5. EL CÓCTEL

Durante los día siguientes, Lyra fue a todas partes con la señora Coulter, como si fuera su daimonion. La señora Coulter conocía a una gran cantidad de gente, que se reunía en muchos lugares diferentes. A veces, por la mañana, había una reunión de geógrafos del Real Instituto Ártico y Lyra asistía a la misma, modosa y atenta. Más tarde podía ocurrir que la señora Coulter quedara con un político o un clérigo y que comieran en un restaurante coquetón, que todos se mostraran encantados con Lyra y pidieran platos especiales para ella, gracias a lo cual la niña se enteraría del sabor que tenían los espárragos o las mollejas. Por la tarde podía haber más compras, ya que la señora Coulter estaba preparando la expedición y había que comprar pieles, chubasqueros y botas para protegerse del agua, así como sacos de dormir, cuchillos e instrumentos de dibujo que tenían encantada a Lyra. A veces iban a tomar el té y se reunían con algunas señoras, tan bien vestidas como la señora Coulter aunque menos guapas y también menos habilidosas. Eran mujeres que tenían tan poco que ver con las licenciadas, o las madres giptanas, o las criadas del college, que de ellas se habría podido decir que eran representantes de un nuevo sexo totalmente distinto, un sexo con cualidades y poderes tan peligrosos como la elegancia, el encanto y la gracia. Lyra iba elegantemente vestida en aquellas ocasiones y las señoras la mimaban y le daban entrada en conversaciones amables y elevadas, siempre en torno a ciertas personas, tales como un artista, aquel político de más allá o esos amantes de más acá.

Y al caer la noche, a veces la señora Coulter llevaba a Lyra al teatro, donde había siempre personas encantadoras con las que poder hablar o ser objeto de su admiración, ya que al parecer la señora Coulter conocía a toda la gente importante de Londres.

En los intervalos comprendidos entre estas otras actividades, la señora Coulter le enseñaba rudimentos de geografía y matemáticas. Los conocimientos de Lyra presentaban muchas lagunas en ese campo, eran como un mapamundi roído por ratones, ya que las enseñanzas que había recibido en el Jordan habían sido fragmentarias y desconectadas: se solía encargar de ellas un licenciado que acababa de recibir el título, quien la instruía en diferentes cosas a lo largo de una aburrida semana hasta que ella se «olvidaba» de aparecer, lo que no hacía más que redundar en un gran alivio para quien debía darle las lecciones. A veces el licenciado de turno se olvidaba de lo que supuestamente debía enseñarle y la sometía a detalladas explicaciones relativas a los estudios que él realizaba en aquel momento, fuera cual fuese el tema de que se tratase. No era extraño que sus conocimientos fueran fragmentarios. Sabía cosas acerca de los átomos y de las partículas elementales, así como de las cargas ambaromagnéticas y de las cuatro fuerzas fundamentales, como también de otras cuestiones de teología experimental, pero nada en cambio del sistema solar. El hecho es que, cuando la señora Coulter se dio cuenta de la situación y explicó a Lyra que tanto la Tierra como los otros cinco planetas daban vueltas alrededor del sol, la niña se echó a reír a mandíbula batiente.

Pese a todo, se sentía ávida de demostrar que sabía cosas y, cuando la señora Coulter le habló de electrones, dijo con voz autorizada:

—Sí, ya sé, son partículas cargadas negativamente, algo así como el Polvo, salvo que el Polvo no está cargado.

Así que la señora Coulter oyó estas palabras, su daimonion levantó la cabeza y todas las cerdas doradas de su cuerpo se le erizaron y quedaron tiesas, como si también estuvieran cargadas. La señora Coulter le puso una mano en la espalda.

—¿Polvo? —le preguntó.

—Sí, ese Polvo del espacio.

—¿Qué sabes tú del Polvo, Lyra?

—Pues que procede del espacio y que ilumina a las personas, siempre que dispongas de una cámara especial para verlo. No ocurre lo mismo con los niños, sin embargo. A los niños no los afecta.

—¿Y esto dónde lo has aprendido?

En aquel momento Lyra se dio cuenta de que había una poderosa tensión en la habitación, ya que Pantalaimon, en forma de armiño, se había subido a su regazo y temblaba violentamente.

—Eso lo saben todos los del Jordan —respondió Lyra de forma vaga—, he olvidado quién me lo enseñó. Creo que fue uno de los licenciados.

