Lord Asriel repuso el rector cordialmente acercándosele para estrecharle la mano.
Desde su escondrijo, Lyra observó los ojos del rector y vio que, efectivamente, se desviaban un segundo hacia la mesa donde antes estaba el Tokay.
—Rector —continuó lord Asriel—, lo siento mucho pero he llegado con excesivo retraso y no he querido interrumpir la cena, por eso me he acomodado aquí. ¿Qué tal, vicerrector? Me alegro de verlo tan bien. Tenga la bondad de excusar mi desaliñado aspecto, pero acabo de llegar. Sí, rector, el Tokay ha desaparecido y tengo la impresión de que lo está usted pisando. Al bedel se le cayó la botella de la mesa, aunque la culpa fue mía. ¿Cómo está usted, capellán? Leí su último artículo con gran interés…
Se apartó a un lado con el capellán, lo que permitió que Lyra viera perfectamente el rostro del rector. Permanecía impasible, aunque el daimonion que tenía posado en el hombro ahuecaba las plumas y se movía muy inquieto haciendo descansar el cuerpo de una pata a la otra. Lord Asriel ya dominaba el salón y, aunque procuraba mostrarse cortés con el rector dado que aquél era el territorio que le correspondía, estaba muy claro en qué sitio residía el poder.
Los licenciados saludaron al visitante y entraron en el salón; algunos se acomodaron en torno a la mesa, otros en las butacas y al poco tiempo el aire se llenó del rumor de las conversaciones. Lyra se percató de que los concurrentes estaban muy intrigados a causa de la caja de madera, la pantalla y el proyector. Conocía bien a todos los licenciados: al bibliotecario, al vicerrector, al investigador y a todos los demás. Eran hombres que habían estado toda la vida a su alrededor, la habían instruido, la habían reprendido, la habían consolado, le habían hecho pequeños obsequios, le habían impedido el acceso a los árboles frutales del jardín. No tenía más familia que aquélla e incluso habrían podido pasar por su verdadera familia si Lyra hubiera sabido qué significaba eso; aunque, en ese caso, habría considerado más familia suya a los criados del college. Los licenciados tenían cosas más importantes que hacer que corresponder a los afectos de una jovencita entre salvaje y civilizada, que les había caído en suerte como por casualidad.
El rector encendió el infiernillo de alcohol colocado debajo del pequeño brasero de plata y calentó un poco de mantequilla antes de cortar media docena de cápsulas de adormidera y de echarlas en él. Después de una fiesta se servían siempre adormideras, porque aclaraban las ideas, estimulaban la lengua y animaban la conversación. Era tradicional que el rector en persona se encargase de asarlas.
Aprovechando el ruido producido por el chisporroteo de la mantequilla al freírse y el rumor de las conversaciones, Lyra se desplazó para buscar mejor posición. Con grandes precauciones descolgó de la percha una de las togas, larga y completamente forrada de piel, y la colocó en el suelo del armario.
—Tendrías que haber elegido una prenda más áspera —le murmuró Pantalaimon a media voz—. Como te pongas demasiado cómoda, te quedarás dormida.
—En ese caso, tendrás que despertarme —replicó ella.
Lyra se sentó y prestó oído a la conversación, una conversación bastante aburrida, prácticamente acerca de cuestiones políticas todo el tiempo y, encima, de política londinense, nada interesante relacionado con los tártaros. Los aromas de las adormideras fritas y de las hojas humeantes se colaban agradablemente a través de la puerta del armario y, en más de una ocasión, Lyra no pudo evitar algunos cabeceos. Por fin oyó unos golpes en la mesa, las voces callaron y habló el rector.
