13. ESGRIMA

Su primer impulso fue dar media vuelta y echar a correr, ya que de otro modo se habría puesto enferma. Un ser humano sin un daimonion era como una persona sin rostro o con las costillas desgarradas y el corazón arrancado, es decir, algo que no era natural, algo misterioso que pertenecía al mundo de los espíritus nocturnos, no al desvelado mundo de los sentidos.

Por esto Lyra seguía asida a Pantalaimon, mientras la cabeza le daba vueltas y sentía un nudo en la garganta y, frío como la noche, un sudor enfermizo le humedecía la piel con una sensación todavía más fría.

—Ratter —dijo el niño—, ¿tienes a mi Ratter?

Lyra sabía a qué se refería.

—No —respondió con voz débil y asustada, puesto que así era cómo se sentía, y añadió—: ¿Cómo te llamas?

—Tony Makarios —contestó él—. ¿Dónde está Ratter?

—No lo sé… —fueron sus primeras palabras porfiando para no sucumbir a la náusea—. Los zampones…

Pero le fue imposible terminar la frase; Lyra tuvo que salir del cobertizo y sentarse sola en la nieve, aunque por supuesto no estaba sola, nunca lo estaba, ya que Pantalaimon la acompañaba siempre. ¡Qué sería de ella si se encontrara como aquel niño, separado de su Ratter! ¡No podía haber nada peor en el mundo! No pudo reprimir un sollozo, mientras Pantalaimon también se ponía a lloriquear y de los sentimientos de los dos nacía una enorme lástima, una gran piedad por aquel medio niño.

Después volvió a ponerse de pie.

—¡Venga! —exclamó con voz temblorosa—. ¡Sal, Tony! Vamos a llevarte a un sitio seguro.

Se notó un cierto movimiento en la pesquería e inmediatamente apareció junto a la puerta, agarrando todavía con las manos el pescado seco. Iba suficientemente abrigado, con prendas cálidas como un anorak de seda acolchada y unas botas de piel, pero tenían aspecto de ser de segunda mano y no se adecuaban a su talla. Visto a la luz exterior, procedente de los últimos jirones débiles de la Aurora, y con el resplandor del suelo cubierto de nieve, tenía un aire más desorientado y lamentable que al principio, a la luz de la linterna y acurrucado junto a los estantes de la pesquería.

El vecino del pueblo que había traído el farol se había retirado a unos metros de distancia y los llamó.

Iorek Byrnison interpretó sus palabras:

—Dice que tienes que pagar el pescado.

Lyra se sintió tentada de responderle al oso que lo matase, pero rectificó y dijo:

—Nos llevamos al niño. Me parece que pueden permitirse darnos un pescado a cambio.

El oso se lo explicó al hombre quien farfulló unas palabras, pero no discutió. Lyra dejó la linterna en la nieve y cogió al medio niño de la mano para conducirlo hasta donde estaba el oso. Caminaba como indefenso, sin mostrar sorpresa ni miedo alguno frente a aquella bestia blanca que tenía tan cerca y, cuando Lyra lo ayudó a sentarse en el lomo de Iorek, todo lo que comentó fue:

—No sé dónde está mi Ratter.

—Tampoco nosotros, Tony —le respondió Lyra—. Pero nosotros… nosotros castigaremos a los zampones. Te prometo que lo haremos. Iorek, ¿puedo sentarme también yo en tu espalda?

—Mi coraza pesa mucho más que unos niños —respondió el oso.

Así pues, Lyra se acomodó detrás de Tony y le indicó que se agarrara con fuerza a los largos pelos del oso, mientras Pantalaimon se instalaba dentro de su capucha, calentito, íntimo y rebosante de piedad. Lyra sabía que el impulso de Pantalaimon era salir de la capucha y hacer algunos mimos a aquel medio niño, lamerlo, acariciarlo, darle calor igual que habría hecho su daimonion, pero el gran tabú se lo impedía.

Atravesaron el pueblo y subieron hacia el cerro, mientras en los rostros de los vecinos de la localidad se pintaba todo el horror que sentían y al mismo tiempo una especie de alivio cargado de temor al ver a aquella criatura tan espantosamente mutilada que, por fortuna, desaparecía del pueblo gracias a aquella niña y al gran oso blanco.