—¿En una de las lecciones?

—Sí, es posible. O a lo mejor me enteré por casualidad. Sí, me parece que fue así. Creo que este licenciado de que hablo era de Nueva Dinamarca, hablaba con el capellán sobre el Polvo y justo en aquel momento pasaba yo y, como el tema me pareció interesante, me fue imposible dejar de prestar oído. Las cosas ocurrieron tal como se las he contado.

—Ya comprendo —repuso la señora Coulter.

—¿Es cierto lo que dijo? ¿O lo entendí mal?

—Pues no lo sé, la verdad. Estoy convencida de que sabes mucho más que yo. Volvamos a los electrones…

Más tarde Pantalaimon le explicó:

—¿Sabes? Yo estaba detrás del daimonion de ella y he visto que se le erizaban todos los pelos y que ella lo agarraba con tanta fuerza que hasta se le han quedado blancos los nudillos. Tú no te has dado cuenta. El pelo ha tardado bastante en volver a la normalidad. Creía que el mono iba a abalanzarse sobre ti.

Sin duda era muy extraño, pero ninguno de los dos sabía qué pensar.

Finalmente hubo otras lecciones, que fueron administradas de una manera tan afable y sutil que ni lecciones parecían. Trataban de cómo había que lavarse el cabello, de cómo decidir que unos colores armonizaban con otros, de cómo negarse a algo de una manera tan educada que no pareciera que había ofensa de por medio, de cómo había que pintarse los labios, empolvarse la cara, perfumarse. Por supuesto que la señora Coulter no enseñó a Lyra de forma directa todas aquellas artes, pero se dio cuenta de que la niña la observaba cuando ella se maquillaba y se encargó de que supiera dónde dejaba sus cosméticos para darle ocasión de hacer experimentos y pruebas por cuenta propia.

Pasó el tiempo y el otoño comenzó a trocarse en invierno. De cuando en cuando Lyra se acordaba del Jordan College, aunque visto desde allí le parecía un lugar recoleto y tranquilo comparado con la vida agitada que ahora llevaba. Alguna vez pensaba en Roger y entonces se le despertaba una especie de inquietud, pero siempre había alguna ópera a la que había que asistir, un vestido nuevo que estrenar o alguna visita pendiente al Real Instituto Ártico. En seguida volvía a olvidarse del college.

Cuando hacía unas seis semanas que Lyra vivía con la señora Coulter, ésta decidió dar un cóctel. Lyra tenía la impresión de que celebraban algo, si bien la señora Coulter no comentó en ningún momento que se tratara de eso. Encargó flores, decidió con el suministrador qué canapés y bebidas eran precisos y pasó toda una tarde con Lyra ocupada en decidir a quién invitaría.

—Hay que invitar al arzobispo. No podemos excluirlo, a pesar de que es la persona más horriblemente convencional que conozco. Lord Boreal se encuentra en la ciudad en estos momentos, es una persona divertida. Está también la princesa Postnikova. ¿Te parece adecuado invitar a Erik Andersson? No sé si es el momento apropiado para captarlo…

Erik Andersson era el último bailarín de moda. Lyra no tenía la más mínima idea de lo que podía significar «captarlo», pero le encantaba tener la oportunidad de dar su opinión. Escribió todos los nombres que le fue dictando la señora Coulter, aunque con atroces errores ortográficos, y los tachó cuando la señora Coulter se pronunció después contra algunos personajes en cuestión.

Cuando Lyra se acostó, Pantalaimon murmuró desde la almohada:

—¡Ésta no irá al norte! Ésta nos tendrá siempre aquí. ¿Cuándo nos escapamos?

—Sí que nos llevará al norte —le murmuró a su vez Lyra—, lo que pasa es que a ti esa mujer no te gusta. ¡Pues ya es mala pata, porque a mí me encanta! Además, ¿por qué iba a enseñarnos navegación y todas estas cosas si no pensase llevarnos al norte?

—Para que no te impacientes, sólo por eso. La verdad es que a ti no te gustan ni pizca esos cócteles a los que tienes que asistir tan peripuesta. Te ha convertido en una especie de perrito faldero.