—Señores —comenzó—, sé que hablo en nombre de todos al dar la bienvenida a lord Asriel. Aunque rara vez nos visita, siempre sacamos un gran provecho de su presencia y estoy seguro de que esta noche tiene algo particularmente interesante que presentarnos. Todos sabemos que estamos viviendo una época de particular tensión política. Mañana por la mañana se requiere a primera hora la presencia de lord Asriel en Whitehall y ya hay un tren esperándole para trasladarlo a Londres en cuanto hayamos terminado esta conversación. Así pues, debemos administrar eficazmente el tiempo. Supongo que, cuando haya terminado de hablar, habrá algunas preguntas. Les agradecería que fueran breves y sucintas. Lord Asriel, ¿querría tomar la palabra?
—Gracias, rector —repuso lord Asriel—. Desearía empezar mostrándoles algunas filminas. Usted, vicerrector, supongo que estará mejor situado aquí. Quizás el rector querrá sentarse junto al armario.
El anciano vicerrector era casi ciego, por lo que era una atención hacerle un sitio cerca de la pantalla, aunque el hecho de situarlo delante significaba que el rector tendría que sentarse junto al bibliotecario, más o menos a un metro de distancia del lugar donde Lyra estaba acurrucada en el armario. Cuando el rector se acomodó en la butaca, Lyra oyó que murmuraba:
—¡Maldita sea! Estoy seguro de que sabía lo del vino.
El bibliotecario murmuró a su vez:
—Pedirá dinero. Si dice que hay que hacer una votación…
—Si propone eso, debemos oponernos con toda la elocuencia de que seamos capaces.
El proyector comenzó a sisear mientras lord Asriel lo bombeaba con todas sus fuerzas. Lyra se movió un poco para dominar mejor la pantalla, donde ya relucía un fulgurante círculo blanco. Lord Asriel solicitó:
—¿Puede alguien apagar la lámpara?
Se levantó uno de los licenciados para hacerlo y la sala quedó a oscuras.
Lord Asriel comenzó su parlamento:
—Como ya saben algunos de ustedes, hace doce meses que llevé a cabo una misión diplomática en tierras del norte para visitar al rey de Laponia. Ése, por lo menos, fue el pretexto, puesto que mi verdadero objetivo era seguir el viaje más al norte, en dirección a los hielos, para tratar de descubrir qué había sido de la expedición Grumman. Uno de los últimos informes de Grumman a la Academia de Berlín hacía referencia a cierto fenómeno natural que sólo puede verse en las tierras del norte. Yo estaba decidido a investigar este particular y a descubrir todo lo que pudiera acerca de Grumman. Sin embargo, la primera imagen que tengo intención de mostrarles no tiene que ver directamente con ninguna de las dos cosas.
Puso, pues, la primera filmina en la montura y la deslizó detrás de la lente. En la pantalla apareció un fotograma circular muy contrastado, en blanco y negro. Había sido tomado de noche, con luna llena, y en él aparecía una cabaña de madera a media distancia cuyas oscuras paredes resaltaban sobre la nieve que la rodeaba y que cubría el tejado formando una espesa capa. Al lado de dicha cabaña había todo un conjunto de instrumentos filosóficos que a Lyra le recordaban el Parque Ambárico de la carretera que llevaba a Yarnton: antenas, cables, aislantes de porcelana, todo lo cual destellaba a la luz de la luna y estaba cubierto por una gruesa película de escarcha. De pie, en primer plano, se veía a un hombre vestido de pieles cuyo rostro resultaba visible apenas, a causa de la enorme capucha con que se cubría la cabeza y que levantaba la mano a modo de saludo. Tenía al lado una figura más pequeña. Todo estaba bañado por el mismo pálido resplandor de la luna.
—Este fotograma fue tomado con una emulsión corriente de nitrato de plata —explicó lord Asriel—. Quisiera ahora que vieran otro, tomado desde el mismo punto tan sólo un minuto más tarde y con una nueva emulsión especial.
Sacó la primera filmina y colocó otra en la misma montura. Era mucho más oscura que la otra, como si se hubiera eliminado por filtración la luz de la luna. Seguía siendo visible el horizonte y destacaba en él la oscura forma de la cabaña y el tejado de tono claro a causa de la nieve que lo cubría, pero quedaba oculta por la oscuridad la complejidad de los instrumentos. Lo que había cambiado por completo era el hombre, ya que su figura estaba inundada de luz y de la mano, que tenía levantada, parecía fluir una fuente de relucientes partículas.
