De regreso al barco, Farder Coram y John Faa se encerraron en la sala a deliberar largo y tendido junto con los demás jefes, mientras Lyra se metía en su camarote para consultar el aletiómetro. No pasaron cinco minutos sin que supiera exactamente dónde estaba escondida la coraza del oso y por qué razón sería difícil recuperarla.
Se preguntó si debía ir a la sala para informarles de lo que había averiguado, pero decidió esperar a que se lo preguntasen si querían saber algo. A lo mejor ya estaban enterados.
Se tumbó en la litera y se puso a pensar en aquel oso salvaje y poderoso, en cómo bebía aquel licor tan fuerte como si tal cosa y en la soledad que debía sentir metido en aquel sucio cobertizo. ¡Qué diferentes eran los humanos, con sus daimonions dispuestos siempre a hablar con ellos! En el silencio que reinaba en el barco, ahora inmóvil, sin el continuo crujido de los metales y las tablas o el zumbido del motor o el envite del agua en los costados del barco, Lyra fue sumiéndose gradualmente en el sueño, en compañía de Pantalaimon, dormido también en la almohada.
Se encontraba soñando con su padre, un hombre tan importante y encerrado en una cárcel cuando de pronto, sin razón alguna, se despertó. No tenía idea de la hora que era. El camarote estaba bañado en una luz muy tenue que ella tomó por la luz de la luna y que iluminó sus nuevas prendas de pieles, abandonadas en un rincón del camarote y en aquel momento envaradas a causa del frío. Apenas las vio, sintió el deseo de probárselas de nuevo.
Una vez que se las hubo puesto, decidió subir a cubierta, así que, un momento después, abría la puerta situada al final de la escalerilla y salía al aire libre.
Advirtió al momento que algo extraño ocurría en el cielo. Primero se figuró que eran nubes, movedizas y temblorosas como si estuvieran presa de nerviosa agitación, pero Pantalaimon le murmuró al oído:
—¡La Aurora!
Se quedó tan maravillada que tuvo que agarrarse a la barandilla para evitar un desvanecimiento.
La visión ocupaba por entero el cielo ártico y su inmensidad rayaba en lo inconcebible. Como si cayeran del mismo paraíso, unas inmensas cortinas de luz delicada pendían, temblorosas, en el espacio. Eran de una tonalidad verde pálida y rosa, tan transparentes como la más tenue de las gasas, y con el borde inferior de un color carmesí tan intenso y rabioso como los fuegos del infierno. Ondeaban y se agitaban, finísimas, con una gracia superior a la de la bailarina más experimentada. A Lyra hasta le parecía oír su rumor, un lejano y sibilante crujido. Su evanescente delicadeza le producía una sensación tan profunda como la que había sentido delante del oso. Estaba emocionada ante una visión tan hermosa que era casi sagrada, las lágrimas le escocían los ojos y aumentaban si cabe la descomposición de la luz, formando arco iris prismáticos. Al poco tiempo se dio cuenta de que había entrado en un trance parecido al que le provocaba la consulta del aletiómetro. Llena de serenidad, se le ocurrió que quizá los movimientos de la aguja del aletiómetro hacían resplandecer la Aurora. Incluso podía tratarse del Polvo. Lo pensó sin advertir que lo hacía, por lo que lo olvidó al instante y tan sólo lo recordó mucho más tarde.
Mientras permanecía sumida en aquella visión, le pareció vislumbrar detrás de los velos y ondulaciones de colores translúcidos la imagen de una ciudad: torres y cúpulas, templos y columnatas color de miel, amplios bulevares y parques bañados de sol. Aquella contemplación le produjo una sensación de vértigo, como si en lugar de mirar hacia arriba mirase hacia abajo y su vista salvase un abismo de tales dimensiones que resultara imposible cruzarlo jamás. Allá a lo lejos se extendía todo un universo.
Pero algo había conseguido cruzarlo y, mientras ella se esforzaba en enfocar los ojos hacia aquello que se movía, notó un desfallecimiento y un mareo, ya que aquella pequeña cosa en movimiento no formaba parte de la Aurora ni de aquel otro universo situado detrás de ella, sino que estaba suspendida en el cielo, volaba sobre los tejados de la ciudad. Cuando la distinguió claramente, ya estaba completamente despejada y la ciudad celeste había desaparecido.
Aquel ser volador fue acercándose y planeando en círculo sobre el barco con las alas desplegadas. Después se deslizó hacia abajo y, con vivos movimientos de sus vigorosas alas, se paró en las tablas de cubierta a pocos metros de Lyra.
A la luz de la Aurora la niña vio un gran pájaro, un ganso gris de singular belleza cuya cabeza estaba coronada por un destello de purísima blancura. No era, sin embargo, ningún pájaro, sino un daimonion, pese a que no había ningún ser humano a la vista salvo la propia Lyra, lo que hubo de llenarla de un extraño temor.
El pájaro dijo:
—¿Dónde está Farder Coram?
Súbitamente Lyra cayó en la cuenta de quién podía ser. Nada más y nada menos que el daimonion de Serafina Pekkala, la reina del clan, la bruja amiga de Farder Coram.
Lyra tartamudeó al responder:
—Yo… él… voy a buscarlo…
Dio media vuelta y se escabulló escaleras abajo hacia el camarote de Farder Coram y, tras abrir la puerta, habló y sus palabras sonaron en la oscuridad:
—¡Farder Coram! ¡Ha venido el daimonion de la bruja! ¡Está esperando en cubierta! Ha venido volando hasta aquí él solo… lo he visto llegar a través del cielo…
El viejo respondió:
—Dile que espere en la cubierta de popa, nena.
El ganso, con paso majestuoso, se dirigió a la popa del barco y, ya allí, dirigió una mirada a su alrededor, elegante y salvaje a un tiempo, dejando a Lyra tan llena de fascinado terror que tuvo la impresión de encontrarse delante de un fantasma.
