En el curso de los días siguientes, Lyra tramó una docena de planes, que descartó seguidamente con impaciencia porque todos se reducían a tener que viajar de polizón, y ¿cómo iba a ir de polizón en un barco tan pequeño? Para que eso diera resultado, el viaje debería realizarse en una embarcación con todas las de la ley ya que Lyra conocía, merced a las historias que había oído, tretas eficaces para encontrar todo tipo de escondrijos en una nave de dimensiones normales: los botes salvavidas, la bodega, el pantoque… en el caso de que hubiera sabido qué era todo eso. Pero la realidad era que tenía que conseguir introducirse en un barco giptano primero, y después abandonar los Fens a la manera giptana.
Y aunque llegara a la costa por su cuenta, a lo mejor se metía en un barco equivocado, si bien tampoco habría estado nada mal esconderse en un bote salvavidas para despertar camino del Brasil.
Entretanto, ni de noche ni de día la abandonaba la fascinante idea de unirse a la expedición. No perdía de vista a Adam Stefanski y lo vigilaba cuando lo veía escoger a los voluntarios que debían hacer de combatientes. Acosaba a Roger van Poppel con sugerencias acerca del cargamento que debían llevar. ¡Que no se olvidase los lentes para la nieve! ¿Conocía el mejor sitio para conseguir mapas árticos?
El hombre al que Lyra se sentía más deseosa de ayudar era Benjamin de Ruyter, el espía, pero se había esfumado a primera hora de la mañana después de celebrada la segunda Cuerda y, como es natural, nadie podía decir dónde había ido ni cuándo volvería. A falta, pues, de disponer de otra persona mejor, Lyra se dedicó a Farder Coram.
—Me parece que no sería mala idea que te ayudase, Farder Coram —le sugirió Lyra—, puesto que seguramente sé más cosas de los zampones que nadie, ya que he tenido oportunidad de convivir con una persona de esta ralea. A lo mejor necesitas mi colaboración para desentrañar los mensajes del señor de Ruyter.
Apiadado de la niña al verla tan obstinada y desesperada, no se la sacó de encima. En lugar de ello, habló con ella y escuchó sus recuerdos de Oxford y de la señora Coulter y la observó mientras leía el aletiómetro.
—¿Dónde está el libro ese en el que figuran todos los símbolos? —le preguntó Lyra un día.
—En Heidelberg —respondió él.
—¿Hay un solo ejemplar?
—No sé si habrá más, pero yo no los he visto.
—Seguramente habrá otro en la biblioteca Bodley de Oxford —dijo Lyra.
A duras penas conseguía apartar los ojos del daimonion de Farder Coram, el más hermoso que había visto en su vida. Cuando Pantalaimon se convertía en gato era flaco, desastrado, un bicho de pelo áspero, mientras que Sophonax, ya que así se llamaba, tenía los ojos dorados y era elegante por encima de toda medida, el doble de grande que un gato de verdad y, además, con un pelaje muy abundante. Cuando lo iluminaba un rayo de sol, despedía matices y tonalidades de color dentro de la gama del marrón-castaño-hoja seca-avellana-oro-otoño-caoba que a Lyra le habría sido imposible precisar. Se moría de ganas de acariciar aquel pelo, de restregar las mejillas contra él, aunque por supuesto no llegó a hacerlo nunca, ya que rozar al daimonion de otra persona era la peor de las infracciones de la etiqueta que se podía cometer. Los daimonions se podían tocar entre sí, en cambio, y también pelearse, pero la prohibición del contacto hombre-daimonion era tan tajante que ni siquiera en el curso de una batalla un guerrero habría tocado al de su enemigo. Eso estaba manifiestamente prohibido. Lyra no recordaba que nadie se lo hubiera dicho; lo sabía por instinto, algo tan simple como que sentir náuseas era desagradable y estar cómoda, agradable. Así pues, aunque admirase el pelo de Sophonax y especulase incluso acerca del tacto que podía tener, jamás inició el más leve gesto en ese sentido ni pensaba hacerlo nunca.
Sophonax ofrecía un aspecto tan lustroso, tan sano y hermoso como Coram estragado y enfermizo. Lyra no sabía si estaba realmente enfermo o si había sufrido algún accidente que lo había dejado tullido, pero el hecho era que no podía andar sin apoyarse en dos bastones y que temblaba continuamente, como las hojas de los álamos. Sin embargo, tenía el cerebro despejado, claro y privilegiado, por lo que Lyra no tardó en apreciarlo por sus conocimientos y por la firmeza con que la orientaba.
—¿Qué significa, Farder Coram, el reloj de arena? —le preguntó Lyra refiriéndose al aletiómetro una mañana de sol en que los dos estaban en el bote—. Siempre se para en ese dibujo.
—Si te fijas con más detenimiento, seguro que encontrarás la clave. ¿Qué es esa cosa pequeña que tiene arriba?
Lyra frunció los ojos para fijarlos mejor.
—¡Una calavera!
