8. FRUSTRACIÓN

Lyra tenía que asimilar su nueva historia y eso no podía hacerlo en un día. Ver a lord Asriel como padre era una cosa, pero aceptar a la señora Coulter como madre no era tan fácil. Dos meses atrás la noticia la hubiera llenado de alegría, pero ese conocimiento en las actuales circunstancias la llenaba de confusión.

Sin embargo, como Lyra era Lyra, la inquietud no le duró mucho tiempo, ya que debía explorar la ciudad de Fen y dejarse maravillar por el contacto con los niños giptanos. No habían pasado tres días y Lyra ya era una experta en bateas (por lo menos a sus ojos) y había reunido a su alrededor a toda una cuadrilla de pilletes, a los que atraía contándoles historias de su poderoso padre, que se encontraba prisionero por causas injustas.

—Y hete aquí que una noche invitaron a cenar al embajador turco en el Jordan y resulta que era portador de órdenes del propio sultán para matar a mi padre, para lo cual llevaba un anillo en el dedo con una piedra hueca llena de veneno. Y cuando sirvieron el vino él hizo como si quisiera pasarle la copa a mi padre para poder echarle veneno dentro. Lo hizo con tanta presteza que nadie más se dio cuenta, pero…

—¿Qué clase de veneno era? —preguntó una niña de cara delgada.

—Un veneno de una serpiente turca especial —inventó Lyra—; se lo extraen atrayéndola con el son de una flauta y, cuando la tienen delante, le echan una esponja empapada de miel, entonces la serpiente la muerde y ya no puede sacar los colmillos de ella. Después cogen la esponja y exprimen el veneno. Pero resultó que mi padre había visto los manejos del turco y fue y dijo: Caballeros, quiero proponer un brindis de amistad entre el Jordan College y el College de Esmirna (que era el college al que pertenecía el embajador turco). Y como demostración de amistad, dijo, intercambiaremos las copas y cada uno beberá el vino del otro.

El embajador se quedó helado, porque por un lado no podía negarse a beber, ya que habría sido un insulto terrible y, por otro, tampoco podía tomarse el vino porque sabía que estaba envenenado. Se quedó pálido y desapareció de la mesa. Al volver los encontró a todos esperándolo y mirándolo fijamente. O sea que tenía que tomarse el veneno o confesar la verdad.

—¿Y qué hizo?

—Pues se lo tomó. Tardó cinco minutos en morir, pero ¡vaya cinco minutos los que pasó!

—¿Tú lo viste?

—No, porque en la Mesa Principal no se admiten chicas. Lo que vi fue su cuerpo cuando lo sacaron después. Tenía la piel marchita como una manzana pasada y parecía que los ojos le salían de las órbitas. De hecho, se los habían tenido que apretar para metérselos en su sitio…

Y así sucesivamente.

Entretanto la policía iba recorriendo los límites del país de Fen y llamando a todas las puertas, registrando desvanes y cobertizos, inspeccionando papeles e interrogando a todos cuantos aseguraban haber visto a una niña rubia. En Oxford los registros todavía eran más concienzudos. Revolvieron el Jordan College desde el cuarto trastero más polvoriento hasta el más oscuro de los desvanes y lo mismo hicieron en el Gabriel y en el St Michael, hasta que al final las autoridades de todos aquellos colleges elevaron una protesta conjunta reafirmando sus antiguos derechos. El zumbido incesante de los motores de gasolina de las naves aéreas que no paraban un momento de recorrer el cielo advertía a Lyra de que la andaban buscando. No se veían debido a que las nubes eran bajas y a que la ley obligaba a las naves aéreas a volar a una cierta altura sobre el país de Fen. Sin embargo, ¿cómo saber qué complejos artilugios de espionaje podían transportar? Lo mejor era esconderse así que los oía o ponerse el sombrero de hule para ocultar su llamativo cabello rubio.

