Espero que querrás sentarte a mi lado durante la cena —le dijo la señora Coulter haciéndole un sitio a Lyra en el sofá—. No estoy acostumbrada a la etiqueta de los aposentos del rector. Tendrás que enseñarme qué cuchillo y qué tenedor debo utilizar.
—¿Es usted licenciada? —le preguntó Lyra.
Lyra miraba a las licenciadas con un desdén muy propio del Jordan. Aunque las había —¡pobres desgraciadas!—, no se podían tomar más en serio que los animales que hay que disfrazar para que actúen en una comedia. Por otra parte, la señora Coulter no era como las licenciadas que Lyra había visto hasta entonces y, por supuesto, no tenía nada que ver con las dos señoras ancianas y circunspectas que eran las otras dos invitadas a la cena. Lyra había hecho la pregunta esperando que la respuesta fuese un no, ya que la señora Coulter era tan seductora que había dejado a Lyra fascinada hasta el punto de no poder apartar los ojos de ella.
—La verdad es que no —respondió la señora Coulter—, sólo soy miembro del college de Dama Hannah, aunque gran parte de mi labor se desarrolla fuera de Oxford… Háblame de ti, Lyra. ¿Has vivido siempre en el Jordan College?
Lyra no tardó ni cinco minutos en ponerla al corriente acerca de su vida medio salvaje: sus excursiones favoritas por los tejados, la batalla de los Claybeds, aquella ocasión en que ella y Roger atraparon un grajo y lo asaron, el plan que urdieron para robar una barcaza a los giptanos y navegar hasta Abingdon, aparte de muchísimas cosas más. Incluso (aunque, eso sí, en voz baja y echando una mirada en derredor), le explicó la broma que ella y Roger habían hecho con las calaveras de la cripta.
—¡Y los fantasmas vinieron a mi cuarto sin las cabezas! Como no podían hablar, hacían unos ruidos extraños, una especie de gluglú, aunque comprendí al momento qué querían. Así es que al día siguiente bajé otra vez a la cripta y volví a colocar las monedas en su sitio. Seguro que, si no lo hubiera hecho, me matan.
—Eso significa que no te da miedo el peligro, ¿verdad? —dijo la señora Coulter en tono de admiración.
Ya estaban cenando y, tal como la señora Coulter esperaba que sucediera, se habían sentado juntas. Lyra hizo caso omiso del bibliotecario, sentado a su otro lado, y se pasó toda la cena hablando con la señora Coulter.
Cuando las señoras se retiraron a tomar café, Dama Hannah preguntó a Lyra:
—Dime, Lyra, ¿piensan enviarte a la escuela?
Lyra se quedó planchada.
—Pues… no sé na… nada.
Pero en seguida se apresuró a rectificar, como medida de seguridad:
—Probablemente no. No me gustaría meterlos en un aprieto —continuó Lyra, como apiadada—, ni que gastaran dinero en mí. Mejor que me quede a vivir aquí en el Jordan y así los licenciados pueden darme lecciones cuando tengan un rato libre. Como viven aquí, probablemente el trabajo que hacen es gratis.
—¿Tiene algún plan tu tío, lord Asriel, en lo que a ti respecta? —le preguntó la otra señora, una licenciada del otro college femenino.
—Sí —dijo Lyra—, eso creo, aunque no se trata de nada que tenga que ver con la escuela. La próxima vez que vaya al norte me llevará con él.
—Sí, recuerdo que me lo dijo —afirmó la señora Coulter.
Lyra parpadeó. Las dos licenciadas apenas lograron dominar un gesto de asombro, si bien sus daimonions, ya fuera por cortesía o porque estaban un poco en la luna, no hicieron otra cosa que lanzarse mutuamente una mirada furtiva.
—Lo conocí en el Real Instituto Ártico —prosiguió la señora Coulter—. Dicho sea de paso, es en parte gracias a este encuentro que hoy estoy aquí.
—¿También es usted exploradora? —le preguntó Lyra.
—Algo así. He estado varias veces en el norte. El año pasado pasé tres meses en Groenlandia haciendo observaciones de la Aurora.
Así era, para Lyra no había nada más ni existía nadie más. Observó a la señora Coulter con admiración y escuchó, arrobada y en silencio, sus historias de iglúes, cazas de focas y tratos con las brujas laponas. Las dos licenciadas no tenían nada interesante que contarle y permanecieron en silencio hasta que entraron los hombres.