Apareció entonces Farder Coram, envuelto en atuendo propio para el frío, seguido muy de cerca por John Faa. Los dos hombres hicieron una inclinación respetuosa, al tiempo que sus daimonions saludaban también al visitante.
—Te saludo, Kaisa —dijo Farder Coram—, y me alegra y enorgullece volver a verte. ¿Prefieres entrar o quieres quedarte al aire libre?
—Prefiero quedarme al aire libre, gracias, Farder Coram. Espero que no pases frío durante ese rato.
Ni las brujas ni sus daimonions tenían frío, pero sabían que era una sensación normal en los humanos.
Farder Coram lo tranquilizó explicándole que iban abrigados y preguntó:
—¿Cómo está Serafina Pekkala?
—Te envía sus saludos, Farder Coram; está muy bien y muy fuerte. ¿Quiénes son estas dos personas?
Farder Coram se las presentó. El daimonion-ganso miró intensamente a Lyra.
—He oído comentarios sobre esta niña —dijo—, las brujas hablan de ella. ¿O sea que habéis venido a hacer la guerra?
—Nada de guerra, Kaisa. A lo que hemos venido es a liberar a los niños que nos han arrebatado. Y espero que las brujas nos ayuden.
—Os ayudarán, pero no todas. Algunos clanes trabajan con los cazadores de Polvo.
—¿Son lo que vosotros llamáis Junta de Oblación?
—No tengo idea de lo que puede ser esa Junta. Yo hablo de cazadores de Polvo. Hace diez años que vinieron a nuestras regiones provistos de instrumentos filosóficos. Nos pagaron para que les dejásemos instalar estaciones en nuestras tierras y nos trataron con gran cortesía.
—¿Y ese Polvo qué es?
—Viene del cielo. Hay quien dice que ha existido siempre, pero otros afirman que hace poco tiempo que cae. Lo seguro es que cuando la gente se da cuenta de su existencia, se apodera de ella un pánico tal que no hay nada que pueda disuadirla en su intento de descubrir de qué se trata. Pero eso no es de la incumbencia de las brujas.
—¿Y ahora dónde están esos cazadores de Polvo?
—A cuatro días de aquí rumbo nordeste, en un sitio llamado Bolvangar. Nuestro clan no ha hecho ningún acuerdo con ellos y, debido a nuestras antiguas obligaciones contigo, Farder Coram, he venido a enseñarte a localizar a estos cazadores de Polvo.
Farder Coram esbozó una sonrisa y John Faa dio una palmada con sus manazas en señal de satisfacción.
—Gracias —le dijo al ganso—. Pero permíteme tan sólo una pregunta: ¿sabes algo más acerca de estos cazadores de Polvo? ¿Qué hacen en Bolvangar?
—Pues han levantado edificios de metal y cemento y también han construido cámaras subterráneas. Queman espíritu de carbón, que consiguen con grandes dispendios. Nosotros no sabemos qué hacen, pero en el lugar reina un ambiente de odio y miedo y no sólo en el lugar mismo sino incluso a muchos kilómetros a la redonda. Las brujas captan cosas que están fuera del alcance de los demás humanos. Los animales también se mantienen a distancia. Allí no vuelan pájaros y de allí han huido los lemmings y los zorros. Por eso el nombre de Bolvangar: los campos del mal, aunque ellos no le dan este nombre sino que lo llaman La Estación. Sin embargo, para los demás es Bolvangar.
—¿Y cómo se defienden?
—Cuentan con una compañía de tártaros del norte armados con fusiles. Son buenos soldados, pero carecen de práctica, ya que desde que fue construida la colonia no la ha atacado nunca nadie. Hay, además, una alambrada que rodea el recinto la cual está cargada de fuerza ambárica. Puede haber otros medios de defensa que desconocemos porque, como ya he dicho, a ellos nosotros no les interesamos.
Lyra se moría de ganas de hacer una pregunta y el daimonion-ganso lo sabía y la miraba como autorizándola a hacerla.
—¿Y se puede saber por qué hablan de mí las brujas? —preguntó.
—Por tu padre y por los conocimientos de otros mundos que tiene —replicó el daimonion.
Aquella respuesta dejó sorprendidos a los tres. Lyra miró a Farder Coram, quien le devolvió una mirada maravillada, y también a John Faa, cuya expresión parecía turbada.
—¿Otros mundos? —balbuceó—. Perdona, pero ¿a qué mundos te refieres? ¿A las estrellas?
—No, de hecho, no.
—¿O quizás al mundo de los espíritus? —preguntó Farder Coram.
—Tampoco.
—¿O a la ciudad que aparece entre las luces? —apuntó Lyra—. Es a ésa, ¿no?
El ganso volvió su poderosa cabeza hacia ella. Tenía los ojos negros, rodeados por una raya fina de color azul celeste puro, y su mirada era penetrante.
—Sí —respondió—. Hace miles de años que las brujas conocen otros mundos. Mundos que a veces se ven entre las Luces Boreales. No forman parte de este universo; ni siquiera las estrellas más lejanas forman parte de este universo, pero las luces nos muestran un universo totalmente diferente. No es que esté muy lejos, pero se interpenetra con éste. Aquí, en esta cubierta, hay millones de universos diferentes y todos se ignoran entre sí…
Levantó las alas y las desplegó antes de volver a cerrarlas.
—Aquí —continuó— he descubierto diez millones de mundos, pero ellos lo ignoran todo. Estamos tan cerca uno de otro como un latido del corazón lo está del siguiente, aunque jamás podamos tocar, ni ver, ni oír ninguno de estos mundos salvo en las Luces Boreales.
—¿Por qué allí? —preguntó Farder Coram.