—Entonces, ¿qué te parece que puede significar?
—Muerte… ¿Quiere decir muerte?
—Exactamente. O sea que en el repertorio de significados relativos al reloj de arena figura la muerte. De hecho, el primero es el tiempo y el segundo la muerte.
—¿Sabes qué he observado, Farder Coram? Que la aguja se detiene en ese dibujo la segunda vez que gira. En la primera vuelta experimenta una especie de titubeos, pero en la segunda se para. ¿Quiere esto decir que es el segundo significado?
—Probablemente. ¿Por qué lo preguntas, Lyra?
—Estoy pensando… —Se calló, sorprendida de haber hecho una pregunta sin advertirlo siquiera—. Ponía tres dibujos juntos porque… estaba pensando en el señor de Ruyter, ¿sabes?… Junté la serpiente, el crisol y la colmena para preguntar cómo le iba lo del espionaje y…
—¿Por qué esos tres símbolos?
—Porque pensé que la serpiente era astuta, como tienen que ser los espías, y el crisol podía significar conocimiento, que es lo que se destila, mientras que la colmena representaba un trabajo denodado, porque es sabido que las abejas son muy trabajadoras, o sea que del trabajo esforzado y de la astucia sale el conocimiento, ¿comprendes?, y éste es el trabajo que tiene que hacer el espía. Y entonces los indiqué con las manecillas y me hice la pregunta para mis adentros y la aguja se paró en muerte… ¿Crees de verdad que funciona, Farder Coram?
—Funciona a la perfección, Lyra; lo que ocurre es que no estamos seguros de si lo leemos bien. Se trata de un arte muy sutil y me pregunto si…
Antes de que tuviera tiempo de terminar la frase, llamaron de forma perentoria a la puerta y entró un giptano joven.
—Te ruego que me perdones, Farder Coram, pero acaba de llegar Jacob Huismans y está muy mal herido.
—Estaba con Benjamin de Ruyter —repuso Farder Coram—. ¿Ha ocurrido algo?
—No quiere hablar —respondió el joven—. Mejor será que vengas tú, Farder Coram, porque no durará mucho tiempo, está sangrando por dentro.
Farder Coram y Lyra intercambiaron una mirada de alarma y sorpresa, aunque no duró más que un segundo. Farder Coram se apresuró a acudir al lugar donde lo reclamaban, apoyándose en sus bastones, con toda la rapidez que le permitían sus piernas y con su daimonion avanzando delante de él. Lyra también los siguió saltando de impaciencia.
El joven los condujo a una barca amarrada al embarcadero de la remolacha azucarera, donde una mujer que llevaba un delantal de franela roja les abrió la puerta. Como Farder Coram vio que miraba a Lyra con aire de desconfianza, explicó:
—Interesa que la niña se entere de lo que diga Jacob, señora.
La mujer les franqueó la entrada y se quedó aparte, con su daimonion, una ardilla, posado silenciosamente en un reloj de madera. En una litera, cubierto con una colcha de patchwork, había un hombre tumbado que tenía el lívido rostro empapado de sudor y los ojos vidriosos.
—He llamado al médico, Farder Coram —dijo la mujer, temblando—, procura no ponerlo nervioso porque sufre unos dolores atroces. Hace unos minutos que ha llegado en el barco de Peter Hawker.
—¿Y dónde está Peter ahora?
—Está amarrando el barco. Él me ha dicho que te avisara.
—Muy bien. Y ahora, Jacob, ¿me oyes?
Los ojos de Jacob se volvieron hacia Farder Coram, sentado en la litera de enfrente, a dos palmos de distancia.
—Hola, Farder Coram —dijo en un murmullo.
Lyra observó su daimonion. Era un hurón y estaba muy quieto, colocado junto a su cabeza, agazapado pero no dormido, ya que tenía los ojos muy abiertos y tan vidriosos como los del hombre.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Farder Coram.
—Benjamin ha muerto —fue la respuesta—. Él ha muerto y Gerard está prisionero.
Su voz era ronca y le faltaba resuello. Cuando dejó de hablar, su daimonion se desenroscó trabajosamente y le lamió la mejilla, lo que pareció darle fuerzas suficientes para proseguir:
—Íbamos a entrar en el Ministerio de Teología, porque Benjamin había oído de labios de uno de los zampones que apresamos que tenían allí su cuartel general y que todas las órdenes procedían de aquel sitio…
Volvió a callar.
—¿Apresasteis a unos zampones? —preguntó Farder Coram.
Jacob asintió y clavó los ojos en su daimonion. Era insólito que los daimonions hablasen a otros seres humanos que no fueran los suyos, aunque ocurría en ciertas ocasiones. El hurón explicó:
—Capturamos a tres zampones en Clerkenwell y les hicimos confesar para quién trabajaban, de dónde recibían las órdenes y otros detalles. No sabían en qué sitio metían a los niños, lo único que podían decir era que el lugar estaba en el norte de Laponia…
Tuvo que detenerse y se quedó jadeando breves instantes en los que su diminuto pecho no dejó de agitarse, hasta que pudo continuar.