En el corazón de Lyra la repulsión corría pareja con la compasión, aunque la última acabó ganando la partida. Rodeó, pues, con los brazos aquel exiguo pellejo a fin de que se mantuviera en su sitio. El viaje de vuelta hasta reunirse con toda la comitiva fue más frío, más dificultoso y más oscuro, aunque pese a todo pareció transcurrir más aprisa. Iorek Byrnison era incansable y Lyra cabalgaba sobre él de manera automática y ni un solo momento tuvo miedo de caer. Aquel cuerpo frío que tenía en sus brazos era tan ligero que en cierto modo su manejo resultaba fácil. Estaba sentado y se tenía muy erguido, sin moverse cuando el oso se movía, lo que en otro aspecto también dificultaba las cosas.

De vez en cuando el medio niño dejaba oír su voz:

—¿Qué dices? —preguntó Lyra.

—Decía que si sabrá dónde estoy.

—Sí, lo sabrá, te encontrará y nosotros la encontraremos. Ahora agárrate fuerte, Tony. Ya no debemos de estar lejos…

El oso avanzaba a medio galope. Lyra no se enteró de lo cansada que estaba hasta que alcanzaron a los giptanos que habían hecho un alto para que descansaran los perros. De pronto volvían a estar todos juntos: Farder Coram, lord Faa, Lee Scoresby, todos se precipitaron a ayudarlos, aunque se quedaron en silencio al ver a la otra figura que acompañaba a Lyra. El personajillo estaba tan envarado que no pudieron sacarle los brazos del cuerpo del oso y John Faa en persona tuvo que encargarse de abrírselos suavemente y de descabalgarlo.

—¡Bendito sea Dios! ¿Y éste quién es? —exclamó—. Pero, Lyra, ¿se puede saber qué es lo que has encontrado?

—Se llama Tony —consiguió farfullar, pese a que tenía los labios helados—. Y le han arrancado a su daimonion. Lo que hacen los zampones es eso.

Los hombres se hicieron atrás, aterrados de pronto, pero entonces, para sorpresa de Lyra, habló el oso como reconviniéndolos.

—¡Qué vergüenza para vosotros! ¡Pensad en lo que ha hecho esta niña! Quizá no tengáis más valor que ella, pero ¡qué vergüenza si demostráis menos!

—Tienes razón, Iorek Byrnison —exclamó John Faa, volviéndose para dar órdenes—. Azuzad el fuego y calentad un poco de sopa para la niña, mejor dicho, para los dos niños. Farder Coram, ¿está aparejada tu tienda?

—Sí, John. Llevadla a ella y le daremos un poco de calor…

—En cuanto al niño —dijo alguien—, que también coma y se caliente, aunque…

Lyra habría querido contarle a John Faa todo lo referente a las brujas, pero al verlos tan atareados y encontrarse ella tan cansada no comentó nada. Después de unos minutos de confusión, iluminados por la luz del farol y en medio del humo de la fogata y de las figuras que se movían continuamente de un lado a otro, Lyra sintió un ligero mordisco en la oreja, propinado por los dientes de armiño de Pantalaimon, y se despertó con la cara del oso a pocos centímetros de la suya.

—Las brujas —murmuró Pantalaimon—. He llamado a Iorek.

—¡Oh, sí! —farfulló—. Iorek, gracias por transportarme en ese viaje de ida y vuelta. Me he olvidado de hablar a lord Faa de las brujas; mejor que lo hagas tú.

Oyó responder al oso que estaba de acuerdo y acto seguido cayó profundamente dormida.

Cuando despertó, tuvo la sensación de encontrarse más cerca de la luz del día que en toda su vida. El cielo estaba empalidecido por la zona sudeste y en el aire flotaba una neblina gris a través de la cual los giptanos se movían como gigantescos fantasmas, cargando los trineos y poniendo arneses a los perros.

Lyra lo observaba todo acomodada en el trineo de Farder Coram, tumbada debajo de un montón de pieles. Pantalaimon se despertó mucho antes que ella y se transformó en un zorro ártico antes de tomar su forma preferida, la de un armiño.

Iorek Byrnison dormía echado en la nieve, la cabeza apoyada en sus enormes patas, pero Farder Coram estaba levantado y muy atareado y, tan pronto como vio aparecer a Pantalaimon, acudió cojeando junto a Lyra para despertarla del todo.

Ésta lo vio acercarse y se sentó a hablar con él.

—¡Farder Coram, ahora entiendo lo que antes no entendía! El aletiómetro insistía en «pájaro» y «no», lo cual no tenía sentido porque significaba «sin daimonion» y esto para mí era incomprensible… ¿Qué pasa?

