, con el destello característico de las superficies blancas y el acero inoxidable. Flotaban en el aire efluvios de comida, una comida conocida —tocino ahumado y café— y, por debajo de ese aroma, un leve y perpetuo olor a hospital. De las paredes circundantes salía un ligero zumbido, tan tenue que resultaba casi inaudible, uno de esos ruidos a los que uno tiene por fuerza que acostumbrarse si no quiere que lo vuelva loco.
Pantalaimon, convertido ahora en jilguero, le musitó al oído:
—Muéstrate estúpida y torpe. Compórtate como si fueras tonta de verdad.
Había allí personas adultas que se inclinaban para observarla: el hombre que la había hecho entrar, otro hombre que llevaba una bata blanca y una mujer con uniforme de enfermera.
—Inglesa —informó el primero—. Parece que eran comerciantes.
—¿Los cazadores de siempre? ¿La historia de siempre?
—Que yo sepa, se trata de la misma tribu. Enfermera Clara, ¿puede hacerse cargo de la niña?
—Por supuesto, doctor. Ven, cariño —le ordenó la enfermera, conminación que Lyra, obediente, siguió.
Entraron en un breve pasillo que tenía varias puertas a la derecha y una cantina a la izquierda, de la que salían ruido de cuchillos y tenedores, además de voces y de nuevos olores de comida. La enfermera aparentaba una edad similar a la de la señora Coulter, según dedujo Lyra, y tenía un aire despierto y a la vez neutro y sensato, en fin, una mujer capaz de coser una herida o de cambiar un vendaje, pero incapaz de contar una historia. Su daimonion (lo que produjo a Lyra un momentáneo y extraño escalofrío cuando lo advirtió) era un perrito blanco y trotón. Poco después no habría sabido explicar el motivo del escalofrío.
—¿Cómo te llamas, nena? —le preguntó la enfermera al tiempo que abría una pesada puerta.
—Lizzie.
—¿Sólo Lizzie?
—No, Lizzie Brooks.
—¿Cuántos años tienes?
—Once.
A Lyra siempre le habían dicho que era baja para su edad, aunque se trataba de una afirmación que no había entendido nunca. Era un hecho que no había afectado en nada su autoestima, aunque ahora había comprendido que podía explotarlo para fingir que Lizzie era tímida, nerviosa e insignificante, por lo que no dudó en encogerse un poco al entrar en la habitación.
Lyra esperaba que le preguntara de dónde venía y cómo había llegado hasta allí, preguntas para las cuales ya tenía la respuesta a punto. Sin embargo, a la enfermera no sólo le faltaba imaginación sino también curiosidad. Dado el escaso interés que mostraba la hermana Clara, se habría dicho que Bolvangar se encontraba situado en las afueras de Londres y que era un lugar al que no dejaban de llegar niños. Su gracioso daimonion trotaba junto a sus talones con el mismo aire de vitalidad e impasibilidad que ella.
Hizo pasar a Lyra a una habitación donde había un sofá, una mesa, dos sillas, un archivador, una vitrina de cristal con medicamentos y vendas y un lavabo. Apenas hubieron entrado, la enfermera le quitó el abrigo y lo dejó caer en el suelo resplandeciente.
—Haremos lo mismo con el resto de tu ropa, cariño —dijo a Lyra—, vamos a echarte un vistazo para comprobar que estás sana y fuerte, que no padeces congelación ni estás acatarrada y después te buscaremos un vestido limpio y más adecuado. También podrás ducharte —añadió, ya que Lyra hacía días que no se cambiaba de ropa ni se lavaba y, dado el calor reinante, el hecho era bastante evidente.
Pantalaimon aleteó como protestando, pero Lyra lo reprendió mirándolo con el ceño fruncido. Se acomodó, pues, en el sofá mientras Lyra era despojada, una por una, de todas las prendas que la cubrían, a pesar de que aquello la llenaba de vergüenza y de contrariedad. A pesar de ello, tuvo suficiente presencia de ánimo para disimular y actuar como si fuera torpe y sumisa.
—Y el cinturón para guardar el dinero, Lizzie —dijo la enfermera al tiempo que lo desataba con sus fuertes dedos.
Iba a dejarlo caer sobre el montón con las demás prendas de Lyra, pero interrumpió el gesto al notar el borde del aletiómetro.
—¿Y esto qué es? —preguntó desabrochando el hule.
—Una especie de juguete —respondió Lyra—. Es mío.
—Sí, no te lo quitaremos, encanto —le replicó la hermana Clara, retirando el terciopelo negro—. Es muy bonito, ¿verdad? Parece una brújula. ¡Venga, a la ducha! —continuó, dejando a un lado el aletiómetro y corriendo una cortina de seda-carbón que cubría un rincón.
