Fjällbacka, 1871

Fue el tiempo más maravilloso de su vida. Cuando Karl y Julián se alejaron de Fjällbacka en el barco rumbo a Gråskär comprendió lo que la vida en la isla le había hecho. Se sentía como si pudiera respirar por primera vez en mucho tiempo.

Dagmar la mimaba continuamente. Emelie se sentía avergonzada a veces al ver lo bien que la trataba y lo poco que tenía que trabajar. Trataba de ayudar con la limpieza, la colada y la comida, porque quería ser útil, no convertirse en una carga. Pero ella la apartaba y le ordenaba que descansara, y al final tuvo que doblegarse a aquella voluntad, que era más fuerte que la suya. Y claro que era agradable descansar, eso no podía negarlo. Le dolían la espalda y las articulaciones, y el bebé no paraba de dar pataditas. El cansancio era, pese a todo, lo que más notaba. Era capaz de dormir doce horas seguidas por la noche y luego echarse una siesta después del almuerzo, sin por ello sentirse espabilada cuando estaba despierta.

Le encantaba tener quien se ocupara de ella. Dagmar preparaba tés e infusiones exóticas que, según decía, le darían fuerzas, y la obligaba a comer las cosas más extrañas para fortalecerla. No parecían ser de gran ayuda, el cansancio no cedía, pero se daba cuenta de que a Dagmar le sentaba bien ser útil. Así que Emelie comía y bebía sin protestar todo lo que le servía.

Lo mejor de todo eran las noches. Entonces se sentaban en la salita y charlaban mientras tejían, hacían ganchillo y cosían ropita para el bebé. A Emelie no se le daban muy bien las labores de aguja hasta que llegó a casa de Dagmar. Las criadas practicaban otras tareas. Pero Dagmar era muy habilidosa con la aguja y el hilo, y le enseñó todo lo que sabía. Los montones de mantas y ropita de bebé crecían sin parar. Allí estaban los gorritos, las camisitas, los calcetines y todo lo que un pequeñín necesitaba al principio. Lo más bonito era el centón, al que dedicaban un rato cada noche. En cada cuadro bordaban lo que se les ocurría. Lo que más le gustaba a Emelie eran los cuadros con malvarrosas. Al verlos, sentía una punzada en el corazón. Porque, por extraño que pareciera, a veces añoraba Gråskär. No a Karl y a Julián, a ellos no los echaba de menos ni un segundo, pero la isla se había convertido en una parte de ella.

Una noche trató de hablar de Gråskär con Dagmar, de aquella cosa tan singular que existía allí y de por qué nunca llegó a sentirse sola. Pero aquel era el único tema del que no podían hablar bien. Dagmar apretaba los labios y volvía la cara de un modo que indicaba que no quería escuchar. Tal vez no fuese tan extraño. A ella misma le parecía rarísimo cada vez que trataba de describirlo, pese a lo natural y obvio que le resultaba cuando estaba en la isla. Cuando se encontraba entre ellos.

Había otro asunto que nunca trataban. Emelie había intentado preguntar por Karl, por su padre y por su infancia. Pero entonces veía la misma expresión en el semblante de Dagmar. Lo único que le decía era que el padre de Karl siempre les había exigido mucho a sus hijos, y que Karl lo había decepcionado. No conocía los detalles, decía, y no quería hablar de cosas que, en realidad, no conocía. Así que Emelie no insistió más. Se contentó con dejarse imbuir de la calma que reinaba en el hogar de Dagmar y sentarse por las noches a tejer calcetines para el bebé cuyo nacimiento se acercaba. Gråskär y Karl tendrían que esperar. Pertenecían a otro mundo, a otro tiempo. Ahora solo existía el sonido de las agujas y el hilo blanco que resplandecía a la luz de los candiles. La vida en la isla volvería a ser su realidad dentro de un tiempo. Aquello no era más que un sueño del que no tardaría en despertar.