Interrogó a Ma Costa acerca de todos los detalles de la historia de su nacimiento y los entretejió para formarse un tapiz mental más claro y preciso que todas las historias que imaginaba. Había revivido infinidad de veces la huida de la cabaña, el escondrijo en el armario, el desafío proclamado a voz en grito, el choque de las espadas…

—¿Espadas? ¡Santo Dios, niña, tú estás soñando! —exclamó Ma Costa—. El señor Coulter llevaba pistola y lord Asriel se la arrancó de la mano y lo tumbó de un empujón. Hubo dos disparos. No sé si lo recordarás, aunque deberías, pese a que eras pequeña. El primer tiro fue el de Edward Coulter, que recogió la pistola y disparó, y el segundo fue de lord Asriel, que le quitó el arma una vez más y la dirigió contra él. Le disparó entre los ojos y le saltó los sesos. Después, tan fresco como una rosa, va y me dice: «Salga, señora Costa, y llévese a la niña», porque tú no hacías más que gritar, tú y ese daimonion tuyo. Y entonces te levantó del suelo, te hizo saltar y te sentó sobre sus hombros, paseándose arriba y abajo más contento que unas pascuas a pesar de que tenía el muerto a sus pies, y pidió vino y me dijo que restregara el suelo con un estropajo.

Terminada la cuarta repetición de la misma historia, Lyra quedó perfectamente convencida de que ahora ya la recordaba con pelos y señales y hasta se prestaba a dar detalles acerca del color del abrigo del señor Coulter y de las capas y abrigos de pieles que estaban colgados del armario. Ma Costa se reía a mandíbula batiente.

Siempre que Lyra estaba sola cogía el aletiómetro y lo miraba y remiraba como hacen los enamorados con las fotos de su amada. ¿Así que cada imagen tenía diferentes significados? ¿Por qué no iba a desentrañarlos? ¿No era acaso la hija de lord Asriel?

Procurando tener presente lo que le había explicado Farder Coram, intentó centrar sus pensamientos en tres símbolos elegidos al azar e hizo girar las manecillas al objeto de que los señalasen. Descubrió que, si sostenía el aletiómetro en las palmas de las manos y lo contemplaba de una manera particularmente lenta, centrándose en él, la aguja larga comenzaba a moverse con más ímpetu. En lugar de divagar en torno a la esfera, se desplazaba suavemente de un dibujo a otro. A veces se paraba tres veces, a veces dos, a veces cinco o más y, pese a que Lyra no comprendía nada, le proporcionaba un entretenimiento más intenso y tranquilo que ninguno de los que había conocido hasta el momento. Pantalaimon se agachaba sobre la esfera, a veces como un gato, otras como un ratón, haciendo balancear la cabecita en torno a la misma al tiempo que iba siguiendo la aguja. Hubo una ocasión o dos en que ambos tuvieron como un atisbo de significado, como si un haz de luz hubiera atravesado de pronto las nubes para iluminar el majestuoso perfil de unas imponentes montañas cuya silueta se dibujase en la distancia… unas montañas lejanas, apenas sospechadas. Lyra se emocionó mucho en aquellos momentos, una emoción profunda como la que había sentido toda su vida al oír la palabra norte.

Así transcurrieron tres días, con muchas idas y venidas entre la multitud de barcos y el Zaal. Llegó después la noche de la segunda Cuerda. La sala estaba más atestada que la otra vez, si eso era posible. Lyra y los Costa llegaron a tiempo para sentarse en la parte frontal y, tan pronto como las luces vacilantes mostraron que el lugar ya estaba abarrotado de gente, John Faa y Farder Coram subieron al estrado y se sentaron a la mesa. John Faa no tuvo necesidad de imponer silencio con un gesto, se limitó a poner las manazas planas en la mesa y mirar a todas las personas que estaban congregadas abajo, lo que hizo que el vocerío fuera extinguiéndose.

—Bien —empezó—, habéis hecho lo que os he pedido, más de lo que esperaba. Y ahora voy a llamar a los cabezas de las seis familias y a pedirles que suban aquí, entreguen el oro y renueven sus promesas. El primero serás tú, Nicholas Rokeby.