—Entonces los zampones nos hablaron del Ministerio de Teología y de lord Boreal. Benjamin ordenó que Jacob y Gerard Hook se introdujeran en el Ministerio y que Frans Broekman y Tom Mendham averiguaran algo acerca de lord Boreal.
—¿Lo hicieron?
—Lo ignoramos porque no regresaron jamás. Mira, Farder Coram, ha sucedido lo mismo en todo lo que hemos hecho, ellos ya estaban informados antes de que empezáramos y lo único que sabemos es que a Frans y a Tom se los tragaron vivos así que se acercaron a lord Boreal.
—Volvamos a Benjamin —dijo Farder Coram, al notar que la respiración de Jacob se hacía más entrecortada y que cerraba los ojos a causa del dolor.
El daimonion de Jacob soltó un leve maullido entre angustiado y amoroso y la mujer avanzó uno o dos pasos y se llevó las manos a la boca, pero no habló y el daimonion prosiguió con voz casi inaudible:
—Benjamin, Gerard y nosotros fuimos al ministerio de White Hall. Encontramos una pequeña puerta lateral que no estaba tan celosamente guardada como las otras y nos quedamos fuera vigilando mientras ellos sacaban los cerrojos y se colaban en el interior. No hacía un minuto que habían entrado cuando oímos un grito de espanto y el daimonion de Benjamin salió volando, nos hizo una seña en demanda de ayuda y volvió a meterse dentro. Nosotros cogimos el cuchillo y lo seguimos, pero aquel lugar estaba oscuro y lleno de formas y sonidos extraños que nos aturullaban con sus temibles movimientos. Nos pusimos a buscarlos cuando de pronto oímos que arriba había un gran alboroto y percibimos un grito penetrante, al tiempo que Benjamin y su daimonion caían de una elevada escalera situada sobre nosotros y, aunque el daimonion hizo grandes esfuerzos y muchos revoloteos para sujetar a Benjamin, todo fue en vano; los dos se estrellaron contra el suelo de piedra y perecieron al momento.
»No llegamos a ver a Gerard, pero sí oímos la voz, que resonó sobre nuestras cabezas como un aullido y que nos dejó tan aterrados y sorprendidos que ni movernos pudimos. Después vino proyectada una flecha desde lo alto que se nos clavó en el hombro y se hundió en el interior de nuestras carnes…
La voz del daimonion se fue haciendo más débil al tiempo que se escapaba un gemido de la boca del herido. Farder Coram se inclinó y con sumo cuidado retiró el cobertor. Del hombro le salía el extremo rematado de plumas de una flecha hundida en una masa de sangre coagulada. El fuste y la punta habían calado tan hondo en el pecho del pobre desgraciado que la parte que asomaba no mediría más que unos quince centímetros. Lyra tuvo la sensación de que iba a desmayarse.
En el muelle resonaban voces y pasos.
Farder Coram se levantó y dijo:
—Aquí está el médico, Jacob. Ahora vamos a dejarte. Cuando te hayas repuesto hablaremos largo y tendido.
Al salir, oprimió el hombro de la mujer. Lyra se mantuvo cerca de él en el muelle porque ya se había congregado una multitud que no cesaba de murmurar y señalar con el dedo. Farder Coram ordenó a Peter Hawker que fuera en seguida a ver a John Faa y a continuación declaró:
—Lyra, tan pronto como sepamos si Jacob va a vivir o a morir, tendremos otra conversación sobre el aletiómetro. Tú ahora haz lo que quieras, niña, ya te llamaremos.
Lyra comenzó a vagar sola por aquellos andurriales hasta que al final se sentó en un cañaveral de la orilla y se dedicó a arrojar barro al agua. De una cosa estaba segura: no se sentía contenta ni orgullosa de saber leer el aletiómetro. La sensación era más bien de miedo. Aquel poder que impulsaba a la aguja a oscilar y a detenerse revelaba que se trataba de un ser inteligente.
—Me imagino que será un espíritu —dijo. Y por un momento tuvo la tentación de tirar aquel artefacto en medio del Fen.
—Si aquí dentro hubiera un espíritu yo lo vería —respondió Pantalaimon—. Como ocurrió con aquel fantasma de Godstow, yo lo vi y tú no.
—Espíritus los hay de muchas clases —exclamó Lyra, a la defensiva—. Tú tampoco puedes verlos todos. ¿Qué me dices de aquellos licenciados muertos y decapitados? ¿Recuerdas que yo los vi?
—No eran más que espectros nocturnos.
—No, no lo eran. Se trataba de espíritus de verdad y de sobra lo sabes; lo que pasa es que el que hace mover esta potente aguja no pertenece a la casta de espíritus de los que tú hablas.
—Y a lo mejor ni siquiera es un espíritu —insistió Pantalaimon, que seguía en sus trece.
—¿Qué otra cosa podría ser?