—Porque las partículas cargadas de la Aurora tienen la propiedad de hacer sutil la materia de este mundo y permiten que veamos a través de ella durante breve tiempo. Las brujas lo saben desde siempre, aunque raras veces lo comentamos.
—Mi padre lo cree —comentó Lyra—. Lo sé porque se lo he oído decir y porque mostró unas fotos de la Aurora.
—¿Tiene esto algo que ver con el Polvo? —intervino John Faa.
—¿Quién sabe? —respondió el daimonion-ganso—. Lo único que puedo decir es que los cazadores de Polvo le tienen tanto miedo como a un veneno mortal. Por eso encarcelaron a lord Asriel.
—¿Por qué? —quiso saber Lyra.
—Consideran que quiere utilizar el Polvo para poder tender un puente entre este mundo y el que está más allá de la Aurora.
En la mente de Lyra se hizo la luz.
Oyó que Farder Coram decía:
—¿Y lo hace en realidad?
—Sí —respondió el daimonion-ganso—. Pero ellos piensan que no va a conseguirlo, porque el simple hecho de que crea en otros mundos ya basta para que lo tengan por loco. Pero ésa es la verdad y ésa es su intención. Y tiene una personalidad tan poderosa que hasta temen que sea capaz de trastocar sus planes, razón por la cual pactaron con los osos acorazados para que lo apresaran y lo tuvieran encarcelado en la fortaleza de Svalbard, con lo cual podrían obrar a sus anchas. Hay quien dice que ayudaron al nuevo oso-rey a conseguir el trono como parte del trato.
—¿Quieren las brujas que él tienda ese puente? —preguntó Lyra—. ¿Están con él o contra él?
—Es una pregunta muy difícil de contestar. En primer lugar, las brujas no están unidas. Entre nosotros existen diferencias de opinión. En segundo lugar, el puente de lord Asriel tiene que ver con una guerra que se libra en estos momentos entre ciertas brujas y otras fuerzas diferentes, algunas de las cuales están en el mundo espiritual. La posesión del puente, en caso de que llegase a tenderse, conferiría una gran ventaja. En tercer lugar, el clan de Serafina Pekkala, que es mi clan, todavía no forma parte de ninguna alianza, pese a que se ejercen grandes presiones sobre nosotros para que nos declaremos en favor de uno u otro bando. La verdad es que se trata de cuestiones de alta política, nada fáciles de resolver.
—¿Y los osos? —quiso saber Lyra—. ¿En qué bando están?
—Los osos están en el bando de aquellos que les pagan. No les interesan en absoluto estas cuestiones, no tienen daimonions ni sienten la más mínima preocupación por los problemas humanos. Así, por lo menos, solían ser los osos, pero hemos sabido que su nuevo rey pretende cambiar sus antiguas costumbres… De todos modos, los cazadores de Polvo les han pagado para que aprisionaran a lord Asriel, razón por la cual lo mantendrán encerrado en Svalbard hasta que caiga la última gota de sangre del cuerpo del último oso vivo.
—¡Pero no de todos! —protestó Lyra—. Hay uno que no está en Svalbard. Es un oso marginado y vendrá con nosotros.
El ganso dirigió a Lyra otra de sus miradas penetrantes. Esta vez ella captó toda la frialdad que había en su sorpresa.
Farder Coram se revolvió, incómodo, y dijo:
—La verdad es que me parece que no será así, Lyra. Hemos sabido que tiene que cumplir su contrato como trabajador, no se encuentra en libertad de decidir, como nosotros imaginábamos, sino que está condenado. Hasta que haya cumplido, no tendrá libertad para venir con nosotros, sea con coraza o sin ella, aparte de que no la recuperará en su vida.
—Pero él nos ha contado que le habían tendido una trampa, que lo habían emborrachado y se la habían robado.
—Pues nosotros tenemos una versión diferente de la historia —repuso John Faa—. Lo que a nosotros nos han dicho es que es un pillo de mucho cuidado.
Lyra estaba tan exaltada que la rabia casi no la dejaba hablar.
—Si el aletiómetro me dice algo, sé que es verdad. Yo se lo he preguntado y me ha respondido que el oso nos ha contado la verdad, que lo engañaron, que los que mienten son ellos, no él. Yo creo en él, lord Faa. Farder Coram, tú también lo has visto y crees lo que dice, ¿verdad?
—Eso pensaba, nena; lo que pasa es que, a diferencia de ti, yo no estoy tan seguro de ciertas cosas.
—Pero ¿de qué tienen miedo? ¿Se figuran que irá por ahí matando a la gente tan pronto como recupere la coraza? ¡Si incluso ahora podría matar a docenas de personas si se le antojase…!
—Ya lo ha hecho —respondió John Faa—, si no ha matado a docenas, por lo menos ha matado a varias. Cuando le quitaron la coraza, se puso muy violento tratando de encontrarla. Sé que revolvió la comisaría, el banco y no sé cuántos sitios más y que hubo, como mínimo, dos hombres que perdieron la vida. Si no lo mataron fue por su maravillosa habilidad en el trabajo de los metales, ya que tenían intención de utilizarlo como operario.
—¡Como esclavo yo diría mejor! —exclamó Lyra, encendida—. ¡No tienen ningún derecho!
—En cualquier caso, podrían haberlo matado sólo por las muertes que perpetró, y en cambio no lo hicieron. Y lo contrataron para que trabajase en interés de la ciudad hasta que los hubiera resarcido por todos los daños y la sangre derramada.
—Mira, John —intervino Farder Coram—, yo no sé qué crees tú, pero yo estoy convencido de que no le van a devolver nunca la coraza. Y cuanto más tiempo lo tengan retenido, más furioso estará cuando la consiga.
