3. EL JORDAN DE LYRA

El Jordan College era el más imponente y rico de todos los colleges de Oxford. Probablemente también el más grande en cuanto a dimensiones, aunque esto nadie habría podido asegurarlo. Los edificios, agrupados en torno a tres patios irregulares, databan de diferentes períodos que iban desde el principio de la Edad Media hasta mediados del siglo dieciocho. Su trazado no obedecía a una planificación, sino que había ido creciendo poco a poco, a través de superposiciones pasadas y presentes de sus elementos, hasta llegar a aquel efecto final de magnificencia abigarrada y confusa. Siempre había alguna parte de los edificios a punto de derrumbarse y, por espacio de cinco generaciones, la misma familia, los Parslow, habían trabajado constantemente en el college en calidad de albañiles y operarios. El actual señor Parslow enseñaba el oficio a su hijo, y ellos dos y sus tres ayudantes, como industriosas termitas, trepaban por los andamios que habían levantado en el rincón de la biblioteca, o sobre el tejado de la capilla, y subían hasta ellos flamantes bloques de piedra, o instalaban rodetes de reluciente plomo o vigas de madera.

El college tenía granjas y posesiones en toda Bretaña. Se decía que se podía ir caminando de Oxford a Bristol en una dirección y a Londres en la otra sin abandonar nunca las tierras del Jordan. En todas las regiones del reino había productores de colorantes, fabricantes de ladrillos, bosques y gremios de elaboración atómica que pagaban tributo al Jordan y el primer día de cada trimestre el tesorero y sus ayudantes sumaban la recaudación, informaban de ella al Concilio y encargaban un par de cisnes para festejar la ocasión. Una parte del dinero se destinaba a reinversión —el Concilio acababa de aprobar la compra de un edificio de oficinas en Manchester— y el resto se utilizaba para pagar los modestos estipendios de los licenciados y los salarios de los criados (así como de los Parslow y la docena de familias aproximadamente de artesanos y comerciantes que estaban al servicio del college), para mantener bien provista la rica bodega, comprar libros y ambarógrafos con destino a la inmensa biblioteca que ocupaba un lado del patio Melrose y que, a modo de madriguera, se extendía varios pisos bajo tierra y, además, para comprar los últimos aparatos filosóficos con que equipar la capilla.

Era importante mantener la capilla al día, ya que el Jordan College no tenía rival como centro de teología experimental ni en Europa ni en Nueva Francia. Hasta aquí era lo que Lyra sabía. Se sentía orgullosa de la preeminencia del college y le gustaba alardear de ella ante los varios galopines y pilletes con los que jugaba junto al canal o los Claybeds, aparte de mirar desdeñosamente por encima del hombro a los licenciados y eminentes profesores que venían de fuera a visitarlo, por considerar que, puesto que no pertenecían al Jordan, tenían por fuerza que saber mucho menos, pobres desgraciados, que el más modesto de los estudiantes de aquel college.

En lo que se refería a la teología experimental, Lyra no tenía una idea más clara del asunto que los pilletes. Se había hecho a la idea de que era algo que tenía que ver con la magia, con los movimientos de las estrellas y planetas, con minúsculas partículas de materia aunque, en realidad, no se trataba más que de conjeturas. Es probable que las estrellas tuvieran daimonions como los seres humanos y que la teología experimental se ocupara, entre otras cosas, de conversar con ellos. Lyra se imaginaba al capellán hablando con voz altanera, escuchando las observaciones de los daimonions-estrellas y después meneando la cabeza ya fuera juiciosamente o con pesar. Sin embargo, no podía imaginar cuál sería el tema de esas conversaciones.

Tampoco se sentía particularmente interesada en este sentido. Lyra era, en muchos aspectos, una bárbara. Una de sus aficiones predilectas consistía en encaramarse a los tejados del college con Roger, aquel chico de la cocina que era íntimo amigo suyo, y arrojar piedras a las cabezas de los licenciados que pasaban por debajo, o ulular como lechuzas fuera de la ventana de una clase, correr por las estrechas callejuelas, robar manzanas en el mercado, o jugar a guerras. De la misma manera que Lyra no conocía las ocultas corrientes de la política que circulaban por debajo de la superficie de los asuntos del college, tampoco los licenciados habrían sido capaces de hacerse cargo del rico hervidero de alianzas, enemistades, pugnas y tratados que constituían la vida de una niña de Oxford. ¡Qué agradable es ver jugar a los niños! ¿Puede haber algo más inocente y encantador?

En realidad, Lyra y sus secuaces estaban entregados a luchas mortales. En primer lugar, los niños (criados jóvenes, e hijos de criados, y Lyra) de un college estaban en guerra con los de otro. Pero aquella enemistad desaparecía cuando los niños de la ciudad atacaban a algún alumno del college, ya que entonces todos hacían causa común y presentaban batalla a los niños de la ciudad. Era una rivalidad que databa de centenares de años, muy arraigada y satisfactoria.

Pero hasta esta rivalidad caía en el olvido cuando otros enemigos amenazaban. Había uno perenne: los niños que quemaban ladrillos y vivían cerca de los Claybeds, despreciados por igual por los alumnos del college que por los de la ciudad. El año anterior Lyra y algunos niños de la ciudad habían llegado a una tregua temporal y realizado una incursión en los Claybeds, apedreando con bolas de tierra a los niños que quemaban ladrillos y derribando el pastoso castillo que habían construido, para revolcarlos después una y otra vez en aquella pegajosa sustancia donde vivían, hasta que vencedores y vencidos acabaron pareciendo por igual una caterva de monstruos lanzando alaridos.

Los encuentros con el otro enemigo habitual dependían de la estación del año. Se trataba de las familias giptanas, que vivían en botes en los canales, iban y venían con las ferias de primavera y otoño y estaban siempre prestas a pelear. Había una familia de giptanos en particular, que volvía regularmente a los amarraderos de aquella parte de la ciudad conocida como Jericó, con la que Lyra se encontraba en perpetua contienda desde el día que aprendió a arrojar una piedra. La última vez que habían estado en Oxford, ella, Roger y algunos otros pinches de cocina de los colleges Jordan y St. Michael les habían tendido una emboscada y habían arrojado barro a su barcaza pintada de vivos colores hasta que había salido toda la familia y los había ahuyentado, momento en que el escuadrón de reserva que obedecía las órdenes de Lyra había asaltado la barcaza y la había desamarrado de la orilla, dejándola a la deriva canal abajo para que se confundiera con el resto del tráfico acuático, mientras los incursores que acompañaban a Lyra registraban la barca de cabo a rabo buscando el tapón. Lyra creía a pies juntillas en la existencia del tapón. Según aseguró a su pandilla, si lo sacaran, la barca se hundiría sin remedio. Sin embargo, no supieron localizarlo y tuvieron que abandonar la embarcación cuando fueron descubiertos por los giptanos. Huyeron chorreando y pavoneándose por el triunfo a través de los estrechos callejones de Jericó.

Aquél era el mundo de Lyra y el que hacía sus delicias. Lyra era sobre todo primitiva, tosca y golosa. Con todo, siempre había tenido la oscura sensación de que aquél no era su único mundo, de que había una parte de ella que pertenecía a la grandeza y el ritual del Jordan College y de que, en algún punto de su vida, existía una conexión con el alto mundo de la política representado por lord Asriel. El hecho de saber esto le permitía darse aires y dominar a los demás pilletes. No se le había ocurrido nunca averiguar más cosas.

Así pues, había pasado su infancia como un gato medio salvaje. La única variación de sus días se producía en aquellas ocasiones especiales en que lord Asriel visitaba el college, porque tener un tío rico y poderoso le permitía alardear, aunque tuviera que pagar un precio por ello, el de ser atrapada por el más ágil de los licenciados y llevada ante la gobernanta, quien la lavaba y le ponía un vestido limpio, después de lo cual era conducida (con muchas amenazas) a la sala común de los superiores para tomar el té con lord Asriel. Estaría también invitado al acto un grupo de licenciados superiores. Lyra, entonces, se derrumbaba con actitud rebelde en una butaca, hasta que el rector la reprendía con severidad y le ordenaba que se sentara con la debida compostura, después de lo cual ella los observaba a todos con mirada colérica hasta que, incluso el capellán, no podía hacer otra cosa sino echarse a reír.