De mala gana, Lyra se colocó debajo del agua caliente y se enjabonó el cuerpo mientras Pantalaimon esperaba posado en la barra de la cortina. Los dos sabían que Pantalaimon no debía mostrar una vivacidad excesiva, puesto que los daimonions de las personas torpes acostumbran a serlo también. Tan pronto como se hubo lavado y secado, la enfermera le tomó la temperatura y le examinó los ojos, las orejas y la garganta, le midió la estatura y la pesó antes de anotar los datos correspondientes en una tablilla. A continuación le entregó un pijama y una bata. Eran prendas limpias y de buena calidad, como el anorak de Tony Makarios, pero también como la ropa de Tony tenían aspecto de haber sido ya usadas. Lyra comenzaba a sentirse muy inquieta.
—Esto no es mío —dijo.
—No, nena, pero tu ropa necesita un lavado a fondo.
—¿Me la devolverán después?
—Eso espero. Sí, claro.
—¿Qué es este sitio?
—Se llama Estación Experimental.
No era la respuesta a su pregunta pero, así como Lyra lo habría manifestado abiertamente y habría exigido más información, consideró que no era propio que lo hiciera Lizzie Brooks. Por consiguiente, no puso objeción alguna a los vestidos y no dijo nada más.
—Quiero el juguete —pidió con un cierto empecinamiento cuando se hubo puesto la ropa.
—Cógelo, cariño —accedió la enfermera—. ¿Pero no preferirías un bonito osito de peluche? ¿O una hermosa muñeca?
Abrió un cajón lleno de juguetes anodinos que parecían objetos muertos. Lyra se obligó a ponerse de pie e hizo ver que reflexionaba un momento antes de elegir una muñeca de trapo y de mirada ausente. No había tenido nunca ninguna muñeca, pero sabía cuál era el gesto adecuado, por lo que la apretó con aire distraído contra su pecho.
—¿Y mi cinturón para guardar el dinero? —preguntó—. Me gustaría guardar mi juguete en él.
—Puedes hacerlo, guapa —respondió la enfermera Clara, que en aquel momento estaba rellenando un formulario de color de rosa.
Lyra se levantó el pijama ajeno y se ató la bolsa de hule alrededor de la cintura.
—¿Dónde están mi chaqueta y mis botas? —inquirió Lyra—. ¿Y mis mitones y demás cosas?
—Vamos a lavártelo todo —replicó la enfermera como una autómata.
De pronto zumbó un teléfono y la enfermera acudió a atenderlo, momento que aprovechó Lyra para agacharse y recuperar la otra lata, aquélla en la que estaba encerrada la mosca espía, que se guardó en la bolsa junto con el aletiómetro.
—Ven, Lizzie —dijo la enfermera, colgando el aparato—. Vamos a buscar un poco de comida, supongo que tendrás hambre.
Siguió a la enfermera Clara a la cantina, donde había una docena de mesas blancas y redondas cubiertas de migajas y de circulitos pegajosos que indicaban la presencia de vasos colocados sin ningún miramiento. En una mesilla de acero provista de ruedas descansaban platos y cubiertos sucios. No había ventanas y, para dar ilusión de luz y espacio, habían cubierto una pared con un enorme fotograma que mostraba una playa tropical con un cielo de un intenso color azul, blancos arenales y palmeras.
Un hombre que la había acompañado hasta allí, recogió una bandeja de una compuerta de servicio.
—Come —le ordenó.
Como no tenía intención de morirse de hambre, dio cuenta con fruición del estofado acompañado de puré de patatas. A continuación le sirvieron un cuenco de melocotones en almíbar y un helado. Mientras Lyra comía, el hombre y la enfermera hablaban tranquilamente en otra mesa y, cuando hubo terminado, la enfermera le llevó un vaso de leche caliente y retiró la bandeja.
Entonces se le acercó el hombre y se sentó delante de ella. Su daimonion, una marmota, no se mostraba indiferente ni impávido como el perro de la enfermera, sino que se instaló muy comedido en el hombro de su hermano observando y escuchando.
—¿Qué tal, Lizzie? —le preguntó—. ¿Has comido suficiente?
—Sí, gracias.
—Me gustaría que me dijeras de dónde vienes. ¿Puedes?
—De Londres —respondió Lyra.
—¿Y qué haces tan lejos de allí?
—He venido con mi padre —farfulló ella.
Mantenía bajos los ojos, evitando la mirada de la marmota y tratando de dar la impresión de que estaba a punto de llorar.
—¿Con tu padre? Ya comprendo. ¿Y qué hace tu padre en este rincón del mundo?
—Comerciar. Llevábamos una carga de hoja de tabaco de Nueva Dinamarca y queríamos comprar pieles.
