Se alejó rápidamente del río porque el Embankment era ancho y estaba muy iluminado. Desde allí hasta el Real Instituto Ártico se extendía toda una maraña de estrechos callejones y, como era el único sitio que Lyra estaba segura de encontrar, atravesó aquel oscuro dédalo a toda prisa.
¡Si hubiera conocido Londres tan bien como conocía Oxford! En ese caso habría sabido qué calles tenía que evitar o dónde podía obtener comida de gorra o, mejor aún, a qué puertas podía llamar para que le dieran alojamiento. En aquella noche fría, las calles oscuras de los alrededores estaban llenas de bullicio y de vida secreta, cosas que le resultaban absolutamente desconocidas.
Pantalaimon se convirtió en gato montés y, con sus ojos penetrantes, exploró la oscuridad que lo rodeaba. De vez en cuando se detenía, erizaba los pelos y entonces ella se apartaba de la entrada en la que había estado a punto de meterse. La noche se encontraba plagada de ruidos: explosiones de risas de borracho, dos voces roncas que cantaban, el estruendo y el gimoteo de alguna máquina mal engrasada instalada en un sótano. Lyra caminaba como flotando a través de las calles, con los sentidos sumamente aguzados y entremezclados con los de Pantalaimon, procurando ampararse en la sombra y no salirse de los callejones más angostos.
De cuando en cuando debía atravesar una calle más ancha y mejor iluminada, donde los tranvías zumbaban y lanzaban chispas bajo sus cables ambáricos. Para cruzar las calles era preciso observar unas normas, si bien Lyra no las tenía en cuenta y, cuando alguien le gritaba, echaba a correr.
Era agradable volver a ser libre. Sabía que Pantalaimon, que trotaba a su lado con sus almohadilladas patas de gato montés, sentía la misma alegría de la libertad que ella, pese a que estar al aire libre quería decir estar metidos en el aire turbio de Londres, impregnado de humos y hollín, e inmersos en un ruido atronador. Dentro de poco tendrían tiempo de reflexionar acerca del significado de todo lo que habían oído en el piso de la señora Coulter, aunque todavía no había llegado el momento. Al final acabarían por encontrar un sitio donde dormir.
En un cruce próximo a la esquina en la que se levantaban unos grandes almacenes cuyas ventanas brillaban sobre la húmeda acera, había un puesto donde servían café. Era una especie de barraca sobre ruedas, provista de un mostrador y colocada debajo de un alerón de madera que se balanceaba como un toldo. En el interior brillaba una luz amarilla y de ella salía aroma de café. El dueño, vestido de blanco, estaba inclinado sobre el mostrador hablando con dos o tres clientes.
Era tentador. Hacía una hora que Lyra caminaba y la atmósfera era fría y húmeda. Con Pantalaimon convertido en gorrión, Lyra se acercó al mostrador y se puso de puntillas para llamar la atención del propietario.
—Tenga la bondad de ponerme una taza de café y un bocadillo de jamón —pidió Lyra.
—Es muy tarde para estar en la calle, amiguita —le dijo un caballero tocado con chistera y que llevaba una bufanda de seda blanca.
—Sí —respondió ella, mientras se volvía para echar un vistazo a aquel cruce de calles tan movido.
Un teatro cercano estaba vaciándose de gente y se formaban grupos alrededor del vestíbulo iluminado. Algunas personas paraban un taxi, otras se arrebujaban en sus abrigos. En dirección opuesta se abría la entrada de la estación de ferrocarril Chthonic, por cuya escalera subía y bajaba un tropel de gente.
—Ahí tienes, cariño —le indicó el vendedor que atendía el puesto de café—. Dos chelines.
—Pago yo, si me permite —dijo el del sombrero de copa.
Lyra pensó que no había razón para impedírselo. Ella podía correr con más rapidez que él, y posiblemente necesitaría el dinero más tarde. El hombre del sombrero de copa dejó una moneda en el mostrador y sonrió a Lyra. Su daimonion era un lémur y lo llevaba agarrado a la solapa, mirando fijamente a Lyra con sus ojos redondos.
Lyra pegó un mordisco al bocadillo y continuó observando el ajetreo de la calle. No tenía idea de dónde estaba, jamás había visto un plano de Londres, ni siquiera conocía las dimensiones de la ciudad ni a qué distancia se encontraba el campo.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó el hombre.