Lo que ocurría en aquellas visitas torpes y ceremoniosas no variaba nunca. Después del té, el rector y los restantes licenciados que habían sido invitados dejaban a Lyra con su tío y éste le preguntaba qué había aprendido desde su última visita. Ella farfullaba cuatro cosas que se le ocurrían en aquel momento sobre geometría, árabe, historia o ambarología y él volvía a recostarse en el asiento dejando descansar un codo en la rodilla del lado opuesto y observándola con mirada inescrutable, hasta que Lyra comenzaba a embarullarse con las palabras.

El año anterior, antes de su expedición al norte, su tío había llegado a decirle:

—¿Y cómo pasas el tiempo cuando no estás estudiando?

A lo que ella había respondido murmurando entre dientes:

—Pues juego… en los alrededores del college. Lo único que hago realmente es jugar.

Y su tío le había dicho:

—Déjame ver tus manos, nena.

Lyra le tendió las manos para que las inspeccionase, él las cogió entre las suyas y les dio la vuelta para examinarle las uñas. Junto a él, su daimonion —cual esfinge— estaba tumbado en la alfombra, agitando el rabo de cuando en cuando y con ojos que no parpadeaban clavados en Lyra.

—Sucias —dictaminó lord Asriel apartando sus manos—. ¿Es que no os laváis en esta casa?

—Sí —respondió Lyra—, pero el capellán lleva siempre sucias las uñas, más que yo.

—Él es un hombre erudito y tú no. ¿Qué excusa tienes?

—Pues que debo de habérmelas ensuciado después de lavarme.

—¿Se puede saber dónde juegas para ensuciarte de esta manera?

Lyra lo miró con aire desconfiado. Intuía que debía de estar prohibido subirse al tejado, pese a que no se lo había dicho nadie.

—En alguna de las habitaciones viejas —dijo Lyra finalmente.

—¿Y en qué otro sitio?

—A veces en los Claybeds.

—¿Dónde más?

—En Jericó y Port Meadow.

—¿En ningún otro sitio?

—No.

—Eres una embustera. Ayer mismo, sin ir más lejos, te vi subida en el tejado.

Lyra se mordió el labio pero no dijo nada. Su tío la miraba con aire sardónico.

—O sea que otro de los sitios donde juegas es el tejado —prosiguió—. ¿Vas alguna vez a la biblioteca?

—No, pero una vez encontré un grajo en el tejado de la biblioteca —replicó Lyra.

—¿En serio? ¿Y lo cogiste?

—Tenía una pata herida. Yo quería matarlo y asarlo pero Roger dijo que era mejor curarlo. Le dimos unas migajas de comida y un poco de vino y en seguida se puso bien y arrancó a volar.

—¿Quién es Roger?

—Mi amigo. El pinche de la cocina.

—Ya entiendo. O sea que os recorréis todo el tejado…

—No todo el tejado. No se puede ir hasta el Sheldon Building porque habría que dar un salto desde la Torre del Peregrino. Allí hay un tragaluz pero no soy bastante alta para alcanzarlo.

—O sea que has estado en todo el tejado salvo en el del Sheldon Building. ¿Y qué me dices del sótano?

—¿Del sótano?

—Hay tanto college bajo tierra como sobre ella. Me sorprende que no lo hayas descubierto. Bueno, salgo dentro de un momento. Tienes buen aspecto. Toma.

Hurgó en el bolsillo y sacó un puñado de monedas, entre las que seleccionó cinco dólares, que entregó a Lyra.

—¿No te han enseñado a dar las gracias? —le preguntó.

—Gracias —farfulló Lyra.

—¿Obedeces al rector?

—Sí, claro.

—¿Y respetas a los licenciados?

—Sí.

El daimonion de lord Asriel se rió por lo bajo. Como era la primera vez que dejaba oír su voz, Lyra se ruborizó.

—Anda, ve a jugar pues —concluyó lord Asriel.

Lyra dio media vuelta y se dirigió como un dardo hacia la puerta, aunque se acordó de volverse y soltó un «adiós».

Así había sido la vida de Lyra antes del día en que decidió esconderse en el salón reservado y oyó hablar por vez primera del Polvo. Por supuesto que el bibliotecario se equivocó al decir al rector que a Lyra no le interesaría la cuestión, ya que estaba dispuesta a prestar oído atento a todo aquel que quisiera hablarle del Polvo. Aprendería muchas más cosas sobre él en los meses siguientes y acabaría sabiendo más del Polvo que nadie en el mundo. Entretanto, sin embargo, todavía seguía girando a su alrededor la rica vida del Jordan.

En cualquier caso, tenía otra cosa en que pensar. Hacía unas semanas que circulaba un rumor por las calles, un rumor que provocaba la risa de algunos y sumía a otros en profundo silencio, de la misma manera que algunos se burlan de los fantasmas y otros los temen. Sin que nadie pudiera imaginar el motivo, habían empezado a desaparecer niños.

Ocurrió del siguiente modo.

En la parte este, a lo largo de la gran avenida que era el río Isis, atestado de gabarras cargadas de ladrillos que se movían lentamente, de barcazas que transportaban asfalto y de buques cisterna llenos de trigo, mucho más allá de Henley y Maidenhead hasta Teddington, lugar al que llega la marejada del Océano Germano, y más allá aún, hasta Mortlake, pasada ya la casa del gran mago doctor Dee, pasado Falkeshall, donde se extienden placenteros jardines con sus fuentes y estandartes durante el día, y los farolillos de los árboles y fuegos artificiales durante la noche. Pasado el palacio de White Hall, donde el rey celebra todas las semanas su Consejo de Estado, pasada la Torre Shot, que soltaba su interminable lluvia de plomo fundido en tinas de agua turbia, más allá aún, donde el río, amplio y sucio, describe una gran curva hacia el sur.

El sitio se llama Limehouse y allí está el niño que va a desaparecer.

Se llama Tony Makarios. Su madre cree que tiene nueve años, pero tiene poca memoria y la bebida se la ha deteriorado aún más; igual podría tener ocho que diez. Lleva un apellido griego pero, al igual que su edad, el dato también es una suposición de su madre, porque tiene más aspecto de chino que de griego y, por parte de madre, tiene ascendencia irlandesa, skraeling y lascar. Tony no es un niño muy inteligente, pero posee una ternura torpe que a veces impulsa a su madre a darle un también torpe abrazo o un beso pegajoso en las mejillas. La pobre mujer suele estar demasiado borracha para lanzarse a esta conducta de una manera espontánea, pero suele reaccionar con afecto cuando es consciente de lo que ocurre.

En este momento Tony se encuentra merodeando por el mercado de Pie Street y tiene hambre. Está anocheciendo y en su casa no le darán de comer. Lleva un chelín en el bolsillo que le ha dado un soldado en pago por llevar una carta a su novia, pero Tony no tiene intención de malgastarlo en comida, ya que puede conseguirla a cambio de nada.

Así pues, deambula por el mercado, entre los puestos de ropa usada y los de los adivinos, vendedores de fruta y de pescado frito, con el daimonion en el hombro, un gorrión que observa con atención lo que ocurre a su alrededor. En cuanto alguno de los vendedores y su daimonion miran para otro lado, se oye un vivo gorjeo, la mano de Tony se extiende rápidamente y regresa a la holgada camisa con una manzana o un par de nueces y, finalmente, con una empanada caliente.

La vendedora lo ve, grita y entonces su daimonion, un gato, da un salto, pero el gorrión de Tony ya ha echado a volar y el propio Tony se encuentra a medio camino calle abajo. Lo acompañan maldiciones e improperios, aunque no hasta muy lejos. Deja de correr al llegar a la escalinata del oratorio de Santa Catalina, donde se sienta y saca el humeante y apabullado premio, que ha dejado un reguero de salsa en su camisa.

Alguien lo observa. Es una dama que lleva un largo abrigo de zorro amarillo y rojo, una bellísima dama cuyos oscuros cabellos brillan delicadamente bajo la sombra de la capucha forrada de pieles y que lo mira desde la puerta del oratorio, media docena de escalones más arriba que él. Tal vez en aquel momento ha terminado alguna ceremonia religiosa, porque la puerta, detrás de ella, está inundada de luz, se oye un órgano en el interior y la dama tiene en sus manos un breviario recamado de pedrería.

Tony no sabe que está siendo observado. Su rostro refleja satisfacción y está concentrado en la empanada. Tiene los dedos de los pies curvados hacia dentro y une sus plantas descalzas. Sentado, mastica y engulle mientras su daimonion se transforma en ratón y se atusa los bigotes.