—¿Esa luz viene de arriba o de abajo? —preguntó el capellán.
—De arriba —repuso lord Asriel—, pero no es luz, sino Polvo.
Algo en la manera de pronunciar aquella palabra hizo que Lyra la imaginase escrita con mayúscula, como si se tratase de un polvo especial. La reacción de los licenciados confirmó la sensación que había tenido, puesto que las palabras de lord Asriel provocaron un repentino silencio de la concurrencia, seguido de exclamaciones reprimidas de incredulidad.
—¿Pero cómo…?
—¿Será posible…?
—No puede…
—¡Señores! —atajó la voz del capellán—. Dejen que lord Asriel se explique.
—Es Polvo —repitió lord Asriel—. Queda impresionado como luz en la placa porque las partículas de Polvo afectan esta emulsión de la misma manera que los fotones afectan la emulsión de nitrato de plata. El motivo de que mi expedición se dirigiera primero al norte fue, en parte, comprobar esto. Como pueden ver, la figura del hombre resulta perfectamente visible. Ahora quisiera que se fijasen en la forma que tiene a su izquierda.
Indicó la forma borrosa de la figura más pequeña.
—Yo me figuraba que era el daimonion del hombre —apuntó el investigador.
—No, en aquel momento preciso tenía a su daimonion arrollado en torno al cuello en forma de serpiente. Esta figura que resulta apenas visible es un niño.
—¿Un niño amputado…? —apuntó alguien. Y por la manera de interrumpir la frase, demostró que se daba cuenta de que no habría debido hacer el comentario.
Se hizo un profundo silencio.
Lord Asriel respondió con voz tranquila:
—Un niño entero y, dada la naturaleza del Polvo, precisamente en eso estriba la cuestión, ¿no creen?
Nadie pronunció palabra durante varios segundos. Un momento después se oía la voz del capellán.
—¡Ah! —dijo como un hombre sediento que, después de haber bebido a placer, deja el vaso para respirar tras haber retenido el aliento mientras bebía—, y las corrientes de Polvo…
—… procedentes del cielo lo bañan en algo que parece luz. Podrán examinar la fotografía todo lo cerca que quieran porque se la dejaré cuando me vaya. Si la he enseñado ahora ha sido para demostrar el efecto de esta nueva emulsión. Ahora me gustaría mostrarles otra fotografía.
Cambió la filmina. La siguiente también había sido tomada de noche, pero esta vez sin luna. Se veía en ella un pequeño grupo de tiendas de campaña en el fondo, perfiladas débilmente sobre el bajo horizonte y, junto a ellas, un montón desordenado de cajas de madera y un trineo. Pero el interés básico de la fotografía estribaba en el cielo, del que colgaban haces y velos de luz a manera de cortinas ondulantes, formando guirnaldas que pendían de unos invisibles ganchos situados a centenares de kilómetros de altura o que se agitaban hacia los lados como movidas por un insólito céfiro.
—¿Y eso qué es? —inquirió la voz del vicerrector.
—Una fotografía de la Aurora.
—Un bello fotograma —manifestó el profesor Palmerian—. De los mejores que he visto en mi vida.
—Perdonen mi ignorancia —intervino la temblona voz del viejo chantre—, pero suponiendo que haya sabido alguna vez qué era la Aurora, lo he olvidado. ¿Es lo que se llaman Luces Boreales?
—Sí, tiene muchos nombres. Está compuesta de tempestades de partículas cargadas y de rayos solares de fuerza intensa y extraordinaria, invisibles de por sí pero que producen esta radiación luminosa cuando se interrelacionan con la atmósfera. De haber tenido tiempo, habría hecho teñir la filmina para que apreciaran los colores: rosado y verde pálido, la mayor parte, con una tonalidad carmesí que sigue el borde inferior de esa formación semejante a una cortina. Ésta ha sido tomada con una emulsión ordinaria. Y ahora me gustaría que observaran una fotografía tomada con la emulsión especial.