—Lyra, lamento tener que darte esta noticia después de todo lo que has hecho, pero hace una hora que el niño ha muerto. No se adaptaba, no paraba un momento en ningún sitio, llamaba constantemente a su daimonion, preguntaba dónde estaba, si vendría pronto y otras cosas por el estilo y se mantenía fuertemente agarrado a aquel trozo seco de pescado como si… Me cuesta explicártelo, nena, pero al final ha cerrado los ojos y se ha quedado quieto. Por vez primera parecía estar tranquilo, ya que por fin era como otro muerto cualquiera, privado de su daimonion por causas naturales. Han tratado de cavar un hoyo en el suelo para enterrarlo, pero la tierra está dura como el hierro. John Faa ha dado orden, pues, de hacer una fogata y van a incinerarlo para que sus restos no sean pasto de los carroñeros.

»Niña, tú has hecho una cosa muy digna y que denota bondad; estoy orgulloso de ti. Ahora sabemos de qué maldad son capaces estas personas, vemos más claro que nunca cuál es nuestro deber. Lo que debes hacer ahora es descansar y comer, porque es demasiado pronto para que puedas restablecerte en una noche y, teniendo en cuenta las temperaturas reinantes, tienes que comer para impedir que te debilites más…

Farder Coram no paraba de moverse de un lado a otro, colocaba las pieles en su sitio, ceñía la cuerda para tensar el cuerpo del trineo, desenmarañaba los arneses con sus manos.

—Farder Coram, ¿dónde está el cuerpo del niño? ¿Ya lo han incinerado?

—No, Lyra, está allí tendido.

—Me gustaría verlo.

No podían negárselo, Lyra había visto cosas peores que cadáveres y a lo mejor verlo la tranquilizaba. Así, acompañada de Pantalaimon, transformado en liebre blanca que trotaba alegremente a su lado, recorrió toda la hilera de trineos junto a los cuales unos hombres amontonaban leña.

El cadáver del niño estaba debajo de una manta a cuadros junto al camino. Lyra se arrodilló y levantó la manta con sus manos cubiertas por los mitones. Cuando un hombre ya iba a impedírselo, los demás movieron negativamente la cabeza.

Pantalaimon se acercó arrastrando la barriga por el suelo mientras Lyra contemplaba aquel pobre rostro destrozado. Se quitó el mitón y le tocó los ojos. Estaban fríos como el mármol. Farder Coram había estado en lo cierto: el pobre Tony Makarios no se diferenciaba en nada de cualquier ser humano al que la muerte separa de su daimonion. ¡Oh, qué horrible sería para ella si le arrebatasen a Pantalaimon! Recogió a su daimonion del suelo y lo abrazó contra ella, como si quisiera introducirlo en su corazón. Lo único que Tony poseía era aquel triste trozo de pescado…

Por cierto, ¿dónde estaba?

Bajó la manta para intentar encontrarlo y comprobó que había desaparecido. Se puso en pie de un salto y sus ojos chispearon con furia mientras observaba a los hombres que tenía a su alrededor.

—¿Dónde está el pescado?

Los hombres se quedaron estupefactos, sin saber a qué se refería, aunque era evidente que algunos de los daimonions sí lo sabían y por eso se miraban mutuamente. Uno de los hombres comenzó a hacer muecas como si estuviera a punto de soltar una carcajada.

—¡No te atrevas a reír! ¡Como te rías de él te rompo la crisma! Era la única cosa que poseía, un trozo de pescado seco, lo único que podía amar y mimar en lugar de su daimonion. ¿Quién se lo ha quitado? ¿Dónde ha ido a parar?

Pantalaimon se había transformado en irbis, como el daimonion de lord Asriel, y lanzaba gruñidos, aunque Lyra no se dio cuenta. Lo único que sabía distinguir en aquel momento era lo que estaba bien de lo que estaba mal.

—¡Cuidado, Lyra! —le advirtió uno—. ¡Ándate con mucho cuidado!

—¿Quién se lo ha quitado? —volvió Lyra a la carga, mientras el giptano daba un paso atrás ante lo apasionado de su furia.

—Yo no lo sabía —respondió el otro disculpándose—. Me figuraba que era algo que estaba comiendo y se lo he quitado de las manos por considerarlo más respetuoso. Eso es todo, Lyra.

—Entonces dime dónde está.

El hombre, bastante azarado, se explicó:

—Como he pensado que ya no le hacía falta, lo he echado a los perros. Te ruego que me perdones.