Un hombre fornido y de barba negra subió al estrado y depositó sobre la mesa una pesada bolsa de cuero.

—Aquí está nuestro oro —dijo—. Y ofrecemos treinta y ocho hombres.

—Gracias, Nicholas —respondió John Faa.

Farder Coram tomó nota. El primer hombre se quedó detrás del estrado cuando John Faa llamó al siguiente, y después de éste al que venía a continuación. Todos fueron subiendo uno a uno, dejaron la bolsa en la mesa y declararon qué número de hombres podían aportar. Los Costa formaban parte de la familia Stefanski y, como es natural, Tony había sido uno de los primeros en ofrecerse. Lyra observó que su halcón se balanceaba de una pata a otra y desplegaba las alas al ver el dinero de Stefanski y oír la promesa de los veintitrés hombres que ponía a disposición de John Faa.

Una vez que los seis cabezas de familia se hubieron presentado, Farder Coram mostró el trozo de papel a John Faa, quien se puso de pie para dirigir de nuevo la palabra a la asamblea.

—Amigos, contamos con un contingente de ciento setenta hombres. Estoy orgulloso de poder agradecéroslo. En cuanto al oro, no dudo, a juzgar por el peso, que habéis hurgado en vuestros cofres, por lo cual también os quiero dar las gracias.

»Lo que vamos a hacer a continuación es esto. Fletaremos un barco y nos dirigiremos al norte; después buscaremos a los niños y los liberaremos. Por lo que sé, es muy posible que haya lucha. No es ni la primera vez ni tampoco será la última, pero hasta ahora nunca habíamos tenido que librar batalla con personas que raptasen a niños y por eso habremos de ser más taimados de lo habitual. Pero no pensamos regresar sin nuestros niños. ¿Quieres algo, Dirk Vries?

Se levantó un hombre y exclamó:

—Lord Faa, ¿sabes por qué razón han capturado a los niños?

—Hemos oído decir que se trata de una cuestión teológica. Están haciendo un experimento cuya naturaleza desconocemos. Si quieres que te diga la verdad, ni siquiera sabemos si eso les ocasionará algún daño. Pero cualquiera que sea el asunto de que se trate, bueno o malo, no tienen derecho alguno a salir de noche y a arrancar a los niños del seno de sus familias. ¿Y tú, Raymond van Gerrit?

El hombre que ya había hablado en la primera reunión se levantó ahora para intervenir de nuevo:

—Es sobre aquella niña, lord Faa, la que dijiste que andan buscando, la que está sentada en primera fila. Me he enterado de que a todas las personas que viven en los bordes de los Fens les registran la casa de arriba abajo a causa de ella. Y también que precisamente hoy hay una sesión en el Parlamento cuya finalidad es acabar con nuestros antiguos privilegios, y todo por culpa de esa niña. Sí, amigos —continuó el hombre, imponiéndose al rumor de murmullos ahogados—, van a aprobar una ley que acabará con nuestro derecho a movernos libremente dentro y fuera de los Fens. Pues bien, lord Faa, lo que queremos saber es lo siguiente: ¿quién es esa niña a causa de la cual podríamos llegar a encontrarnos en esta situación? No es giptana, por lo menos si me atengo a lo que oído. ¿Por qué una niña de tierra adentro tiene que hacernos correr un peligro tan grande?

Lyra levantó los ojos y observó la maciza figura de John Faa. El corazón le latía con tal fuerza que apenas consiguió escuchar las primeras palabras de su respuesta.

—Dilo claramente, Raymond, no te cortes —respondió John Faa—. Lo que tú quieres es que entreguemos a esa niña a las personas de las que huye, ¿no es eso?

El hombre seguía con el ceño fruncido, pero no replicó.