—Pero si logramos devolvérsela, vendrá con nosotros y ya nunca más volverá a importunarlos —explicó Lyra—. Lo prometo, lord Faa.
—¿Y cómo podemos conseguirlo?
—Yo sé dónde está la coraza.
Se produjo un silencio, durante el cual los tres advirtieron que el daimonion de la bruja tenía los ojos clavados en Lyra. Los tres se volvieron hacia él, al igual que sus daimonions, que hasta entonces habían observado la extrema cortesía de mantener los ojos modestamente apartados de aquella criatura singular, presente allí sin su hermano.
—No debe sorprenderte —dijo el ganso— que el aletiómetro sea otra de las razones que hacen que hayas despertado el interés de las brujas, Lyra. Nuestro cónsul nos ha comunicado la visita que le has hecho esta mañana. Creo que ha sido el doctor Lanselius quien te ha hablado del oso.
—Sí, ha sido él —confirmó John Faa—. Lyra y Farder Coram han ido a visitarlo y él les ha hablado del oso. Tal vez sea verdad lo que dice Lyra, pero como sigamos inmiscuyéndonos en las leyes de esta gente no haremos otra cosa que pelearnos con ellos y lo que tendríamos que hacer, en cambio, es ir a Bolganvar, con oso o sin oso.
—Sí, lo que pasa es que tú no lo has visto, John —puntualizó Farder Coram—, y yo estoy con Lyra. Quizá deberíamos comprometernos en lo tocante a él. Podría influir en el resultado.
—¿Qué crees tú? —preguntó John Faa al daimonion de la bruja.
—Nosotros tenemos pocos tratos con los osos. Sus deseos nos resultan tan extraños como los nuestros pueden serlo para ellos. Si se trata de un marginado, podría resultar menos digno de confianza de lo que los osos suelen ser. Decidid por vosotros mismos.
—Lo haremos —afirmó John Faa con decisión—. Pero una cosa, ¿podrías decirnos cómo podemos ir a Bolvangar desde aquí?
El daimonion-ganso inició sus explicaciones. Habló de valles y colinas, del límite de los árboles y de la tundra, de la observación de los astros. Lyra le prestó atención unos momentos; después se echó en la tumbona de cubierta con Pantalaimon enroscado en torno al cuello, pensando en la maravillosa visión que aquel daimonion-ganso había traído consigo. Un puente entre dos mundos… ¡Algo mucho más espléndido que cualquiera de las cosas que hubiera llegado a imaginar! Sólo su padre podía haber concebido una cosa así.
Tan pronto como hubieran rescatado a los niños, Lyra iría a Svalbard con el oso y le llevaría el aletiómetro a lord Asriel, a fin de servirse de él para ayudar a liberarlo, construirían juntos el puente y serían los primeros en atravesarlo…
En algún momento de la noche John Faa debió de trasladar a Lyra a su litera, porque fue en ella donde se despertó. El tenue sol había llegado a la máxima altura que alcanzaría en el cielo, tan sólo la anchura de una mano por encima del horizonte. Así pues, debía de faltar poco para el mediodía. Pronto, cuando avanzaran más hacia el norte, ya no habría sol.
Lyra se vistió aprisa y corriendo y acudió a cubierta, donde no descubrió gran cosa. Se habían descargado todas las provisiones, se habían alquilado trineos y jaurías de perros y todo había quedado listo para la partida. Pero, aunque estaba todo a punto, nadie se movía. La mayoría de los giptanos se encontraban reunidos en un café lleno de humo situado frente al mar; sentados a las largas mesas de madera, comían pasteles muy especiados y bebían café cargado y muy dulce, bajo el silbido y el chisporroteo de algunas luces ambáricas antiguas.
—¿Dónde está lord Faa? —preguntó Lyra, tomando asiento junto a Tony Costa y sus amigos—. ¿Y Farder Coram? ¿Han ido a buscar la coraza del oso?
—Están hablando con el Sysselman, que es el nombre que dan aquí al gobernador. ¿Así que has visto a ese oso, Lyra?
—¡Sí! —respondió ella, y se puso a contar todo lo que sabía sobre el mismo.
Mientras hablaba, alguien cogió una silla y se unió al grupo congregado en torno a la mesa.
—¿O sea que has hablado con el viejo Iorek? —preguntó.
Lyra miró al recién llegado con sorpresa. Era un hombre alto y delgado, con un bigote negro y fino, unos ojillos azules y almendrados y una perenne expresión de regocijo, sardónica y distante. Aquel hombre la impresionó instantáneamente, aunque no habría sabido decir si le gustaba o le disgustaba. Su daimonion era una liebre de pelo raído y de aspecto tan duro como el de él.
Tendió la mano a Lyra y ésta se la estrechó con cierta cautela.
—Lee Scoresby —se presentó él.
—¡El aeronauta! —exclamó ella—. ¿Dónde está el globo? ¿Podré subir en él?
—Lo están desempaquetando. Tú debes de ser la famosa Lyra. ¿Cómo ha sido que te pusieras en contacto con Iorek Byrnison?
—¿Lo conoces?
—Peleé a su lado en la campaña Tunguska. Hace años que conozco a Iorek. Los osos son unos malos bichos, pero mucho cuidado porque éste es un caso. Digan, señores, ¿alguno de ustedes es aficionado a los juegos de azar?
Aunque nadie había visto de dónde la había sacado, tenía en las manos una baraja de cartas, que revolvió con ruidosos chasquidos.
—He oído hablar de lo dotada que es su gente para los naipes —iba diciendo Lee Scoresby, removiendo y cortando las cartas una y otra vez con una sola mano mientras extraía de las profundidades del bolsillo de la pechera un cigarro puro con la otra— y he pensado que no tendrían inconveniente en ofrecer a un sencillo viajero tejano la oportunidad de medirse con alguno de ustedes y de aventurarse en una guerra, aunque sea de cartulina. ¿Qué me dicen, señores?