—Es él quien debe perdonarte, no yo —replicó Lyra, volviéndose a poner de rodillas junto al niño y descansando la mano en su mejilla helada.

De pronto se le ocurrió una idea y hurgó entre las pieles con que se cubría el cuerpo. Notó el azote del frío glacial al abrirse el anorak, pero a los pocos segundos tenía en las manos lo que buscaba: una moneda de oro que sacó del portamonedas antes de volver a arrebujarse en las pieles.

—Préstame el cuchillo —le dijo al hombre que había cogido el pescado y, cuando se lo dio, preguntó a Pantalaimon—: ¿Cómo se llamaba?

Pantalaimon, lógicamente, sabía a quién se refería y respondió:

—Ratter.

Con la moneda de oro en la mano izquierda, cubierta con el mitón, y sosteniendo el cuchillo como si fuera un lápiz, grabó en el metal el nombre del daimonion amputado.

—Espero que baste con esto, suponiendo que pueda darte el mismo trato que si pertenecieras al Jordan College —murmuró al oído del niño muerto, al tiempo que le forzaba las mandíbulas para separárselas y le introducía la moneda en la boca. Aunque difícil, consiguió hacerlo y también logró cerrárselas de nuevo.

Después devolvió el cuchillo al hombre y se adentró en el crepúsculo matutino para reunirse con Farder Coram.

Éste le dio un tazón de sopa que acababa de sacar del fuego y que Lyra consumió con avidez.

—¿Qué haremos con las brujas, Farder Coram? —preguntó Lyra—. No sé si tu bruja era una de ellas.

—¿Mi bruja? Yo no me hago tantas ilusiones, Lyra. Posiblemente iban a alguna parte. En la vida de las brujas hay muchos asuntos que nos son ajenos, intervienen en ella cosas que son invisibles para nosotros, misteriosas enfermedades que para nosotros no tendrían importancia alguna o se ven empujadas a guerras cuyos motivos están fuera de nuestro alcance o experimentan alegrías y penas que tienen que ver con la floración de plantas insignificantes que crecen en la tundra… Pero de veras que me habría gustado verlas volar, Lyra. ¡Cuánto habría disfrutado con un espectáculo como ése! Anda, termínate la sopa. ¿Quieres un poco más? Se está cociendo pan de puchero. ¡Vamos, niña, come porque no tardaremos en ponernos en camino!

La comida reanimó a Lyra y hasta el frío que tenía metido en el alma comenzó a fundirse. Estuvo presente con los demás en la ceremonia de cremación del medio niño en la pira funeraria e inclinó la cabeza y cerró los ojos mientras John Faa decía sus oraciones, después de lo cual los hombres rociaron el cuerpo con espíritu de carbón, le echaron unas cerillas y en pocos minutos quedó convertido en brasas.

En cuanto tuvieron la seguridad de que su cuerpo había quedado reducido a cenizas, se dispusieron a reemprender el viaje. Fue una jornada fantasmal. Muy temprano se puso a nevar y al poco tiempo el mundo estaba compuesto únicamente de las sombras grises de los perros que tenían delante, del bamboleo y chasquidos del trineo, del mordisco del frío y de todo un mar arremolinado de enormes copos de nieve que por el color apenas se distinguían del cielo y sólo eran levemente más claros que la nieve del suelo.

Los perros seguían corriendo a través de la nieve con los rabos enhiestos y el aliento convertido en vapor. Se dirigían al norte, cada vez más al norte, mientras iba y venía una especie de desvaído mediodía y el crepúsculo se desplegaba de nuevo alrededor del mundo. Se pararon a comer, a beber y a descansar en una quebrada entre montañas, con la intención además de orientarse, y mientras John Faa hablaba con Lee Scoresby acerca de la mejor manera de servirse del globo, Lyra se acordó de la mosca espía y preguntó a Farder Coram qué había ocurrido con la lata de hojas de humo dentro de la cual la había aprisionado.

—La tengo bien guardada —le aseguró él—. Está en el fondo de aquel petate, pero no se la puede ver; soldé el bote al embarcar, tal como dije. Para ser sincero, no sé qué haremos con ella, quizá podríamos tirarla en una mina de fuego, a lo mejor así nos librábamos de ella. Pero no te preocupes, Lyra. Mientras esté en mi poder, no hay nada que temer.