El daimonion de la dama sale de detrás de su abrigo de piel de zorro. Su aspecto es el de un mono, aunque no el de un mono corriente: tiene un pelo largo y sedoso de color dorado oscuro y brillante. Con sinuosos movimientos, baja los escalones en dirección al muchacho y se sienta un escalón por encima de él.

En aquel momento el ratón presiente algo y vuelve a convertirse en gorrión, mueve ligeramente la cabeza a un lado y salta uno o dos escalones de piedra.

El mono observa al gorrión; el gorrión observa al mono.

El mono tiende lentamente la mano. Tiene una mano pequeña, negra, con unas uñas que son garras córneas perfectas y unos movimientos suaves e incitantes. El gorrión no sabe resistirse. Salta y vuelve a saltar hasta que, con un leve revoloteo, se traslada a la mano del mono.

El mono lo levanta, se lo acerca y lo mira muy de cerca antes de ponerse de pie y regresar contoneándose junto a su humana, mientras se lleva el daimonion gorrión. La dama inclina la cabeza fragante de perfume para hablar en un murmullo.

Y entonces Tony se vuelve, pero no puede hacer nada.

—¡Ratter! —grita, alarmado, con la boca llena.

El gorrión lanza un gorjeo. Debe de estar a salvo. Tony engulle lo que tiene en la boca y los mira fijamente.

—¡Hola! —le dice la hermosa señora—. ¿Cómo te llamas?

—Tony.

—¿Dónde vives, Tony?

—En Clarice Walk.

—¿De qué es esta empanada?

—De carne de buey.

—¿Te gusta el chocolate?

—¡Sí!

—Se da el caso de que tengo demasiado chocolate para mí sola. ¿Quieres acompañarme y ayudarme a terminarlo?

Ya está perdido. Estaba perdido en el mismo momento en que su daimonion, corto de alcances, saltó a la mano del mono. Sigue a la hermosa dama y al mono de dorada pelambre a través de Denmark Street y del muelle de Hangman y de la escalinata del rey Jorge hasta llegar a una puerta verde situada en la parte lateral de un alto almacén. La dama da unos golpes, la puerta se abre, entran, la puerta se cierra. Tony ya no volverá a salir nunca más… por lo menos, a través de aquella puerta. Y ya no volverá a ver a su madre. La pobre borracha se figurará que se ha escapado y, cuando se acuerde de él, pensará que ella tiene la culpa y aliviará su corazón con sus sollozos.

El pequeño Tony Makarios no fue el único niño atrapado por la señora del mono dorado. Tony encontró a una docena de niños más en la bodega del almacén, niños y niñas, ninguno mayor de unos doce años. De todos modos, como todos ellos tenían una historia parecida a la suya, ninguno estaba seguro de su edad. De lo que Tony no se dio cuenta, por supuesto, era de otro factor que tenían todos en común: ninguno de los niños que estaban en aquella bodega cálida y húmeda había alcanzado la edad de la pubertad.

La amable señora lo observó mientras el niño se acomodaba en un banco arrimado a la pared, y una sirvienta silenciosa le ofrecía un tazón de chocolate del cazo puesto sobre la cocinilla de hierro. Tony se comió el resto de la empanada y se tomó el líquido dulce y caliente sin fijarse demasiado en lo que le rodeaba, puesto que lo que le rodeaba tampoco se fijó demasiado en él: era demasiado pequeño para representar una amenaza y demasiado indiferente para prometer una gran satisfacción como víctima.

Otro niño se encargó de hacer la pregunta obvia:

—¡Oiga, señora! ¿Por qué nos tiene aquí encerrados?

Era un granujilla de aspecto duro, que llevaba el labio de arriba manchado de chocolate oscuro y tenía una rata negra y flaca como daimonion. La señora ya estaba cerca de la puerta, hablando con un hombre fornido que mostraba todas las trazas de un capitán de barco y, al volverse para contestar, su aspecto era tan angelical, iluminada por la siseante lámpara de nafta, que todos los niños enmudecieron.

—Necesitamos vuestra ayuda —respondió la señora—. No os importará ayudarnos, ¿verdad?

Nadie dijo esta boca es mía, de pronto todos se sentían intimidados. Ninguno había visto en su vida una dama como aquélla, tan grácil, tan dulce y tan amable que les hacía pensar que no merecían aquella suerte. Prescindiendo de lo que pudiera pedirles, pensaban concedérselo de mil amores con tal de que se quedara un rato más en su compañía.

Les explicó que tendrían que hacer un viaje. Disfrutarían de buena alimentación y buenas ropas y aquellos que quisiesen enviar noticias a sus familiares para informarles de que estaban bien, podrían hacerlo. El capitán Magnusson no tardaría en embarcarlos en su barco y, tan pronto como la marea fuera favorable, zarparían con rumbo al norte.

Pronto los que querían enviar noticias a su casa se sentaron alrededor de la bella señora y escribieron al dictado unas cuantas líneas. Después de garrapatear una torpe X al pie de la página, doblaron la hoja de papel, la metieron en un sobre perfumado y escribieron en él la dirección que ella les indicó. A Tony le habría gustado enviar noticias suyas a su madre, pero tenía una idea realista de la capacidad de lectura de su progenitora y no lo hizo. Tiró de la manga de piel de zorro de la señora y musitó que también a él le habría gustado comunicar a su madre a dónde iba y todas esas cosas, y la dama inclinó su espléndida cabeza sobre aquel cuerpecillo maloliente para oír mejor sus palabras, le acarició la cabeza y le prometió que haría llegar aquella noticia a su madre.

Los niños se apiñaron a su alrededor para despedirse de la señora. El mono dorado acarició a todos los daimonions de los niños y todos tocaron la piel de zorro para que les diera buena suerte, o porque les parecía que así la dama les infundía algo de su fuerza, esperanza o bondad, y ella les dijo adiós y los dejó bajo la custodia del arrojado capitán a bordo de una lancha de vapor que estaba en el malecón. El cielo estaba ahora oscuro, el río se había convertido en una hilera de luces titilantes. La señora permaneció en el malecón agitando la mano hasta que ya no pudo distinguir los rostros de los niños.

Después volvió a meterse dentro, con el mono de dorada pelambrera acurrucado en su pecho y, antes de apartarse del camino por el cual había venido, arrojó el fajo de cartas en el horno.

Era bastante fácil atraerse a los niños de los barrios pobres, pero al final la gente acabó por darse cuenta y la policía, aunque a desgana, decidió tomar cartas en el asunto. Durante un tiempo no hubo más encantamientos. Sin embargo, el rumor ya había empezado a correr y, poco a poco, fue cambiando, creciendo y difundiéndose y cuando, pasado un tiempo, desaparecieron algunos niños de Norwich, después de Sheffield y, finalmente, de Manchester, los habitantes de dichas ciudades, que sabían de las desapariciones ocurridas en otros lugares, añadieron las nuevas a la historia, con lo que ésta cobró más fuerza.

Así fue como nació la leyenda de que un enigmático grupo de hechiceros se llevaba misteriosamente a los niños. Había quien decía que el jefe del mismo era una hermosa dama, otros que era un hombre alto de ojos rojos, mientras que una tercera versión hablaba de un joven que hacía gracias y cantaba canciones a sus víctimas para inducirlos a que lo siguieran como corderitos.

En cuanto al lugar al que trasladaban a esos niños desaparecidos, las conjeturas que se hacían no concordaban. Algunos aseguraban que los llevaban al infierno, bajo tierra, al País de las Hadas. Otros, que los encerraban y los cebaban para comérselos después. Y unos terceros, afirmaban que los niños eran hechos prisioneros y vendidos como esclavos a los tártaros… Y otras cosas por el estilo.

Había, sin embargo, un detalle en el que todos estaban de acuerdo: el nombre de aquellos invisibles raptores. Era necesario que tuvieran un nombre, o de lo contrario no merecerían que se hiciese alusión alguna, y para muchos resultaba tan delicioso hablar de ellos, sobre todo cuando uno estaba tranquilo y seguro en casita o en el Jordan College. Sin que nadie supiera a ciencia cierta el motivo, el nombre que más sonaba era el de zampones.

—No estéis fuera hasta tarde porque se os llevarán los zampones.

—Tengo una prima en Northampton que conoce a una mujer a cuyo hijo se lo llevaron los zampones…

—Los zampones han estado en Stratford. Dicen que ahora vienen hacia el sur.