Los giptanos se enorgullecían de su habilidad en el manejo de los naipes y más de uno se mostró interesado y acercó la silla a la mesa. Mientras se ponían de acuerdo con Lee Scoresby sobre el juego y el envite, su daimonion se tiró de la oreja al tiempo que miraba a Pantalaimon, quien comprendió inmediatamente el mensaje y de un salto se plantó a su lado convertido en ardilla.
El daimonion-liebre no sólo hablaba para Pantalaimon, sino también para Lyra, por supuesto, así que ésta pudo oír que decía en voz baja:
—Ve a ver al oso y habla con él francamente. En cuanto sepan que la cosa va adelante, seguro que sacarán su coraza de donde sea.
Lyra se levantó llevándose el pastelito especiado sin que nadie lo advirtiera. Lee Scoresby ya estaba barajando las cartas y sus manos eran objeto de vigilancia por parte de muchos ojos desconfiados.
En aquella luz débil, que iba atenuándose apenas a lo largo de una tarde interminable, Lyra se abrió camino hacia el depósito de los trineos. Sabía lo que tenía que hacer, pero era algo que le producía inquietud y miedo al mismo tiempo.
El enorme oso se encontraba trabajando en el exterior del más grande de los cobertizos de cemento y Lyra se quedó, vigilante, junto a la entrada. Iorek Byrnison estaba desmontando un tractor provisto de motor de gasolina que había sufrido un choque; el metal que cubría el motor se veía retorcido y combado y uno de los patines había quedado doblado hacia arriba. El oso retiró el metal como si fuera cartón y lo hizo girar entre sus manazas como si quisiera comprobar su calidad, antes de sujetar un extremo con una de las patas traseras para enderezar después toda la plancha de modo que las abolladuras desaparecieron y quedó restablecida su forma original. Apoyándose en la pared, levantó todo el peso del tractor con una pata y lo colocó de lado antes de inclinarse para examinar el patín abollado.
Mientras lo hacía, descubrió a Lyra. Ésta se sintió presa de un acceso de pánico, tan imponente y extraño resultaba. Lyra lo atisbaba a través del cercado hecho con cadenas, situado a unos treinta metros de donde se encontraba el oso y no pudo evitar imaginarse lo fácil que sería para él cubrir esa distancia dando uno o dos saltos y arrancar el cercado como si de una mera telaraña se tratase, por lo que a punto estuvo de echar a correr y escapar. Pero Pantalaimon le gritó:
—¡Un momento! Déjame que hable yo con él.
Acababa de convertirse en una golondrina de mar y, antes de que ella tuviera tiempo de responder, ya había volado a través de la cerca y se había adentrado en el terreno cubierto de hielo que se extendía al otro lado. A una cierta distancia había una puerta abierta y Lyra podría haberlo seguido, pero se quedó allí como paralizada. Pantalaimon la miró y de pronto se transformó en tejón.
Lyra sabía qué se traía entre manos. Los daimonions no pueden apartarse más que unos pocos metros de los humanos a los que pertenecen y, si Lyra continuaba inmóvil junto a la verja y él seguía siendo un pájaro, no le resultaría posible acercarse al oso. Así pues, empezó a tirar de ella.
Lyra se sentía a disgusto, desamparada. Las garras de tejón de Pantalaimon se hundían en la tierra al tiempo que seguía avanzando. Cuando tu daimonion tira del vínculo que lo une a ti se experimenta una extraña sensación de tortura, se trata por una parte de un dolor físico y profundo en el pecho y por otra, de tristeza y amor inmensos. Lyra sabía que a Pantalaimon le ocurría lo mismo. Era algo que todo el mundo siente a medida que va creciendo, un tirón que intenta averiguar hasta qué punto puede llegar sin romperse y un retroceso acompañado de un intenso alivio.
Pantalaimon tiró un poco más.
—¡No, Pan!
Pero él continuó. El oso, inmóvil, los contemplaba. El dolor que Lyra sentía en el corazón fue haciéndose más y más insoportable, hasta que le subió por la garganta un profundo sollozo de ansiedad.
—¡Pan…!
Inmediatamente Lyra cruzó la puerta y se abrió paso trabajosamente a través del barro helado mientras Pantalaimon se transformaba en gato montés, saltaba a sus brazos y seguidamente los dos se abrazaban con fuerza profiriendo suspiros entrecortados, provocados por la infelicidad que habían padecido.
—Creía que tú…
—No…
—No sabía que fuera tan doloroso…
Lyra se secó las lágrimas con aire enfurruñado y se sorbió ruidosamente los mocos. Pantalaimon se acurrucó en sus brazos y entonces Lyra comprendió que preferiría morir antes que separarse de él y volver a sufrir aquella angustia. Se trataba de una sensación enloquecedora, tal era la pena y el terror que había sentido. Si ella muriera en cambio, seguirían estando juntos, como los licenciados enterrados en la cripta del Jordan.
Después la niña y su daimonion levantaron los ojos para mirar al oso solitario. Él no tenía daimonion alguno, estaba solo, siempre solo. A Lyra le acometió entonces un fuerte acceso de compasión y piedad por el oso y poco le faltó para acariciar su enmarañada pelambre, gesto frustrado tan sólo a causa de la fría ferocidad de sus ojos.
—Iorek Byrnison —le dijo Lyra.
—¿Qué?
—Lord Faa y Farder Coram han ido a ver si pueden recuperar tu coraza.
El oso no se movió ni dijo palabra. Era evidente que creía que tenían muy escasas posibilidades de encontrarla.
—Yo sé dónde está —le explicó Lyra— y a lo mejor, si te lo digo, incluso puedes ir a buscarla tú mismo. ¡Quién sabe!