Así que se le presentó la oportunidad, metió el brazo en el petate de lona, tiesa a causa del frío, y sacó la minúscula lata. Todavía no la tenía en la mano cuando oyó el zumbido que hacía el bicho en el interior.

Mientras Farder Coram estaba de palique con los demás jefes, Lyra cogió la lata, la entregó a Iorek Byrnison y le explicó la idea que se le había ocurrido. Le vino a las mientes al recordar la facilidad con que cortaba el metal de la cubierta del motor con tanta facilidad.

Iorek atendió sus palabras, seguidamente cogió la tapadera de una caja de galletas y, dando muestras de su gran destreza, la convirtió en un pequeño cilindro plano. Lyra quedó maravillada al ver la habilidad de sus manos: a diferencia de la mayoría de osos, tanto él como los animales de su estirpe tenían el pulgar opuesto a los demás dedos, lo que les permitía asir los objetos y manipularlos, aparte de que Iorek poseía un sentido innato de la resistencia y flexibilidad de los metales, lo que significaba que le bastaba sopesarlos una o dos veces, doblarlos a uno y otro lado y ya podía trazar sobre ellos un círculo con las garras para marcar por donde quería doblarlos. Así procedió ahora, doblando los lados hacia dentro hasta formar un reborde y confeccionando después una tapadera para encajarla en él. Lyra le pidió dos recipientes de este tipo: uno del mismo tamaño que la lata original de hojas de humo y otro en el que pudiera meter ésta, además de una cantidad de cabellos y briznas de musgo y líquenes para disponer un lecho que amortiguase el ruido. Una vez cerrado tenía el mismo tamaño y forma que el aletiómetro.

Terminada la labor, Lyra se sentó junto a Iorek Byrnison mientras él se dedicaba a dar cuenta de un muslo de reno tan congelado que parecía de madera.

—Iorek —le preguntó Lyra—, ¿debe de ser duro eso de no tener un daimonion? ¿No te sientes solo?

—¿Solo? —replicó él—. Pues no lo sé. Todos dicen que aquí hace mucho frío. Yo no sé si hace frío o no, pero yo no lo tengo. Tampoco sé qué significa estar solo. Los osos somos solitarios por naturaleza.

—¿También los osos de Svalbard? —quiso saber Lyra—. Los hay a millares, ¿no es verdad? A mí me han dicho eso.

Iorek no respondió y se limitó a desgarrar el muslo por la articulación, con lo que produjo un ruido parecido al de una rama al desgajarse.

—Perdona, Iorek —agregó Lyra—, espero no haberte ofendido. Lo que me mueve a preguntar es la curiosidad. Y si los osos de Svalbard me inspiran más curiosidad es por mi padre.

—¿Quién es tu padre?

—Lord Asriel. Lo tienen prisionero en Svalbard, ¿sabes? Me parece que los zampones lo traicionaron y pagaron a los osos para que lo tuvieran prisionero.

—No lo sé porque yo no soy un oso de Svalbard.

—Creía que lo eras…

—No, hubo una época en que lo fui, pero ahora ya no. Me expulsaron para castigarme porque maté a otro oso. Por eso me privaron de mi categoría, de mis bienes y de mi coraza y me enviaron a vivir a la frontera del mundo humano y a luchar cuando encontrara un puesto en él o bien a trabajar empleando la fuerza bruta y a ahogar los recuerdos a base de alcohol.

—¿Y por qué mataste al otro oso?

—Por pura furia. Los osos tenemos medios para canalizar la furia por otros caminos que no sean la lucha contra nuestros semejantes, pero yo estaba fuera de mí, por eso lo maté y por esto me castigaron con toda justicia.

—Tú tenías riquezas y rango —dijo Lyra con admiración—. ¡Exactamente como mi padre, Iorek! A él le ocurrió lo mismo cuando yo nací. También mató a un hombre y le quitaron todas sus riquezas, aunque eso fue mucho antes de que lo hicieran prisionero en Svalbard. No sé nada de Svalbard, salvo que está situado muy al norte. ¿Está cubierto de hielo? ¿Se puede llegar allí a través del mar helado?

—Desde esta costa no. A veces el mar está helado en la parte sur, otras veces no. Te haría falta un bote.

—O un globo, quizá.

—Sí, un globo sí, pero entonces necesitarías viento favorable.