Lyra le volvió la espalda y cerró los ojos, pero sabía que Pantalaimon tenía razón. Aquella vida tan ordenada la tenía prisionera, atada de pies y manos, aun cuando transcurriese en medio del lujo. Habría dado cualquier cosa por pasar un día con sus amigos, los golfillos de Oxford, participar en una pelea en los Claybeds y hacer una carrera a lo largo del canal. El único motivo por el que continuaba guardando las formas y mostrándose atenta con la señora Coulter era aquel fascinante viaje al norte. A lo mejor allí encontraba a lord Asriel, a lo mejor él y la señora Coulter se enamoraban, se casaban y la adoptaban. Quizá entonces podría ir a rescatar a Roger de manos de los zampones.

A primera hora de la tarde en que se iba a celebrar el cóctel, la señora Coulter llevó a Lyra a un peluquero de moda, que le suavizó y onduló sus rubios y lacios cabellos, le limó y abrillantó las uñas e incluso le maquilló un poco los ojos y los labios para enseñarle cómo había que hacerlo. Después pasaron a recoger el nuevo vestido de fiesta que la señora Coulter le había encargado y a comprar unos zapatos de charol. Finalmente llegó la hora de volver al piso, arreglar las flores y vestirse.

—No, nena, de bolso de bandolera hoy nada —le dijo la señora Coulter al verla salir de su dormitorio con el bolso, radiante y consciente de que estaba muy guapa.

Lyra había adoptado la costumbre de ir a todas partes con el bolso de bandolera blanco colgado del hombro. Lo hacía para tener a mano el aletiómetro. La señora Coulter, que estaba ocupada arreglando un ramo de rosas excesivamente apretadas en un jarrón, vio que Lyra no se movía y miraba fijamente la puerta.

—¡Oh, por favor, señora Coulter! ¡Me encanta este bolso!

—Pero no dentro de casa, Lyra. Es absurdo ir con un bolso colgado del hombro cuando uno está en casa. Quítatelo en seguida y ven ahora mismo a ayudarme a colocar los vasos…

No fue tanto la brusquedad del tono como las palabras: «cuando uno está en casa» lo que hizo que Lyra opusiera una empecinada resistencia. Pantalaimon se trasladó en un vuelo al suelo, se convirtió inmediatamente en turón y arqueó el lomo junto a los blancos calcetines de Lyra. Animada por su actitud, Lyra insistió:

—Yo no veo que desentone y, además, es la única cosa que me gusta de todas las que llevo puestas. A mí me parece que queda bien…

No pudo terminar la frase, porque el daimonion de la señora Coulter saltó del sofá hecho una bola de pelos dorados y acogotó a Pantalaimon en la alfombra antes de que tuviera tiempo de moverse. Lyra profirió un grito de alarma, después de miedo y de dolor, mientras Pantalaimon se retorcía de un lado a otro, chillando y gruñendo, incapaz de desasirse del mono dorado. A los pocos segundos el mono lo tenía dominado: lo agarró por el cuello con su negra pata mientras con otras dos, igualmente negras, sujetaba los miembros inferiores del turón y asía con la cuarta una de las orejas de Pantalaimon, tirando de ella como si quisiese arrancársela. Producía horror ver, y más aún sufrir, la frialdad y la extraña fuerza exenta de rabia con que lo hizo.

Lyra, aterrada, lanzó un sollozo.

—¡No! ¡Por favor! ¡No nos hagas daño!

La señora Coulter levantó los ojos de las flores, donde los tenía posados en aquel momento.

—Haz lo que te he dicho, entonces —le recomendó.

—¡Lo prometo!

El mono dorado soltó a Pantalaimon como si de pronto hubiera dejado de interesarle la pelea. Pantalaimon voló en seguida hasta Lyra y ella se lo acercó a la cara, lo besó y le hizo unos mimos.

—¡Ahora mismo, Lyra! —ordenó la señora Coulter.

Lyra se volvió bruscamente de espaldas y se encerró en su habitación dando un portazo, pero apenas acababa de hacerlo cuando la puerta volvió a abrirse. Tenía delante a la señora Coulter, a sólo dos palmos de distancia.

—Lyra, si vuelves a comportarte de esta manera tan basta y tan vulgar, te aseguro que nos pelearemos y que ganaré yo. Deja inmediatamente el bolso, no me mires con el ceño fruncido ni de esta manera tan desagradable y no quiero oír nunca más un portazo; aunque yo no esté delante, no vuelvas a darlo en tu vida. Dentro de muy poco comenzarán a llegar los invitados y espero que tu comportamiento sea perfecto, amable, encantador, inocente, atento y agradable en todos los aspectos. Lo deseo muy especialmente, Lyra, ¿me has entendido?