—Alice.
—Un nombre muy bonito. Déjame que te eche un chorrito de esto en el café… te calentará…
Desenroscó el tapón de un frasco de plata.
—A mí esto no me gusta —dijo Lyra—. Prefiero el café solo.
—Seguro que en tu vida no has probado un coñac como éste.
—¡Y tanto que sí! Y lo puse todo perdido. Una vez me tomé una botella entera o poco le faltó.
—Como quieras —repuso el hombre, echando parte del contenido del frasco en su taza—. ¿Cómo es que vas sola por la calle?
—Tengo que encontrarme con mi padre.
—¿Quién es tu padre?
—Un asesino.
—¿Cómo?
—Le he dicho lo que es, un asesino. Es su profesión. Esta noche está haciendo un trabajito. Yo le llevo ropa limpia porque, cuando termina el trabajo, suele quedar de sangre hecho una lástima.
—¡Bah! Estás de broma…
—No, es verdad.
El lémur soltó un maullido apenas audible y, con gran cautela, gateó detrás de la cabeza del hombre y observó a Lyra desde allí. Ésta seguía tomando el café con aire impasible y terminó lo que quedaba del bocadillo.
—Buenas noches —saludó Lyra—. Veo que se acerca mi padre y, por su cara, noto que está de malas.
El hombre de la chistera echó una ojeada a su alrededor mientras Lyra huía hacia la multitud que se agolpaba frente al teatro. A pesar de que le habría encantado ver la estación Chthonic (entre otras cosas porque la señora Coulter le había dicho que no era para personas de su clase), tenía miedo de caer en una trampa al encontrarse bajo tierra. Estando al aire libre, podría correr por lo menos si el caso lo requería.
Cuanto más caminaba, más oscuras y más desiertas aparecían las calles. Chispeaba un poco pero, aún sin nubes, sobre el cielo de la ciudad se reflejaba demasiada luz para dejar ver las estrellas. Pantalaimon tenía la impresión de que se dirigían hacia el norte, pero ¿quién habría podido asegurarlo?
Calles interminables con casitas de ladrillo, todas idénticas y con jardines tan pequeños que lo único que cabía en ellos era el cubo de la basura; fábricas grandes y adustas, encerradas en vallas de alambre, con una triste luz ambárica en lo alto de una pared y un vigilante nocturno dormitando junto a un brasero; de cuando en cuando, alguna capilla sombría cuya única diferencia con las fábricas era el crucifijo que ostentaba en el exterior. En un momento se le ocurrió abrir la puerta de uno de estos edificios, pero en la oscuridad surgió un gruñido de debajo de un banco que la hizo desistir del intento. Vio que el porche estaba lleno de figuras humanas durmiendo y huyó.
—¿Dónde dormiremos, Pan? —preguntó Lyra, mientras se esforzaba en seguir calle abajo, flanqueada de tiendas cerradas a cal y canto.
—En una entrada cualquiera.
—No quiero dormir en un sitio demasiado visible. Todas las entradas están abiertas.
—Aquí abajo hay un canal…
Pantalaimon atisbaba hacia abajo por el borde izquierdo de la carretera. Tenía razón: se veía agua iluminada apenas por una mancha de luz y cuando, con todas las precauciones, se acercaron a mirar, descubrieron la dársena de un canal, donde estaban atadas a los muelles alrededor de una docena de gabarras, algunas flotando altas en el agua, otras bajas y cargadas con grúas semejantes a horcas. En una ventana de una cabaña de madera brillaba débilmente una luz y de la chimenea metálica salía un jirón de humo; las únicas luces que había en los alrededores eran las situadas en lo alto de las paredes de la fábrica o en el puente de la grúa, que dejaban el nivel del suelo sumido en la oscuridad. En los muelles se amontonaban barriles de espíritu de carbón, pilas de grandes troncos redondos y rollos de cable recubiertos de caucho.
Lyra se acercó de puntillas a la choza y atisbó por la ventana. Había un viejo fumando en pipa ocupado en leer un periódico con ilustraciones y cuyo daimonion, un perro de aguas, se encontraba enroscado y dormido sobre la mesa. Mientras Lyra lo observaba, el hombre se levantó y fue a buscar una tetera ennegrecida que se calentaba en el hornillo de hierro, y vertió un poco de agua caliente en un tazón desportillado antes de volver a enfrascarse en el periódico.