Iorek seguía royendo el muslo de reno y entretanto a Lyra se le ocurrió una idea loca al recordar todas aquellas brujas que había visto atravesar volando el cielo de noche, aunque no hizo ningún comentario al respecto. Se limitó a interrogar a Iorek Byrnison acerca de Svalbard y escuchó ávidamente mientras él le hablaba de aquellos glaciares que iban deslizándose lentamente, de aquellas rocas y de aquellos témpanos de hielo donde vivían cientos y cientos de morsas de deslumbrantes colmillos, de aquellos mares donde proliferaban las focas, de aquellos narvales que hacían entrechocar sus largos y blancos colmillos sobre los hielos que cubrían las aguas, de aquella amplia y adusta costa bordeada de hierro, con acantilados de mil metros o más de altura, donde se posaban extrañas criaturas y desde los cuales se lanzaban en picado, de los pozos de carbón y de las minas de fuego, donde los osos herreros se dedicaban a martillear gruesas planchas de hierro hasta convertirlas en corazas…

—Si te quitaron la coraza, ¿de dónde sacaste la que tienes, Iorek?

—Me la hice yo en Nueva Zembla con metal celeste. Mientras no la tuve, fui incompleto.

—Esto quiere decir que los osos son capaces de fabricarse su alma… —apuntó Lyra, dándose cuenta de que en este mundo tenía mucho que aprender—. ¿Quién es el rey de Svalbard? —prosiguió—. ¿Tienen rey los osos?

—Sí, se llamaba Iofur Raknison.

Aquel nombre encendió una lucecita en la memoria de Lyra. Era un nombre que había oído en alguna parte, pero ¿dónde? No lo había pronunciado la voz de un oso ni tampoco la de un giptano. La voz que lo había nombrado era la de un licenciado, en tono preciso, pedante y vagamente arrogante, muy posiblemente una voz del Jordan College. Trató de recordar de nuevo. ¡Era una voz que conocía tan bien!

De pronto se acordó: había sido en el salón reservado y los licenciados estaban escuchando a lord Asriel. Quien había nombrado a Iofur Raknison había sido el profesor Palmerian. Había empleado la palabra panserbjy’rne, una palabra desconocida para Lyra, que además tampoco sabía que Iofur Raknison fuera un oso. Pero ¿qué había dicho el hombre? El rey de Svalbard era vanidoso, susceptible al halago, pero había algo más… ¡ojalá hubiese podido recordarlo! Sin embargo, habían ocurrido tantas cosas desde entonces…

—Si tu padre está prisionero de los osos de Svalbard —declaró Iorek Byrnison—, no escapará. Allí no hay madera con la que poder fabricar una barca. De todos modos, dado que es un aristócrata, lo tratarán bien. Dispondrá de una casa donde vivir y de un criado que lo atienda, además de comida y combustible.

—¿No han sido nunca vencidos los osos, Iorek?

—No.

—¿Ni tampoco engañados, quizá?

Dejó de roer, la miró directamente y después añadió:

—No derrotarás nunca a los osos acorazados. Ya has visto mi coraza; mira ahora mis armas.

Soltó la carne y levantó las patas con las palmas para arriba para que Lyra las examinara. Cada cojinete negro estaba recubierto de una piel correosa de unos dos centímetros de grueso y las garras eran como mínimo tan largas como la propia mano de Lyra y, además, cortaban como cuchillos. Dejó que ella las acariciara, maravillada, con sus manos.

—Con un solo golpe podría machacar el cráneo de una foca —dijo Iorek— o romper el espinazo de un hombre o arrancarle un miembro. Y además, muerdo. Si no me hubieras parado los pies en Trollesund, habría machacado la cabeza de aquel hombre igual que una cáscara de huevo. Hasta aquí la fuerza, después viene la astucia. A un oso no hay quien lo engañe. ¿Quieres que te lo demuestre? Coge un palo y practiquemos la esgrima.

Ávida de ponerlo a prueba, Lyra desgajó una rama de un arbusto cargada de nieve, le arrancó todos los brotes laterales y comenzó a pegar estocadas a diestro y siniestro como si fuera una espada. Iorek Byrnison se sentó sobre sus cuartos traseros y se quedó a la espera con las patas delanteras en el regazo. Finalmente Lyra decidió lanzarse al ataque, aunque no quería herirlo ya que se mostraba tan pacífico. Así pues, hizo unos floreos, librándose a unas cuantas fintas a derecha e izquierda, aunque sin intención de lastimarlo, pero él no se movió. Lo repitió varias veces seguidas y él siguió sin moverse ni un centímetro. Por fin decidió atacarlo directamente, sin herirlo pero simplemente tocándole el estómago con el palo. Al momento el oso avanzó la pata y apartó el palo a un lado.