—Pues… podría ser… un conjunto de partículas elementales.
Lyra se lo tomó a chacota.
—¿Por qué no? —replicó Pantalaimon—. ¿No te acuerdas de aquella máquina lumínica que tenían en el Gabriel?
En el Gabriel College había un objeto sacro que conservaban en el altar mayor del oratorio y ahora, al recordarlo, Lyra se lo representó cubierto con un paño de terciopelo negro, parecido al que envolvía el aletiómetro. Lo había visto cierta vez que había acompañado a una ceremonia al bibliotecario del Jordan. En el momento más solemne de la invocación, el intercesor levantó el paño y mostró, en medio de la penumbra, una cúpula de cristal en cuyo interior había algo situado a demasiada distancia para que fuera posible distinguirlo con precisión, hasta que tiró de una cuerda que permitía arrollar una persiana y que dejó pasar un rayo de sol el cual fue a incidir precisamente en la cúpula en cuestión. Entonces se vio claramente de qué se trataba: era un objeto pequeño semejante a una veleta, con cuatro velas negras a un lado y una blanca al otro, que se pusieron a girar cuando la luz incidió en ellas. Según explicó el intercesor, servían para ilustrar una lección moral: la negrura de la ignorancia huía de la luz, mientras que la sabiduría de la blancura se precipitaba a abrazarla. Lyra aceptó sus palabras, aunque había que admitir que, cualquiera que fuera su significado, aquellas veletas giratorias eran una delicia, resultado todas ellas del poder de los fotones, según dijo el bibliotecario mientras volvían al Jordan.
Así pues, tal vez Pantalaimon tuviera razón. Si las partículas elementales eran capaces de hacer girar un aparato lumínico, sin duda también podían conseguir que se moviera la aguja. No obstante, no quedó completamente convencida.
—¡Lyra! ¡Lyra!
Quien la llamaba era Tony Costa, que le hacía señas desde el muelle.
—¡Ven, acércate! —le gritó—. Tienes que venir a ver a John Faa en el Zaal. ¡Corre, nena, es urgente!
Lyra encontró a John Faa con Farder Coram y los demás líderes, todos con semblante preocupado.
El que habló fue John Faa:
—Lyra, Farder Coram me ha dicho que sabes leer el instrumento. He de darte una mala noticia: el pobre Jacob acaba de morir. Veo que tendremos que llevarte con nosotros, en contra de mis deseos. Aunque es una decisión que me preocupa, parece que no hay otra alternativa. Así que hayamos enterrado a Jacob de acuerdo con nuestras tradiciones, emprenderemos el viaje. Me has entendido, ¿verdad, Lyra? Vienes con nosotros, aunque no es una ocasión para alegrarse ni regodearse. Nos esperan muchas complicaciones e innumerables peligros.
»Te pondré bajo la protección de Farder Coram. No te conviertas para él en molestia ni en riesgo, ya que de lo contrario caerá sobre ti todo el peso de mi cólera. Y ahora dejémoslo, explícaselo a Ma Costa y prepárate para partir.
Las dos semanas siguientes fueron las más ajetreadas de la vida de Lyra. Aunque ajetreadas, no pasaron deprisa, ya que hubo muchas esperas, tuvo que esconderse en armarios húmedos y atestados, contemplar a través de la ventana aquel paisaje, triste y empapado de lluvia que iba desfilando ante sus ojos, volver a esconderse, dormir junto a los gases que se escapaban del motor para despertarse con un dolor de cabeza capaz de enloquecer a cualquiera y, lo peor de todo, no estar autorizada a salir al aire libre para hacer una carrerita por la orilla, ni subir a cubierta, ni encargarse de las compuertas de las esclusas ni atrapar un cabo arrojado a través del lado de la compuerta para amarrar el barco.
Por supuesto, tenía que permanecer escondida. Tony Costa le habló de unos rumores que eran la comidilla de las tabernas de la orilla: se decía que andaban buscando por todo el país a una niña de rubios cabellos, con una gran recompensa para la persona que la descubriese y severos castigos para los que la tuvieran escondida. También circulaban curiosas habladurías, entre ellas la de que era la única niña que había escapado de manos de los zampones y que guardaba terribles secretos. Otro de los rumores aseguraba que no era un ser humano sino un par de espíritus en forma de niña y daimonion, enviados a este mundo por los poderes infernales con el fin de provocar grandes ruinas. Finalmente, otro afirmaba que no se trataba de una niña sino de un ser humano adulto, reducido a talla infantil por arte de magia y a sueldo de los tártaros, que había ido a espiar a los ingleses de buena voluntad y a preparar el terreno para una invasión tártara.