—¿Cómo te has enterado?
—Poseo un lector de símbolos. Pensé que tenía que decírtelo, Iorek Byrnison, teniendo en cuenta cómo te engañaron. Yo esto no lo encuentro nada bien. No deberían haberlo hecho. Lord Faa hablará con el Sysselman, pero es probable que, por mucho que argumente, no quieran devolvértela. Así pues, si yo te digo dónde está, ¿vendrás con nosotros y nos ayudarás a rescatar a los niños que están en Bolvangar?
—Sí.
—Yo… —aunque no quería ser cotilla, no podía evitar la curiosidad, por lo que continuó—, yo había pensado que no entiendo por qué no te haces una armadura con tantos metales como tienes aquí, Iorek Byrnison.
—Porque no me serviría de nada. Mira —indicó, levantando la tapadera del motor con una pata, asomando una zarpa por la otra y cortando la tapadera como si utilizara un abrelatas—. Mi coraza está hecha de hierro celeste, yo mismo la hice. La coraza de un oso es su alma, de la misma manera que tu daimonion es la tuya. ¿Podrías desprenderte de él… —dijo señalando a Pantalaimon— y sustituirlo por una muñeca llena de serrín? En esto estriba la diferencia. Pero vayamos al grano, ¿dónde está mi coraza?
—Antes escúchame bien; tienes que prometerme que no te vengarás. Ellos se han portado muy mal robándotela, no obstante en este caso deberás reprimir tus deseos de desquitarte.
—De acuerdo, ¡nada de venganzas! Pero que no haya represalias tampoco por su parte cuando la recupere, ¿entendido? Porque si quieren pelea, morirán.
—Se encuentra escondida en la bodega de la casa del cura —le reveló Lyra—. El cura está convencido de que la coraza tiene un espíritu dentro e intenta conjurarlo y expulsarlo. Así que allí es donde está.
El oso se puso de pie sobre las patas traseras, la cara vuelta a poniente, de modo que, en medio de la oscuridad reinante, le quedaba iluminada por el último rayo de sol, que se la teñía de un vivo color amarillo. Lyra percibía la fuerza de aquel voluminoso ser, notaba que llegaba hasta ella en forma de oleadas de calor.
—Tengo que trabajar hasta el crepúsculo —explicó—. Así se lo he prometido al encargado. Todavía me faltan unos minutos para terminar.
—Pues aquí ya se ha puesto el sol —le indicó Lyra señalándolo, ya que estaba situada de modo que lo había visto desaparecer detrás del promontorio rocoso del sudoeste.
El oso se dejó caer sobre sus cuatro patas.
—Tienes razón —confirmó, ahora con su rostro sumido también en la oscuridad, como el de Lyra—. ¿Cómo te llamas?
—Lyra Belacqua.
—Entonces te debo un favor, Lyra Belacqua —repuso el oso.
Dio media vuelta y se alejó balanceándose, avanzando con tal rapidez a través del terreno helado que Lyra no alcanzaba a seguirlo ni siquiera corriendo. Corría, pese a todo, y Pantalaimon volaba delante en forma de gaviota para ver hacia dónde se dirigía el oso e indicar a Lyra el camino que debía tomar.
Iorek Byrnison salió del almacén y siguió por el estrecho callejón antes de entrar en la calle principal de la ciudad, pasar por delante del patio de la residencia del Sysselman, donde la izada bandera colgaba en la inmovilidad del aire y un centinela muy envarado se paseaba de un lado a otro, y finalmente descender la cuesta que se encontraba al final de la calle en la que vivía el brujo-cónsul. Justo en aquel momento el centinela se percató de que algo ocurría, pero cuando quiso prestar atención ya Iorek Byrnison había llegado a la esquina más cercana al puerto.
La gente se paraba a mirar o se apartaba para abrir paso a la precipitada marcha del oso. El centinela disparó dos tiros al aire y se lanzó cuesta abajo en persecución del oso, estropeando el efecto espectacular al resbalar por la helada pendiente y conseguir recuperar el equilibrio sólo al agarrarse a la barandilla más próxima. Lyra no estaba mucho más lejos. Al pasar por delante de la casa del Sysselman había visto unas cuantas figuras humanas que salían al patio para ver qué sucedía y hasta le pareció distinguir entre ellas a Farder Coram, pero ya había dejado la casa atrás y se había lanzado a todo correr calle abajo en dirección a la esquina a la que también había llegado ya el centinela en el curso de su carrera tras el oso.
La casa del cura era una de las más viejas del lugar, una casa construida con suntuosos ladrillos. Había que subir tres escalones para acceder a la puerta principal, que ahora colgaba de las bisagras hecha una ruina de madera astillada, mientras que del interior de la casa salían los crujidos y chasquidos que emitía la madera al resquebrajarse. El centinela, apuntando con el fusil, tuvo un momento de vacilación pero, al ver que los viandantes se paraban a mirar y que la gente que vivía al otro lado de la calle se asomaba a las ventanas, comprendió que tenía que actuar y disparó un tiro al aire antes de precipitarse al interior.
Al poco rato dio la impresión de que toda la casa se tambaleaba, se rompieron los cristales de tres ventanas y del tejado se desprendió una teja. Una sirvienta salió corriendo, aterrada, con su daimonion tras ella: una gallina que cloqueaba y batía estrepitosamente las alas, pisándole los talones.
En el interior de la casa resonó otro disparo y se oyó un profundo rugido que arrancó un grito de la sirvienta. Como propulsado por un cañón, el cura salió con la celeridad del rayo, acompañado de un pelícano, su daimonion, con mucho revuelo de plumas y en actitud de orgullo ofendido. Lyra oyó gritar órdenes y, al volverse, vio todo un escuadrón de policías armados que doblaban la esquina a toda marcha, unos con pistolas y otros con fusiles. No lejos de ellos aparecieron John Faa y la corpulenta y nerviosa figura del Sysselman.