Sorprendida, Lyra probó de nuevo con igual resultado. Él se movía con mucha más rapidez y seguridad que ella. Lyra acabó por intentar herirlo de verdad, manejando el palo como un espadachín el florete, pero ni una sola vez consiguió tocarle el cuerpo. Parecía como si el oso adivinara sus intenciones; cuando intentó arremeter contra su cabeza, la enorme pata apartó el palo como si tal cosa y, cuando Lyra quiso hacer un amago, el oso no se movió siquiera.

Aquello exasperó a Lyra y la empujó a un furioso ataque, intentando pinchar, golpear, pegar y apuñalar, aunque no consiguió ni una sola vez esquivar aquellas patas. Parecían estar en todas partes, con el tiempo preciso para parar el golpe, justo en el lugar adecuado para neutralizarlo.

Al final se asustó y renunció. Llevaba tantas pieles encima que tenía el cuerpo cubierto de sudor, estaba sin aliento, se sentía agotada y el oso seguía sentado, impasible, en su sitio. Aun cuando Lyra hubiera dispuesto de una espada de verdad, provista de una punta asesina, él habría salido completamente ileso.

—Apuesto que hasta balas pararías —exclamó Lyra arrojando a un lado la rama—. ¿Cómo lo haces?

—No soy humano —respondió—. Por eso es imposible que un ser humano engañe a un oso. Adivinamos las tretas y los engaños y los visualizamos tan claramente como si viéramos brazos y piernas. Vemos las cosas de una manera que los seres humanos han olvidado. Pero tú sabes algo de esto, puesto que entiendes el lector de símbolos.

—No es lo mismo, ¿no te parece? —respondió ella, que ahora se sentía más nerviosa delante del oso que cuando lo había visto presa de la furia.

—Sí lo es —insistió él—. Los adultos no pueden leerlo, según tengo entendido. Frente a los seres humanos que quieren atacarme yo soy igual que tú con el lector de símbolos frente a las personas mayores.

—Sí, supongo que sí —admitió Lyra, un poco confusa y a contrapelo—. ¿Quiere esto decir que olvidaré su manejo cuando sea mayor?

—¡Quién sabe! Yo no he visto nunca a ningún lector de símbolos ni a nadie que sepa leerlo. A lo mejor es que tú eres diferente de los demás.

Volvió a ponerse con las cuatro patas en el suelo y continuó royendo la carne. Lyra se había soltado las pieles, pero había vuelto a arreciar el frío y tuvo que ceñírselas de nuevo al cuerpo. Visto en conjunto, el episodio resultaba inquietante. Lyra habría querido consultar el aletiómetro allí y entonces, pero hacía demasiado frío y, además, la estaban llamando porque había llegado el momento de reanudar la marcha. Cogió las cajas metálicas que había fabricado Iorek Byrnison, puso la que estaba vacía dentro del petate de Farder Coram y la que contenía la mosca espía junto con el aletiómetro en la bolsa que llevaba en el chaleco. Estaba contenta de reemprender la marcha.

Los jefes habían acordado con Lee Scoresby que, cuando hicieran la parada siguiente, inflarían el globo y él otearía desde el aire. Naturalmente, Lyra se mostraba ávida de volar con él y, como no podía ser de otro modo, eso estaba prohibido, pero lo acompañó con el trineo y lo acribilló a preguntas.

—Señor Scoresby, ¿cómo volará hasta Svalbard?

—Se necesitaría un dirigible con motor de gasolina o algo parecido a un zepelín o un buen viento del sur. Pero ¡qué diablos!, ni aún así me atrevería. ¿No has estado nunca en Svalbard? Es el sitio más desolado, más inhóspito y olvidado de la mano de Dios que imaginarte puedas, es el final de la nada.

—Estaba pensando que a lo mejor a Iorek Byrnison le gustaría volver…

—Lo matarían. Iorek está desterrado. Si pusiera las plantas en aquella tierra lo despedazarían vivo.

—¿Y cómo va a inflar el globo, señor Scoresby?

—Puedo hacerlo de dos maneras. Obtengo hidrógeno echando ácido sulfúrico sobre limaduras de hierro. Se recoge el gas que se desprende y se va llenando el globo gradualmente de esta manera. El otro procedimiento consiste en localizar una abertura en el gas de tierra cerca de una mina de fuego. Debajo de esta tierra hay una gran cantidad de gas y, además, petróleo de roca. Puedo conseguir gas a partir del petróleo de roca, en caso de que lo necesitase, como también a partir del carbón. Pero la forma más rápida es usar el gas de tierra. Si se encuentra una buena abertura, en una hora se puede llenar el globo.