Y ocurrió lo inevitable:

—¡Juguemos a niños y zampones!

Eso le propuso Lyra a Roger, el pinche del Jordan College, que la habría seguido hasta el fin del mundo.

—¿Cómo se juega?

—Tú te escondes, yo te busco y, cuando te encuentro, te corto a trocitos, ¿comprendes?, como hacen los zampones.

—¡Y tú qué sabes sobre lo que hacen los zampones! A lo mejor no hacen eso.

—A ti te dan miedo —dijo Lyra—, se te nota.

—No es verdad. Para empezar, ni siquiera creo en ellos.

—Pues yo sí —afirmó Lyra, decidida—, pero no les tengo miedo. Yo actuaría tal como hizo mi tío la última vez que estuvo en el Jordan. Yo misma lo vi. Estaba en el salón reservado y había un invitado que era un maleducado y mi tío le echó una mala mirada y el hombre se quedó frito en el sitio. Vi cómo le salían espumarajos y saliva por la boca.

—¡Vamos, anda! —replicó Roger poniéndolo en duda—. En la cocina no comentaron nada de eso. Y además, tú no puedes entrar en el salón reservado.

—Claro que no. ¿Cómo quieres que a los criados les cuenten una cosa así? Pero yo he estado en el salón reservado y, de todos modos, mi tío siempre hace eso. Una vez lo hizo con unos tártaros que lo cogieron prisionero. Lo ataron y ya estaban a punto de sacarle las tripas cuando, al ver el primer hombre que se acercaba con el cuchillo, le echó una mirada y el hombre cayó muerto, entonces se acercó otro y va mi tío y repite lo mismo, hasta que al final sólo quedó uno. Mi tío le dijo que lo dejaba vivo si lo desataba y el hombre lo soltó, pero mi tío lo mató igual porque pensó que así le daba una lección.

A Roger le pareció menos verosímil eso que lo de los zampones, pero era una historia demasiado buena para no aprovecharla, por lo que jugaron a representarla y se turnaron para el papel de lord Asriel y el de tártaro moribundo, utilizando magnesia para simular los espumarajos.

Pero aquello no fue más que un entretenimiento, puesto que Lyra estaba empeñada en representar el papel de los zampones y engatusó a Roger a fin de que bajara a las bodegas donde se guardaba el vino, para lo cual se sirvieron de las llaves de repuesto que tenía el mayordomo. Gatearon juntos a través de las grandes bóvedas donde, bajo antiquísimas telarañas, reposaba el tokay y el canary, el borgoña y el brantwijn, todos los vinos del college. Por encima de sus cabezas se levantaban antiguos arcos de piedra, sostenidos por pilares cuyo grosor igualaba el de diez árboles juntos, debajo de sus pies tenían losas irregulares y a ambos lados se alineaban sobre los estantes, en gradas superpuestas, botellas y barriles. Resultaba fascinante. Olvidados nuevamente los zampones, los dos niños caminaron de puntillas de un extremo a otro sosteniendo una vela con dedos temblorosos, atisbando en los rincones más oscuros, con una sola pregunta en los pensamientos de Lyra, cada vez más acuciante: ¿a qué sabía el vino?

La respuesta era fácil. Lyra, pese a las encendidas protestas de Roger, cogió la botella más vieja, más retorcida y más verde que pudo encontrar y, como no sabía qué hacer para quitarle el tapón de corcho, le rompió el cuello. Agachados en el rincón más oscuro, fueron tomándose a pequeños sorbos el licor carmesí y embriagador, preguntándose en qué momento estarían borrachos y qué dirían cuando lo estuvieran. A Lyra no le gustaba mucho el sabor, si bien tenía que admitir que era magnífico y sutil. Lo más divertido de todo consistía en observar a sus dos daimonions, que parecían sentirse cada vez más aturdidos: tan pronto se revolcaban por el suelo como se ponían a reír de forma alocada y sin sentido, o cambiaban de forma para adoptar la de unas gárgolas, empeñados en ser cada uno más feo que el otro.

Finalmente, y casi de manera simultánea, los niños descubrieron qué significaba estar borracho.

—¿Y esto les gusta? —exclamó Roger, entre jadeos, después de vomitar generosamente.

—Sí —respondió Lyra, que se encontraba en el mismo estado—, y a mí también —añadió con empecinamiento.

Lyra no sacó nada en limpio de aquel episodio salvo que jugar a zampones podía conducir a situaciones interesantes. Recordaba las palabras de su tío en su última entrevista y comenzó a explorar el subsuelo, ya que, según le había dicho, lo que había sobre el mismo no era más que una pequeña parte de todo el conjunto. Como un enorme hongo cuyo sistema radical se extendiese a través de amplios espacios, el Jordan, porfiando por encontrar terreno en la superficie y chocando con el St. Michael’s College a un lado, el Gabriel College a otro y la biblioteca universitaria detrás, empezó ya en la Edad Media a crecer bajo tierra. Debajo del Jordan, pues, y cubriendo un espacio de muchos centenares de metros a su alrededor, se había empezado a horadar la tierra creando en su interior túneles, pozos, bóvedas, bodegas y escaleras, hasta el punto de que casi había tanto aire bajo tierra como sobre ella. El Jordan College se levantaba sobre una especie de espuma pétrea.

Ahora que Lyra había conseguido disfrutar explorándolo, renunció a sus querencias habituales, aquellos Alpes irregulares que eran los tejados del college, a cambio de aquellas regiones abisales en las que penetraba en compañía de Roger. De jugar a zampones había pasado a darles caza, porque ¿a qué otra cosa podía parecerse aquella búsqueda recóndita, lejos de la vista de todos, realizada bajo tierra?

Un día, pues, ella y Roger bajaron a la cripta situada debajo del oratorio. Allí era donde estaban enterradas varias generaciones de rectores, cada uno metido en su ataúd de roble forrado de plomo, todos colocados en nichos excavados en los muros de piedra. Sus nombres figuraban en pétreas lápidas colocadas bajo el hueco correspondiente:

Simon Le Clerc, Rector 1765-1789 Cerebaton

Requiescant in pace

—¿Qué significa esto? —preguntó Roger.

—La primera parte es el nombre y la frase última está en latín. En medio figuran los años entre los cuales fue rector. El otro nombre debe de ser el de su daimonion.

Recorrieron la silenciosa bóveda y descubrieron otras inscripciones:

Francis Lyall, Rector 1748-1765 Zohariel

Requiescant in pace

Ignatius Cole, Rector 1745-1748 Musca

Requiescant in pace

Despertó el interés de Lyra que, en cada una de las placas de bronce, figurara el dibujo de un ser diferente: un basilisco, una mujer hermosa, una serpiente, un mono. Dedujo que se trataba de las imágenes de los daimonions de los difuntos. A medida que las personas se hacían adultas, sus daimonions perdían su poder de cambiar y adoptaban una forma fija, que conservaban de manera permanente.

—Estos ataúdes tienen esqueletos dentro —murmuró Roger.

—Carne podrida —le respondió Lyra también en un murmullo—, con lombrices y gusanos retorciéndose en las cuencas de sus ojos.

—A lo mejor aquí abajo hay fantasmas —continuó Roger, con un estremecimiento que le resultó agradable.

Después de la primera cripta encontraron un pasadizo flanqueado por estantes de piedra. Estaban divididos en compartimientos cuadrados y en cada uno de ellos había una calavera.

El daimonion de Roger, con el rabo entre las piernas, se estremeció a su lado y profirió una especie de aullido ahogado.

—¡Calla! —le dijo Roger.

Lyra no veía a Pantalaimon por ninguna parte, aunque sabía que descansaba en su hombro en forma de mariposa nocturna, probablemente también temblando de miedo.

Lyra alcanzó y levantó la calavera que tenía más cerca, después de sacarla con mucho cuidado de su lugar de descanso.

—¿Qué haces? —la amonestó Roger—. ¡No se pueden tocar!

Pero ella siguió dando vueltas en sus manos a la calavera y haciéndole caso omiso. De pronto, de la base del cráneo se desprendió un objeto alojado en un agujero, que cayó a través de sus dedos y golpeó el suelo con estrépito. Fue tal el susto de Lyra que faltó poco para que soltara la calavera.

—¡Es una moneda! —exclamó Roger buscándola—. ¡Aquí puede haber un tesoro!

La acercó a la vela y los dos la observaron con los ojos muy abiertos. Pero no era una moneda, sino un pequeño disco de bronce con un relieve toscamente grabado que representaba un gato.