—Sí, señora Coulter.

—Entonces dame un beso.

Se agachó y le ofreció la mejilla. Lyra tuvo que ponerse de puntillas para besarla. Pudo apreciar lo suave que era la piel de la señora Coulter y el misterioso y levísimo perfume que emanaba, un perfume grato pero un poco metálico. Se apartó y dejó el bolso sobre el tocador antes de seguir a la señora Coulter hasta el salón.

—¿Qué te parecen las flores, encanto? —le preguntó la señora Coulter hablando ahora en un tono de voz amable, como si no hubiera ocurrido nada—. Si las flores son rosas, es imposible equivocarse, pero a veces se peca por exceso… ¿Han traído hielo suficiente? Sé buena y ve a preguntar. Cuando las bebidas no se toman a la temperatura adecuada son horribles…

Lyra encontró sumamente fácil mostrarse amable y encantadora, aunque continuaba plenamente consciente de la contrariedad de Pantalaimon y del odio que le inspiraba el mono dorado. De pronto sonó el timbre y a los pocos momentos todo el salón se había llenado de señoras elegantemente vestidas y de atildados y distinguidos caballeros. Lyra se movía entre la concurrencia ofreciendo canapés o sonriendo con dulzura y dando amables respuestas cada vez que le hacían alguna pregunta. Se sentía una especie de perro faldero universal y, al hacerse esta reflexión para su capote, Pantalaimon extendió sus alas de jilguero y pió estrepitosamente.

Lyra notó que estaba contento porque había comprobado que tenía razón y a partir de aquel momento decidió ser un poco más reservada.

—¿A qué escuela vas, cariño? —le preguntó una anciana inspeccionando a Lyra con sus impertinentes.

—A ninguna —respondió Lyra.

—¿De veras? Yo me figuraba que tu madre te habría mandado a la misma escuela de ella. Un sitio muy bueno…

Lyra quedó perpleja hasta que se dio cuenta del error de la señora.

—¡No es mi madre! Yo sólo la ayudo, soy su secretaria particular —dijo dándose importancia.

—Ya comprendo. ¿Y quién es tu familia?

Antes de responder, Lyra volvió a reflexionar sobre lo que le convenía decir.

—Mis padres eran un conde y una condesa —le explicó—. Murieron los dos en un accidente aeronáutico… en el norte.

—¿Qué conde era tu padre?

—El conde Belacqua, hermano de lord Asriel.

El viejo daimonion de la dama, un guacamayo de color escarlata, balanceó el cuerpo apoyándose en una y otra pata como si estuviese hasta la coronilla de la conversación. La anciana comenzaba a fruncir el ceño movida por la curiosidad, por lo que Lyra, con una dulce sonrisa, se alejó de ella.

Pasó junto a un grupo de hombres y de una joven que estaban sentados en el sofá grande y cazó al vuelo la palabra Polvo. A aquellas alturas ya había tenido suficientes ocasiones de ser testigo del comportamiento de la sociedad para reconocer los flirteos entre hombres y mujeres y observó la escena con fascinación, aunque lo que más le fascinó fue la mención de la palabra Polvo, por lo que se entretuvo para escuchar. Los hombres tenían aspecto de licenciados; por la manera de preguntar de la joven, Lyra pensó que debía de ser una estudiante de algo.

—Fue descubierto por un moscovita… interrúmpanme si ya están enterados… —decía un hombre de mediana edad, bajo la mirada de admiración que le dirigía la joven—, un tal Rusakov, por eso las llaman, en su honor, Partículas Rusakov. Son partículas elementales que no se interfieren en modo alguno con las demás, muy difíciles de detectar, aunque lo curioso del caso es que parece que los seres humanos las atraen.

—¿En serio? —exclamó la joven con ojos como platos.

—Y lo más extraordinario del caso —prosiguió el hombre— es que algunos las atraen más que otros. Los adultos las atraen, los niños no. Por lo menos no mucho, hasta que llegan a la adolescencia. En realidad, ésta es la verdadera razón… —continuó bajando la voz, acercándose un poco más a la joven y poniéndole la mano en el hombro en actitud familiar—. Por eso se fundó la Junta de Oblación, como podrá confirmar nuestra anfitriona.