Un estruendo de tablas desgarradas hizo que todos volvieran los ojos a la casa. Una ventana de la planta baja, que como es lógico suponer daba a la bodega, fue arrancada de cuajo con estallido de cristales y crujido de madera. El centinela que había seguido a Iorek Byrnison salió corriendo y se quedó delante de la ventana de la bodega con el fusil apoyado en el hombro, después voló en pedazos la ventana entera y Iorek Byrnison, el oso acorazado, saltó al exterior.
Sin la coraza era un ser formidable; con ella, aterrador. Tenía un color rojo de orín y estaba toscamente remachada, formada por grandes piezas y planchas de metal abollado y deslucido que chirriaban y rechinaban al encabalgarse unas sobre otras. El casco era puntiagudo como el hocico del oso y tenía unas rendijas para los ojos, aunque dejaba la quijada inferior al descubierto para morder y desgarrar.
El centinela hizo varios disparos y los policías también apuntaron sus armas, pero Iorek Byrnison se limitó a sacudirse los proyectiles de encima como quien se sacude unas gotas de lluvia, después de lo cual procedió a embestir con mucho chirriar y resonar de metales sin dar tiempo al centinela a escapar y dejándolo abatido en el suelo. El daimonion del centinela, que era un perro esquimal, se abalanzó al cuello del oso, pero Iorek Byrnison le hizo el mismo caso que habría hecho a una mosca y, acercando al centinela hacia sí con ayuda de su enorme pata, se agachó y le oprimió la cabeza entre sus fauces. Lyra ya sabía exactamente lo que ocurriría a continuación: machacaría el cráneo del hombre igual que un huevo y seguiría a continuación una lucha encarnizada en la que habría más muertes y que no haría sino prolongar la espera. Y nunca conseguirían ser libres, ni con oso ni sin oso.
Sin pararse a pensarlo dos veces, Lyra se lanzó sobre el oso y le puso la mano en el único punto vulnerable de su coraza, la hendedura que quedaba entre el casco y la enorme plancha que le cubría los hombros, justo en el momento en que el oso agachaba la cabeza, aquel punto donde ella veía asomar los pelos entre amarillos y blancos junto a los bordes oxidados del metal. Allí fue donde Lyra hundió los dedos y donde al momento se lanzó Pantalaimon convertido en gato salvaje, agachado y a punto para defenderla. Pero Iorek Byrnison se había quedado inmóvil mientras los fusileros seguían disparando.
—¡Iorek! —le gritó Lyra con voz preñada de indignación—. ¡Escucha! Tú me debes un favor, ¿sí o no? Pues ahora mismo vas a pagármelo. Haz lo que yo te diga: no pelees con estos hombres, déjalos ya y huye conmigo. Te necesitamos, Iorek, no puedes quedarte aquí. Ven al puerto conmigo y no te vuelvas siquiera para mirar. Deja que Farder Coram y John Faa se encarguen de parlamentar, ellos saben hacerlo. Suelta a este hombre y vente conmigo…
El oso separó lentamente las quijadas. La cabeza del centinela, mojada, ensangrentada y con la piel de color ceniciento, golpeó en el suelo al caer el hombre sin sentido, mientras su daimonion se lanzaba sobre él para tranquilizarlo y acariciarlo y el oso se apartaba para seguir a Lyra.
Nadie más se movió. Contemplaron cómo el oso se alejaba de su víctima a petición de una niña que tenía un daimonion en forma de gato, y después se hicieron a un lado para dejar pasar a Iorek Byrnison, quien, con su pesado andar, tomaba junto a Lyra el camino del puerto.
Lyra, totalmente concentrada en el oso, no se detuvo a observar la confusión que dejaban detrás ni vio que, una vez desaparecidos, todas las personas daban rienda suelta al miedo y a la furia que les embargaba. Lyra caminaba al lado del oso, mientras Pantalaimon iba delante de los dos abriéndoles paso.
Así que llegaron al puerto, Iorek Byrnison inclinó la cabeza, se soltó el casco con ayuda de una pata y lo dejó caer en el suelo helado con un fuerte ruido. Adivinando que algo ocurría, los giptanos habían salido del café y, al resplandor proyectado por las luces ambáricas de la cubierta del barco, vieron cómo Iorek Byrnison se deshacía del resto de la coraza con varios encogimientos del cuerpo y la dejaba, hecha un montón de hierros, en el muelle. Sin mediar palabra con nadie, se zambulló después en el agua y desapareció en ella sin provocar un solo rizo en su superficie. Se había esfumado.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Tony Costa al oír todo aquel vocerío de gritos enfurecidos que se acercaban de las calles de arriba, mientras los habitantes de la ciudad y los policías se dirigían al puerto.
Lyra se lo explicó lo más claramente que pudo.
—Pero ¿dónde se ha metido? —exclamó Tony Costa—. ¿Cómo es que ha dejado la coraza aquí en el suelo? Volverán a quedarse con ella en cuanto lleguen.
Lyra también se lo temía, ya que en seguida vio asomar por la esquina a los primeros policías, seguidos de otros más y, finalmente, del Sysselman, el cura y veinte o treinta mirones, además de John Faa y Farder Coram, que trataban de no rezagarse demasiado.
Pero toda aquella comitiva se detuvo de inmediato cuando los que la formaban vieron al grupo del muelle, puesto que entre ellos había un desconocido. Sentado en la coraza del oso, con el codo apoyado en la rodilla del lado opuesto, se veía la larguirucha figura de Lee Scoresby, que asía con la mano la pistola más larga que Lyra había visto en su vida y que, casualmente, apuntaba a la prominente barriga del Sysselman.