—Como los de los ataúdes —dijo Lyra—. Debe de ser su daimonion.

—Mejor que lo dejes en su sitio —le recomendó, inquieto, Roger.

Lyra puso la calavera boca abajo, soltando el disco en el interior de su inmemorial lugar de descanso, antes de dejarla nuevamente en su compartimiento. Descubrieron que todas las demás tenían también una moneda-daimonion, lo que demostraba que aquel compañero de toda la vida seguía junto al ser humano después de su muerte.

—¿Quiénes debían de ser éstos en vida? —comentó Lyra—. Supongo que eran licenciados. Los únicos que están metidos en ataúdes son los rectores. Son tantos los licenciados que ha habido a lo largo de los siglos que no hay sitio para todos, por eso lo único que se conserva de ellos es la cabeza, ya que hay que reconocer que es lo más importante de su persona.

No encontraron zampones, pero las catacumbas que había debajo del oratorio tuvieron ocupados durante muchos días a Lyra y a Roger. Incluso pusieron en práctica una treta a costa de algunos licenciados difuntos, cambiando las monedas de sus calaveras para que tuvieran por compañeros a los daimonions que no les correspondían. Pantalaimon se puso tan nervioso al ver lo que hacían que se transformó en murciélago y comenzó a volar arriba y abajo profiriendo agudos chillidos y batiendo las alas en su cara, aunque Lyra hizo como quien oye llover. La broma resultaba tan fantástica que habría sido una tontería desperdiciarla. Después, sin embargo, tuvo que pagar su precio. Ya en la cama de su exigua habitación, situada en lo alto de la Escalera Doce, recibió la visita de unos espantosos fantasmas nocturnos y se despertó gritando al ver tres figuras vestidas con unas túnicas que, de pie junto a su cama, se señalaban con dedos huesudos, antes de bajarse la capucha, el cuello cercenado y sanguinolento, que ocupaba el lugar donde hubieran debido tener la cabeza. Sólo cuando Pantalaimon se convirtió en león y lanzó un rugido se hicieron atrás, confundiéndose con la materia de la pared hasta que lo único visible fueron sus brazos, sus manos callosas grises y amarillentas y, finalmente, sus dedos retorcidos. Después, nada. Lo primero que hizo Lyra por la mañana fue meterse corriendo en las catacumbas y volver a colocar las monedas-daimonion en el sitio correspondiente y suplicar después con un hilo de voz a las calaveras:

—¡Perdón! ¡Perdón!

Aunque las catacumbas eran mucho más grandes que la bodega donde se guardaba el vino, tenían también un límite. Cuando Lyra y Roger hubieron explorado todos sus rincones y llegado a la conclusión de que allí no había ningún zampón, desviaron su atención hacia otro sitio, aunque no antes de ser descubiertos por el intercesor, quien los llamó a capítulo y los hizo entrar en el oratorio.

El intercesor era un anciano regordete conocido como el padre Heyst. Su trabajo consistía en dirigir todas las ceremonias religiosas del college, además de rezar, predicar y confesar. Cuando Lyra era más pequeña el hombre se había interesado por su bienestar espiritual, pero había quedado confundido ante la astuta indiferencia de la niña y la falta de sinceridad de su arrepentimiento. Había decidido, pues, que no era prometedora desde el punto de vista espiritual.

Al oír que los llamaban por su nombre, Lyra y Roger se habían vuelto de mala gana y, arrastrando los pies, habían penetrado en la penumbra de aquel oratorio que olía a humedad. Unos cirios parpadeaban ante las imágenes de varios santos y, desde la galería del órgano, llegaba un débil y distante golpeteo, ya que se estaban llevando a cabo unas reparaciones. Un criado sacaba brillo al atril de latón. El padre Heyst les hizo una seña desde la puerta de la sacristía.

—¿De dónde venís? —les preguntó—. Os he visto dos o tres veces rondando por aquí. ¿Se puede saber qué os lleváis entre manos?

No había sombra de reprobación en su tono de voz, sino únicamente curiosidad. El daimonion del sacerdote hizo ondear su lengua de lagarto desde el hombro donde estaba posado.

Lyra repuso:

—Queríamos ver la cripta.

—¿Por qué?

—Los… los ataúdes. Queríamos ver los ataúdes —aclaró.

—Pero ¿por qué?

Lyra se encogió de hombros. Cuando la acuciaban demasiado, solía responder de esta manera.

—En cuanto a ti —prosiguió el padre dirigiéndose a Roger, cuyo daimonion agitó frenéticamente su rabo de terrier para ganarse su simpatía—, ¿cómo te llamas?

—Roger, padre.

—Si eres un criado, ¿dónde trabajas?

—En la cocina, padre.

—¿Y no tendrías que estar allí ahora?

—Sí, padre.

—Pues allí te quiero.

Roger dio media vuelta y echó a correr. Lyra arrastraba el pie de un lado a otro.

—En lo que a ti respecta, Lyra —continuó el padre Heyst—, me complace que te intereses por las cosas del oratorio. Eres una niña afortunada por el hecho de tener tanta historia a tu alrededor.

—¡Ejem! —respondió Lyra.

—Lo que ya no me parece tan bien es la elección de tus compañeros. ¿Eres una niña solitaria?

—No —replicó ella.

—¿Echas, quizá, de menos el trato con otros niños?

—No.

—No me refiero a Roger, el pinche, sino a niños como tú, niños de noble cuna. ¿No te agradaría tener algún compañero de esa clase?

—No.

—O de otras niñas, tal vez…

—No.

—Mira, a ninguno de nosotros nos gustaría que te faltasen los placeres y entretenimientos que son normales en la infancia. Yo pienso a veces, Lyra, que la compañía de todos estos licenciados provectos debe hacerte sentir muy sola. ¿Es así?

—No.

El hombre daba golpecitos con los pulgares sobre sus dedos enlazados. Ya no sabía qué otra cosa preguntarle a aquella testaruda.

—Si hay algo que te preocupe —le dijo finalmente—, ten por seguro que puedes confiar en mí y explicármelo. Supongo que sabes que puedes hacerlo en cualquier momento.

—Sí —respondió Lyra.

—¿Rezas tus oraciones?

—Sí.

—Buena chica. Bueno, vete ya.

Con un suspiro de alivio que a duras penas logró disimular, Lyra dio media vuelta y se marchó. Puesto que no había encontrado a los zampones bajo tierra, Lyra volvió a lanzarse a la calle, donde se sentía como pez en el agua.

Ya casi habían dejado de interesarle los zampones cuando de pronto hicieron acto de presencia en Oxford.

La primera vez que Lyra oyó hablar de ellos fue cuando desapareció un niño pequeño de una familia giptana conocida.

Era la época en que se celebraba la feria de los caballos y la dársena del canal estaba llena de barcazas y botes de remolque, cargados de comerciantes y pasajeros, mientras los muelles que bordeaban el puerto de Jericó centelleaban con los arneses y resonaban con los golpes de los cascos y el griterío del regateo. A Lyra siempre le había gustado esa feria. Aparte de la oportunidad de procurarse un paseo a caballo aprovechando alguna bestia desatendida, se presentaban innumerables oportunidades de provocar jaleo.

Ese año había concebido un plan extraordinario. Inspirada por la captura de la barcaza del año anterior, quiso hacer esta vez un viaje propiamente dicho antes de que la expulsaran. Si ella y sus amigotes de las cocinas del college consiguieran llegar hasta Abingdon podrían causar estragos en la presa…

Pero aquel año no iba a haber guerra. Mientras se paseaba tranquilamente por el borde del astillero de Port Meadow bajo el sol matinal en compañía de un par de golfillos, al tiempo que se pasaban de uno a otro un cigarrillo que habían robado y exhalaban el humo de forma ostentosa, Lyra oyó una voz estridente que ya conocía.

—¿Y bien? ¿Se puede saber qué has hecho con él, imbécil papanatas?

Se trataba de una voz potente, una voz de mujer, pero una mujer con unos pulmones que estaban hechos de bronce y cuero. Lyra miró en seguida a su alrededor para intentar localizarla, puesto que sabía que se trataba de Ma Costa, que en dos ocasiones había dejado alelada a Lyra de un tortazo, pero que también le había dado pan caliente de jengibre en otras tres, y cuya familia era famosa por la majestuosidad y suntuosidad del barco que poseía. Entre los giptanos había príncipes, y Lyra sentía una gran admiración por Ma Costa, aunque había de ser cautelosa con ella durante un cierto tiempo, pues el barco que habían secuestrado era el suyo.

