Viajaron durante varias horas antes de hacer una pausa para comer. Mientras los hombres encendían fuego y fundían nieve para aprovisionarse de agua y mientras Iorek Byrnison observaba a Lee Scoresby asando carne de foca a poca distancia, John Faa habló a Lyra.
—Lyra, ¿no podrías en estas condiciones leer el instrumento? —le preguntó.
Hacía bastante rato que la luna se había escondido y ahora la luz de la Aurora, aunque más brillante que la de la luna, era menos regular. No obstante Lyra poseía una vista muy aguda, así que hurgó entre las pieles que la cubrían y sacó el paquetito envuelto en terciopelo negro.
—Sí, puedo leerlo muy bien —respondió— y ahora ya sé lo que significan la mayoría de símbolos. ¿Qué quieres que pregunte, lord Faa?
—Quisiera saber más cosas acerca de cómo defienden ese sitio que se llama Bolvangar —explicó lord Faa.
Sin casi tener que pararse a pensar lo que hacía, Lyra se encontró moviendo con los dedos las manecillas para hacer que indicaran el casco, el forastero y el crisol y advirtió que sus pensamientos se fijaban en los significados adecuados como un complicado diagrama en tres dimensiones. La aguja comenzó a moverse en redondo, tan pronto retrocediendo como girando o avanzando, cual abeja que, con sus pasos de danza, transmite a la colmena lo que quiere decirle. Lyra observaba el instrumento con tranquilidad, contentándose con no entender nada al principio porque sabía que no tardaría en hacerlo. Dejó que fuera moviéndose hasta que estuvo segura del sentido.
—Es lo mismo que dijo el daimonion de la bruja, lord Faa. Hay un grupo de tártaros que custodian el lugar y para ello han colocado alambradas alrededor. En realidad no creen que vayan a ser atacados o eso dice el lector de símbolos. Pero, lord Faa…
—¿Qué pasa, niña?
—Me está comunicando algo más. En el próximo valle hay un pueblo situado junto a un lago donde la gente está acechada por un fantasma.
John Faa movió la cabeza con impaciencia y dijo:
—Eso ahora tiene poca importancia. En estos bosques hay espíritus de todas clases. Vuelve a hablarme de los tártaros. ¿Cuántos hay, por ejemplo? ¿De qué tipo de armas disponen?
Lyra hizo las preguntas de la manera que correspondía y dio la respuesta adecuada.
—Hay sesenta hombres armados con fusiles, aunque también disponen de armas más grandes, una especie de cañones. Además tienen lanzallamas. En cuanto a sus daimonions, todos son lobos. Eso dice el aparato.
La noticia sembró la inquietud entre los giptanos más viejos, es decir, los que habían participado en anteriores campañas.
—Los regimientos de sibirsks tienen a lobos daimonions —comentó uno.
Y John Faa añadió:
—Yo no los he visto más fieros. Tendremos que luchar como leones y pedir consejo al oso, que es un guerrero experimentado.
Lyra estaba impaciente e insistió:
—Pero, lord Faa, me parece… que ese fantasma es el fantasma de uno de los niños.
—Bien, en ese caso, Lyra, no sé qué se puede hacer. Sesenta fusileros sibirsks y lanzallamas… Señor Scoresby, acérquese un momento, ¿quiere?
Mientras el aeronauta se aproximaba al trineo para departir un momento, Lyra se escabulló y fue a hablar con el oso.
—Iorek, ¿habías hecho alguna vez este recorrido?
—Una vez —respondió con voz monocorde.
—Hay un pueblo aquí cerca, ¿no es verdad?
—Al otro lado de la montaña —precisó, con la mirada perdida entre los pocos árboles que se divisaban.
—¿Está lejos?
—¿Para ti o para mí?
—Para mí —respondió Lyra.
—Bastante, aunque no para mí.
—¿Tú cuánto tiempo tardarías en llegar?
—Podría ir y venir tres veces antes de que volviera a levantarse la luna.
—Pues mira, Iorek, escucha lo que voy a decirte. Ya sabes que dispongo de este lector de símbolos que me comunica cosas y ahora me ha dicho que tengo que resolver una cosa importante en ese pueblo, pero lord Faa no me permitirá ir. Él quiere que cumplamos nuestra misión rápidamente, y yo comprendo que eso es importante. Sin embargo, si no voy a ese pueblo y descubro de qué se trata, seguramente no nos enteraremos de lo que hacen los zampones.