—¿Cuántas personas puede llevar?

—Seis, como máximo.

—¿Podría llevar a Iorek Byrnison con su coraza?

—Ya lo hice una vez. En cierta ocasión lo rescaté del poder de los tártaros, cuando lo habían desterrado y pretendían dejarlo morir de hambre. Fue en la campaña de Tunguska. Acudí volando y me lo llevé. Parece fácil, pero no lo es, tuve que calcular el peso de nuestro amigo a ojo de buen cubero. Y después tuve que contar con gas del suelo que estaba debajo del fuerte de hielo que él se había hecho. Pero desde el aire pude ver qué tipo de terreno era y consideré que no había peligro alguno en excavar. Mira, para bajar tengo que soltar aire del globo y no puedo volver a elevarme si no dispongo de más. De todos modos, lo logramos, coraza incluida.

—Señor Scoresby, ¿usted sabía que los tártaros hacen agujeros en la cabeza de las personas?

—Por supuesto que sí. Hace miles de años que tienen esa costumbre. En la campaña de Tunguska capturamos a cinco tártaros vivos y tres de ellos tenían agujeros en el cráneo. Había uno que tenía dos.

—¿Se los hacen entre sí?

—Exactamente. Primero hacen un corte circular en la piel del cuero cabelludo, de modo que puedan levantar una especie de trampilla y dejar al descubierto el hueso. Después sacan un pequeño círculo de hueso del cráneo, lo hacen con un cuidado extremo para no dañar el cerebro y, finalmente, cosen el cuero cabelludo de modo que el agujero quede tapado.

—¡Yo me figuraba que lo hacían con los enemigos!

—¡No, ni pensarlo! Eso es un gran privilegio. Lo hacen para que los dioses puedan hablar con ellos.

—¿Ha oído hablar alguna vez de un explorador llamado Stanislaus Grumman?

—¿Grumman? ¡Naturalmente! Encontré a uno de su equipo una vez que volé sobre el río Yeniséi, hará de eso unos dos años. Se había ido a vivir con las tribus tártaras de la zona. A propósito, me parece que le habían hecho ese agujero del cráneo porque forma parte de una ceremonia iniciática, aunque el hombre que me lo contó no estaba demasiado enterado del asunto.

—Entonces… si era un tártaro honorífico, no habrían tenido que matarlo.

—¿Matarlo? ¿Lo mataron?

—Sí, yo vi su cabeza —declaró, orgullosa, Lyra—. La encontró mi padre y la vi cuando la mostró a los licenciados del Jordan College, en Oxford. Le habían arrancado el cuero cabelludo.

—¿Quién se lo había arrancado?

—Pues los tártaros, eso es lo que creyeron los licenciados… aunque quizá no fuera verdad.

—No podía ser la cabeza de Grumman —aseguró Lee Scoresby—. Seguro que tu padre engañó a los licenciados.

—Quizá sí —manifestó Lyra en tono reflexivo—. Tenía que pedirles dinero.

—¿Y se lo dieron al ver la cabeza?

—Sí.

—¡Menuda jugarreta la suya! Cuando una persona ve una cosa así se impresiona tanto que lo que menos quiere es examinarla de cerca.

—Sobre todo tratándose de licenciados —añadió Lyra.

—Esto tú lo sabes mejor que yo; pero, aun suponiendo que se tratara de la cabeza de Grumman, me juego lo que sea a que no fueron los tártaros quienes le arrancaron el cuero cabelludo. Se lo arrancan a los enemigos, no a su propia gente, y él era tártaro de adopción.

Lyra iba reflexionando sobre aquellas palabras mientras seguían la marcha. A su alrededor circulaban con gran rapidez corrientes cargadas de significado: los zampones y sus crueldades, su miedo al Polvo, la ciudad de la Aurora, su padre encerrado en Svalbard, su madre… ¿Dónde estaría ahora su madre? A esto siguió el aletiómetro, las brujas volando hacia el norte… y el pobre Tony Makarios y la mosca espía mecánica y la misteriosa habilidad de Iorek Byrnison en el arte de la esgrima…

Se durmió. Y hora tras hora, se encontraban más cerca de Bolvangar.