Más tarde, cuando ya los invitados se disponían a marcharse, el rector dijo a Lyra:
—Quédate un momento. Me gustaría hablar un poco contigo. Ve a mi despacho, nena, siéntate y espérame.
Lyra, confusa, a la vez que fatigada y excitada a un tiempo, hizo lo que el rector le había ordenado. Cousins, el criado, la acompañó y, con toda intención, dejó abierta la puerta a fin de poder ver desde el vestíbulo lo que hacía, ya que estaba allí ayudando a ponerse las chaquetas a los invitados. Lyra observaba a la señora Coulter, aunque ésta no se fijó en ella. Después el rector entró en el despacho y cerró la puerta.
Se dejó caer pesadamente en la butaca colocada junto a la chimenea. Su daimonion se posó en el respaldo de la butaca y se sentó junto a su cabeza, con los ojos de párpados caídos fijos en Lyra. La lámpara siseaba levemente cuando el rector empezó:
—Así pues, Lyra, he visto que has hablado con la señora Coulter. ¿Te ha parecido interesante lo que te ha contado?
—¡Sí!
—Es una señora muy original.
—¡Es maravillosa! La persona más maravillosa que he conocido en mi vida.
El rector lanzó un suspiro. Con su traje negro y su corbata igualmente negra se parecía como una gota de agua a otra a su propio daimonion.
De pronto Lyra pensó que un día, a no tardar, sería enterrado en la cripta situada debajo del oratorio y algún artista grabaría la figura de su daimonion en la placa de latón que pondrían en su ataúd y que el nombre del daimonion compartiría con el suyo el espacio que le correspondiera.
—Hace mucho tiempo que buscaba el momento oportuno para charlar contigo, Lyra —continuó, pasados unos momentos—. Quería hacerlo de todos modos, pero parece que el tiempo va más aprisa que nuestros proyectos. Tú, querida niña, has estado a salvo aquí en el Jordan y me parece que has sido feliz. No ha sido fácil para ti obedecernos, pero nosotros te queremos mucho y la verdad es que te has portado bien. Tienes una manera de ser que destila bondad y posees una gran afabilidad, aparte de que eres muy decidida. Necesitarás de todas estas cualidades. En el ancho mundo las cosas siguen adelante y a mí me gustaría protegerte de… me refiero a que me gustaría que te quedases aquí en el Jordan… pero resulta que ya no es posible.
Lyra lo miró fijamente. ¿Quería decir que pensaban expulsarla?
—Sabías que llegaría un momento en que tendrías que ir a la escuela —prosiguió el rector—. Nosotros aquí te hemos enseñado algunas cosas, aunque ni bien ni tampoco de una manera sistemática. Nuestros conocimientos son de una naturaleza diferente. Tú necesitas saber cosas que los viejos no están en condiciones de enseñarte, sobre todo a la edad que tienes ahora. Seguramente ya te habrás dado cuenta de este particular. Por otra parte, no eres hija de criados y no estamos en condiciones de que te adopte ninguna familia de la ciudad. Podrían ocuparse de ti en algunas cosas, pero tú tienes necesidades diferentes. Mira, Lyra, lo que intento explicarte es que la parte de tu vida que pertenece al Jordan College ha tocado a su fin.
—No —exclamó Lyra—, yo no quiero irme del Jordan. Me gusta vivir aquí. Quiero pasar toda la vida en el Jordan.
—Los jóvenes os figuráis que las cosas son para siempre. Desgraciadamente, no es así. Lyra, dentro de muy poco tiempo, un par de años como máximo, serás una señorita, habrás dejado de ser una niña. Sí, serás una señorita. Y créeme, cuando llegue ese momento, el Jordan College será un lugar donde la vida se te haría muy difícil.
—¡Es mi casa!
—Ha sido tu casa hasta ahora, pero a partir de este momento tus necesidades son diferentes.
—Pero no necesito la escuela. ¡No quiero ir a la escuela!
—Necesitas compañía femenina, orientación femenina.
Aquella palabra —«femenina»— tenía para Lyra unas resonancias que le sugerían licenciadas y, sin querer, puso mala cara. ¡Pensar que podían exiliarla de la magnificencia del Jordan, del esplendor y la fama de su erudición, para enviarla a un sombrío pensionado de ladrillo de algún college situado en el extremo norte de Oxford, donde encontraría a unas chabacanas licenciadas que olían a col y a naftalina, como aquel par que había conocido en la cena!