—¿Tu padre iba solo?
—No, iba con mis tíos y algunos hombres más —respondió Lyra sin precisar nada con exactitud, ya que no sabía lo que le habría contado el cazador samoyedo.
—¿Y por qué te llevó en un viaje como ése, Lizzie?
—Pues porque hace dos años lo acompañó mi hermano y siempre andaba diciendo que la vez siguiente se me llevaría a mí y no me llegaba nunca el turno. Así es que yo no paraba de pedírselo, hasta que al final conseguí que me llevara.
—¿Cuántos años tienes?
—Once.
—Muy bien, Lizzie, pues hay que decir que eres una niña con suerte, porque estos cazadores que te han encontrado no habrían podido traerte a un sitio mejor.
—Ellos no me han encontrado —respondió Lyra con una cierta indecisión—. Ha habido una lucha… había muchos hombres… y tenían flechas…
—No creo que hayan ido así las cosas. Lo que yo pienso es que te has separado del grupo de tu padre y que te has perdido. Cuando estos cazadores te han encontrado, estabas sola y te han traído directamente aquí. Las cosas han ocurrido de esta manera, Lizzie.
—Yo he visto lucha —replicó la niña—. Han disparado flechas y… ¡Quiero estar con mi padre! —agregó gritando y echándose a llorar.
—Bueno, mientras él viene, estás a salvo —la consoló el médico.
—¡Pero yo he visto cómo disparaban flechas!
—¡Te lo ha parecido! Cuando el frío es muy intenso ocurren este tipo de fenómenos, Lizzie. Te has quedado dormida, has tenido una pesadilla y ya no distingues la realidad de lo que no lo es. No ha habido lucha, de eso puedes estar segura. Tu padre se encuentra sano y salvo y no tardará en venir porque éste es el único sitio edificado en muchos centenares de kilómetros. ¡Menuda sorpresa la suya cuando te encuentre sana y salva! Y ahora la enfermera Clara te llevará al dormitorio, donde encontrarás a otros niños y niñas que también se perdieron en estas soledades, exactamente igual que tú. Ya puedes irte. Mañana por la mañana volveremos a hablar.
Lyra se puso de pie y abrazó a la muñeca, mientras Pantalaimon se encaramaba a su hombro y la enfermera les abría la puerta para dejarlos salir.
Pasaron por más corredores y Lyra, además, se sentía tan cansada y tenía tanto sueño que no paraba de bostezar. ¡Si apenas podía levantar los pies del suelo, calzados con las zapatillas de lana que le habían dado! Pantalaimon estaba que se caía y tuvo que transformarse en ratón y acomodarse en el bolsillo de su bata. Lyra le pareció entrever una hilera de camas, caras de niños, una almohada… antes de sumirse en un profundo sueño.
Alguien la sacudía. Lo primero que hizo fue palparse la cintura: los dos recipientes de lata seguían en su sitio, no habían sufrido daño alguno. Quiso abrir los ojos, pero le resultaba imposible. ¡En su vida había tenido tanto sueño!
—¡Despierta! ¡Despierta!
Era un murmullo en el que participaba más de una voz. Con un esfuerzo indescriptible, como si tuviera que empujar una roca cuesta arriba por la pendiente de una montaña, debatiéndose contra el sueño, Lyra consiguió despertarse.
A la luz tenue de una bombilla ambárica muy débil, colgada de la puerta de entrada, vio a otras tres niñas apiñadas a su alrededor. Apenas alcanzaba a distinguirlas, porque le costaba enfocar los ojos, pero le pareció que aquellas niñas eran de su misma edad y que hablaban inglés.
—Ya se ha despertado.
—Le han dado píldoras para dormir. Seguramente…
—¿Cómo te llamas?
—Lizzie —farfulló Lyra.
—¿Va a llegar otro cargamento de niños? —preguntó una de ellas.
—No lo sé. Conmigo no ha venido nadie.
—¿De dónde te han sacado, entonces?
Lyra hizo de nuevo esfuerzos, esta vez para sentarse. No recordaba haber tomado ninguna píldora para dormir, pero era muy posible que se la hubieran dado con la bebida. Tenía la sensación de que su cabeza estaba como acolchada y sentía un leve dolor pulsátil en un punto situado detrás de los ojos.
—¿Dónde estamos?
—En ninguna parte. No nos lo dicen.
—Por lo general, cuando traen a algún niño, nunca viene solo…
—¿Qué les hacen? —consiguió articular Lyra, porfiando por despejarse mientras Pantalaimon hacía lo propio.
—No lo sabemos —respondió la niña que parecía llevar la voz cantante, una niña alta, pelirroja, de movimientos bruscos y marcado acento inglés—. Nos toman medidas, nos examinan y…
—Miden el Polvo —dijo otra, ésta de cabello oscuro, regordeta y simpática.