—¿De veras? ¿Está involucrada en la Junta de Oblación?

—No es que esté involucrada, sino que ella es la Junta de Oblación. Es un proyecto personal suyo…

El hombre iba a añadir algo más cuando descubrió a Lyra. La niña lo miraba fijamente, sin parpadear, y tal vez porque llevaba encima una copa de más o porque estaba demasiado ávido de impresionar a la joven, aseguró:

—Esta señorita está al corriente de todo, diría yo. Tú estás protegida frente a la Junta de Oblación, ¿verdad, cariño?

—Sí, por supuesto —repuso Lyra—, estoy protegida frente a todos los que están aquí. Donde yo vivía antes, en Oxford, había una enorme cantidad de cosas peligrosas: giptanos, por ejemplo, que se llevan a los niños y los venden a los turcos como esclavos. Y en Port Meadow, cuando la luna está llena, del convento de Godstow sale un hombre lobo. Yo a veces lo había oído aullar. Y están los zampones…

—A eso me refiero —remachó el hombre—. Así los llaman los de la Junta de Oblación, ¿no es verdad?

Lyra notó que Pantalaimon se había puesto repentinamente a temblar, pese a que, por lo demás, su comportamiento era intachable. Los daimonions de los adultos, un gato y una mariposa, al parecer no lo habían notado.

—¿Zampones? —preguntó la joven—. ¡Vaya nombre curioso! ¿Y por qué los llaman zampones?

Lyra estaba a punto de contarle una de aquellas historias que helaban la sangre y que a veces ella se inventaba para asustar a los niños de Oxford, pero el hombre se había puesto a hablar.

—Seguro que la Junta de Oblación tiene que ver en el asunto. En realidad, se trata de una idea muy antigua. En la Edad Media los padres entregaban sus hijos a la Iglesia para que fueran monjes o monjas. A los pobres desgraciados se les conocía con el nombre de oblatos, algo así como un sacrificio, un ofrecimiento o algo parecido. Fue la misma idea que presidió el asunto del Polvo… como seguramente debe de saber nuestra amiguita. ¿Por qué no hablas con lord Boreal? —sugirió directamente a Lyra—. Estoy seguro de que estará encantado de conocer a la protegida de la señora Coulter… Es aquél, el del cabello gris, con un daimonion en forma de serpiente.

Lo que quería en realidad era librarse de Lyra con el objeto de continuar la conversación de manera más íntima con su joven vecina. Lyra captó al momento sus intenciones. Pero parecía que la muchacha seguía interesada en Lyra, por lo que se quitó de encima al hombre para hablar con ella.

—Un momento… ¿Cómo te llamas?

—Lyra.

—Yo me llamo Adèle Starminster y soy periodista. ¿No podría hablar en privado contigo?

Como si el hecho de que la gente quisiera hablar con ella fuera la cosa más natural del mundo, Lyra se limitó a responder:

—Sí.

El daimonion de la mujer, que tenía forma de mariposa, se elevó en el aire y comenzó a revolotear a derecha e izquierda hasta que se balanceó para murmurar algo, tras lo cual Adèle Starminster sugirió:

—Vamos a sentarnos junto a la ventana.

Era el lugar favorito de Lyra, ya que desde él se divisaba el río y, a aquella hora de la noche, las luces de la orilla sur centelleaban por encima de los reflejos de las negras aguas de la marea alta. Una hilera de gabarras arrastradas por un remolcador remontaba el río. Adèle Starminster se acomodó y dejó espacio en los asientos almohadillados para que Lyra se sentara a su lado.

—El profesor Docker ha dicho que estás relacionada con la señora Coulter.

—Sí.

—¿De qué tipo de relación se trata? No eres hija suya ni nada parecido, porque de otro modo yo lo sabría…

—¡No! —respondió Lyra—, por supuesto que no. Soy su secretaria particular.

—¿Su secretaria particular? Te encuentro muy joven para este puesto. Me figuraba que estabas emparentada con ella o algo por el estilo. ¿Cómo es esa mujer?

—Muy inteligente —precisó Lyra.

De haberse desarrollado la conversación antes de aquella tarde habría dicho más cosas, pero ahora todo había cambiado.

—Me refiero al aspecto personal —insistió Adèle Starminster—. Quiero decir que si es simpática o impaciente, en fin, quisiera saber cómo es. ¿Vives aquí con ella? ¿Cómo es en privado?