El rector percibió la expresión de su rostro y también los ojos de turón de Pantalaimon, que parecían despedir rayos de luz roja.
—¿Y si encontrases a la señora Coulter? —le preguntó.
Al instante el pelaje de Pantalaimon cambió de color y pasó de aquel tono parduzco y áspero a un suave color blanco. Lyra abrió los ojos de par en par.
—¿Podría ser?
—Ella está en contacto en cierto modo con lord Asriel. Naturalmente tu tío está muy preocupado por tu bienestar y, así que la señora Coulter se enteró de tu existencia, en seguida brindó su ayuda. Por supuesto, no hay ningún señor Coulter, puesto que ella es viuda. Es muy triste, pero su marido murió de accidente hace unos años, o sea que tenlo presente antes de hacer más preguntas.
Lyra movió la cabeza afirmativamente y dijo:
—¿Y ella se ocuparía… se ocuparía realmente de mí?
—¿A ti te gustaría?
—¡Sí!
Lyra se puso tan contenta que casi no podía parar quieta un momento. El rector sonrió y, como era algo que no solía hacer casi nunca, la verdad es que tenía poca práctica. Cualquiera que lo hubiera visto (y Lyra no estaba en situación de advertirlo) habría dicho que era más bien una mueca de tristeza.
—Bueno, pues entonces la avisaremos para que venga y hablaremos del asunto —concluyó.
El rector salió de la habitación y regresó un minuto después acompañado de la señora Coulter. Lyra se puso de pie, demasiado excitada para seguir sentada. La señora Coulter entró sonriendo, el daimonion que la acompañaba mostró sus blancos dientes al soltar una risita traviesa. Cuando pasaba junto a Lyra para sentarse en una butaca, la señora Coulter le acarició ligeramente los cabellos y Lyra sintió que una corriente de calor circulaba por todo su cuerpo y hasta se ruborizó.
Así que el rector hubo servido un vasito de brantwijn a la señora Coulter, ésta dijo:
—Así pues, Lyra, yo seré tu tutora, ¿te parece bien?
—Sí —respondió Lyra con toda sencillez, ya que habría asentido a todo lo que le hubiera pedido.
—Necesito ayuda en mi trabajo.
—¡Puedo trabajar!
—Y a lo mejor tenemos que viajar.
—No me importa. Iré a donde sea.
—Pero podría resultar peligroso. Quizá debamos dirigirnos al norte.
Lyra se quedó muda de asombro. Al final pudo hablar:
—¿Pronto?
La señora Coulter se echó a reír y respondió:
—Es posible, pero has de saber que tendrás que trabajar de firme. Deberás estudiar matemáticas, navegación y geografía espacial.
—¿Me enseñará usted?
—Sí. Y tú me ayudarás a tomar notas y a poner mis papeles en orden y también en diversos trabajos de cálculo básico y otras cosas. Y como tendremos que ver a algunas personas importantes, habrá que procurarte vestidos bonitos. Tienes mucho que aprender, Lyra.
—No me importa. Quiero aprenderlo todo.
—Seguro que lo conseguirás. Cuando vuelvas al Jordan College serás una viajera famosa. Saldremos muy de mañana, con el zepelín de madrugada, o sea que mejor que te retires y te acuestes en seguida. Te veré a la hora del desayuno. ¡Buenas noches!
—Buenas noches —respondió Lyra y, recordando una de las escasas normas de buenas maneras que conocía, se volvió al llegar a la puerta y dijo—: Buenas noches, rector.
El rector se limitó a hacer una inclinación de cabeza y a responder:
—Que descanses.
—Y gracias —todavía añadió Lyra dirigiéndose a la señora Coulter.
Por fin se durmió, pese a que Pantalaimon, agitado por un extraño nerviosismo, no paraba un momento de moverse, hasta que Lyra tuvo que arrearle un manotazo y entonces se convirtió en erizo. Todavía estaba oscuro cuando la despertaron.
—Lyra… eh… no te asustes… despiértate, pequeña.
Era la señora Lonsdale. Llevaba una vela encendida en la mano, estaba agachada y le hablaba con voz tranquila, pese a retener a Lyra en su sitio con la mano que tenía libre.