Uno de los compinches de Lyra cogió automáticamente una piedra al oír el griterío, pero Lyra le ordenó:

—Suéltala porque está que trina. Ésta es capaz de romperte la columna vertebral como si fuera una rama.

En realidad, Ma Costa parecía más angustiada que enfadada. El hombre al que se dirigía, un tratante de caballos, se encogió de hombros y extendió las manos.

—No lo sé —respondió—. No hace ni un minuto que estaba aquí y de pronto miro y había desaparecido. No sé dónde se ha metido…

—¡Pero él te estaba ayudando! ¡Era él quien tenía que sujetar tus malditos caballos!

—Sí, debería estar aquí, ¿no? Ha desaparecido en plena faena…

No pudo seguir, porque Ma Costa le pegó un soberano mamporro en un lado de la cabeza, seguido de una sarta de tacos y bofetadas hasta que el hombre se puso a gritar y acabó dándose a la fuga. Los demás tratantes de caballos que se encontraban en las inmediaciones prorrumpieron en sarcasmos y un potrillo juguetón se encabritó alarmado.

—¿Qué pasa? —exclamó Lyra dirigiéndose a un niño giptano que contemplaba la escena boquiabierto—. ¿Por qué está tan furiosa?

—Se trata de su hijo —explicó el pequeño—. Billy. Seguro que se imagina que se lo han llevado los zampones. Y a lo mejor es verdad. Yo no lo he visto desde…

—¿Los zampones? ¿Han venido a Oxford, entonces?

El niño giptano se volvió para llamar a sus amigos, que se encontraban todos con los ojos clavados en Ma Costa.

—¡La chica no lo sabe! ¡No sabe que los zampones están aquí!

Media docena de mocosos pusieron cara de burla y Lyra arrojó el cigarrillo al suelo al darse cuenta de que se avecinaba una riña. Todos los daimonions se pusieron en pie de guerra: cada niño contaba con la colaboración de colmillos, garras o cerdas erizadas, y Pantalaimon, despreciando la imaginación limitada de aquellos daimonions giptanos, se convirtió en un dragón grande como un galgo.

Pero apenas habían tenido tiempo de presentar batalla cuando intervino la propia Ma Costa en persona, pegando un manotazo a dos de los giptanos que los dejó fuera de combate y enfrentándose a Lyra como si fuera un boxeador profesional.

—¿Tú lo has visto? —le preguntó—. ¿Has visto a Billy?

—No —respondió Lyra—. Acabamos de llegar. Hace meses que no veo a Billy.

El daimonion de Ma Costa, un gavilán, revoloteaba sobre su cabeza en medio del aire diáfano, con sus fieros ojos amarillos moviéndose de aquí para allá sin un parpadeo. Lyra estaba asustada. No había nadie que se preocupara por el hecho de que un niño desapareciera durante unas horas y menos si era giptano: en el denso mundo giptano de los barcos, todos los niños eran preciosos y objeto de amor desmedido, si bien toda madre sabía que si su hijo desaparecía de pronto de su campo de visión, seguro que no se encontraba lejos de alguien que lo protegería instintivamente.

Pero allí estaba Ma Costa, reina de los giptanos, aterrada porque uno de sus hijos había desaparecido. ¿Qué pasaba?

Ma Costa miró como enceguecida por encima de las cabezas del grupo de niños y, dando la vuelta y tropezando con la multitud que se apiñaba en el muelle, se puso a llamar a su hijo con voces que parecían bramidos. Los niños se miraron entre sí, olvidado el odio ante el dolor de la mujer.

—¿Quiénes son esos zampones? —preguntó Simon Parslow, uno de los colegas de Lyra.

Respondió el primer niño giptano:

—Ya lo sabes, esos que roban niños por todo el país. Son piratas…

—¡Qué han de ser piratas! —le corrigió otro—. Son caníbales. Por eso los llaman zampones.

—¿Se comen a los niños? —preguntó Hugh Lovat, otro de los camaradas de Lyra, un pinche del St Michael.

—No se sabe —respondió el primer giptano—. Lo que pasa es que se los llevan y no hay quien vuelva a verlos nunca más.

—¡De eso ya estamos enterados! —intervino Lyra—. Hace meses que jugamos a niños y zampones, me apuesto lo que sea que empezamos a jugar a eso mucho antes que vosotros. Pero también me apuesto lo que queráis que no hay quien haya visto ninguno.

—Sí los han visto —afirmó un niño.

—¿Quién? —insistió Lyra—. ¿Los has visto tú? ¿Cómo sabes que no se trata de una sola persona?

—Charlie los vio en Banbury —explicó una niña giptana—. Fueron allí y se pusieron a hablar con una señora mientras uno de ellos se llevaba a su niño que estaba en el jardín.

—Sí —intervino inesperadamente Charlie, otro niño giptano—. ¡Yo lo vi todo!

—¿Cómo eran? —preguntó Lyra.

—Bueno… no es que los viera bien —aclaró Charlie—. Pero lo que vi fue el camión —se apresuró a añadir—. Llevan un camión blanco. Metieron al niño en él y se marcharon a toda velocidad.

—Pero ¿por qué los llaman zampones? —preguntó Lyra.

—Pues porque se los comen —replicó el primer niño giptano—. Nos lo dijeron en Northampton. Allí también han estado. A la niña ésa de Northampton le robaron a su hermano y ella explicó que, cuando los hombres se lo llevaban, le aseguraron que se lo comerían. Todo el mundo lo sabe. Se los zampan.

Una niña giptana que estaba por allí cerca se echó a llorar estrepitosamente.

—Es la prima de Billy —indicó Charlie.

—¿Quién fue el último que vio a Billy? —preguntó Lyra.

—Yo —gritaron media docena de voces—. Yo lo vi cuando sujetaba el caballo viejo de Johnny Fiorelli… Lo vi cuando estaba con el vendedor de manzanas de caramelo… Lo vi columpiándose en la grúa…

Después de recapacitar sobre todo aquello, Lyra llegó a la conclusión de que podía asegurarse que hacía menos de dos horas que habían visto a Billy.

—Así pues —concluyó Lyra—, durante las últimas dos horas tienen que haber estado aquí los zampones…

Todos miraron alrededor, temblando a pesar de la calidez del sol, del muelle atiborrado de gente y de los olores familiares a alquitrán, caballos y hojas de tabaco que flotaban en el aire. El problema era que nadie sabía qué aspecto tenían los zampones, cualquiera podía serlo, como hizo notar Lyra al aterrorizado grupo, cuyos miembros se encontraban ahora todos bajo su dominio, alumnos del college y giptanos por igual.

—Tienen que ser como la gente corriente, ya que de otro modo los descubrirían en seguida —explicó Lyra—. Si sólo se presentaran de noche, podrían tener cualquier aspecto pero, como salen también de día, han de tener por fuerza la apariencia de personas normales. O sea que cualquiera podría ser un zampón…

—No es verdad —replicó un giptano, aunque titubeando un poco—, porque yo los conozco a todos.

—Está bien, no ésos que tú conoces, pero sí otros —precisó Lyra—. ¡Busquémoslos, pues! ¡A ellos y a su furgoneta blanca!

Aquello desencadenó un gran revuelo. Varios buscadores más no tardaron en juntarse a los primeros y al poco rato como mínimo treinta niños giptanos hacían batidas de un extremo a otro de los muelles, entraban y salían de los establos, gateaban por las grúas y las torres de perforación de los astilleros, saltaban las vallas que delimitaban el amplio campo, se atropellaban de quince en quince a lo largo del viejo y tambaleante puente que atravesaba las verdes aguas y circulaban a todo correr por los estrechos callejones de Jericó, entre hileras de casuchas adosadas de ladrillo, hasta el gran oratorio de cuadradas torres de San Bernabé el alquimista. La mitad no sabían siquiera lo que buscaban y hasta se figuraban que podía ser una alondra, pero los más íntimos de Lyra estaban sobrecogidos de espanto y presa de recelos cada vez que descubrían a una persona solitaria en alguno de los callejones o la vislumbraban en la penumbra del oratorio. ¿Sería un zampón?