—Por lo que se ve, no habéis cuidado demasiado la coraza de mi amigo —dijo en tono de amigable conversación—. ¡Está muy oxidada! No me sorprendería que hasta hubiera sido carcomida por las polillas. No os mováis de donde estáis, quietos y tranquilos, y que nadie haga nada hasta que vuelva el oso con algún lubrificante. Mejor que os vayáis a vuestras casas a leer el periódico. Todo depende de vosotros.
—¡Miradlo, allí está! —exclamó Tony, indicando con el dedo una rampa situada en el extremo más apartado del muelle, por donde Iorek Byrnison salía en aquel momento del agua llevando a rastras una cosa oscura. Una vez en el muelle, lo primero que hizo fue sacudirse el agua de encima y proyectarla en todas direcciones, hasta que volvió a tener todos los pelos de punta otra vez. Se agachó después para agarrar con los dientes aquel objeto negro y lo arrastró hasta el lugar donde tenía la coraza. Era una foca muerta.
—Iorek —lo interpeló el aeronauta, que seguía allí con su aire indolente y mantenía la pistola apuntada hacia el Sysselman—. ¡Hola!
El oso levantó los ojos hacia él y emitió un breve gruñido, antes de desgarrar de un zarpazo a la foca. Lyra contempló fascinada cómo le arrancaba la piel, la dejaba aplanada en el suelo y le sacaba unas tiras de grasa, que restregó a continuación sobre su armadura, insistiendo particularmente en aquellos lugares donde las piezas encajaban unas sobre otras.
—¿Tú perteneces al bando de esta gente? —preguntó el oso a Lee Scoresby mientras seguía atareado con la faena.
—Claro. Los dos estamos a sueldo, Iorek.
—¿Dónde tienes el globo? —preguntó Lyra al tejano.
—Doblado y cargado en dos trineos —respondió el hombre—. Ahí viene el jefe.
John Faa y Farder Coram, junto al Sysselman, avanzaban por el muelle con cuatro policías armados.
—¡Oso! —le gritó el Sysselman, en tono perentorio y con voz áspera—. Te autorizo a que te vayas con ellos, pero déjame que te diga que, como vuelvas a aparecer por nuestro pueblo, no te trataremos con piedad.
Iorek Byrnison no le hizo ni el más mínimo caso y continuó restregando la grasa de foca sobre su armadura, con tal atención y esmero que a Lyra le recordó la devoción que ella misma sentía por Pantalaimon. Como había dicho el oso, la coraza era su alma. El Sysselman y los policías se apartaron y lentamente los demás habitantes del lugar también dieron media vuelta y fueron alejándose, si bien unos pocos se quedaron a observar.
John Faa se llevó las manos a la boca y gritó:
—¡Giptanos!
Todos se encontraban preparados para ponerse en marcha. Desde el momento del desembarco se morían de ganas de emprender el camino. Los trineos ya estaban cargados, los perros tenían puestos los arreos.
John Faa dio la orden:
—¡Ha llegado el momento de partir, amigos! Estamos todos reunidos y el camino despejado. Señor Scoresby, ¿lo tiene todo a punto?
—Más que a punto, lord Faa.
—¿Y tú, Iorek Byrnison?
—En cuanto me haya vestido —respondió el oso.
Ya había terminado de engrasar la coraza. Como no quería desperdiciar la carne de la foca, agarró con los dientes el cuerpo del animal y lo cargó en la parte trasera del trineo de Lee Scoresby, que era el más grande, antes de ponerse la coraza.
Fue sorprendente la maña con que lo hizo, sobre todo considerando que las planchas de metal tenían en algunas zonas un grosor de casi dos centímetros, lo que no le impidió moverlas ni colocarlas en el sitio correspondiente igual que si fueran de seda. No tardó ni un minuto y ahora no quedaba en ellas ni el más leve rastro de óxido.
Así pues, en menos de media hora, la expedición había emprendido rumbo al norte. Bajo un cielo poblado por millones de estrellas y una luna deslumbrante, los trineos se abrían camino dando tumbos y con gran estruendo, siguiendo las rodadas y deslizándose sobre las piedras hasta que por fin llegaron a la zona situada en las afueras de la ciudad donde ya sólo había nieve. Allí el estrépito se transformó en el rumor apenas audible del crujido de la nieve y el chasquido de la madera. En cuanto a los perros, comenzaron a avanzar a paso más vivo, con lo que la marcha se hizo más rápida y regular.
Lyra, envuelta con tal cantidad de ropa e instalada en la parte de atrás del trineo de Farder Coram, no tenía visibles más que los ojos, y le preguntó en un susurro a Pantalaimon:
—¿Ves a Iorek?
—Sí, va a todo correr junto al trineo de Lee Scoresby —replicó el daimonion mirando para atrás bajo su forma de armiño, al tiempo que se acomodaba de nuevo en la capucha de piel de glotón con la que se cubría Lyra.
Enfrente de ellos, sobre las montañas que miraban al norte, comenzaban a destellar y a temblar los pálidos arcos y rizos de las Luces Boreales. Lyra los miraba con los ojos entrecerrados, como en una ensoñada emoción de enorme felicidad al pensar que se dirigía a toda marcha hacia el norte bajo la Aurora. Pantalaimon luchaba contra aquella lasitud que invadía a Lyra, pero cuando se dio cuenta de que era demasiado intensa, decidió mantenerse acurrucado dentro de su capucha de pieles. Sólo cuando Lyra se despejó pudo decirle, aunque tal vez sólo se tratase de una marta, un sueño o algún espíritu local inofensivo, que algo iba siguiendo la marcha de los trineos, saltando ágilmente de rama en rama entre los pinos que crecían casi arracimados y que, si despertaba en él alguna inquietud, se debía únicamente a que quizá se tratase de un mono.