El oso guardó silencio. Estaba sentado igual que un ser humano, con sus enormes patas en el regazo y sus ojos oscuros clavados en los suyos, mirándola por encima del hocico. Sabía que ella quería algo.
Habló Pantalaimon:
—¿No podrías llevarnos hasta allí y regresar después a tiempo de alcanzar los trineos?
—Claro que podría, pero he dado palabra a lord Faa de obedecerle a él y a nadie más.
—¿Y si él me da permiso? —preguntó Lyra.
—Entonces sí.
Lyra dio media vuelta y echó a correr a través de la extensión de nieve.
—¡Lord Faa! Si Iorek Byrnison me lleva al pueblo que está al otro lado de la montaña, podemos averiguar alguna cosa y unirnos más tarde a los trineos. Iorek conoce el camino —insistió Lyra—. No lo pediría si no fuera como lo que ya hice antes. ¿No recuerdas, Farder Coram, lo de aquel camaleón? Entonces no lo entendí, pero era verdad y no tardamos en descubrirlo. Pues ahora tengo la misma sensación. No entiendo exactamente lo que dice, pero sé que es importante. Iorek Byrnison conoce el camino, dice que podría ir y volver tres veces antes de la próxima luna y la verdad es que nadie podría protegerme mejor que él, ¿no te parece? Lo que pasa es que no me llevará sin el permiso de lord Faa.
Se produjo un silencio y Farder Coram lanzó un suspiro. John Faa tenía el ceño fruncido y la boca, enmarcada en la capucha de piel, denotaba una expresión severa.
Antes de que pudiera hablar, intervino el aeronauta:
—Lord Faa, si Iorek Byrnison acompaña a la niña, estará tan segura como con nosotros. Todos los osos son sinceros, pero es que además a Iorek lo conozco desde hace años y sé que por nada del mundo rompería su palabra. Si le encargas que se ocupe de Lyra, sé que lo hará, de eso puedes estar seguro. En cuanto a su rapidez, puede correr a paso ligero horas y horas sin cansarse.
—Pero ¿por qué no pueden ir unos cuantos hombres? —preguntó John Faa.
—Pues porque tendrían que ir andando —intervino Lyra—, ya que es imposible atravesar la montaña con un trineo. Iorek Byrnison puede correr por ese terreno más aprisa que ningún hombre y, como yo peso poco, no le dificultaré la marcha. Te prometo, lord Faa, te lo prometo muy en serio, que no me demoraré más de lo necesario, no diré nada sobre nosotros ni me pondré en peligro.
—¿Estás segura de que es necesario? ¿No te habrá jugado una mala pasada este lector de símbolos?
—No lo ha hecho nunca, lord Faa, ni creo que pudiera hacerlo.
John Faa se frotó la barbilla.
—Bueno, si todo sale bien, sabremos algo más de lo que sabemos ahora. Iorek Byrnison —le preguntó—, ¿estás dispuesto a hacer lo que solicita la niña?
—Haré lo que me ordenes, lord Faa. Si me dices que lleve a la niña, la llevaré.
—De acuerdo. Tendrás que llevarla a donde ella quiera y hacer lo que te pida. Lyra, tú estás a mis órdenes ahora, ¿entiendes?
—Sí, lord Faa.
—Pues ve a averiguar lo que sea y, cuando lo hayas descubierto, te das la vuelta y para acá otra vez. Iorek Byrnison, nosotros proseguiremos la marcha, o sea que tendrás que atraparnos.
El oso hizo un gesto de asentimiento con su enorme cabezota.
—¿Hay algún soldado en el pueblo? —le preguntó Iorek a Lyra—. ¿Necesitaré la coraza? Si no me la pongo iremos más deprisa.
—No —respondió Lyra—. De eso estoy segura, Iorek. Gracias, lord Faa, y te prometo que te obedeceré.
Tony Costa le dio un trozo de carne seca de foca y, con Pantalaimon dentro de la capucha convertido en ratón, Lyra trepó al prominente lomo del oso, se agarró de su pelaje con las manos enfundadas en los mitones y rodeó con las rodillas los estrechos pero musculosos flancos de Iorek. Tenía un pelo maravillosamente espeso y transmitía una sensación arrolladora de fuerza extraordinaria. Como si Lyra fuera leve como una pluma, Iorek se dio la vuelta y echó a correr al trote con un amplio balanceo, se dirigió hacia el cerro y desapareció entre los árboles más bajos.