Lyra oyó todas estas historias, al principio divertida pero después con una sensación de abatimiento. ¿Sería posible que hubiera tanta gente que la odiaba y la temía? Se moría de ganas de escapar de aquel camarote exiguo que era como una caja. Se moría de ganas de estar en el norte, en aquellas dilatadas extensiones de nieve y bajo la deslumbrante Aurora. A veces deseaba encontrarse en el Jordan College, gateando con Roger por los tejados mientras el camarero anunciaba con la campana que faltaba media hora para cenar y ya empezaba a oírse todo el alboroto de la cocina, el chisporroteo de la comida, las voces de los criados… Eran momentos en que anhelaba ansiosamente que nada hubiera cambiado, que nada cambiase nunca, que ojalá ella hubiera continuado siendo aquella Lyra del Jordan College para siempre.
La única cosa que conseguía arrancarla del aburrimiento y de la irritación era el aletiómetro. Se dedicaba todos los días a leerlo, a veces con Farder Coram y a veces sola, y se daba cuenta de que cada día conseguía adentrarse más en aquel estado de serenidad en que el sentido de los símbolos se revelaban por sí solos y aquellas grandes cordilleras montañosas bañadas por la luz del sol emergían hasta hacerse visibles.
Porfiaba por explicar a Farder Coram qué sensación experimentaba.
—Es casi como hablar con personas a las que no acabas de oír del todo, sólo que te sientes bastante estúpida porque tienes la impresión de que son más inteligentes que tú, aunque no por eso se enfadan contigo ni muchísimo menos… ¡Saben un montón, Farder Coram! ¡Es que casi lo saben todo! La señora Coulter era una mujer inteligente, sabía muchas cosas, pero este conocimiento es muy diferente… Es como cuando se comprende algo…
Él hacía preguntas específicas y ella buscaba las respuestas.
—¿Qué está haciendo la señora Coulter en estos momentos? —le decía él, al oír lo cual las manos de la niña se ponían inmediatamente en movimiento y entonces él le decía—: Dime qué haces.
—Pues mira, la Virgen es la señora Coulter y yo pienso en que también es mi madre cuando pongo aquí la manecilla; la hormiga quiere decir trabajadora… esto es fácil, es el significado principal; el reloj de arena tiene el de tiempo entre sus significados y, a una cierta distancia, está el significado de ahora. Lo que yo hago es fijar mi mente en este punto.
—¿Y cómo sabes dónde están esos significados?
—Es como si los viera o, mejor dicho, como si los sintiera. Es como bajar una escalera de noche, pones un pie en el escalón de abajo y sabes que después viene otro escalón. Pues bien, yo sitúo mi pensamiento abajo y hay otro significado, es como si presintiera lo que es. Después los junto todos. Es como una especie de truco, como cuando enfocas los ojos.
—Hazlo, pues, y veamos qué te dice.
Lyra le obedeció. La aguja larga comenzó a oscilar al momento, se detuvo, volvió a moverse, se detuvo de nuevo siguiendo una serie precisa de recorridos y de pausas. La sensación de gracia y poder era tal que Lyra se sentía como un pajarillo que estuviese aprendiendo a volar. Farder Coram, que observaba desde el otro lado de la mesa, anotó los lugares donde se paraba la aguja y observó a la niña que se apartaba el cabello de la cara y se mordía ligeramente el labio inferior, mientras sus ojos iban siguiendo al principio la aguja pero después, una vez establecido el recorrido, se fijaban en otro punto de la esfera. Aunque no en un punto cualquiera. Farder Coram era un jugador de ajedrez y conocía esa manera de mirar el juego que los jugadores de ajedrez tienen. Daba la impresión de que el jugador experto veía las líneas de fuerza e influencia que actuaban en el tablero, que seguía las importantes e ignoraba las insignificantes. Los ojos de Lyra se movían de la misma manera, según un campo magnético similar que ella podía percibir y él no.
La aguja se detuvo en el rayo, en el niño de pañales, en la serpiente, en el elefante y en una criatura cuyo nombre Lyra desconocía. Era una especie de lagarto de grandes ojos y con un rabo enroscado en la rama en que estaba posado. Repitió la misma secuencia una vez tras otra, mientras Lyra seguía observando.
—¿Qué significa este lagarto? —dijo Farder Coram, interrumpiendo su concentración.
—No le encuentro el sentido… Veo lo que dice, pero debo de interpretarlo mal. Creo que el rayo significa ira y el niño… creo que soy yo… Iba a encontrar sentido al lagarto pero como tú, Farder Coram, me has hablado, se me ha escapado. Mira, es como si estuviese flotando no se sabe dónde.
—Ya lo comprendo. Lo siento, Lyra. ¿Estás cansada? ¿Quieres parar un momento?
—No, no quiero parar —respondió la niña con las mejillas arreboladas y los ojos brillantes.
Evidenciaba signos de excitación e inquietud, agravados por el largo confinamiento en aquel sofocante camarote.
Farder Coram sacó la cabeza por la ventana. Estaba casi a oscuras y navegaban a lo largo de la última lengua de agua que se internaba tierra adentro antes de llegar a la costa. Las amplias prolongaciones de un estuario, de agua amarronada y burbujeante de espuma, se extendían bajo un cielo triste hasta llegar a un grupo distante de contenedores de espíritu de carbón, herrumbrosos y cubiertos de telarañas y tubos, al lado de una refinería de la que se elevaba perezosamente un espeso jirón de humo que se iba a unir a las nubes.