—Bueno, quizá lo quieras o quizá no —prosiguió John Faa—. Pero vale la pena que reflexiones sobre si una mujer o un hombre necesitan una razón para hacer el bien. Esta niña es hija de lord Asriel, nada menos que de lord Asriel. Para los que lo hayan olvidado, fue lord Asriel quien intercedió con los turcos por la vida de Sam Broekman. Fue lord Asriel quien hizo que los barcos giptanos tuvieran paso libre a través de los canales que eran de su propiedad. Fue lord Asriel quien consiguió que se derogara el Proyecto de Ley Watercourse en el Parlamento, lo que repercutió en un beneficio generoso y duradero para todos nosotros. Y también fue lord Asriel quien luchó día y noche cuando se produjeron las inundaciones del 53 y quien se arrojó dos veces de cabeza al agua para salvar al joven Ruud y a Nellie Koopman. ¿Lo habíais olvidado? Pues se os tendría que caer la cara de vergüenza.

»Y ahora este mismo lord Asriel se encuentra prisionero en las regiones más remotas, más frías y oscuras que imaginarse pueda, cautivo en la fortaleza de Svalbard. ¿Tengo necesidad de deciros qué clase de seres lo guardan en aquellas regiones? Pues bien, nosotros tenemos a su hijita bajo nuestro cuidado y Raymond van Gerrit la querría entregar a las autoridades a cambio de un poco de paz y tranquilidad. ¿Te parece bien, Raymond? Levántate y responde, hombre.

Pero Raymond van Gerrit ya se había vuelto a hundir en su asiento y nada en el mundo lo habría podido hacer levantar. A través de la inmensa sala se oyó un leve siseo de desaprobación y Lyra sintió en su interior la misma vergüenza que debía de sentir el hombre, así como una profunda oleada de orgullo al pensar en la valentía de su padre.

John Faa volvió la cabeza y miró a los demás hombres que lo acompañaban en el estrado.

—Nicholas Rokeby, serás tú el responsable de encontrar un barco y pienso ponerte al frente de él así que zarpemos. Adam Stefanski, quiero que tú te hagas cargo de las armas y municiones y que organices la batalla. Roger van Poppel, tú te ocuparás de los demás aprovisionamientos, desde los alimentos hasta la ropa necesaria para hacer frente a las bajas temperaturas. Simon Hartmann, tú serás el tesorero y nos rendirás cuentas a todos sobre el adecuado reparto de nuestro oro. Benjamin de Ruyter, quiero que tú te dediques al espionaje. Son muchas las cosas que tenemos que descubrir y tú te encargarás de ello e informarás a Farder Coram al respecto. Michael Canzona, tú serás el responsable de coordinar la labor de los primeros cuatro jefes y de informarme de todo y, si muero, serás tú quien me siga en la escala de mando y se haga cargo de la situación.

»He tomado las disposiciones de acuerdo con nuestras costumbres y si hay algún hombre o alguna mujer que no esté de acuerdo, puede manifestarse libremente al respecto.

Un momento después, una mujer se puso de pie.

—Lord Faa, ¿no piensas llevar a ninguna mujer en esta expedición para que se ocupe de los niños una vez que los hayamos encontrado?

—No, Nell, disponemos de muy poco espacio. Si conseguimos liberar a los niños, estarán mejor bajo nuestro cuidado que allí donde se encuentran en estos momentos.

—Pero supongamos que descubrís que no podéis rescatarlos sin contar con algunas mujeres disfrazadas de guardianas, de nodrizas o de lo que sea…

—Pues eso no se me había ocurrido, la verdad —hubo de admitir John Faa—. Lo consideraremos con más detenimiento cuando nos retiremos a parlamentar en la sala de juntas, te lo prometo.

La mujer se sentó y entonces se levantó un hombre.

—Lord Faa, según has dicho, lord Asriel se encuentra cautivo. ¿Forma parte de tu plan rescatarlo? Porque si es así y está en poder de los osos, según creo entender, necesitaremos bastante más de ciento setenta hombres. Y aunque lord Asriel es buen amigo nuestro, no sé si nadie nos ha pedido que lleguemos tan lejos.

—Adriaan Braks, no te falta razón. Lo que considero que hay que hacer es tener los ojos y los oídos bien abiertos y ver qué informes podemos recoger cuando lleguemos al norte. Tal vez podamos ayudarlo o tal vez no, pero puedes estar seguro de que no me serviré de lo que me habéis facilitado, hombres u oro, más que para localizar a nuestros niños y devolverlos a sus casas.