—Muy amable —se empecinó en afirmar Lyra.

—¿Cuál es tu trabajo? ¿Cómo la ayudas?

—Hago cálculos y cosas parecidas, por ejemplo asuntos relacionados con la navegación.

—Ya comprendo. ¿De dónde eres? ¿Cómo te llamas?

—Me llamo Lyra y soy de Oxford.

—¿Y cómo fue que la señora Coulter te llevó con ella…?

Se calló de repente porque justo en aquel momento acababa de aparecer a su lado nada menos que la señora Coulter. Por la manera como Adèle Starminster la miró y por el vuelo agitado del daimonion alrededor de su cabeza, Lyra habría podido asegurar que aquella joven no había sido invitada a la fiesta.

—No sé cómo se llama usted —empezó la señora Coulter con voz tranquila—, pero no tardaré ni cinco minutos en averiguarlo y le aseguro que no volverá a trabajar en su vida como periodista. Y ahora, levántese sin hacer ruido y váyase. Y debo añadir que, quienquiera que sea la persona que la haya traído aquí, no dejará de sufrir las lógicas consecuencias.

La señora Coulter parecía cargada de una especie de fuerza ambárica, incluso su olor había cambiado: un olor caliente, como de metal al rojo vivo. Lyra ya lo había percibido anteriormente, pero ahora notaba que iba dirigido hacia otra persona y la pobre Adèle Starminster no tenía fuerzas para resistirlo. Su daimonion, posado en su hombro, se había quedado fláccido y movió sus espléndidas alas una o dos veces antes de caer desvanecido y hasta la propia mujer parecía incapaz de mantenerse totalmente erguida. Moviéndose con dificultad, encogida torpemente, se abrió paso entre la multitud de invitados que hablaban a voz en grito y atravesó la puerta del salón. Con una mano se agarraba el hombro, como si quisiera mantener en su sitio al daimonion, medio inconsciente.

—¿Y bien? —preguntó la señora Coulter a Lyra.

—No le he dicho nada importante —respondió Lyra.

—¿Qué te ha preguntado?

—Simplemente qué hacía y quién era, cosas así.

Al decir estas palabras, Lyra observó que la señora Coulter estaba sola, sin su daimonion. ¿Cómo era posible? Un momento más tarde, sin embargo, tenía al mono dorado a su lado y, alcanzándolo con la mano, lo cogió y se lo subió al hombro. Inmediatamente después pareció sentirse a gusto de nuevo.

—Si vuelves a encontrar a alguna persona que no haya sido invitada, me buscas y me lo dices, ¿entendido?

El perfume cálido y metálico se estaba esfumando. A lo mejor sólo había sido la imaginación de Lyra. Ahora percibía de nuevo el perfume habitual de la señora Coulter, olor a rosas, a humo de cigarrillo, el perfume de otras mujeres. La señora Coulter sonrió a Lyra de una manera que parecía decirle:

—Tú y yo entendemos este tipo de cosas, ¿verdad?

Y seguidamente se alejó para ir a departir con otros invitados.

Pantalaimon estaba murmurando unas palabras al oído de Lyra.

—Mientras ella estaba aquí, he visto que su daimonion salía de nuestro cuarto. Estaba espiando. Sabe lo del aletiómetro.

Lyra pensó que debía de tener razón, pero no podía hacer nada. ¿Qué había dicho el profesor sobre los zampones? Miró a su alrededor para localizarlo, pero cuando lo descubrió vio que el portero, vestido de criado para la velada, y otro hombre daban unos golpecitos a la espalda del profesor y le hablaban en voz baja, después de lo cual éste se quedó pálido y los siguió. La escena no duró más que unos segundos y se desarrolló con tal discreción que nadie se dio cuenta de nada. Lyra, sin embargo, se quedó angustiada y se sintió de pronto vulnerable.

Se paseó por los dos espaciosos salones en los que se celebraba la fiesta, prestando oído discreto a las conversaciones que se escuchaban a su alrededor, interesada en parte en el sabor de los cócteles que no estaba autorizada a catar y más impaciente a medida que transcurría el tiempo. No había advertido que nadie la vigilase hasta que el portero apareció a su lado y se inclinó para decirle:

—Señorita Lyra, el caballero que está junto a la chimenea tiene interés en hablar con usted. Es lord Boreal, se lo digo por si no lo sabía.