Sacó la filmina. Lyra oyó que el rector decía en voz baja:
—Caso de que nos obligara a realizar una votación, podríamos tratar de acogernos a la cláusula de asistencia. Durante las últimas cincuenta y dos semanas sólo ha residido treinta en el college.
—Tiene al capellán de su parte… —murmuró el bibliotecario en respuesta.
Lord Asriel colocó una nueva filmina en la montura del proyector. En ella se mostraba la misma escena. Como ocurría en el primer par de fotografías, muchas de las cosas visibles con luz ordinaria eran en ésta mucho más oscuras, al igual que las rutilantes cortinas que colgaban del cielo.
Sin embargo, en medio de la Aurora, muy por encima del desolado paisaje, Lyra distinguió algo concreto. Acercó el rostro a la rendija para verlo con más claridad y se dio cuenta de que los licenciados, situados más cerca de la pantalla, también proyectaban el cuerpo hacia delante. Al observar con más atención, la maravilla que sentía Lyra todavía fue en aumento al ver que allí en el cielo se perfilaba la inconfundible silueta de una ciudad: ¡torres, cúpulas, muros… edificios y calles… todo suspendido en el aire! Lanzó un suspiro de admiración.
El licenciado Cassington apuntó:
—Parece… una ciudad.
—Ni más ni menos —respondió lord Asriel.
—Una ciudad de otro mundo, ¿verdad? —terció el decano dejando traslucir un cierto desprecio en su voz.
Lord Asriel ignoró ese comentario. Hubo una oleada de excitación entre algunos licenciados, como si después de haber escrito tratados sobre la existencia del unicornio sin haber visto ninguno en su vida, acabasen de mostrarles un ejemplar vivo recién capturado.
—¿Se trata del asunto Barnard-Stokes? —preguntó el profesor Palmerian—. ¿Sí o no?
—Eso es lo que quiero averiguar —afirmó lord Asriel.
Estaba de pie a un lado de la pantalla iluminada y Lyra podía ver que sus ojos oscuros escrutaban a los licenciados mientras éstos examinaban fijamente la filmina de la Aurora. Junto a él, brillaba el verde fulgor de los ojos de su daimonion. Todas las venerables cabezas estaban tendidas hacia delante, con sus gafas lanzando destellos; tan sólo el rector y el bibliotecario seguían arrellanados en sus sillones y con las cabezas muy juntas.
El capellán intervino:
—Decía usted, lord Asriel, que buscaba noticias de la expedición Grumman. ¿También investigaba este mismo fenómeno el doctor Grumman?
—Creo que sí y creo también que había reunido gran cantidad de datos sobre el mismo, si bien no podrá proporcionárnoslos debido a que está muerto.
—¡No! —exclamó el capellán.
—Me temo que así es y tengo aquí las pruebas.
Una oleada de emoción y recelo recorrió todo el salón reservado cuando, siguiendo una indicación de lord Asriel, dos o tres de los licenciados más jóvenes trasladaron la caja de madera a la zona frontal de la estancia. Lord Asriel retiró la última filmina pero dejó encendido el proyector y, bajo el impresionante resplandor del círculo de luz, se inclinó para hacer palanca y abrir la caja. Lyra oyó el chirrido de los clavos al saltar de la madera húmeda. El rector se levantó para ver mejor lo que hubiera que ver, con lo que impidió la visión a Lyra. El tío de ésta volvió a tomar la palabra:
—Como ustedes recordarán, la expedición de Grumman desapareció hace dieciocho meses. Había recibido el encargo de la Academia Alemana de emprender viaje hacia el norte hasta llegar al polo magnético a fin de realizar ciertas observaciones espaciales. Precisamente en el curso de dicho viaje presenció el curioso fenómeno que ya hemos visto. Poco después, el hombre desapareció. Se creyó que habría sufrido un accidente y que su cadáver debía de haber quedado aprisionado todo este tiempo en alguna grieta. En realidad, no fue ningún accidente.