—¿Dónde estamos? —preguntó Lyra—. ¿Puedo salir un momento, Farder Coram?
—Esto es agua del Colby —le explicó él—. Estamos en el estuario del Cole. Cuando lleguemos a la ciudad nos detendremos en el Smokemarket e iremos andando hasta los muelles. Llegaremos dentro de una o dos horas…
Pero estaba anocheciendo y en la amplia desolación de la caleta no se movía nada salvo el barco en el que viajaban y una lejana gabarra que transportaba una carga de carbón y avanzaba hacia la refinería. Lyra estaba tan sofocada y fatigada y su encierro había sido tan prolongado que Farder Coram añadió:
—Bueno, supongo que no importa demasiado que te quedes unos minutos al aire libre, ya no digo para tomar el fresco, porque aquí no hace fresco alguno a menos que sople la brisa del mar, pero puedes sentarte en cubierta y así das una ojeada a tu alrededor hasta que estemos más cerca.
Lyra se levantó de un salto y Pantalaimon se convirtió al momento en gaviota, ávida de desplegar las alas y de moverlas al aire libre. Fuera hacía frío y, aunque iba bien abrigada, Lyra no tardó en empezar a temblar. Pantalaimon, por su parte, se lanzó al aire con un estentóreo graznido de placer y comenzó a piruetear, a hacer vuelos rasantes y a precipitarse tan pronto a la popa del barco como a la proa. Lyra estaba exultante, se ponía en la piel de Pantalaimon al verlo volar y lo incitaba mentalmente a entrar en competición con el cormorán, que era el daimonion del viejo timonel. Pero este último lo ignoró y se posó, soñoliento, en el timón, cerca de su hombre.
No se percibía vida alguna en aquella amarga y oscura ensenada, tan sólo se oía el persistente traqueteo del motor y el atenuado chapoteo del agua debajo de la proa rompiendo el amplio silencio. Había densas nubes que flotaban bajas y no prometían lluvia; el aire, debajo de ellas, estaba sucio de humo. Sólo la centelleante elegancia de Pantalaimon tenía algo de vida y alegría.
Al remontarse tras haberse zambullido, con las alas blancas desplegadas sobre el gris del cielo, una cosa negra chocó contra él y lo derrumbó. Cayó de lado en un aleteo de sorpresa y de dolor y Lyra lanzó un grito, sintiendo lo mismo violentamente. Hubo entonces otra cosa negra que se unió a la primera. No se movían como los pájaros, sino que parecían más bien escarabajos voladores, pesados y decididos, acompañando su vuelo con un zumbido monocorde.
Cuando Pantalaimon cayó y al mismo tiempo, retorciéndose, intentó abrirse camino hacia el barco y hacia los desesperados brazos de Lyra, aquellas cosas negras se abalanzaron sobre él, zumbando, rumoreando y con ánimo asesino. Lyra estaba casi enloquecida por el miedo de Pantalaimon y el suyo propio cuando de pronto pasó algo sobre su cabeza.
Era el daimonion del timonel y, aunque su vuelo resultaba torpe y pesado, Lyra advirtió que también era potente y rápido. El cormorán movió la cabeza de un lado a otro, hubo una agitación de alas negras, un estremecimiento de blancura y de pronto una cosa negra y pequeña cayó sobre el tejado alquitranado de la cabina a los mismos pies de Lyra, justo en el mismo momento en que Pantalaimon iba a parar a su mano extendida.
Antes de que Lyra tuviera tiempo de consolarlo, Pantalaimon adoptó su aspecto de gato salvaje y se abalanzó sobre aquel ser, derribándolo del borde del tejado, desde donde ya se arrastraba con la clara intención de escapar inmediatamente. Pantalaimon lo sujetó con firmeza gracias a sus garras afiladas como agujas y levantó los ojos al cielo que ya estaba oscureciendo, donde las negras alas del cormorán describían círculos cada vez más altos en busca de la otra extraña criatura. Poco después regresó a toda velocidad y lanzó un graznido al timonel, quien informó:
—Se ha ido. No dejes que éste se escape también. Toma…
Y arrojando al suelo el poso del tazón de estaño con el que bebía, se lo pasó a Lyra.
Ésta lo colocó al momento bocabajo sobre aquel ser, que comenzó a zumbar y a gruñir como si fuera una máquina diminuta.
—Sujétalo bien —le recomendó Farder Coram, situado detrás de ella, después de lo cual se arrodilló y deslizó un trozo de cartulina debajo del tazón.
—¿Y esto qué es, Farder Coram? —dijo Lyra, que no paraba de temblar.
—Vayamos abajo a echar un vistazo. Vete con mucho cuidado, Lyra, y no lo sueltes.