Lyra dirigió la vista hacia el otro lado de la sala y distinguió a un caballero de cabellos grises y de aspecto saludable que la estaba mirando y que, cuando sus ojos se encontraron, le hizo una inclinación con la cabeza y un ademán con la mano.

Aunque de mala gana, pero ahora un poco más interesada que antes, Lyra atravesó la sala.

—Buenas noches, nena —la saludó el hombre.

Tenía una voz suave pero autoritaria. La serpiente que era su daimonion, con su cabeza de malla y sus ojos esmeralda, resplandecía bajo la luz de la lámpara de cristal tallado adosada a la pared cercana.

—Buenas noches —respondió Lyra.

—¿Qué tal está mi amigo, el rector del Jordan?

—Muy bien, gracias.

—Supongo que fue muy triste para todos tener que despedirse de usted.

—Sí, así fue.

—¿La tiene muy ocupada la señora Coulter? ¿Qué tipo de cosas le enseña?

Como Lyra era una personita rebelde por naturaleza y de temperamento muy inquieto, no se dignó responder aquella condescendiente pregunta con la verdad ni con uno de aquellos rasgos fantasiosos tan suyos. En su lugar, se limitó a decir:

—Estudio cosas sobre las Partículas Rusakov y la Junta de Oblación.

Aquello pareció despertar de inmediato la atención del hombre y, de la misma manera que se dirige el haz de luz de un faro ambárico hacia un punto, toda su atención se centró en ella.

—¿Y si me contases todo lo que sabes? —le propuso.

—Están haciendo experimentos en el norte —le explicó Lyra, que empezaba a tener la sensación de que se estaba pasando—, semejantes a los del doctor Grumman.

—Sigue.

—Han obtenido ese tipo especial de fotograma que permite ver el Polvo y, cuando ves a un hombre, te das cuenta de que toda la luz incide sobre él y, en cambio, cuando se trata de un niño, no hay luz. O por lo menos hay poca luz.

—¿Te ha mostrado una fotografía como ésa la señora Coulter?

Lyra vaciló, ya que ahora no se trataba de mentir sino de algo más y en esto tenía poca práctica.

—No —respondió al cabo de un momento—, la vi en el Jordan College.

—¿Quién te la enseñó?

—Mi tío Asriel.

—¿Cuándo?

—La última vez que estuvo en el Jordan.

—Ya comprendo. ¿Y de qué otras cosas te has enterado? Antes has hablado de la Junta de Oblación, ¿no es eso?

—Sí, pero eso no se lo oí a él sino aquí.

Lo cual era verdad, según pensó ella.

Él la observaba muy de cerca y ella le devolvió la mirada con toda la inocencia que le fue posible mostrar. Por fin, el hombre hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Entonces esto significa que la señora Coulter ha decidido que podías ayudarla en este trabajo. Muy interesante. ¿Ya has participado en él?

—No —respondió Lyra.

¿De qué diablos le estaba hablando aquel hombre? Pantalaimon, astutamente, había adoptado su forma más discreta, la de mariposa nocturna, lo que le permitía no traicionar sus sentimientos.

Lyra tenía la seguridad de mantener la inocencia de su expresión.

—¿Te ha contado lo que les ocurre a los niños?

—No, no lo ha hecho. Lo único que sé es lo del Polvo y creo que hay una especie de sacrificio.

Tampoco se trataba propiamente de una mentira, pensó Lyra, ya que no dijo en ningún momento que hubiera sido la señora Coulter quien se lo había explicado.

—Sacrificio es una palabra un poco dramática para referirse a lo que ocurre. Lo que se hace es tanto para su propio bien como para el nuestro. Y, por supuesto, todos van con la señora Coulter por su voluntad. Por eso es tan valiosa. Los niños tienen interés en tomar parte. ¿Qué niño sabría resistirse? Y si a ella se le antojara utilizarte a ti de la misma manera que a ellos, ni que decir tiene que yo estaría encantado.

El hombre le dedicó una de aquellas sonrisas tan parecidas a la de la señora Coulter, como indicándole que los dos estaban en el ajo. Lyra le devolvió la sonrisa por educación y se apartó de él para dar conversación a otra persona.

Tanto ella como Pantalaimon captaban el horror que cada uno sentía.