—¿Qué ha traído aquí? —preguntó el decano—. ¿Un contenedor al vacío?
Lord Asriel no dio ninguna respuesta. Lyra oyó el chasquido de grapas metálicas y un siseo como de aire que entrara en una vasija. Después, silencio. Aunque el silencio no fue muy largo. Tras unos momentos, Lyra oyó un confuso vocerío en el que se mezclaban gritos de horror, sonoras protestas, exclamaciones de indignación y de miedo.
—Pero qué…
—… apenas humano…
—… ha sido…
—¿… qué le ha sucedido?
La voz del rector los hizo callar a todos.
—Lord Asriel, en nombre de Dios, ¿pero qué nos trae aquí?
—La cabeza de Stanislaus Grumman —respondió la voz de lord Asriel.
En medio de aquella confusión de voces, Lyra oyó que alguien se dirigía dando traspiés a la puerta profiriendo al mismo tiempo sonidos incoherentes de desagrado. Lyra habría querido ver lo que veían ellos.
Lord Asriel explicó:
—Encontré su cuerpo conservado en el hielo a poca distancia de Svalbard. Éste es el trato que sus asesinos dieron a su cabeza. Observarán el esquema característico del cuero cabelludo arrancado. Supongo que usted lo conocerá bien, vicerrector.
La voz del anciano sonó firme al responder:
—He visto hacerlo a los tártaros. Es una técnica que se practica entre los aborígenes de Siberia y del Tungusk. De allí se difundió, como es lógico, a las tierras de los Skraelings, aunque creo que actualmente ha sido prohibida en Nueva Dinamarca. ¿Me permite examinarla más de cerca, lord Asriel?
Después de un breve silencio, volvió a hablar.
—No tengo muy buena vista y el hielo está sucio, pero yo diría que hay un agujero en la parte superior del cráneo. ¿Estoy en lo cierto?
—Lo está.
—¿Trepanación?
—Exactamente.
Esto provocó un murmullo de excitación. El rector se apartó y Lyra pudo ver de nuevo lo que sucedía. El viejo vicerrector, situado en el círculo de luz del proyector, sostenía un pesado bloque de hielo muy cerca de los ojos, en cuyo interior se encontraba encerrado un objeto que ahora Lyra distinguía muy bien: una masa informe y sanguinolenta que difícilmente habría podido identificarse como una cabeza humana. Pantalaimon revoloteó alrededor de Lyra, la inquietud del daimonion la afectó.
—¡Sssss! —le dijo en un murmullo—. ¡Escucha!
—El doctor Grumman fue en cierta ocasión alumno de este college —puntualizó el decano con voz encendida.
—Y acabó en manos de los tártaros…
—¿Tan al norte?
—¡Deben de haber llegado más allá de lo que se cree!
—¿No ha dicho usted que lo encontró cerca de Svalbard? —preguntó el decano.
—Exactamente.
—¿Debemos deducir que los panserbj’yrne tienen algo que ver con esto?
A Lyra la palabreja no le decía nada, pero resultaba evidente que era reveladora para los licenciados.
—Imposible —afirmó con decisión el licenciado Cassington—, jamás se han comportado de esta manera.
—Entonces quiere decir que usted no conoce a Iofur Raknison —intervino el profesor Palmerian, que había protagonizado varias expediciones a las regiones árticas—. No me sorprendería lo más mínimo que le hubiera dado por arrancar cueros cabelludos humanos a la manera tártara.
Lyra volvió a mirar a su tío, que observaba atentamente a los licenciados con una cierta ironía sardónica, aunque sin hacer comentario alguno.
—¿Quién es Iofur Raknison? —preguntó alguien.