Se levantó otra mujer.

—Lord Faa, nosotros no sabemos qué pueden haber hecho los zampones con nuestros niños. Hemos oído rumores y muchas historias acerca de cosas horribles. Nos han hablado de niños sin cabeza, de niños cortados por la mitad y cosidos de nuevo y de cosas demasiado espantosas para ser descritas. No quisiera asustar a nadie, pero a todos nos han llegado este tipo de rumores y por eso quiero airearlos. Ahora bien, si descubrimos que estas cosas tan espantosas son verdad, lord Faa, espero que nos tomaremos la venganza que corresponde. Confío en que no dejarás que sentimientos de misericordia y de piedad refrenen tu mano y le impidan castigar, y si castiga, que lo haga con fuerza y aseste un golpe perdurable en el mismo corazón de maldad tan infernal. Estoy segura de hablar en nombre de cualquier madre que haya perdido a su hijo por culpa de los zampones.

Un fuerte murmullo de acuerdo recorrió el Zaal en cuanto la mujer se sentó al tiempo que una multitud de cabezas hacía ademanes de asentimiento.

John Faa aguardó a que se impusiera el silencio de nuevo y respondió:

—Nada detendrá mi mano, Margaret, salvo el discernimiento. Si refreno la mano en el norte, sólo será para descargarla con más fuerza en el sur. Atacar con un día de anticipación es tan erróneo como atacar a cien kilómetros de distancia. Por supuesto que hay mucha pasión en tus palabras pero, si cedéis a esta pasión, amigos, haréis lo que siempre os he advertido que debíais evitar: situar la satisfacción de los propios sentimientos por encima de la labor que hay que realizar. Esta labor consiste, en primer lugar, en rescatar y después en castigar. No existe gratificación alguna para los sentimientos frustrados. Nuestros sentimientos no cuentan para nada. Si rescatamos a los niños pero no castigamos a los zampones, habremos cumplido nuestra misión principal. Pero si castigamos a los zampones primero y, mientras nos dedicamos a eso, perdemos la oportunidad de rescatar a los niños, habremos fracasado.

»De una cosa puedes estar segura, Margaret. Cuando llegue el momento de castigar, les asestaremos tal golpe que sus corazones se sentirán débiles y temerosos. Les arrancaremos toda su fuerza. Los dejaremos arruinados e inútiles, vencidos, destrozados, rotos en mil pedazos y desperdigados a los cuatro vientos. Mi martillo está sediento de sangre, amigos. No ha probado la sangre desde que exterminé al campeón tártaro en las estepas de Kazashtan. Ese martillo ha estado soñando todo este tiempo colgado de mi barco, pero ya huele sangre en el viento que viene del norte. Anoche habló conmigo y me confesó esta sed que siente y yo le dije: falta poco, el momento no puede tardar. Margaret, puedes dudar de centenares de cosas, pero no de que el corazón de John Faa sea demasiado blando para golpear cuando considere llegado el momento. Y sabremos cuándo es el momento gracias al discernimiento, no bajo el impulso de la pasión.

»¿Hay alguien más que desee hablar? Que hable quien quiera.

Pero como ya nadie precisaba de más explicaciones, John Faa tomó la campana que utilizaba para cerrar las sesiones y la hizo sonar con fuerza y vigor, agitándola en lo alto y arrancándole unos repiques que llenaron todo el espacio y rebotaron en el techo.

John Faa y los demás abandonaron el estrado y se dirigieron a la sala de juntas. Lyra se sentía un tanto contrariada. ¿No pensaban dejarla entrar? Tony se echó a reír.

—Ellos tienen que organizarse —le explicó—. Tú ya has hecho la parte que te correspondía, Lyra. Ahora le toca el turno a John Faa y al consejo.