Lyra se moría de ganas de quedarse sola y de hablar con él, deseaba abandonar aquel piso, volver al Jordan College y a su destartalada habitación de la Escalera Doce, ver a lord Asriel…

Y como si se tratara de una respuesta a sus deseos, oyó pronunciar el nombre de su tío, lo que la indujo a acercarse a un grupo de personas que se encontraban allí cerca, con el pretexto de ofrecerles un canapé de la bandeja que estaba sobre la mesa. Un hombre que vestía la púrpura de obispo decía:

—… no, no creo que lord Asriel nos moleste durante un tiempo.

—¿Dónde ha dicho usted que se encuentra retenido?

—En la fortaleza de Svalbard, según me han informado. Parece que está custodiado por panserbj’yrne, es decir, osos acorazados. ¡Qué formidables criaturas! Mil años que viviera no le permitirían escapar de ellos. El hecho es que creo que el camino está despejado, casi despejado del todo…

—Los últimos experimentos han confirmado lo que yo había creído siempre… que el Polvo es una emanación del principio oscuro en sí y…

—¿Tiene algo que ver con la herejía de Zoroastro?

—Lo que antes se consideraba herejía…

—Y si pudiéramos aislar el principio oscuro…

—¿Ha dicho Svalbard?

—Osos acorazados…

—La Junta de Oblación…

—Los niños no sufren, de eso estoy seguro…

—Lord Asriel encarcelado…

A Lyra le bastaba lo que había oído. Dio media vuelta y, moviéndose con la misma cautela del Pantalaimon mariposa nocturna, se metió en su cuarto y cerró la puerta. El ruido de la fiesta llegaba amortiguado hasta allí.

—¿Y bien? —dijo Lyra en un murmullo, mientras Pantalaimon se transformaba en jilguero y se posaba en su hombro.

—¿Vamos a escaparnos? —preguntó él, muy bajito.

—Naturalmente, y si aprovechamos este momento en que hay tanta gente en la casa tardarán en darse cuenta.

—Él lo notará.

Pantalaimon se refería al daimonion de la señora Coulter. Cuando Lyra evocó su silueta dorada sintió miedo.

—Esta vez pienso plantarle cara —aseguró Pantalaimon con osadía—. Yo puedo transformarme, él no. Cambiaré tan rápidamente que no tendrá tiempo de reaccionar. Esta vez ganaré yo, ya lo verás.

Lyra asintió distraídamente con la cabeza. ¿Qué ropa se pondría? ¿Cómo podía vestirse para pasar inadvertida?

—Has de salir a espiar —le dijo Lyra en un murmullo—. En cuanto el terreno esté despejado, nos largamos. Tú vas de mariposa nocturna —añadió—. Recuérdalo, nos vamos así que estén distraídos…

Lyra entreabrió apenas la puerta y Pantalaimon se escapó por la rendija arrastrándose y destacando su color oscuro en contraste con la cálida luz rosada del corredor.

Mientras tanto, Lyra se enfundó precipitadamente los vestidos más cálidos que tenía y metió unos cuantos más en una de las bolsas de seda que le habían dado en la tienda de modas que había visitado aquella misma tarde. La señora Coulter le había entregado dinero a manos llenas y, aunque lo había despilfarrado, todavía le quedaban unos cuantos soberanos, que se guardó en el bolsillo del oscuro abrigo de lana.

Lo último que hizo fue envolver el aletiómetro en el trozo de terciopelo negro. ¿No lo había descubierto el abominable simio? Seguro que sí y seguro que se lo había dicho a la señora Coulter. ¿Por qué no lo habría escondido mejor?

Se acercó de puntillas a la puerta. Su habitación se abría al final del pasillo, por fortuna en el lugar más cercano al vestíbulo, y la mayor parte de los invitados estaban en las dos estancias más apartadas. Se oían voces que hablaban en voz alta, risas, la discreta descarga de agua de un retrete, el tintineo de vasos. De pronto, una débil vocecita de mariposa le musitó al oído:

—¡Ahora! ¡Rápido!

Lyra se escabulló de la habitación y se fue directa al vestíbulo y, en menos de tres segundos, ya había abierto la puerta del piso. Un momento después de cruzarla y habiéndola cerrado sin hacer ruido, acompañada de Pantalaimon convertido nuevamente en jilguero, corrió escaleras abajo y escapó.