—Eso tú no lo sabes —le replicó la primera.
—Sí, lo miden —intervino la tercera, que parecía un poco alicaída y hacía muchos mimos a su daimonion, un conejo—. Yo he oído lo que decían.
—Después se los llevan uno tras otro y ya no sabemos nada más, sólo que no vuelve ninguno —agregó la pelirroja.
—Hay un niño que cree… —apuntó la gorda.
—¡No, no se lo digas! —la interrumpió la pelirroja—. ¡Todavía no!
—¿Aquí también hay niños? —preguntó Lyra.
—Sí, cantidad de niños. Calculo que habrá unos treinta.
—¡Y más! —la corrigió la gordita—. Yo diría que hay cuarenta.
—Lo que pasa es que continúan llevándoselos —explicó la pelirroja—. Generalmente empiezan trayendo a un grupo, después el grupo va creciendo y a continuación los niños empiezan a desaparecer uno por uno.
—Son zampones —puntualizó la gorda—. Ya sabes… zampones. Les teníamos mucho miedo y al final nos cazaron…
Lyra estaba despertándose por momentos. Los daimonions de las otras niñas, a excepción del conejo, se habían reunido a escuchar en la puerta y no había nadie que levantase la voz por encima de un murmullo. Lyra les preguntó sus nombres. La pelirroja se llamaba Annie, la gorda y morena Bella y el nombre de la delgadita era Martha. Las niñas no sabían cómo se llamaban los niños, porque casi siempre mantenían a los dos sexos separados. La verdad era que no las trataban mal.
—Aquí se está bien —la informó Bella—, no hacemos casi nada, sólo algún examen de vez en cuando. También tienes que realizar ejercicios y después te toman las medidas, te comprueban la temperatura y otras cosas por el estilo. La verdad es que se pasa bastante aburrido.
—Salvo cuando viene la señora Coulter —precisó Annie.
Lyra tuvo que ahogar el grito que estuvo a punto de escapársele y Pantalaimon aleteó con tal fuerza que las otras niñas se dieron cuenta de su reacción.
—Está nervioso —les explicó Lyra, tratando de apaciguarlo—. Seguramente nos han dado algunas píldoras para dormir, como vosotras habéis dicho, porque estamos muy amodorrados los dos. ¿Quién es la señora Coulter?
—La que nos cazó a la mayoría de nosotros —explicó Martha—. Todos hablan de ella. Verla es una señal segura de que van a desaparecer más niños.
»Le gusta observar a los niños cuando se los llevan, le gusta ver qué hacen con nosotros. Hay un niño que se llama Simon que cree que nos matan y que la señora Coulter lo presencia cuando lo hacen.
—¿Que nos matan? —exclamó Lyra con un estremecimiento.
—Es muy probable, teniendo en cuenta que no hay ninguno que vuelva.
—También les interesan los daimonions —aseguró Bella—. Los pesan, los miden y cosas así…
—¿Tocan a vuestros daimonions?
—¡Oh, no, Dios mío! Lo que hacen es poner balanzas y el daimonion tiene que subirse a ellas y transformarse y ellos van tomando notas y sacan fotos. Y a ti te meten en la vitrina y te miden el Polvo, siempre lo mismo, no paran un momento de medir el Polvo.
—¿Qué polvo? —inquirió Lyra.
—Pues no lo sabemos —respondió Annie—. Algo que está en el espacio. No es polvo de verdad. Si no tienes el Polvo ése, todo va bien. Pero al final todo el mundo acaba teniendo Polvo.
—¿Sabes qué dice Simon? —declaró Bella—. Pues que los tártaros se hacen unos agujeros en la cabeza para que les entre ese Polvo.
—Sí, ¡qué va a saber él! —repuso Annie con aire desdeñoso—. Cuando vea a la señora Coulter, se lo preguntaré.
—¡No te atreverás! —exclamó Martha, admirada.
—¡Claro que me atreveré!
—¿Cuándo vendrá? —preguntó Lyra.
—Pasado mañana —respondió Annie.
Lyra sintió un aterrorizado sudor frío que le bajaba por la espina dorsal y Pantalaimon se le acercó. Tenía un día para localizar a Roger y para descubrir todo lo relacionado con aquel lugar. Después, a lo mejor podía escapar o conseguir que la rescataran. Si habían matado a todos los giptanos, ¿quién ayudaría a los niños a vivir en medio de la desolación de aquellos páramos helados?
Las niñas siguieron hablando, pero Lyra y Pantalaimon se acurrucaron en la cama y procuraron mantenerse calentitos, sabedores de que alrededor de aquella cama no había otra cosa que centenares de kilómetros de horror.