Lyra tardó un tiempo en acostumbrarse al movimiento, pero después se dejó ganar por un regocijo desbocado. ¡Iba montada en un oso! La Aurora se cimbreaba sobre ellos formando arcos y bucles dorados y se sentían envueltos en un acre frío ártico y en el inmenso silencio del norte.
Las patas de Iorek Byrnison apenas emitían ruido alguno al avanzar a través de la nieve. Los árboles eran allí delgados y raquíticos, ya que se encontraban en el borde de la tundra, aunque en el camino abundaban las zarzas y los arbustos nudosos. El oso los arrancaba como si fueran telarañas y se abría camino a través de ellos.
Treparon por la baja montaña, entre afloramientos de piedra negra, y la comitiva que los seguía no tardó mucho en perderlos de vista. Lyra habría querido hablar con el oso y, de haberse tratado de un ser humano, seguro que no habría tardado en establecer vínculos familiares con él, pero era tan extraño, tan salvaje y frío que, por vez primera en la vida, se sentía intimidada. Así pues, mientras Iorek iba avanzando y sus enormes piernas se agitaban incansablemente, Lyra se acomodó al movimiento y guardó silencio. La niña pensó que tal vez el oso lo prefería así; quizás a ojos de un oso acorazado como aquél ella era como un cachorrillo parlanchín.
Lyra no había considerado previamente cómo podría ser aquella experiencia y, aunque la estimaba interesante, no dejaba de reconocer que era bastante incómoda. De hecho, era como cabalgar un oso. Iorek Byrnison avanzaba con gran celeridad, moviendo a un tiempo las dos patas de un mismo lado del cuerpo y balanceándose de un lado a otro de acuerdo con un ritmo potente y regular. Lyra no podía limitarse a permanecer sentada sobre el oso, sino que tenía que cabalgar activamente.
Llevaban ya una hora o más de viaje y Lyra se sentía envarada y dolorida, aunque profundamente feliz, cuando de pronto Iorek Byrnison aminoró la marcha hasta que se paró.
—Mira allá arriba —dijo.
Lyra levantó los ojos y se los secó con la parte inferior de la muñeca, ya que el frío era tan intenso que los ojos le lagrimeaban y le enturbiaban la vista. En cuanto se le hubo aclarado, se quedó con la boca abierta ante la visión que le ofrecía el cielo. La Aurora había empalidecido y se había transformado en un resplandor descolorido y tembloroso, pero las estrellas fulguraban como diamantes y, más allá de la inmensa y oscura bóveda constelada de luces, flotaban cientos y cientos de minúsculas formas negras que surgían tanto del este como del sur para confluir en el norte.
—¿Son pájaros? —preguntó Lyra.
—Son brujas —respondió el oso.
—¿Brujas? ¿Qué hacen?
—Tal vez se dirigen volando a la guerra. Jamás había visto tantas juntas.
—¿Conoces a alguna bruja, Iorek?
—He servido a algunas y también he luchado con otras. Si lord Faa las viera, seguro que se asustaría. Y si van volando en ayuda de tus enemigos, todos vosotros deberíais asustaros.
—Lord Faa no tendría miedo. ¿Lo tienes tú?
—Aún no. Y si lo tengo, me lo aguantaré. Pero deberíamos decirle lo de las brujas a Lord Faa, porque a lo mejor los hombres no las han visto nunca.
Ahora el oso se movía con mayor lentitud y Lyra seguía con los ojos clavados en el cielo hasta que el frío volvió a llenárselos de lágrimas y tuvo la sensación de que aquel cortejo innumerable de brujas que volaban hacia el norte no iba a acabarse nunca.
Por fin Iorek Byrnison se detuvo y dijo:
—Hemos llegado al pueblo.
Allá abajo, al pie de la desgarrada y escabrosa pendiente, había unas casas de madera arracimadas junto a una amplia extensión de nieve absolutamente plana que a Lyra le dio la impresión de un lago helado. La conjetura se vio confirmada por la presencia de un espigón de madera. No se encontraban más que a unos cinco minutos del lugar.
