Fjällbacka, 1871
Era un niño tan hermoso, y el parto fue de maravilla. Eso mismo dijo la matrona cuando se lo puso en el pecho envuelto en una sabanita. Una semana después aún seguía vivo el sentimiento de felicidad, y era como si se fortaleciera a cada minuto.
Y Dagmar se sentía tan feliz como ella. En cuanto Emelie necesitaba algo, allí estaba Dagmar, y cambiaba al niño con la misma expresión de veneración que Emelie le veía los domingos en la iglesia. Lo que estaban compartiendo era un milagro.
El bebé dormía en una cesta, junto a la cama de Emelie. Podía pasarse horas sentada mirando cómo dormía jadeando con la manita cerrada pegada a la mejilla. Cuando se le rizaba la boquita, a Emelie le daba por pensar que era una sonrisa, una expresión de alegría por existir.
Ahora resultaban útiles la ropa y las sabanitas a las que tantas horas habían dedicado ella y Dagmar. Tenían que cambiarlas varias veces al día, y el pequeñín estaba siempre limpio y satisfecho. Emelie tenía la sensación de que el niño, ella y Dagmar vivían en un pequeño mundo aparte, sin penas ni preocupaciones. Y ya había pensado en un nombre. Se llamaría Gustav, como su padre. No tenía intención de preguntarle a Karl. Gustav era su hijo, solo suyo.
Karl no la había visitado una sola vez mientras estaba en casa de Dagmar. Pero ella sabía que sin duda había estado en Fjällbacka, que habría ido allí con Julián, como siempre. Aunque era un alivio no tener que verlo, le dolía que no se preocupara por ella. Le dolía no significar para él ni un poco siquiera.
Había intentado hablar con Dagmar de ello, pero como siempre que se trataba de Karl, la buena mujer se cerraba en banda. Volvía a responder entre susurros, que Karl había tenido una vida muy dura y que ella no quería meterse en los asuntos de la familia. Emelie terminó dándose por vencida: jamás comprendería a su marido, y fuera como fuese, tendría que aceptar su suerte. Hasta que la muerte os separe, les había dicho el pastor, y así tendría que ser. Solo que ahora tenía algo más, aparte de los otros, que le habían procurado consuelo en la soledad de su existencia en la isla. Ahora contaba con algo que era de verdad.
Tres semanas después del nacimiento de Gustav, vino Karl a buscarla. Apenas miró a su hijo. Se quedó esperando impaciente en el recibidor y le dijo que hiciera el equipaje, porque en cuanto Julián hubiera terminado de hacer la compra, partirían rumbo a la isla. Y ella y el niño tenían que acompañarlos.
—Tía, ¿ha dicho algo mi padre sobre el niño? Le he escrito, pero no me ha contestado —dijo Karl mirando a Dagmar. Parecía angustiado y, al mismo tiempo, ansioso, como un escolar que quisiera complacer. A Emelie se le ablandó un poco el corazón al ver la inseguridad de Karl, y pensó en lo mucho que le gustaría saber más y poder comprenderlo.
—Sí, recibió tu carta, y está contento y satisfecho. —Dagmar dudó un instante—. Estaba muy preocupado, ¿sabes?
Intercambiaron una mirada que Emelie, que tenía a Gustav en brazos, no pudo interpretar.
—Mi padre no tiene ningún motivo por el que preocuparse —dijo Karl con encono—. Díselo de mi parte.
—Lo haré. Pero tendrás que prometer que tratarás bien a tu familia y te encargarás de ella.
Karl bajó la vista.
—Desde luego que sí —dijo, y se dio media vuelta—. Espero que estés lista para salir dentro de una hora —añadió dirigiéndose a Emelie por encima del hombro.
Ella asintió, pero notó cómo se le hacía un nudo en la garganta. Pronto estaría de vuelta en Gråskär. Abrazó a Gustav y lo apretó fuerte contra el pecho.