—¿Le pedimos si nos deja entrar, Pan? —murmuró Lyra, pero Pantalaimon no estaba por la labor y tan pronto se transformaba en murciélago, como en lechuza, como volvía a ser un gato montés.
Lyra contagiada por el pánico de Pantalaimon, echó una mirada a su alrededor y de pronto los descubrió al mismo tiempo que él: dos hombres corrían hacia ella, cada uno por un lado, y el que se encontraba más cerca blandía una red.
Pantalaimon profirió un grito estentóreo y se abalanzó como el leopardo en que se había convertido sobre el daimonion del hombre que tenía más próximo, un zorro de aspecto fiero, haciéndolo retroceder hasta enredarse con las piernas del hombre. Éste lanzó un taco e hizo un regate a un lado, mientras Lyra salía disparada como una flecha en dirección a los espacios abiertos del muelle. Tenía que evitar a toda costa quedar acorralada en un rincón.
Pantalaimon, que ahora era un águila, se lanzó sobre ella y gritó:
—¡A la izquierda! ¡A la izquierda!
Lyra se desvió hacia aquel lado y, tras descubrir un espacio entre los barriles de espíritu de carbón y el final de un cobertizo de hierro ondulado, se lanzó hacia él como una bala.
¡Pero aquellas redes!
Percibió un silbido que cortaba el aire y algo le golpeó en la mejilla y le mordió con rabia, mientras unas asquerosas cuerdas impregnadas de brea le rozaban la cara, los brazos, se le enredaban en las manos y la retenían y ella caía gruñendo, pataleando y luchando, aunque inútilmente.
—¡Pan! ¡Pan!
Pero el daimonion en forma de zorro se abalanzó sobre el gato Pantalaimon; Lyra sintió el dolor en su propia carne y soltó un enorme sollozo al tiempo que se desplomaba. Un hombre la ató rápidamente con cuerdas, le amarró los miembros, el cuello, el cuerpo y la cabeza y la sujetó con fuerza contra el suelo mojado. Se sentía impotente, igual que una mosca atrapada por una araña. El pobre Pan, herido, se arrastró hacia ella, con el zorro torturándole la espalda y sin fuerzas siquiera para transformarse; el otro hombre estaba tumbado en un charco con una flecha atravesada en el cuello…
Todo el mundo se quedó inmóvil mientras el hombre que había atado las redes miraba perplejo al que permanecía tumbado.
Pantalaimon se sentó y parpadeó. Entonces se oyó un golpe sordo y el hombre de la red cayó entre ahogos y jadeos sobre Lyra, que profirió un grito de horror al ver que de su cuerpo manaba sangre.
Hubo pies que corrían y alguien apartó al hombre y se agachó sobre él; después otras manos levantaron a Lyra, un cuchillo cortó y tiró de los hilos de la red mientras iban cayendo uno tras otro, y ella se los arrancó lanzando escupitajos, y se libró de ellos para acudir junto a Pantalaimon y dedicarle unas cuantas carantoñas.
De rodillas, se volvió para observar a los que se acercaban. Se trataba de tres hombres de aspecto amenazador, uno armado con un arco y los otros dos con cuchillos y, cuando Lyra se volvió, el arquero retuvo el aliento.
—¿No eres Lyra?
Su voz le resultaba familiar, pero no pudo situarla hasta que el hombre avanzó y la luz más próxima incidió en su cara, al tiempo que el daimonion en forma de gavilán se posaba en su hombro. ¡Ah, sí! ¡Era un giptano! ¡Un auténtico giptano de Oxford!
—Tony Costa —dijo él—. ¿No lo recuerdas? Tú jugabas a veces con mi hermano pequeño Billy junto a los botes de Jericó antes de que los zampones se lo llevaran.
—¡Oh, Dios! ¡Mira, Pan, estamos a salvo! —exclamó Lyra con un sollozo antes de que otro pensamiento le viniera a la mente: aquél era el barco de los Costa, el que ella secuestró un día. ¿Y si se acordaban?
—Mejor que te vengas con nosotros —propuso él—. ¿Estás sola?