—Escucha una cosa. El rector quiere verte antes de que vayas a desayunar con la señora Coulter. Levántate en seguida y ve ahora mismo a los aposentos del rector. Has de salir al jardín y dar unos golpes a las puertas ventanas de su estudio. ¿Lo has entendido?
Ya totalmente despierta, pero muy extrañada e intrigada, Lyra asintió con un gesto de la cabeza y se enfundó los pies descalzos en los zapatos que la señora Lonsdale le había dejado junto a la cama.
—No importa que ahora no te laves, te lavarás después. Ve abajo en seguida y sube al momento. Entretanto te prepararé el equipaje y la ropa que tienes que ponerte. ¡Anda, aprisita!
El oscuro patio aún conservaba el frío de la noche. En lo más alto del cielo brillaban las últimas estrellas, pero por la parte de levante ya estaba apareciendo la luz que iría invadiendo gradualmente el firmamento sobre el comedor. Lyra salió corriendo al jardín de la biblioteca y se detuvo un instante en medio de aquella inmensa quietud; miró hacia lo alto y contempló las agujas pétreas de la capilla, la cúpula de un verde nacarado del edificio Sheldon, el cimborrio pintado de blanco que coronaba la biblioteca. ¡Ya no volvería a verlos! Se preguntó si los echaría de menos.
En la ventana del estudio se movió algo y de pronto brilló el momentáneo resplandor de una luz. Lyra recordó lo que le habían encargado que hiciese y dio unos golpecitos en el ventanal, que se abrió casi al momento.
—Buena chica —afirmó el rector—, entra rápido. En seguida terminamos.
Corrió la cortina delante de la puerta cristalera tan pronto como Lyra estuvo dentro. El hombre iba vestido, como siempre, de negro.
—¿O sea que no me voy? —preguntó Lyra.
—Sí, eso no puedo evitarlo —respondió el rector, y Lyra no advirtió en aquel momento lo extraño de lo que iba a decirle—. Lyra, voy a darte una cosa y tienes que prometerme que guardarás el secreto. ¿Lo juras?
—Sí —dijo Lyra.
Se dirigió al escritorio, abrió un cajón y sacó un paquetito envuelto en terciopelo negro. Al retirar la tela, Lyra vio algo que parecía un reloj grande de bolsillo o un reloj pequeño de pared. Era un disco grueso de latón y cristal. Igual podía ser una brújula que otra cosa parecida.
—¿Qué es? —preguntó Lyra.
—Un aletiómetro. Uno de los seis únicos que se han hecho en todos los tiempos, Lyra. Vuelvo a insistir: guarda el secreto. Mejor que ni la señora Coulter sepa que lo tienes. Tu tío…
—Pero ¿para qué sirve?
—Para decir la verdad. En cuanto a interpretarlo, tendrás que aprender tú misma. Y ahora vete porque ya está haciéndose de día, vuelve a tu habitación antes de que nadie te vea.
Plegó el terciopelo sobre el instrumento y le puso el paquete en la mano. A Lyra le sorprendió que fuera tan pesado. Después el rector colocó las manos a ambos lados de su cabeza y la retuvo suavemente un momento.
Lyra intentó levantar la vista para mirarlo, pero sólo pudo preguntarle:
—¿Querías decirme algo sobre tío Asriel?
—Hace unos años que tu tío hizo este presente al Jordan College. Él podría…
Antes de que tuviera tiempo de terminar la frase se oyeron unos golpes impacientes en la puerta. Lyra percibió un temblor involuntario en las manos del rector.
—Rápido, niña —le instó con voz queda—. Las potencias de este mundo son muy fuertes. Hombres y mujeres se mueven empujados por corrientes mucho más poderosas de lo que imaginas, corrientes que nos arrastran a todos en una misma marejada. Adiós, Lyra, vaya contigo mi bendición, niña, que te acompañe y procura ser discreta.
—Gracias, rector —respondió Lyra con aire obediente.
Con el paquetito apretado contra su pecho, abandonó el estudio por la puerta del jardín y, al volver un momento la cabeza, vio que el daimonion del rector la estaba vigilando desde el alféizar de la ventana. El cielo ahora estaba más diáfano, en el aire flotaba un leve frescor.
—¿Qué es eso que traes? —le preguntó la señora Lonsdale, cerrando de golpe la baqueteada maletita de Lyra.
—Me lo ha dado el rector. ¿No lo puedo meter en la maleta?
