Fjällbacka, 1871
La primera vez que le permitieron salir de Gråskär estaban a principios de otoño. El vaivén del viaje en barco le reavivó la preocupación igual que la primera vez que se marchó de casa, pero no se dejó atrapar por el pánico. Había vivido muy cerca del mar, conocía sus matices y sonidos, y de no haber sido porque también el mar la había tenido atrapada en la isla, lo habría aceptado. Ahora el mar la llevaba al puerto.
El agua relucía como un espejo y no pudo resistir la tentación de hundir en ella la mano e ir formando una estela junto al barco. Se apoyó en la borda para alcanzar hasta la superficie, y llevaba la otra mano en el vientre, protegiéndolo. Karl iba al timón. De pronto, lejos de Gråskär y de la sombra del faro, se lo veía muy diferente. Era apuesto. Hacía mucho que no pensaba en eso. La crueldad de la mirada lo afeaba, pero al verlo ahora, con la vista al frente, recordó lo que una vez halló tan atractivo. Tal vez la isla lo hubiese transformado, pensó Emelie. Quizá en la isla hubiese algo que encendía su maldad. Desechó la idea. Qué loca estaba. Pero las palabras de advertencia de Edith le resonaban en la memoria.
Sea como fuere, hoy se alejaban de la isla, si bien solo por unas horas. Podría ver gente, acompañarlos a comprar víveres y tomar café en casa de la tía de Karl, que los había invitado. Y también iría a ver al doctor. No estaba preocupada. Sabía que el niño estaba bien, le daba pataditas en el vientre. Pero sería una bendición que se lo confirmaran.
Cerró los ojos y sonrió. Notaba en la piel la caricia placentera del viento.
—Siéntate bien —le dijo Karl. Ella se sobresaltó.
Le volvió otra vez a la memoria aquel primer viaje en barco. Ella estaba recién casada y llena de esperanza. Karl todavía era amable con ella.
—Perdón —dijo Emelie, y bajó la vista. No sabía muy bien por qué había pedido perdón.
—Y nada de charla —respondió con voz fría. Volvía a ser el mismo Karl de la isla. El feo de mirada cruel.
—No, Karl. —Emelie seguía con la vista fija en la cubierta. El niño le pateó tan fuerte en la barriga que contuvo la respiración.
De repente, Julián se levantó de su sitio frente a ella y se le sentó muy cerca, demasiado cerca. Le agarró el brazo con fuerza.
—Ya has oído lo que ha dicho Karl. Nada de charla. Nada de charla sobre la isla ni sobre lo que solo nos atañe a nosotros. —Le clavaba los dedos cada vez más fuerte, y Emelie hizo una mueca de dolor.
—No —dijo, a punto de saltársele las lágrimas.
—Quédate muy quietecita. Es fácil caerse por la borda —dijo Julián en voz baja, le soltó el brazo y se levantó. Volvió a su sitio y miró hacia Fjällbacka, que ya se oteaba a proa.
Emelie se puso las manos temblorosas en el vientre. De pronto se dio cuenta de que echaba de menos a los que había dejado en la isla. Los que se habían quedado allí sin poder salir nunca. Se prometió a sí misma que rogaría por ellos. Quizá Dios oyera sus plegarias y se compadeciera de aquellas almas errabundas.
Cuando atracaron en el muelle junto a la plaza, se enjugó las lágrimas y notó que la sonrisa se le abría paso entre los labios. Por fin se encontraba de nuevo entre personas. Aún cabía la posibilidad de dejar Gråskär.