Por supuesto, no lo era. Finalmente, al no salirse con la suya y cerniéndose sobre todos ellos la sombra de la desaparición real de Billy, se dieron cuenta de que aquello no tenía nada de divertido. Cuando Lyra y los dos chicos del college se fueron de Jericó pues se acercaba la hora de cenar, vieron que los giptanos se habían reunido en el muelle cerca del lugar donde estaba amarrado el barco de los Costa. Algunas mujeres lloraban a grito pelado, mientras los hombres, rebosantes de odio, formaban grupos en torno a los cuales se agitaban sus daimonions, ya fuera elevándose en nervioso vuelo o refunfuñando en la sombra.

—Yo hubiera jurado que los zampones no se habrían atrevido nunca a venir hasta aquí —le dijo Lyra a Simon Parslow al atravesar el umbral del Jordan y entrar en el imponente vestíbulo.

—No —repuso Simon, aunque con un cierto titubeo—. Pero yo sé de una niña que ha desaparecido del Market.

—¿Quién? —preguntó Lyra. Aunque conocía a la mayoría de los niños del Market, no se había enterado del suceso.

—Jessie Reynolds, la hija del talabartero. Ayer no estaba en casa a la hora de cerrar y eso que sólo había salido para comprar un poco de pescado con que acompañar el té de su padre. Ni volvió, ni nadie ha vuelto a saber de ella, y eso que la buscaron por todo el Market y muchos sitios más.

—¡Y yo sin enterarme! —exclamó Lyra, indignada.

Tenía por una omisión deplorable de sus subordinados que no la hubieran informado inmediatamente de la noticia.

—Pero es que esto ocurrió ayer. Igual ya ha aparecido.

—Voy a preguntarlo —decidió Lyra ya en el vestíbulo dando media vuelta.

Pero apenas había empezado a cruzar la puerta, el portero la llamó a capítulo.

—Oye, Lyra, esta noche ya no sales. Son órdenes del rector.

—¿Por qué?

—Te he dicho que son órdenes del rector. Ha ordenado que, una vez que entrases, ya no volvieses a salir.

—Pues a ver si me coges —le soltó Lyra echándose a correr y sin dar tiempo al viejo a abandonar la puerta.

Pasó como una exhalación por la angosta callejuela que iba a desembocar al paseo donde los furgones descargaban mercancías para el mercado cubierto. Como ya estaba cerrado, quedaban pocos furgones, pero junto a la puerta central, enfrente de la tapia de piedra del St. Michael’s College, había un grupito de muchachos que charlaban mientras fumaban un pitillo. Lyra conocía a uno de ellos, un chico de dieciséis años al que admiraba muchísimo porque era el que escupía a más distancia de cuantos había visto en su vida. Se acercó a él y se quedó esperando, muy modosita, a que advirtiera su presencia.

—¿Sí? ¿Qué quieres? —acabó por decirle al final.

—¿Ha desaparecido Jessie Reynolds?

—Sí. ¿Por qué?

—Pues porque hoy ha desaparecido un niño giptano.

—Los giptanos desaparecen siempre. Cuando hay una feria de caballos se las piran que es un contento.

—Y los caballos lo mismo —comentó uno de sus amigos.

—No, pero este caso es diferente, porque es un niño —explicó Lyra—. Lo hemos estado buscando toda la tarde y nos han dicho que los zampones se lo habían llevado.

—¿Los qué?

—Los zampones —repitió—. ¿O es que no has oído hablar de los zampones?

El nombre también era una novedad para los demás y, aunque no se abstuvieron de soltar unos cuantos comentarios cáusticos, prestaron atención a la noticia que traía Lyra.

—Los zampones… —intervino un conocido de Lyra que se llamaba Dick—. ¡Menuda estupidez! Estos giptanos no hacen más que decir estupideces.

—Hace un par de semanas comentaron que había zampones en Banbury —insistió Lyra— y que habían raptado a cinco niños y que ahora probablemente vendrían a Oxford a llevarse a los niños de aquí. Seguro que han sido ellos los que han cogido a Jessie.

—Ahora que me acuerdo —apuntó otro chico—, se ha perdido un niño en el camino de Cowley. Mi tía, la que vende pescado con patatas en el carromato, estuvo ayer allí y oyó hablar del caso… Comentó algo de un niño, sí, eso dijo… aunque yo no sé nada de zampones. Eso de los zampones me parece una paparrucha, no lo diréis en serio.

—¡Naturalmente que los hay! —afirmó Lyra—. Los giptanos los han visto y creen que se comen a los niños que atrapan y…

Se quedó callada a media frase porque de pronto se había acordado de algo. En aquella extraña velada que había pasado escondida en el salón reservado, lord Asriel había proyectado una filmina de un hombre que sostenía una varilla en la que penetraban unos haces de luz, junto al cual había una figurilla con menos luz a su alrededor. Había dicho que se trataba de un niño y alguien había preguntado si era un niño amputado, y su tío había respondido que no. Eso era lo que ahora le interesaba. Lyra recordaba que la palabra amputado significaba cortado.

Algo de pronto la sobresaltó: ¿dónde estaba Roger?

No lo había vuelto a ver desde la mañana…

De pronto se sintió sobrecogida de pánico. Pantalaimon, que en aquel momento había tomado forma de león en miniatura, pegó un salto a sus brazos y rugió por lo bajo. Lyra se despidió de los chicos junto a la puerta y se dirigió, andando despacio, a Turl Street, pero de pronto echó a correr como una loca hacia el Jordan College, tropezando con la puerta un segundo antes que el daimonion, convertido ahora en irbis.

El portero era un mojigato.

—He tenido que llamar al rector y contárselo todo —la avisó—, y no le ha gustado ni pizca. No querría estar en tu pellejo ni por todo el oro del mundo.

—¿Dónde está Roger? —preguntó Lyra.

—No lo he visto. Otro que andan buscando. Cuando el señor Cawston lo atrape, va listo.

Lyra fue corriendo a la cocina y se enfrentó con todo el grupo bullicioso, estrepitoso, envuelto en vapores y calor, que trabajaba en los fogones.

—¿Dónde está Roger? —gritó.

—¡Despeja, Lyra! Nosotros trabajamos.

—Pero ¿dónde está? ¿Ha aparecido o no?

Al parecer, era una cuestión que no interesaba a nadie.

Bernie, el repostero, intentó calmarla, pero a ella no había quien la consolara.

—¡Lo han cogido! Han sido esos malditos zampones, seguro que ellos lo han cazado y lo han matado. ¡Los odio! A ti, Roger no te preocupa…

—Lyra, Roger nos preocupa a todos…

—¡No es verdad! Si fuera verdad, dejaríais todos de trabajar e iríais a buscarlo ahora mismo. ¡Os odio!

—Puede haber infinidad de causas que expliquen que Roger no haya aparecido. Sé razonable. Nosotros tenemos que preparar la cena y servirla dentro de menos de una hora. El rector va a recibir a unos invitados en sus aposentos y comerán allí, lo que quiere decir que el primer cocinero deberá prepararlo todo en un santiamén para que la comida no esté fría y, suceda lo que suceda, Lyra, la vida ha de continuar. Estoy seguro de que Roger aparecerá…

Lyra dio media vuelta y salió corriendo de la cocina, tirando al pasar un montón de tapaderas de plata y haciendo como quien no oía los gritos de indignación que soltaron todos. Bajó corriendo las escaleras y atravesó el patio que había entre la capilla y la torre de Palmer para pasar al patio Yaxley, donde se levantaban los edificios más antiguos del college.

Pantalaimon corría delante de ella como leopardo en miniatura y, en un abrir y cerrar de ojos, subió la escalera hasta la parte más alta, donde se encontraba la habitación de Lyra. Ésta empujó la puerta, arrastró el desvencijado sillón junto a la ventana, la abrió de par en par y salió gateando por ella. Debajo mismo de la ventana había un canalón revestido de plomo que debía de tener como un palmo y medio de anchura y, así que consiguió ponerse de pie en el mismo, se volvió y comenzó a encaramarse por las toscas tejas hasta alcanzar el caballete del tejado. Una vez allí, abrió la boca y gritó a voz en cuello. Pantalaimon, que siempre que subía al tejado se convertía en pájaro, comenzó a volar en círculo a su alrededor lanzando gritos con ella.