—Demasiado tarde. No querrás que vuelva a abrirla. Tendrás que guardarlo en el bolsillo del abrigo, sea lo que fuere. Anda, date prisa y baja a la despensa. No les hagas esperar…
Sólo después de haberse despedido de los pocos criados que quedaban arriba y de la señora Lonsdale se acordó de Roger; entonces se sintió culpable de no haber vuelto a pensar en él desde que conociera a la señora Coulter. ¡Qué rápido había ocurrido todo!
Ya estaba camino de Londres: nada menos que sentada junto a la ventana de un zepelín, con las afiladas zarpas de armiño de Pantalaimon clavadas en sus muslos mientras tenía las patas delanteras apoyadas en el cristal a través del cual estaba mirando. Al otro lado de Lyra se encontraba sentada la señora Coulter revisando papeles, aunque pronto los dejó a un lado para ponerse a charlar. ¡Qué brillante conversación! Lyra estaba como embriagada, aunque esta vez no por cosas relacionadas con el norte, sino con Londres, los restaurantes y salones de baile, las veladas en las embajadas o ministerios, las intrigas entre White Hall y Westminster. Lyra casi estaba más fascinada por todas aquellas cosas que por el cambiante paisaje que se divisaba debajo de la nave aérea. Lo que decía la señora Coulter estaba rodeado de un aura de madurez, algo que turbaba pero fascinaba a un tiempo: el perfume de la seducción.
El aterrizaje en los jardines de Falkeshall, el trayecto en barco a través del río ancho y turbio, el majestuoso racimo de mansiones del Embankment, donde un fornido empleado (una especie de portero cargado de condecoraciones) saludó a la señora Coulter e hizo un guiño a Lyra, la cual se limitó a observarlo con mirada inexpresiva…
Después el piso…
Lyra estaba boquiabierta.
A lo largo de su corta vida había visto muchas cosas bonitas: la belleza del Jordan College y la belleza de Oxford, ciudad grandiosa, pétrea y masculina. En el Jordan College había muchas cosas magníficas, pero no coquetería de ningún tipo. En el piso de la señora Coulter, en cambio, todo destilaba buen gusto. La casa estaba llena de luz, porque los amplios ventanales miraban al sur y las paredes estaban revestidas de papel a rayas doradas y blancas. Había también pinturas con marcos dorados, un espejo antiguo, candelabros de pared fantásticos, con sus luces ambáricas y sus pantallitas con volantes. También los cojines tenían volantes y había faldellines floreados en los raíles de las cortinas y una alfombra con un dibujo de hojas. Los ojos inocentes de Lyra parecían percibir en todas las repisas maravillosas cajitas de porcelana y figurillas de pastoras y arlequines.
La señora Coulter sonrió al verla tan admirada.
—Sí, Lyra —le dijo—, ¡hay tal cantidad de cosas que enseñarte! Quítate el abrigo y te acompañaré al cuarto de baño. Si quieres, puedes bañarte y después comeremos alguna cosa e iremos de compras…
El cuarto de baño era una maravilla más. Lyra estaba habituada a enjabonarse con áspero jabón amarillo en una bañera desportillada, donde el agua que salía del grifo era tibia en el mejor de los casos y a menudo estaba impregnada de óxido. Aquí, sin embargo, el agua estaba caliente, la pastilla de jabón era de color de rosa y despedía un agradable perfume, las toallas eran gruesas y de una suavidad que producía la impresión de estar tocando las nubes. En torno a los bordes del espejo matizado de una tenue coloración había unas lucecitas rosadas, por lo que cuando Lyra se miraba en él veía una figura suavemente iluminada pero del todo diferente a la de aquella Lyra que ella conocía.
Pantalaimon, que imitaba la forma del daimonion de la señora Coulter, estaba agachado en el borde de la bañera y no cesaba ni un momento de hacerle muecas. Lyra lo empujó y lo hizo caer en el agua jabonosa y de pronto se acordó del aletiómetro que tenía guardado en el bolsillo del abrigo. Lo había dejado en una butaca de la otra habitación y había prometido al rector que no diría nada sobre él a la señora Coulter…
Allí había algo que no cuadraba. La señora Coulter era una mujer amable e inteligente, pero Lyra había descubierto que el rector trató de envenenar a tío Asriel. ¿A cuál de los dos debía obedecer?