—El rey de Svalbard —respondió el profesor Palmerian—. Sí, en efecto, uno de los panserbj’yrne. En cierto modo, un usurpador, porque se abrió subrepticiamente camino hacia el trono… o eso me han dicho, aunque no por ello deja de ser un personaje importante y que no tiene un pelo de tonto, pese a sus ridículas extravagancias, ya que se ha hecho construir un palacio de mármol importado y ha fundado lo que él llama una universidad…
—¿Para quién? ¿Para los osos? —soltó uno, provocando la carcajada de toda la concurrencia.
Pero el profesor Palmerian prosiguió:
—Debido a todo ello, puedo asegurarles que Iofur Raknison sería capaz de haberle hecho esto a Grumman. Al mismo tiempo, le complacería comportarse de forma totalmente diferente si se presentase la ocasión.
—Ya sabe usted cómo, ¿verdad, Trelawney? —preguntó el decano con ironía.
—Por supuesto que sí. ¿Sabe qué le gustaría por encima de todo? ¿Más aún que un título honorífico? ¡Pues querría tener un daimonion! Si encuentran la manera de proporcionárselo, se lo habrán metido en el bolsillo para lo que haga falta.
Los licenciados soltaron una risotada.
Lyra, perpleja, iba siguiéndolo todo, aunque no encontraba sentido alguno a lo que decía el profesor Palmerian. Por otra parte, estaba impaciente por saber más cosas acerca de cueros cabelludos arrancados, Luces Boreales y aquel misterioso Polvo. Sin embargo, se sentía decepcionada porque lord Asriel había acabado mostrándoles sus reliquias y fotografías y la conversación no tardó en convertirse en un estira y afloja por parte del personal del college con respecto a si debían proporcionarle o no algo de dinero para preparar una nueva expedición. Proseguían las discusiones y Lyra notaba que se le cerraban los ojos. No tardó en quedarse dormida y Pantalaimon se le enroscó en torno al cuello tras haber adoptado su forma favorita para dormir, la de un armiño.
Se despertó sobresaltada al notar que le sacudían los hombros.
—Silencio —le recomendó su tío.
La puerta del armario ropero estaba abierta y él permanecía agachado de espaldas a la luz.
—Ya se han ido todos, pero todavía anda por ahí algún criado suelto. Vete a tu cuarto y no digas nada de lo que has visto.
—¿Han hecho la votación para darte el dinero? —le preguntó Lyra, adormilada.
—Sí.
—¿Qué es el Polvo ése? —quiso saber Lyra haciendo esfuerzos para ponerse de pie, ya que tenía calambres tras haber estado doblada tanto tiempo.
—Nada que te importe.
—¡Claro que me importa! —exclamó Lyra—. Si quieres que esté escondida en el armario haciendo de espía tengo que saber lo que espío. ¿Me dejas que vea la cabeza?
Los blancos pelos de armiño de Pantalaimon se erizaron y Lyra notó un cosquilleo en el cuello. Lord Asriel se echó a reír.
—¡No seas morbosa! —le dijo mientras iba recogiendo las filminas y la caja de muestras—. ¿Has vigilado al rector?
—Sí, y lo primero que ha hecho ha sido comprobar lo del vino.
—Bien, de momento le he dado esquinazo. Haz lo que te he dicho, vete a la cama.
—¿Y tú? ¿Adónde vas?
—Vuelvo al norte. Salgo dentro de diez minutos.
—¿Puedo ir contigo?
Dejó lo que tenía entre manos y miró a Lyra como si la viera por primera vez en su vida. También el daimonion de lord Asriel volvió sus inmensos ojos verdes de irbis hacia la muchacha, quien se ruborizó al notar las miradas de ambos centradas en ella, aunque optó por devolvérsela orgullosamente.
—Tu sitio está aquí —respondió finalmente su tío.
—¿Por qué? ¿Por qué está aquí mi sitio? ¿Por qué no puedo ir al norte contigo? Quiero ver las Luces Boreales, los osos, los icebergs, todo… Quiero saber qué Polvo es ése… y esa ciudad suspendida en el aire. ¿Es otro mundo?