Al pasar dirigió su mirada hacia el daimonion del timonel intentando darle las gracias, pero éste tenía los ojos cerrados. Se limitó, pues, a dárselas al timonel.
—Habrías debido quedarte abajo —fue todo lo que le respondió.
Lyra se metió en el camarote con el tazón, donde Farder Coram había encontrado un vaso de cerveza. Puso el tazón de estaño boca abajo sobre éste y después retiró la cartulina interpuesta entre ellos, lo que hizo que el espécimen cayera en el vaso. Lo levantó para observar cómodamente aquel animal que, como es lógico, estaba furioso.
Tenía la longitud aproximada del pulgar de Lyra y era de color verde oscuro, no negro. Sus élitros permanecían erectos, como una mariquita a punto de arrancar el vuelo, y batía con tal rabia las alas que éstas parecían apenas una mancha borrosa. Con sus seis patas, provistas de garras, escarbaba inútilmente en el liso cristal.
—¿Qué es esto? —preguntó Lyra.
Pantalaimon, que seguía siendo un gato montés, se agazapó en la mesa a un palmo de distancia, para contemplar con sus verdes ojos cómo iba dando vueltas y más vueltas dentro del vaso.
—Aunque le hicieras una disección completa, no encontrarías ningún tipo de vida en su interior —explicó Farder Coram—. No se trata de ningún animal ni de ningún insecto. Ya había visto antes una de estas cosas, pero nunca habría imaginado que pudiera encontrar otra igual tan al norte. Son cosas de África. Llevan dentro un mecanismo de relojería y, sujeto al resorte, hay un espíritu malvado con un encantamiento en su corazón.
—Pero ¿quién lo ha enviado?
—En este caso no es preciso leer los símbolos, Lyra; tanto tú como yo podemos adivinarlo fácilmente.
—¿La señora Coulter?
—¿Quién si no? No sólo ha explorado el norte, y el salvaje sur está lleno de cosas extrañas. La última vez que vi una de éstas fue en Marruecos. Son mortalmente peligrosas porque, mientras el espíritu permanece encerrado en su interior, no se detienen ni un momento y, cuando dejas el espíritu en libertad, está tan furibundo que mata lo primero que encuentra.
—Pero ¿su propósito cuál era?
—Pues espiar. He sido un imbécil total permitiendo que salieras. Debería haberte dejado interpretando los símbolos, sin interrumpirte.
—¡Ahora lo veo claro! —exclamó Lyra, excitada de pronto—. Aquella especie de lagarto significa aire. Ya me di cuenta, aunque no entendía el porqué, entonces traté de hacer averiguaciones y me perdí.
—¡Ah, ahora yo también lo veo! —dijo Farder Coram—. Porque no es un lagarto sino un camaleón y, si indica aire, es porque no comen ni beben, viven simplemente del aire.
—Y el elefante…
—Es África —concluyó Farder Coram—, ni más ni menos.
Se miraron. Cada revelación del aletiómetro los dejaba más estupefactos.
—Nos ha estado avisando acerca de estas cosas todo el tiempo —dijo Lyra—. Habríamos debido escucharle. Pero ¿qué podemos hacer con ella ahora, Farder Coram? ¿La matamos o qué?
—No sé qué podemos hacer, si no es mantenerla encerrada en una caja e impedirle que salga, porque de lo contrario se irá volando hasta donde está la señora Coulter y le dirá que te ha visto. ¡Maldita sea! Mira que soy imbécil, Lyra.
Se puso a revolver un armario y encontró dentro un bote de hojas de tabaco de unos ocho centímetros de diámetro. Lo habían utilizado para guardar tornillos, pero él lo vació y limpió con un paño el interior antes de invertir el vaso sobre él sin retirar la cartulina hasta que lo tuvo encajado sobre la boca.
Después de un momento de apuro en que el bicho sacó una pata intentando escapar y empujó el bote con una energía sorprendente, consiguieron apresarlo y enroscar con fuerza la tapadera.
—Así que estemos instalados en el barco, pondré una soldadura alrededor para asegurarme de que está bien cerrado —dijo Farder Coram.
—Pero, dado que se trata de un mecanismo de relojería ¿no acabará por pararse?
—En un reloj normal ocurre así pero, como te he dicho, el espíritu que hay dentro lo mantendrá en marcha. Cuanto más luche por salir, más tenso estará y más potente será la fuerza. Y ahora vamos a sacarnos al tipejo este de delante…
Envolvió la lata en un paño de franela a fin de amortiguar aquel incesante zumbido y aquel bordoneo y la metió debajo de la litera.
Ya había oscurecido y Lyra miraba a través de la ventana contemplando las luces de Colby que se aproximaban. El aire denso se espesó hasta convertirse en una especie de bruma y, cuando amarraron en los muelles junto al Smokemarket, no pudo distinguir más que vagos y neblinosos contornos. La oscuridad se escalonaba en perlados velos gris plata que caían sobre los depósitos y las grúas, los puestos de madera y el edificio de granito de múltiples chimeneas del que tomaba nombre el mercado, donde el pescado permanecía colgado de día y de noche ahumándose entre las fragancias de la madera de roble quemada. Las chimeneas contribuían a la condensación del aire húmedo y pegajoso y daba la impresión de que las piedras del suelo desprendían aquel vaho tan grato que era una mezcla de olor a abadejo, a caballa y a arenque.