Se secó a toda prisa y corrió a la sala de estar, donde vio que su abrigo seguía en su sitio, por supuesto sin que nadie lo hubiera tocado.
—¿Estás a punto? —le preguntó la señora Coulter—. Pensaba ir a comer al Real Instituto Ártico. Soy una de las pocas socias femeninas, por lo que conviene aprovechar los privilegios de que disfruto.
Una caminata de veinte minutos las condujo a un edificio con la fachada de piedra, donde se acomodaron en un amplio comedor cuyas mesas estaban cubiertas con manteles impolutos y cubertería de plata y donde comieron hígado de cordero y tocino ahumado.
—El hígado de cordero es buenísimo —le dijo la señora Coulter—, lo mismo que el hígado de foca pero, a ser posible, no comas nunca hígado de oso en el Ártico. Está lleno de veneno y te mata en pocos minutos.
Mientras comían, la señora Coulter le hizo notar la presencia de algunos de los miembros de las otras mesas.
—¿Ves aquel anciano de la corbata roja? Es el coronel Carborn. Fue el que realizó el primer vuelo en globo sobre el Polo Norte. Y el hombre alto que está sentado junto a la ventana y que acaba de levantarse es el doctor Broken Arrow.
—¿Es un skraeling?
—Sí, fue el que trazó el mapa de las corrientes oceánicas del océano Glacial Ártico…
Lyra observó a todos aquellos grandes hombres con curiosidad y respeto. Eran hombres eruditos, de eso no cabía la menor duda, pero también eran exploradores. El doctor Broken Arrow sabía cosas de los hígados de oso que dudaba que pudiera saber el bibliotecario del Jordan College.
Después de comer, la señora Coulter le mostró algunas de las preciosas reliquias árticas de la biblioteca del Instituto: el arpón con que cazaron la gran ballena Grimssdur; la piedra con una inscripción grabada en una lengua desconocida que había sido encontrada en la mano del explorador lord Rukh, tras morir congelado en la soledad de una tienda de campaña; la yesca utilizada por el capitán Hudson en su famoso viaje a la Tierra de Van Tieren. La señora Coulter le iba explicando las anécdotas relacionadas con todos aquellos hechos y Lyra sintió que su corazón se llenaba de admiración ante aquellos héroes tan grandes, valientes y lejanos.
Después fueron de compras. Todo lo que ocurrió durante aquel día extraordinario supuso una nueva experiencia para Lyra pero, entre todas ellas, ir de compras fue la más fascinante. ¡La posibilidad de entrar en un inmenso edificio lleno de maravillosos vestidos, donde puedes probártelos y contemplarte en los espejos…! ¡Y menudos vestidos! Hasta entonces Lyra había recibido vestidos a través de la señora Lonsdale, muchos heredados y la mayoría remendados. Raras veces había tenido un vestido nuevo y, cuando se había presentado la ocasión, siempre había sido algo utilitario, nada que destacase por su apariencia, y no se le había dado nunca la posibilidad de elegir. Ahora, en cambio, la señora Coulter le aconsejaba una cosa, ensalzaba los méritos de otra y lo pagaba todo y más…
Cuando terminaron, Lyra estaba arrebolada y con los ojos irritados debido al cansancio. La señora Coulter ordenó que le enviaran a su casa el pedido de ropa y sólo se llevó una o dos cosas.
Después tomaron un baño de densa espuma perfumada. La señora Coulter entró en el cuarto de baño para lavarle los cabellos a Lyra y la manera cómo lo hizo no tenía nada que ver con aquella forma de rascar y restregar tan característica de la señora Lonsdale. Todo en aquella mujer resultaba suave. Pantalaimon observaba lleno de curiosidad hasta que la señora Coulter lo miró y, al darse cuenta de lo que ésta quería darle a entender, dio media vuelta y apartó modestamente los ojos de los misterios femeninos, al igual que el mono dorado. Hasta entonces no había tenido que apartar nunca los ojos de Lyra.
Después del baño tomó una bebida caliente a base de leche e infusión de hierbas, se puso un camisón nuevo de franela con flores estampadas que tenía los bajos rematados con un festón y se calzó unas zapatillas de piel de oveja de color azul celeste. Finalmente se acostó.