—No, tú no vienes, nena, quítatelo de la cabeza. La época es muy peligrosa. Haz lo que te he ordenado: ve a la cama y, si te portas bien, te traeré un colmillo de morsa con un esquimal en relieve. Y no discutas más porque de lo contrario me enfadaré.
Y el daimonion de su tío profirió un gruñido profundo y fiero que hizo que Lyra tuviera conciencia de pronto de lo que podían ser sus dientes al penetrar en la garganta.
Lyra apretó los labios y observó a su tío con dureza sin que éste se diera cuenta. Estaba ocupado sacando el aire de aquel contenedor hermético y daba la impresión de que se había olvidado de ella. Sin añadir palabra, pero todavía con los labios prietos y el ceño fruncido, la muchacha y su daimonion se dirigieron a la cama.
El rector y el bibliotecario eran viejos amigos y aliados y, siempre que se veían obligados a vivir algún episodio difícil, tenían por costumbre tomarse un vasito de brantwijn y consolarse mutuamente. Así pues, tan pronto como comprobaron que lord Asriel se había marchado, se dirigieron rápidamente a los aposentos del rector y se instalaron en su estudio con las cortinas corridas y un buen fuego en la chimenea, no sin que sus respectivos daimonions hubieran ocupado sus lugares habituales en la rodilla de uno y en el hombro del otro, y se dispusieron a especular un poco acerca de lo que acababa de ocurrir.
—¿Cree de verdad que sabía lo del vino? —preguntó el bibliotecario.
—Por supuesto que sí. No sé cómo se ha enterado, pero es evidente que lo ha hecho y que ha sido él mismo quien ha volcado la licorera. ¡Claro que lo sabía!
—Perdone, rector, pero no puedo remediar el alivio que siento por haberme quitado un peso de encima. No me gustaba ni pizca eso de…
—¿Envenenarlo?
—Sí, el asesinato.
—Como es lógico, se trata de algo que no puede gustar a nadie, Charles. Pero la cuestión es si resultaba peor hacerlo que las consecuencias de no haberlo hecho. Bien, ha intervenido algún tipo de Providencia y no ha sucedido. Lo único que lamento es haber cargado su conciencia con el conocimiento de ello.
—No, eso no —protestó el bibliotecario—, pero me habría gustado que usted me hubiera explicado algo más.
El rector se quedó un momento en silencio antes de responder.
—Sí, quizá debería haberlo hecho. El aletiómetro advierte de aterradoras consecuencias si lord Asriel continúa investigando. Dejando otras cosas aparte, la niña se verá involucrada y quiero mantenerla a salvo todo el tiempo que pueda.
—¿Tiene algo que ver este asunto de lord Asriel con esta nueva iniciativa del Tribunal Consistorial de Disciplina? ¿Eso que llaman Junta de Oblación?
—¿Lord Asriel? ¡Oh, no, en absoluto! Todo lo contrario. La Junta de Oblación tampoco es completamente responsable ante el Tribunal Consistorial, se trata más bien de una iniciativa privada dirigida por alguien que no aprecia en modo alguno a lord Asrield. Yo, que estoy situado entre los dos, Charles, no puedo hacer otra cosa que ponerme a temblar.
El bibliotecario guardó silencio a su vez. Desde que el papa Juan Calvino había trasladado la sede del papado a Ginebra y establecido el Tribunal Consistorial de Disciplina, el poder de la Iglesia sobre todos los aspectos de la vida había sido absoluto. Tras la muerte de Calvino quedó abolido el papado en sí, sustituido por toda una maraña de tribunales, colegios y consejos, conocidos colectivamente como Magisterio. Se trataba de instituciones que no siempre actuaban al unísono, ya que a veces surgía entre ellas una amarga rivalidad. Durante buena parte del siglo anterior, la más poderosa había sido el Colegio de los Obispos, pero en años recientes el Tribunal Consistorial de Disciplina había ocupado su puesto como el organismo más activo y más temido de todos los de la Iglesia.
