Fjällbacka, 1871

El examen del doctor fue de lo más extraño. Ella nunca había estado enferma y no estaba acostumbrada a la sensación de las manos de un hombre desconocido recorriéndole el cuerpo. Pero la presencia de Dagmar la tranquilizó y, una vez terminado el reconocimiento, el doctor les aseguró que todo parecía en orden y que lo más probable era que Emelie tuviera un hijo sano.

Cuando salieron de la consulta, sintió que la invadía la dicha.

—¿Tú crees que será niña, o niño? —preguntó Dagmar. Se detuvieron un instante para recobrar el aliento y, con mucho cariño, le puso la mano en el vientre.

—Creo que será un niño —dijo Emelie. Estaba totalmente segura. No era capaz de explicar por qué tenía la certeza de que quien daba aquellas pataditas enérgicas era un niño, pero lo sabía.

—Un niño. Sí, a mí también me parece que es una barriga de niño.

—Solo espero que no… —Emelie no terminó la frase.

—Esperas que no se parezca a su padre.

—Sí —susurró Emelie, y sintió que se esfumaba toda la alegría. La sola idea de volver al barco con Karl y Julián y de regresar a la isla le infundía deseos de huir.

—Karl no lo ha tenido fácil en la vida. Su padre no lo trató bien.

Emelie quería preguntar a qué se refería, pero no se atrevió. Sin poder evitarlo, empezó a llorar y, avergonzada, trató de secarse las lágrimas con la manga. Dagmar la miró muy seria.

—Según el médico, la cosa no está nada bien —dijo.

Emelie la miró desconcertada.

—Pero…, si ha dicho que todo estaba en orden.

—No, todo lo contrario. Hasta el punto de que tienes que guardar cama el resto del embarazo, y además, cerca del médico, por si necesitas ayuda urgente. Así que lo del viaje en barco es imposible.

—Sí, no… —Emelie empezaba a comprender lo que quería decir, pero no se atrevía a creerlo del todo—. No, claro, no estoy nada bien. Pero ¿dónde voy a…?

—Yo tengo una habitación vacía. Al médico le ha parecido una buena idea que te quedaras conmigo, así tienes quien te cuide.

—Sí —dijo Emelie, y empezó a llorar otra vez—. Pero ¿no será mucha molestia? No tenemos posibilidad de pagarle.

—No es necesario. Soy una anciana y vivo sola en una casa enorme, así que me alegro de tener compañía. Y me alegro de ayudar a que una criatura venga al mundo. Sería una gran satisfacción para mí.

—O sea que el médico ha dicho que no estoy bien —repitió Emelie atemorizada cuando ya se acercaban a la plaza.

—No, no estás nada bien. Derecha a la cama, eso es lo que ha dicho. De lo contrario, todo saldrá mal.

—Sí, eso ha dicho —dijo Emelie, pero al ver a Karl a lo lejos, empezó a acelerársele el corazón.

Cuando las vio venir, se les acercó impaciente.

—Pues sí que ha llevado tiempo. Tenemos montones de cosas que hacer y tenemos que volver pronto a casa.

Normalmente no tenéis tanta prisa en volver, pensó Emelie. Cuando podían pasarse por el Abelas no les importaba volver tarde a la isla. De repente apareció Julián detrás de él y, por un instante, la invadió un pánico tal que creyó que se caería muerta allí mismo. Luego notó el apoyo de un brazo que se le agarraba.

—Ni hablar —dijo Dagmar con voz serena y firme—. El médico le ha mandado reposo, tiene que guardar cama. E iba muy en serio.

Karl se quedó pasmado. Miraba a Emelie, que casi podía ver el torbellino de ideas que le rondaban la cabeza como ratas. Sabía que no estaba preocupado por ella, sino que trataba de valorar las consecuencias de lo que su tía acababa de decir. Emelie callaba. Se balanceaba levemente adelante y atrás, porque le dolían los pies y la espalda después del paseo.

—Eso no puede ser —dijo Karl al fin, y Emelie vio que las ratas seguían dándole vueltas y más vueltas en la cabeza—. ¿Quién se hará cargo de las tareas de la casa?

—Ah, eso, bueno, vosotros os arregláis bien solos, estoy segura —dijo Dagmar—. Seguro que sabéis cocer unas patatas y freír un poco de pescado. No creo que vayáis a moriros de hambre.

—Pero ¿dónde va a vivir Emelie, tía? Nosotros tenemos que cuidar del faro, así que yo no puedo venirme aquí. Y no podemos permitirnos alquilar una habitación para ella en el pueblo, ¿de dónde íbamos a sacar el dinero? —Empezaba a ponerse rojo de ira y Julián lo miraba con encono.

—Emelie puede vivir conmigo. Por mí, encantada de tener compañía, y desde luego, no quiero que me pagues nada. Estoy segura de que a tu padre le parecerá perfecto, pero si quieres puedo hablar con él.

Karl la miró unos segundos. Luego, apartó la vista.

—No, está bien —murmuró—. Gracias, muy amable.

—Para mí es un placer. Y vosotros os arregláis solos en la isla, ya veréis.

Emelie no se atrevía ni a mirar a su marido de reojo. No podía esconder la sonrisa que se le había dibujado en los labios. Gracias, gracias, Dios mío. No tenía que volver a la isla.