Lyra, cubierta con un impermeable y una gran capucha que ocultaba su llamativa cabellera, caminaba entre Farder Coram y el timonel. Los tres daimonions permanecían alerta, escudriñando las esquinas, mirando hacia atrás por si alguien les seguía, atentos al menor ruido de pasos.
Pero aparte de ellos mismos y sus humanos, no había nada más que ver. Los ciudadanos de Colby estaban todos encerrados en sus casas, seguramente tomando su jenniver junto a rugientes estufas. No encontraron a nadie hasta llegar al muelle, y la primera persona a quien vieron fue a Tony Costa, que estaba custodiando las puertas.
—¡Gracias a Dios que habéis llegado hasta aquí! —dijo en voz baja al tiempo que los dejaba pasar—. Acabamos de enterarnos de que le han disparado un tiro a Jack Verhoeven y hundido su barco y no había nadie que supiera dónde os encontrabais. John Faa ya está a bordo y a punto de zarpar.
A Lyra el barco le pareció inmenso: la chimenea en medio, la cámara del timón, el gran castillo de proa y el sólido cabrestante montado al lado de una escotilla recubierta de una lona; una luz amarilla que refulgía en las portillas y en el puente, la luz blanca en el tope y tres o cuatro hombres en cubierta ajetreados haciendo cosas que Lyra no podía ver.
Lyra se apresuró a subir por la pasarela delante de Farder Coram y miró a su alrededor llena de excitación. Pantalaimon se convirtió en mono y trepó por el cabrestante sin pérdida de tiempo, aunque Lyra le ordenó que bajase en seguida. Farder Coram quería que estuvieran dentro o abajo, según desee llamársele tratándose de una embarcación.
Tras bajar una escalera interior, había un saloncito donde John Faa se encontraba hablando discretamente con Nicholas Rokeby, el giptano a cuyo cargo se encontraba el barco. John Faa no tenía la costumbre de hacer las cosas a la ligera. Lyra esperaba que la recibiría con un saludo, pero John Faa terminó primero de dar las instrucciones pertinentes acerca de la marea y del pilotaje antes de prestar atención a los recién llegados.
—Buenas noches, amigos —saludó—. El pobre Jack Verhoeven ha muerto, posiblemente ya estaréis enterados. Y han capturado a sus muchachos.
—Nosotros también traemos malas noticias —anunció Farder Coram, al tiempo que le explicaba todo lo relativo al encuentro con los espíritus voladores.
John Faa meneó su enorme cabeza pero no le hizo ningún reproche.
—¿Y dónde está ahora ese ser? —preguntó.
Farder Coram sacó el antiguo bote de hojas de tabaco y lo dejó sobre la mesa. Salía un zumbido tan furioso de su interior que el bote empezó a desplazarse lentamente sobre la mesa.
—He oído hablar de demonios mecánicos, pero no he visto nunca ninguno —puntualizó John Faa—. Lo único que sé es que no hay manera de apaciguarlos ni de hacerlos cambiar de conducta. Tampoco sirve de nada lastrarlos con plomo ni echarlos al océano, puesto que viene un día en que el demonio se abre camino y va a por el niño que busca y da con él allí donde se encuentre. No, lo que debemos hacer es mantenerlos a raya y extremar la vigilancia.
Como Lyra era la única representante del sexo femenino que iba a bordo, porque John Faa, después de pensárselo mucho, había decidido que no viajaran mujeres, tenía un camarote para ella sola. No se trataba de un camarote grande, eso por descontado, ya que era poco más que un armario con una litera y una portilla, que de hecho es el nombre adecuado para ojo de buey. Lyra metió sus escasas pertenencias en un espacio encajonado debajo de la litera y corrió arriba muy excitada para mirar apoyada en la barandilla cómo Inglaterra iba quedándose atrás, pero se encontró con que la mayor parte del país ya había desaparecido en la niebla antes de que ella se dispusiera a contemplarlo.
Pese a todo, el envite del agua bajo sus pies, el movimiento del aire, las luces del barco que brillaban vivamente en la oscuridad, el estruendo del motor, el olor a sal, a peces y a espíritu de carbón, eran de por sí sumamente excitantes. No tardó en sumarse a todo ello una nueva sensación, en el momento en que la nave hendió el oleaje del océano Germánico. Cuando llamaron a Lyra para que bajase y tomase unos bocados de la parca cena, descubrió que tenía menos hambre de lo que pensaba y decidió que lo mejor que podía hacer era tumbarse en la litera, aunque sólo fuera por consideración hacia Pantalaimon, ya que el pobre se encontraba verdaderamente enfermo.
Así fue como empezó el viaje al norte.