Fjällbacka, 1875
Los días se convirtieron en semanas, y los meses en años. Emelie había logrado acomodarse y adaptarse al ritmo apacible de Gråskär. Era como si viviera en armonía con la isla. Sabía exactamente cuándo florecerían las malvarrosas, cuándo se impondría el frío otoñal al calor del verano, cuándo se helaría el lago y cuándo se resquebrajaría el hielo. La isla era su mundo y, en ese mundo, Gustav era el rey. Era un niño feliz y Emelie no dejaba de asombrarse al ver lo mucho que disfrutaba de una existencia tan limitada como la suya.
Karl y Julián ya apenas hablaban con ella. Aun en un espacio tan reducido, llevaban vidas separadas. Incluso habían dejado de maltratarla de palabra. Como si ya no fuese un ser humano, alguien con quien ensañarse. Más bien la trataban como a un ser invisible. Ella se ocupaba de todo lo necesario pero, por lo demás, no le prestaban atención. También Gustav se adaptó a aquel orden extraño. Nunca trató de acercarse a Karl o a Julián. Para él, eran menos reales que los muertos. Y Karl nunca llamaba a su hijo por su nombre. El niño, decía las pocas veces que hablaba de él.
Emelie sabía perfectamente en qué momento el odio pasó a ser indiferencia. Ocurrió un día, poco después de que Gustav hubiese cumplido dos años. Karl volvió de Fjällbacka con una expresión difícil de interpretar. Estaba sobrio. Por una vez, Julián y él no se habían pasado por la taberna de Abelas, algo totalmente insólito. Pasaron varias horas sin que dijera una palabra, mientras Emelie trataba de adivinar qué habría pasado. Al final, Karl le dejó una carta en la mesa de la cocina.
—Mi padre ha muerto —dijo Karl. Y fue como si se le hubiese soltado algo por dentro, liberándolo. A Emelie le habría gustado que Dagmar le hubiera revelado algo más sobre Karl y su padre, pero ya era tarde. No tenía remedio y, simplemente, se alegraba de que su marido los dejase tranquilos a ella y a Gustav.
Asimismo, y a medida que pasaban los años, iba viendo cada vez con más claridad la presencia de Dios en toda Gråskär. La inundaba una gratitud inmensa al pensar que Gustav y ella podían vivir allí y sentir el espíritu de Dios en el movimiento de las aguas, y oír su voz en el rumor del viento. Cada día vivido en la isla era un regalo, y Gustav era un niño adorable. Sabía que pensar así de su hijo, que había nacido a su imagen, era soberbia. Pero según la Biblia, también había nacido a imagen y semejanza de Dios, y Emelie esperaba que le perdonase aquel pecado. Porque era un niño precioso, con aquellos rizos rubios, los ojos azules y largas pestañas espesas que se distinguían sobre el fondo de sus mejillas cuando lo veía dormir a su lado por las noches. El pequeño hablaba con ella sin parar, con ella y con los muertos. A veces, ella lo escuchaba a hurtadillas, sonriendo. Era tan listo, y ellos tenían tanta paciencia con el pequeño…
—¿Puedo salir, madre?
Le preguntó tirándole de la falda.
—Claro que sí. —Emelie se agachó y le dio un beso en la mejilla—. Pero ten cuidado, no vayas a caerte en el agua.
Emelie lo vio cruzar el umbral. En realidad, no estaba preocupada. Sabía que no estaba solo. Los muertos y Dios cuidaban de él.