—¡Pero si yo no he hecho nada todavía! —protestó Lyra, siguiendo a los demás de mala gana fuera de la sala y a través del camino empedrado hasta el embarcadero—. Me escapé de la señora Coulter, pero eso no era más que el principio. ¡Lo que yo quiero es ir al norte!

—¿Sabes qué? —le dijo Tony—, te traeré un diente de morsa, eso es lo que haré.

Lyra frunció el ceño. Pantalaimon, por su parte, estaba muy ocupado haciendo muecas al daimonion de Tony, que tenía cerrados los ojos leonados con un gesto desdeñoso. Lyra se arrastró hasta el muelle, donde se reunió con sus nuevos compañeros, que hacían oscilar sobre las negras aguas luces colgadas de cuerdas para atraer a los peces de ojos saltones que nadaban lentamente y tratar de ensartarlos con estacas puntiagudas, aunque fallaban casi siempre.

Sin embargo los pensamientos de Lyra estaban con John Faa y la sala de juntas por lo que no tardó mucho en volver a emprender el camino empedrado en dirección al Zaal. Distinguió una luz encendida en la ventana de la sala de juntas. Estaba demasiado alta para ver a través de ella lo que ocurría, pero le llegaba rumor de voces que procedían del interior.

Subió la escalera que conducía a la puerta y llamó con fuerza cinco veces con los nudillos. Callaron las voces, una silla arañó el suelo y se abrió la puerta inundando de cálida luz de nafta la mojada escalera.

—¿Sí? —inquirió el hombre que la abrió.

Detrás de él, Lyra veía a los demás hombres sentados alrededor de la mesa, con sus bolsas de oro amontonadas, papeles y plumas, vasos y una jarra de jenniver.

—Quiero ir al norte —anunció Lyra, con voz tan fuerte que todos la oyeron—. Deseo ir con vosotros y ayudaros a rescatar a los niños. Es lo que me disponía a hacer cuando me escapé de casa de la señora Coulter. E incluso antes de eso ya me proponía rescatar a mi amigo Roger, el pinche del Jordan, que fue secuestrado. Si voy con vosotros puedo resultar muy útil. Sé navegar y hacer lecturas ambaromagnéticas de la Aurora y sé qué partes del oso son comestibles y un montón de cosas necesarias. Estoy segura de que lo lamentaréis si no me lleváis y descubrís después que precisáis de mí. Y como dijo aquella mujer, es posible que también necesitéis mujeres para que os ayuden… y niños incluso. No se sabe. O sea que, lord Faa, llévame contigo y perdóname por haber interrumpido vuestra charla.

Había entrado en la sala y todos los hombres y sus respectivos daimonions la miraban, algunos con aire divertido y otros no sin cierta irritación, aunque ella tenía los ojos clavados exclusivamente en John Faa. Pantalaimon se instaló en sus brazos y sus ojos de gato montés lanzaron verdes destellos.

John Faa respondió:

—Lyra, no queremos hacerte correr ningún peligro, o sea que no te engañes, niña. Quédate aquí, ayuda a Ma Costa y mantente a salvo. No tienes que hacer otra cosa.

—Pero si estoy aprendiendo a leer el aletiómetro, además. ¡Cada día lo veo más claro! A lo mejor os puede servir… ¡quién sabe!

John Faa hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No —respondió—. Ya sé que tienes el corazón puesto en el norte, pero estoy convencido de que ni siquiera la señora Coulter pensaba llevarte con ella. Si quieres ver el norte tendrás que esperar a que se hayan terminado todos estos problemas. Y ahora vete.

Pantalaimon emitió un siseo como para imponer silencio, pero el daimonion de John Faa arrancó el vuelo del respaldo de la silla y se abalanzó sobre ellos con sus negras alas, no en actitud amenazadora, sino para recordarles que había que guardar las formas. Lyra giró en redondo mientras el grajo, tras revolotear sobre su cabeza, volvía junto a John Faa. La puerta se cerró tras ella con un chasquido definitivo.

—Nos iremos —dijo Lyra a Pantalaimon—. ¡Aunque nos lo impidan! ¡Nos iremos lo mismo!