Siempre resultaba posible, sin embargo, que surgieran organismos independientes bajo la capa protectora de otro sector del Magisterio, uno de los cuales era aquella Junta de Oblación a la que había hecho referencia el bibliotecario. Éste sabía poco sobre la misma, pero lo que había oído decir al respecto no le gustaba y le provocaba temor, por lo que entendía muy bien la angustia del rector.
—El profesor Palmerian citó un nombre —dijo el bibliotecario un instante después—. ¿Barnard-Stokes? ¿En qué consiste eso del asunto Barnard-Stokes?
—¡Ay, Charles, este terreno nos es ajeno! Según mi entender, la Santa Iglesia enseña que existen dos mundos: el mundo de todo lo que podemos ver, oír y tocar, y otro mundo, el espiritual del cielo y el infierno. Barnard y Stokes eran algo así como dos teólogos «renegados», que postulaban la existencia de muchos otros mundos como éste, ni cielo ni infierno, sino materiales y pecaminosos. Son mundos que están muy cerca, aunque invisibles e inasequibles. Como es natural, la Santa Iglesia condenó tan abominable herejía y Barnard y Stokes fueron reducidos a silencio.
»Pero por desgracia para el Magisterio parece que hay sólidos argumentos matemáticos que confirman la teoría de los otros mundos. En lo que a mí respecta, no los conozco, pero el licenciado Cassington me ha dicho que se trata de argumentos razonables.
—Y ahora lord Asriel ha hecho una fotografía de uno de estos otros mundos —apuntó el bibliotecario—, y nosotros lo hemos subvencionado para que lo localice, según entiendo.
—Eso mismo. A ojos de la Junta de Oblación y de sus poderosos protectores, dará la impresión de que el Jordan College es un semillero proclive a la herejía. Y yo, Charles, situado entre el Tribunal Consistorial y la Junta de Oblación, me veo obligado a mantener un equilibrio. Entretanto, la niña va haciéndose mayor. Y no la han olvidado. Tarde o temprano tenía que verse involucrada, pero ahora, tanto si quiero protegerla como si no, será arrastrada a ello.
—¡Por el amor de Dios! ¿Cómo lo sabe? ¿Otra vez el aletiómetro?
—Sí. Lyra tiene relación con todo esto, su papel es importante. Lo irónico del caso es que debe hacerlo sin darse cuenta de ello. Es necesario ayudarla, sin embargo, y si mi plan del Tokay hubiera tenido éxito, podría haberse mantenido a salvo un cierto tiempo más. Habría deseado ahorrarle un viaje al norte. ¡Cómo me gustaría poder contárselo todo a Lyra…!
—No le escucharía —le aseguró el bibliotecario—, la conozco muy bien. A la que tratas de explicarle algo serio, te atiende cinco minutos y después empieza a ponerse nerviosa. Cuando vuelves a insistir al cabo de un tiempo, compruebas que lo ha olvidado por completo.
—¿Y si le hablara del Polvo? ¿No cree que me escucharía?
El bibliotecario profirió un gruñido como para indicar que lo consideraba improbable.
—¿Por qué habría de hacerlo? —le preguntó—. ¿Por qué un enigma teológico tan remoto ha de interesar a una muchacha sana e irreflexiva?
—A causa de lo que ella deberá experimentar. Parte de esto incluye una gran traición…
—¿Quién va a traicionarla?
—No, no, y en eso estriba lo más triste: la traidora es ella y la experiencia será terrible. Lyra no debe saberlo, por supuesto, pero no hay razón para que no se entere del problema del Polvo. Y usted podría equivocarse, Charles. Quizá si se lo explicaran de una manera sencilla, lo acogería con interés. Y a lo mejor le serviría de ayuda más adelante. Y en cuanto a mí, me ayudaría a sentirme menos inquieto por ella.
—Es deber de los viejos sentirse angustiados por los jóvenes —sentenció el bibliotecario—. Y es deber de los jóvenes menospreciar la angustia de los viejos.
Se quedaron sentados un rato más y después se separaron, porque ya era tarde: los dos eran viejos y se sentían angustiados.