Fjällbacka, 1873
La vida en la isla había cambiado, aunque la mayor parte seguía como siempre. Karl y Julián la miraban con el mismo destello maligno de antes y de vez en cuando le soltaban un comentario hiriente. Pero a ella no le afectaba, porque ahora tenía a Gustav. Estaba totalmente absorta en aquel hijo maravilloso, y mientras lo tuviera, podría soportarlo todo. Podría vivir en Gråskär hasta el día de su muerte siempre y cuando Gustav estuviera a su lado. Eso era lo único que importaba. Y aquella certeza le infundía calma, igual que su fe en Dios. A medida que pasaban los días en esa isla inhóspita se le hacía más patente la palabra de Dios. Dedicaba todo su tiempo libre a leer con atención lo que pudiera decirle la Biblia, y el mensaje le colmaba el corazón, ayudándole a olvidar todo lo demás.
Para desdicha suya, Dagmar había fallecido dos meses después de su regreso a la isla. Ocurrió de un modo tan horrible que Emelie ni siquiera era capaz de pensar en ello. Una noche, alguien entró en su casa, seguramente para robarle lo poco que tuviera de valor. La mañana siguiente, una amiga la encontró muerta. Emelie se echaba a llorar con solo pensar en Dagmar y en el destino brutal que le tocó vivir. A veces esa imagen era mucho más de lo que podía soportar. ¿Quién podría ser tan malvado y llevar dentro tanto odio como para quitarle la vida a una anciana que no había hecho mal a nadie?
Los muertos le susurraban un nombre por las noches. Ellos lo sabían y querían que Emelie escuchara lo que tenían que decirle, pero ella no quería saber nada, no quería oír nada. Ella solo echaba de menos a Dagmar con toda su alma. Para ella habría sido un consuelo saber que la tenía allí, en Fjällbacka, pese a que seguía sin poder ir con los dos hombres a comprar provisiones, y no habría podido verla. Ahora ya no estaba, y Emelie y Gustav volvían a estar solos.
Aunque eso no era del todo cierto. Cuando volvió con Gustav en los brazos, ellos la esperaban en las rocas. Le daban la bienvenida a la isla. A aquellas alturas no tenía que esforzarse para verlos. Gustav tenía ya un año y medio y, aunque al principio no estaba segura, se dio cuenta de que él también los veía. De pronto sonreía y saludaba con la mano. Su presencia lo llenaba de alegría, y que él estuviera contento era lo único que le importaba a Emelie.
La existencia en la isla podría haber sido muy monótona, todos los días eran iguales. Y sin embargo, nunca se sintió más satisfecha. El pastor los había visitado otra vez. Emelie tenía la sensación de que se preocupaba por ellos y quería ver que todo iba bien. Pero no tenía por qué inquietarse. El aislamiento que antes la desasosegaba había dejado de afectarle. Tenía toda la compañía que necesitaba, y su vida había adquirido sentido. ¿Quién se atrevería a pedir más? El pastor se fue de allí tranquilo. Había visto la paz que irradiaba su rostro, la Biblia, tan usada, que tenía abierta en la mesa de la cocina. Le dio a Gustav una palmadita en la mejilla y, medio a escondidas, un caramelo de menta y le dijo que era un chico magnífico, y Emelie se sintió tan orgullosa…
Karl, en cambio, ignoraba al niño por completo. Era como si su hijo no existiera. Además, había dejado el dormitorio común definitivamente y se había trasladado a la habitación de la planta baja, mientras que Julián se cambió al sofá de la cocina. El niño lloraba a todas horas, decía Karl, pero Emelie sospechaba que no era más que una excusa para no tener que compartir con ella el lecho matrimonial. A ella no le importaba en absoluto, sino que ahora dormía con Gustav a su lado, con el bracito rollizo alrededor del cuello y la boquita en la mejilla. Eso era cuanto necesitaba.
Eso y a Dios.