—¿Qué quieres hacer? —le preguntó el oso.
Lyra se dejó resbalar por la espalda de Iorek y, cuando estuvo en el suelo, tuvo dificultades para mantenerse de pie. Tenía la piel de la cara tirante a causa del frío y le temblaban las piernas, pero agarrándose a la piel del oso comenzó a dar enérgicas patadas en el suelo hasta que se sintió más fuerte.
—En este pueblo o quizá cerca de él, de eso no estoy segura, tiene que haber un niño o un fantasma —explicó Lyra—. Quiero llegar hasta él, localizarlo y, si puedo, devolvérselo a lord Faa. Yo me figuraba que se trataba de un fantasma, pero el lector de símbolos me dice algo que no consigo entender.
—Si está al aire libre, mejor hubiera hecho buscándose algún refugio —comentó el oso.
—No creo que esté muerto… —dijo Lyra, pese a que distaba mucho de poder asegurarlo.
El aletiómetro había indicado algo misterioso y antinatural que le había causado una cierta alarma. Pero ¿quién era ella? Era la hija de lord Asriel. ¿Y a quién tenía a sus órdenes? A un oso muy forzudo. ¿Cómo iba a tener miedo?
—Vamos a echar un vistazo —dijo Lyra.
Volvió a encaramarse al lomo de Iorek y el oso se lanzó por la escarpada pendiente, caminando con viveza y no lentamente como en el último momento. Los perros del pueblo olieron, oyeron o presintieron que se acercaban y se pusieron a aullar de manera espantosa, mientras un reno se movía nerviosamente de un lado a otro del cercado y sus cuernos crujían igual que ramas secas. En el aire tranquilo, los sonidos de cualquier movimiento, por leves que fueran, se oían a distancia.
Cuando llegaron a las primeras casas, Lyra miró a derecha e izquierda, escrutando la penumbra, puesto que la Aurora casi se había esfumado y todavía faltaba mucho para que apareciera la luna. Aquí y allá parpadeaba una luz bajo un tejado cubierto por una gruesa capa de nieve y a Lyra le pareció entrever algunos rostros lívidos tras los cristales de las ventanas. Suponía cuál debía de ser su sorpresa al descubrir a una niña montada en un gran oso blanco.
En el centro del pueblecito había una zona despejada junto al espigón, hasta donde se habían llevado a rastras unos cuantos botes, convertidos ahora en montones de nieve y ocultos debajo de ella. El alboroto de los perros era ensordecedor y, como esperaba Lyra que ocurriría, debía de haber despertado a todo el mundo. De pronto se abrió una puerta y asomó por ella un hombre empuñando un fusil. Su daimonion, un glotón, se plantó de un salto en el montón de leña que había junto a la puerta, con gran dispersión de nieve.
Lyra se dejó resbalar en seguida del lomo del oso y se interpuso entre el hombre y Iorek Byrnison, consciente de que había sido ella quien le había asegurado que no necesitaba llevar coraza.
El hombre habló en un idioma que Lyra no entendió, pero Iorek Byrnison le respondió en la misma lengua y el hombre profirió una exclamación de espanto.
—Cree que somos demonios —explicó Iorek a Lyra—. ¿Qué le digo?
—Pues dile que no lo somos, pero que tenemos buenos amigos que lo son. Y que buscamos… simplemente a un niño, un niño forastero. Díselo.
Tan pronto como el oso le hubo transmitido sus palabras, el hombre indicó a la derecha, como si se refiriese a un lugar lejano. Y dijo unas palabras muy rápidas.
Iorek Byrnison dijo:
—Pregunta si hemos venido a llevarnos a ese niño. Dice que ellos le tienen miedo, que han tratado de hacer que se fuera, pero que vuelve siempre.
—Contéstale que nos lo llevaremos, pero que no se han portado bien tratándolo de esa manera. ¿Dónde está?
El hombre lo explicó, acompañando sus palabras de gestos temerosos. A Lyra le daba miedo de que, por error, se le disparase el fusil, pero en cuanto hubo terminado de hablar se apresuró a meterse en la casa y cerró la puerta. Lyra vio rostros en todas las ventanas.
—¿Dónde está el niño? —preguntó Lyra.
—En la pesquería —respondió el oso dando media vuelta para dirigirse al embarcadero.