El cielo de la tarde estaba inundado de colores: crema, albaricoque, melocotón, frágiles nubes cual pequeños helados suspendidos en un vasto cielo naranja. A su alrededor se erguían las agujas y torres de Oxford, situadas a su mismo nivel, no más altas, mientras que a este y oeste se extendían los verdes bosques de Château-Vert y White Ham. De algún lugar llegaban graznidos de grajos, sonidos de campanas y el potente latido de un motor de gasolina que venía de la parte de los Oxpen y que anunciaba el despegue del zepelín de la tarde con el correo real destinado a Londres. Lyra contempló cómo se elevaba por encima de la aguja de la capilla del St. Michael, primero del mismo tamaño que la yema de su dedo meñique al extender el brazo en toda su longitud, y después cada vez más minúsculo, hasta que por fin acabó convirtiéndose en un puntito en medio del cielo nacarado.

Volvió la vista para mirar abajo y observar el patio sumido en la penumbra, donde las negras figuras de los licenciados, revestidos con sus togas, ya empezaban a desfilar de uno en uno o de dos en dos hacia la cantina, mientras sus daimonions caminaban contoneándose o revoloteaban a su lado o se posaban, muy tranquilos, en su hombro. En el vestíbulo estaban todas las luces encendidas y Lyra vio que los ventanales de cristales emplomados comenzaban a iluminarse gradualmente, mientras un criado se movía entre las mesas y encendía las lámparas de nafta. El camarero hizo sonar la campana anunciando que faltaba media hora para la cena.

Aquél era su mundo y así quería que se mantuviese siempre, aunque aquel mundo había empezado a cambiar por la simple razón de que alguien robaba niños. Se sentó en el caballete del tejado y apoyó la barbilla en las manos.

—Mejor que lo rescatemos, Pantalaimon —le dijo Lyra.

Desde el interior de la chimenea donde estaba metido, respondió con su voz de grajo:

—Será peligroso.

—¡Claro! Lo sé.

—Recuerda lo que comentaron en el salón reservado.

—¿Qué?

—Una cosa sobre un niño del Ártico. Aquel que no atraía el Polvo.

—Dijeron que era un niño intacto… ¿Qué pasa?

—Que a lo mejor eso es lo que hacen con Roger y los giptanos y los demás niños.

—¿Qué?

—¿Qué quiere decir intacto?

—¡Y yo qué sé! Probablemente los cortan por la mitad. Me imagino que los convierten en esclavos. Así son de mayor utilidad. Allí seguramente hay minas, minas de uranio para la fabricación atómica. Es probable que se trate de eso. Si hicieran bajar a la mina a las personas mayores, se morirían, por esto utilizan niños, cuestan menos. Eso habrán hecho con él.

—Me parece…

Sin embargo habría que esperar a saber lo que pensaba Pantalaimon, porque alguien ya estaba gritando desde abajo.

—¡Lyra! ¡Lyra! ¡Ven ahora mismo!

Se oyeron unos golpes en el marco de la ventana. Lyra conocía aquella voz y aquella impaciencia: era la señora Lonsdale, la gobernanta. No había posibilidad de huir de ella.

Lyra, con el rostro tenso, se deslizó por el tejado y se dejó caer en el canalón; después volvió a trepar por la ventana. La señora Lonsdale estaba haciendo correr el agua en la jofaina desportillada con el acompañamiento de los gimoteos y el golpeteo de las tuberías.

—¡La de veces que te habré dicho que no subieras al tejado…! ¡Y ya ves! No tienes más que ver cómo te has puesto la falda… ¡asquerosa! Ahora mismo te la estás sacando y te lavas mientras yo te busco algo decente que ponerte, algo que no esté roto. ¿Por qué no sabrás comportarte como una niña limpia y aseada…?

Lyra estaba demasiado furiosa para preguntar por qué tenía que lavarse y vestirse. No había ninguna persona mayor que explicara el motivo de sus decisiones.

Se quitó el vestido por la cabeza, lo arrojó sobre la estrecha cama y comenzó a lavarse con desgana mientras Pantalaimon, ahora canario, se acercaba dando saltitos al daimonion de la señora Lonsdale, un impasible perro perdiguero al cual trataba inútilmente de importunar.

—¡Habrase visto cómo está ese armario! Hace semanas que no cuelgas la ropa. ¿No ves cómo la tienes de arrugada…?

Mira esto, mira aquello… ¡No, Lyra no quería mirar nada! Cerró los ojos y se restregó la cara con la delgada toalla.

—Tendrás que ponértelo todo tal y como está. No hay tiempo de planchar nada. ¡Bendito sea Dios, qué rodillas llevas! ¿Te das cuenta de cómo te las has puesto?

—No quiero ver nada —refunfuñó Lyra.

La señora Lonsdale le dio un manotazo en la pierna.

—¡A lavarse! —le ordenó, furiosa—. ¡A sacarte en seguida toda la mugre de encima!

—¿Por qué? —preguntó Lyra finalmente—. Yo nunca me lavo las rodillas. ¿Quién me las va a ver? ¿Por qué me las he de a lavar? Ni a ti ni al cocinero os importa un bledo Roger. Yo soy la única que…

La señora Lonsdale le dio otro manotazo en la otra pierna.

—¡Menos tonterías! Yo soy una Parslow, igual que el padre de Roger. Es primo mío segundo. ¿A que no lo sabías? No lo sabías porque no lo has preguntado en tu vida, señorita Lyra. Ni te pasó por las mientes. No me vengas con esas burradas de que no me preocupa el chico. ¿Cómo no va a preocuparme si Dios sabe que hasta me preocupo de ti, pese a que me das pocas razones para que lo haga, ni me lo agradeces siquiera?

Cogió el trozo de franela y restregó las rodillas de Lyra con tanta saña que le dejó la piel enrojecida, casi en carne viva. Pero limpia, eso sí.

—La razón de todo esto es que vas a cenar con el rector y sus invitados. Espero, y por Dios te lo pido, que sepas comportarte. No hables más que cuando te dirijan la palabra, procura estar callada y mostrarte educada, sonríe con amabilidad y no digas «na» en lugar de «nada» si te hacen alguna pregunta.

Puso sobre la esquelética figura de Lyra el mejor vestido que encontró, tiró de él con fuerza, sacó una cinta roja de toda la maraña de chucherías guardadas en un cajón y peinó el cabello de Lyra con un cepillo de lo más áspero.

—Si me hubieran avisado con tiempo, te habría lavado el pelo, que bien lo necesitas. ¡Qué se le va a hacer! Con tal de que no te lo miren de cerca… ¡Así! Y mantente erguida. ¿Dónde tienes los zapatos nuevos de charol?

Cinco minutos después Lyra daba unos golpecitos en la puerta que se abría a los aposentos del rector, aquella vivienda majestuosa y un tanto fúnebre que daba al patio Yaxley, y que por la parte trasera miraba al jardín de la biblioteca. Pantalaimon, que para estar a la altura se había convertido en armiño, se restregaba contra la pierna de Lyra. Abrió la puerta el criado del rector, Cousins, cuya enemistad con Lyra venía de antiguo. Los dos sabían que lo de hoy era una tregua.

—La señora Lonsdale me ha dicho que me presentara aquí —explicó Lyra.

—Sí —replicó Cousins, haciéndose a un lado—. El rector está en el salón.

Le indicó la espaciosa estancia que daba al jardín de la biblioteca. En ella todavía brillaban los últimos rayos de sol que se colaban a través del espacio comprendido entre la biblioteca y la torre de Palmer, e iluminaban las sombrías pinturas y los objetos de plata oscura que coleccionaba el rector. Iluminaban también a los invitados, y Lyra se percató en seguida de la razón de que no cenaran en el comedor: tres de ellos eran mujeres.

—¡Oh, Lyra! —exclamó el rector—. ¡Qué contento estoy de que hayas venido! Cousins, ¿no tendrás algún refresco suave? Dama Hannah, me parece que no conoce a Lyra… es la sobrina de lord Asriel, ¿sabe usted?

Dama Hannah Relf era la directora de uno de los colleges femeninos, una señora de edad madura y cabellos grises cuyo daimonion era un tití.

Lyra le estrechó la mano de la manera más gentil que supo y fue presentada después a los demás invitados, que como Dama Hannah eran licenciados de otros colleges y personas totalmente irrelevantes. Por fin, el rector se acercó a la última invitada.

—Señora Coulter —dijo—, ésta es nuestra Lyra. Lyra, acércate a saludar a la señora Coulter.

—Hola, Lyra —saludó la señora Coulter.

Era una mujer joven y hermosa. Sus mejillas quedaban enmarcadas por una cabellera negra y brillante y tenía como daimonion a un mono de pelo dorado.