¡Qué cama tan muelle! La luz ambárica de la mesilla de noche era suavísima. Y en cuanto al dormitorio, no podía ser más confortable, con sus armarios, su tocador, su cómoda con cajones a la espera de nuevas ropas y una alfombra que cubría el suelo de pared a pared, aparte de unas bellísimas cortinas consteladas de estrellas, lunas y planetas. Lyra se acostó pero sentía el cuerpo tenso, demasiado cansada para dormir, aunque tan fascinada que prefería no hacerse preguntas.
Tan pronto como la señora Coulter le deseó buenas noches y salió, Pantalaimon le tiró suavemente de los pelos. Lyra lo apartó, pero él le murmuró al oído:
—¿Dónde está aquello?
Lyra supo al momento a qué se refería. Tenía colgado en el armario el derrengado abrigo; unos segundos más tarde volvía a estar en la cama, con las piernas cruzadas bajo la luz de la lámpara, observada muy de cerca por Pantalaimon mientras retiraba el terciopelo negro que envolvía el paquete y examinaba aquel aparato que le había dado el rector.
—¿Cómo dijo que se llamaba? —murmuró ella con un hilo de voz.
—Un aletiómetro.
De poco habría servido preguntar qué significaba aquella palabra. Sostenía su peso en las manos, el cristal frontal destellaba, el cuerpo de latón estaba exquisitamente trabajado. Se parecía mucho a un reloj o a una brújula, ya que tenía unas manecillas que señalaban puntos de la esfera, pero en lugar de las horas o los signos de la brújula, había dibujos, algunos pintados con extraordinario esmero, como sobre marfil y con el más fino y leve de los pinceles de marta. Dio varias vueltas a la esfera para examinarlos todos. Había un áncora, un reloj de arena coronado por una calavera, un toro, una colmena… en total treinta y seis dibujos. No tenía idea de lo que podían significar.
—Mira, hay una ruedecilla lateral —indicó Pantalaimon—, comprueba si la puedes hacer girar como si le dieras cuerda.
De hecho, había tres pequeñas protuberancias en forma de ruedecilla, cada una de las cuales hacía girar una de las tres manecillas cortas, las cuales se movían en torno a la esfera con una serie de suaves y gratos chasquidos. Cabía la posibilidad de regularlas de modo que señalasen cualquiera de los dibujos y, una vez en su sitio, cuando apuntasen al centro exacto de cada uno, ya no volvían a moverse.
La cuarta manecilla era más larga y más fina y daba la impresión de que estaba hecha de un metal más apagado que el de las otras tres. Lyra no podía dominar su movimiento, se movía como quería, igual que la aguja de una brújula, aunque no acababa nunca de fijarse.
—Metro significa medida —dijo Pantalaimon—, como termómetro. Nos lo dijo el capellán.
—Sí, pero ésta es la parte fácil —repuso Lyra en un murmullo—. ¿A ti qué te parece? ¿Para qué sirve esto?
Ninguno de los dos habría sabido decirlo. Lyra dedicó mucho tiempo a hacer girar las manecillas para señalar un símbolo u otro —el ángel, el casco, el delfín, el globo, el laúd, las brújulas, el cirio, el rayo, el caballo—, vigilando la larga aguja mientras oscilaba en su trayectoria constantemente errante y, a pesar de que todo aquello no le decía nada, se sentía intrigada y encantada a causa de la complejidad y del detalle. Pantalaimon se convirtió en ratón para poder estar más cerca y descansó sus diminutas garras en el borde, mientras los botones de sus ojos negros destellaban curiosidad al ver cómo la aguja se iba moviendo de un lado a otro.
—¿Qué crees que quiso decir el rector al hablar de tío Asriel? —preguntó Lyra.
—Que quizá tendríamos que guardar el aparato en lugar seguro y dárselo a él.
—¡Pero es que el rector intentó envenenarlo! A lo mejor era lo contrario. Quizá lo que quería hacernos entender era: no se lo digáis a él.
—No —aseguró Pantalaimon—, es de ella de quien debemos guardarnos.
Se oyeron unos suaves golpecitos en la puerta.
Se trataba de la señora Coulter.
—Lyra, yo de ti apagaría la luz. Estás cansada y mañana tenemos mucho que hacer.
Lyra había escondido el aletiómetro debajo de las mantas.
—De acuerdo, señora Coulter —respondió Lyra.
—Buenas noches, entonces.
—Buenas noches.
Se hizo un ovillo en la cama y apagó la luz. Antes de caer dormida, remetió el aletiómetro debajo de la almohada, por si acaso.