Lyra lo siguió. Estaba terriblemente nerviosa. El oso se encaminó a un estrecho cobertizo de madera, alzó la cabeza para averiguar a través del olfato qué camino debía emprender y, al llegar a la puerta, se detuvo y dijo:
—Aquí dentro.
El corazón de Lyra palpitaba con tal fuerza que apenas podía respirar. Levantó la mano para golpear la puerta y después, consciente de que su reacción era absurda, respiró profundamente antes de llamar, pero se dio cuenta de que no sabía qué decir. ¡Qué oscuro estaba todo ahora! Habría debido llevar una linterna…
Pero ya no había remedio y no quería que el oso notara que estaba asustada. Iorek había dicho que él se aguantaría el miedo, pues eso era también lo que ella debía hacer. Levantó la correa de piel de reno que sujetaba el pestillo y tiró con fuerza de la puerta para liberarla del hielo que la mantenía atrancada. Se abrió con un chasquido. Tuvo que retirar con el pie la nieve amontonada en los bajos de la puerta antes de conseguir abrirla. Pantalaimon no le servía de ninguna ayuda, ya que corría de un lado a otro en forma de armiño, blanca sombra sobre el blanco suelo, profiriendo gritos de pánico.
—¡Pan, por el amor de Dios! —dijo Lyra—. ¡Transfórmate en murciélago y utiliza tu vista por mí!
Pero no quería, como tampoco quería hablar. Lyra no lo había visto nunca de esa manera salvo una vez: aquella en que ella y Roger bajaron a la cripta del Jordan y cambiaron de sitio las monedas-daimonion metiéndolas en los cráneos que no les correspondían. Y ahora estaba todavía más asustado que ella. En cuanto a Iorek Byrnison, se había tumbado en la nieve, no lejos de ellos, y lo observaba todo en silencio.
—¡Venga, sal! —gritó Lyra con voz tan alta como le permitió su audacia—. ¡Sal de una vez!
No hubo respuesta. Abrió la puerta un poco más y Pantalaimon saltó a sus brazos, transformado en gato, y la instó repetidamente diciendo:
—¡Vete en seguida! ¡No te quedes aquí! ¡Oh, Lyra, vete ahora mismo! ¡Márchate en seguida!
Mientras trataba de mantenerlo a raya, se dio cuenta de que Iorek Byrnison se ponía de pie y, al volverse, descubrió una figura que bajaba a toda prisa por el camino que venía del pueblo y que llevaba una linterna.
Cuando estuvo lo bastante cerca para hablar, levantó la linterna y se la acercó para mostrar su cara: se trataba de un viejo con un rostro ancho y arrugado, cuyos ojos se perdían en un mar de surcos. Su daimonion era un zorro ártico.
Se dirigió a ellos y Iorek Byrnison explicó:
—Dice que no es el único niño de esta clase, que ha visto otros en el bosque. Algunos mueren en seguida y otros no. Éste es duro, pero le convendría morir.
—Pregúntale si puede prestarme la linterna —dijo Lyra.
El oso se lo dijo y el hombre se la pasó en seguida, asintiendo enérgicamente con la cabeza. Lyra comprendió que había bajado para prestársela y le dio las gracias por ello, a lo que él respondió volviendo a asentir y quedándose atrás, lejos de ella, de la cabaña y del oso.
Lyra pensó de pronto: ¿qué pasaría si el niño fuera Roger? Rezó fervorosamente para sus adentros pidiendo que no lo fuera. Pantalaimon, convertido nuevamente en armiño, estaba agarrado a ella, con sus pequeñas garras hundidas en su anorak.
Lyra levantó la linterna y se metió en el cobertizo, lo que le permitió descubrir qué estaba haciendo la Junta de Oblación y de qué naturaleza era el sacrificio que los niños debían realizar.
El niño se había acurrucado contra los palos de madera donde estaban colgados y puestos a secar los pescados una vez destripados, colocados en hileras y tiesos como si fueran de madera. Estaba agarrado a un trozo de pescado igual que Lyra a Pantalaimon, manteniéndolo asido con ambas manos contra su corazón. Sin embargo, aquel trozo de pescado seco era todo lo que poseía. No tenía daimonion; los zampones se lo habían extirpado. Era lo que se llamaba intercisión y él era un niño amputado.