—Sí, me he escapado…
—De acuerdo, no hables ahora, no digas nada. Jaxer, traslada los cadáveres a la sombra. Kerim, echa una ojeada alrededor.
Lyra se puso de pie titubeante apretando a Pantalaimon, ahora gato salvaje, contra su pecho. Al darse cuenta de que retorcía el cuerpo para observar algo, siguió la dirección de su mirada; de pronto lo entendió y también ella sintió curiosidad. ¿Qué había ocurrido con los daimonions de los muertos? Se desvanecían, ésa era la respuesta; se desvanecían y disgregaban como átomos de humo, ya que lo que querían todos era mantenerse unidos a sus humanos. Pantalaimon cerró los ojos y Lyra se apresuró a seguir ciegamente a Tony Costa.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó Lyra.
—¡Calma, nena! Bastante jaleo tenemos para que, encima, vengas tú y provoques más. Ya hablaremos en el barco.
La condujo hacia un puentecillo de madera situado en el mismo corazón de la dársena del canal. Los otros dos hombres remaban sigilosamente detrás de ellos. Tony rodeó el puerto y se dirigió a un embarcadero de tablones, desde el cual subió a bordo de una barcaza y dejó abierta de par en par la puerta de la cabina.
—Entra —le ordenó—. ¡Rápido!
Lyra le obedeció, no sin antes palpar el bolso (que no desamparaba nunca, ni siquiera dentro de la red) para asegurarse de que el aletiómetro seguía dentro. En el largo y estrecho camarote, a la luz de un farol que colgaba de un gancho, vio a una mujer fornida y gruesa de grises cabellos, sentada a una mesa delante de un periódico. Lyra reconoció a la madre de Billy.
—¿Y ésa quién es? —preguntó la mujer—. ¿No es acaso Lyra?
—Exactamente. Tenemos que ahuecar el ala. Hemos matado a dos hombres en la dársena. Nos figurábamos que se trataba de zampones, pero supongo que eran mercaderes turcos. Habían secuestrado a Lyra. Pero dejémonos de cháchara… ya hablaremos durante el viaje.
—Acércate, niña —dijo Ma Costa.
Lyra la obedeció entre contenta e inquieta, porque Ma Costa tenía unas manos como cachiporras y, además, ahora estaba plenamente segura de que aquél era el barco que ella había capturado junto con Roger y otros del college. Pero la dueña del barco puso las manos a ambos lados de la cara de Lyra, y su daimonion, un perrazo gris con pinta de lobo, se inclinó suavemente para lamer sumiso la cabeza de gato montés de Pantalaimon, a la vez que Ma Costa rodeaba a Lyra con sus enormes brazos y la apretaba contra su pecho.
—No sé a qué has venido, pero pareces agotada. Si quieres, échate en el camastro de Billy y te traeré una bebida caliente. Anda, túmbate un poquito, nena.
Daba la impresión de que le había perdonado la piratería o, por lo menos, la había olvidado. Lyra se deslizó sobre el banco almohadillado, colocado detrás de una mesa de pino cuya superficie había sido objeto de intenso fregoteo, mientras el sordo zumbido del motor de gasolina sacudía todo el barco.
—¿Adónde vamos? —preguntó Lyra.
Ma Costa acababa de colocar un cazo lleno de leche en el hornillo de hierro y removió la parrilla para avivar el fuego.
—Lejos de aquí. Y ahora, a callar. Mañana hablaremos.
Y no dijo más, sólo le dio a Lyra un tazón de leche caliente, para subir después a cubierta cuando el bote comenzó a ponerse en movimiento e intercambiar algunos murmullos ocasionales con los hombres. Lyra se tomó la leche a sorbos y levantó un ángulo de la cortina a través del cual vio desfilar rápidamente los muelles. Un minuto después estaba como un tronco.
Se despertó en una cama estrecha, acompañada de aquel reconfortante ruido sordo que parecía salir de las profundidades. Se sentó, se golpeó la cabeza, soltó unos cuantos tacos, tentó a su alrededor y se levantó lo más cuidadosamente que pudo. Una luz grisácea y atenuada le mostró otras tres literas, todas vacías y muy bien hechas, una debajo de la suya y las otras dos al otro lado de la reducida cabina. Al volverse de lado, comprobó que iba en ropa interior. Su vestido y el abrigo de lana peluda estaban doblados al pie de la litera junto con su bolsa. El aletiómetro seguía en su sitio.
Se vistió rápidamente y atravesó la puerta situada a un extremo para encontrarse en un camarote muy caliente porque en él había una estufa. Era la única. A través de las ventanas observó un remolino gris de niebla a cada lado, con sombras oscuras que aparecían de vez en cuando y que tanto habrían podido ser edificios como árboles.
Antes de que saliera a cubierta se abrió la puerta que daba al exterior y bajó Ma Costa, envuelta en un viejo abrigo de tweed en el que la humedad había prendido millares de minúsculas perlas.
—¿Has dormido bien? —le preguntó cogiendo una sartén—. Pues ahora quítate de en medio pues voy a prepararte algo para desayunar. Sal de aquí porque hay poco sitio.
—¿Dónde estamos? —preguntó Lyra.
—En el Canal Grand Junction. Tú no te metas en nada, nena, no quiero verte rondando arriba. Hay problemas.
Cortó un par de lonchas de jamón ahumado, las echó en la sartén y cascó un huevo para acompañarlas.
—¿Qué tipo de problemas?
—Ninguno que no podamos resolver, siempre que tú no metas las narices.
Ya no volvió a decir nada más hasta que Lyra hubo terminado de comer. Llegó un momento en que el barco aminoró la marcha y se oyó un golpe en uno de los costados, lo que provocó un gran alboroto de voces indignadas de los hombres, aunque de pronto alguna ocurrencia de uno de ellos hizo estallar a todos en carcajadas; las voces se acallaron y el barco continuó su marcha.
Poco después Tony Costa bajó al camarote. Como su madre, estaba cubierto de perlas de humedad; sacudió su sombrero de lana sobre la estufa para que se desprendieran y escupió.
—¿Qué vamos a decirle, Ma?
—Pregunta primero y explícate después.
Echó un poco de café en una taza de estaño y se sentó. Era un hombre fuerte, de rostro cetrino y, ahora que Lyra lo observaba a la luz del día, se dio cuenta de que tenía una expresión triste y a la vez severa.
—De acuerdo —dijo—. Ahora vas a explicarnos qué hacías en Londres, Lyra. Nosotros nos figurábamos que te habían raptado los zampones.
—No, yo vivía con aquella señora…
Lyra expuso desordenadamente toda la historia y fue ordenando todos los hechos como aquel que baraja unas cartas antes de disponerse a jugar. Lo contó todo salvo lo del aletiómetro.
—Y resulta que la última noche, en aquella fiesta, me enteré de lo que hacían de verdad y de que la señora Coulter era una zampona y de que pensaba servirse de mí para atrapar más niños. Y lo que ellos hacen es…
Ma Costa salió del camarote y se fue a la cabina. Tony aguardó a que se cerrara la puerta y continuó:
—Sabemos lo que hacen. Por lo menos lo sabemos en parte. De lo que sí estamos seguros es de que ya no vuelven. Se llevan a los niños al norte, a lugares muy remotos, y hacen experimentos con ellos. Al principio creíamos que les hacían pruebas de diferentes enfermedades y medicamentos, pero no había motivos para empezar esto así, de pronto, hace dos o tres años. Después se nos ocurrió pensar en los tártaros. Podía haber algún trato secreto en la zona norte de Siberia, porque los tártaros quieren ir al norte como todo el mundo a causa del espíritu del carbón y las minas de fuego y hace un montón de tiempo, antes de que se dijera nada de los zampones, que circulan rumores de guerra. Y nosotros nos figuramos que los zampones se camelaban a los jefes tártaros dándoles niños, porque es cosa conocida que los tártaros se los comen, ¿es verdad o no? Los cuecen en el horno y se los comen.
—¡No es posible! —exclamó Lyra.
—En serio que sí. Hay otras muchas cosas de que hablar. ¿Has oído hablar de los Nälkäinens?
—No, ni siquiera a la señora Coulter. ¿Se puede saber quiénes son? —preguntó Lyra.
—Pues una especie de fantasmas que vagan por aquellos bosques. Son del mismo tamaño que un niño y no tienen cabeza. Se mueven por la noche y, como te quedes dormido en el bosque, van, te cogen y ya no te sueltan nunca más. Nälkäinens es una palabra nórdica. También están los chupavientos, igualmente muy peligrosos. Éstos van de acá para allá a merced del viento. A veces te tropiezas con manadas de ellos flotando juntos o te los encuentras prendidos en una zarza. Tan pronto como te tocan, se te quita toda la fuerza. Son invisibles, sólo ves una especie de reflejo en el aire. También están los Que No Respiran…
—¿Y éstos quiénes son?
—Guerreros medio muertos. Una cosa es estar vivo y otra estar muerto, pero estar medio muerto es peor que cualquiera de las dos cosas. No pueden llegar a morir, y vivir está totalmente fuera de sus posibilidades. Vagan por siempre jamás. Les llaman los Que No Respiran debido a la situación en que se encuentran.
—Pero ¿por qué están así? —preguntó Lyra, que lo miraba con unos ojos como platos.
—Pues mira, los tártaros del norte les descerrajaron las costillas y les sacaron los pulmones. En esto son unos artistas porque saben hacerlo sin matar a la persona, pero como no pueden hacer trabajar los pulmones sin que los daimonions los bombeen a mano, respiran y no respiran, están entre la vida y la muerte, medio muertos, ¿comprendes? Sus daimonions tienen que andar bombeándolos de noche y de día, ya que de otro modo perecerían. He oído decir que a veces te tropiezas en el bosque con todo un pelotón de los Que No Respiran. Después están los panserbj’yrne. De éstos habrás oído hablar, supongo. La palabra significa osos acorazados. Son una especie de osos polares, pero…
—¡Sí! ¡De éstos sí he oído hablar! Anoche uno de los hombres me dijo que mi tío, lord Asriel, estaba prisionero en una fortaleza custodiada por osos acorazados.
—¿Sigue allí? ¿Qué hacía en aquella zona?
—Explorar. Pero por lo que dijo el hombre, no creo que mi tío pertenezca al bando de los zampones. Más bien imagino que están encantados de que se encuentre encarcelado.
—Bueno, pues como los que lo guardan sean los osos acorazados, seguro que no sale. Son como mercenarios. ¿Sabes qué quiere decir mercenarios? Son los que venden su fuerza al que les paga. Tienen manos como los hombres y han aprendido la habilidad de trabajar el hierro, especialmente el hierro meteórico, y fabrican grandes planchas, una especie de láminas, para cubrirse con ellas. Hace siglos que realizan incursiones contra los Skraelings. Son asesinos natos y carecen por completo de piedad. Pero cumplen su palabra. Si haces un trato con un panserbj’yrne, puedes estar segura de que cumplirá su palabra.
Lyra se quedó reflexionando, asustada, sobre todos aquellos horrores.
—A Ma no le gusta oír hablar del norte —explicó Tony al cabo de unos momentos—, porque entonces piensa en lo que puede haberle ocurrido a Billy. Sabemos que se lo han llevado al norte, ¿sabes?
—¿Y cómo lo sabéis?
—Pues porque cazamos a un zampón y le hicimos cantar. Por eso estamos bastante enterados de todo lo que se llevan entre manos. Los de anoche no eran zampones, demasiado manazas para ser zampones. Si lo hubieran sido, los habríamos cogido vivos. Nosotros, los giptanos, hemos resultado los más perjudicados por ellos y ahora vamos a decidir juntos qué hacemos. Por eso estábamos anoche en la dársena, recogíamos todos los pertrechos porque vamos a una gran asamblea en los Fens, lo que nosotros llamamos una cuerda. Y yo me barrunto que lo que decidiremos será enviar una banda de rescate en cuanto nos informen de todo lo que saben los demás giptanos y reunamos todos nuestros conocimientos. Eso por lo menos es lo que haría yo si fuera John Faa.
—¿Quién es John Faa?
—El rey de los giptanos.
—¿En serio que vais a rescatar a los niños? ¿También a Roger?
—¿Quién es Roger?
—El pinche del Jordan College. Lo raptaron igual que a Billy, el día antes de que yo me fuera con la señora Coulter. Me juego lo que quieras a que, si me hubieran raptado a mí, él iría a rescatarme. Si vais a buscar a Billy, yo quiero ir con vosotros y rescatar a Roger.
Y para sus adentros pensó que también quería rescatar a tío Asriel, aunque sobre eso no dijo palabra.