Fjällbacka, 1871

El odio de Karl hacia ella parecía crecer al mismo ritmo que el niño crecía en su vientre. Porque ahora comprendía que debía tratarse de eso, aunque no comprendía por qué. ¿Qué había hecho ella? Karl la miraba con los ojos cargados de odio. Al mismo tiempo, a veces creía ver en ellos cierta desesperación, como si fuera un animal atrapado. Se diría que estuviera prisionero y no pudiera liberarse, como si fuera tan prisionero como ella. Pero por alguna razón, él lo pagaba con Emelie, como acusándola de ser su carcelera. La actitud de Julián no mejoraba la situación. Su carácter sombrío influía en Karl, cuya indiferencia, que al principio podía confundir incluso con una amabilidad distraída, había desaparecido por completo. Ella era el enemigo.

Ya había empezado a acostumbrarse a la dureza de sus palabras. Tanto Karl como Julián se quejaban de cuanto hacía. La comida estaba o demasiado fría o demasiado caliente. Las raciones que servía eran demasiado grandes o demasiado pequeñas. La casa nunca estaba lo bastante limpia, su ropa nunca lo bastante ordenada. Nada estaba nunca a su gusto. Pero las palabras podía soportarlas, contra ellas había aprendido a protegerse. Con los golpes, en cambio, le costaba más reconciliarse. Karl nunca la había golpeado antes, pero desde que le contó que estaba en estado, su existencia en la isla cambió por completo. Había tenido que aprender a convivir con el dolor de las bofetadas y los golpes. Y también le permitía a Julián que le pusiera la mano encima. Eso la desconcertaba. ¿No era aquello lo que los dos querían?

De no haber sido por el niño que llevaba dentro, se habría hundido en el mar. Hacía mucho que se había derretido el hielo y el verano tocaba a su fin. Sin las pataditas que sentía en el vientre, que la animaban y le infundían fuerzas, se habría adentrado en las aguas desde la playa hasta que el mar se la hubiese llevado. Sin embargo, sentía tal alegría por el niño… A cada insulto, a cada golpe, ella siempre podía hallar consuelo en la vida que le crecía en las entrañas. El niño era su salvavidas. Eso sí, el recuerdo de la noche en que lo concibió prefería olvidarlo, apartarlo en lo más remoto de la memoria. Ya no importaba. El niño se movía en su vientre, y era suyo.

Con gran esfuerzo, se levantó después de haber fregado el suelo con jabón. Había colgado todas las alfombras para que se aireasen. En realidad, debería haberlas lavado a fondo en primavera. Se había pasado el invierno reuniendo ceniza fina de la chimenea para lavarlas. Pero con la barriga y el cansancio, aquella primavera y aquel verano tendría que contentarse con airearlas. El niño nacería en noviembre. Quizá tuviera fuerzas para lavarlas antes de Navidad, si todo iba bien.

Emelie estiró la espalda dolorida y abrió la puerta. Fue a la parte trasera de la casa y se permitió unos minutos de descanso. En uno de los laterales estaba su mayor orgullo: el huerto que con tanto esfuerzo había cultivado en tan árido terreno. Eneldo, perejil y cebollino mezclados con las malvarrosas y la dicentra. Era tan desgarradoramente hermoso en medio de aquella grisura y aquella aridez que cada vez que pasaba por ese lado de la casa y lo veía se le encogía el corazón. Era suyo, algo que ella había creado en aquella isla. Todo lo demás pertenecía a Karl y a Julián. Siempre estaban haciendo algo. Cuando no tenían turno en el faro o estaban durmiendo, arreglaban algo, daban martillazos y aserraban. No eran unos haraganes, eso tenía que reconocerlo, pero el modo en que trabajaban tenía algo de patológico, cómo luchaban imperturbables contra viento y marea por construir aquello que el viento y el agua del mar destruían en cuanto lo terminaban.

—La puerta estaba abierta. —Karl apareció en la esquina, y ella se sobresaltó y se protegió el vientre con las manos—. ¿Cuántas veces tengo que decir que debe estar cerrada? ¿Tanto te cuesta entenderlo?

Parecía tranquilo. Emelie sabía que se había pasado la noche de guardia en el faro y el cansancio le oscurecía aún más la mirada. Muerta de miedo, se encogió.

—Perdón, creía que…

—¡¿Que creías?! Mujer estúpida, ni siquiera sirves para cerrar la puerta. Y aquí estás, perdiendo el tiempo, en lugar de cumplir con tu deber. Julián y yo no paramos de trabajar las veinticuatro horas del día mientras que tú te dedicas a esto. —Dio un paso al frente y, antes de que ella pudiera reaccionar, arrancó un ramo de malvarrosas con raíz y todo.

—¡No, Karl, no! —No lo pensó, se quedó mirando el tallo que tenía colgando en la mano como si lo estuviera estrangulando despacio. Emelie se le colgó del brazo e intentó arrebatárselo.

—¿Pero qué haces?

Pálido y con aquella mezcla extraña de odio y desesperación en la mirada, alzó la mano para golpearla. Parecía confiar en que el golpe aliviara su propio sufrimiento, aunque la decepción era siempre la misma. Si supiera en qué consistía su sufrimiento y si era ella quien se lo causaba…

En esta ocasión no se apartó, se armó de valor y le dio la cara para recibir la bofetada que sabía que le daría. Pero la mano se detuvo en el aire. Lo miró sorprendida y se dio cuenta de que Karl tenía la mirada clavada en el mar, hacia Fjällbacka.

—Alguien se acerca —dijo Emelie, y soltó el brazo de Karl.

Llevaban cerca de un año viviendo en la isla y no habían recibido una sola visita. Aparte de Karl y Julián, no había visto un alma desde el día en que bajó del barco que los llevó a Gråskär.

—Parece el pastor. —Karl bajó despacio la mano en la que aún sostenía las malvarrosas. Miró las flores, preguntándose cómo habían ido a parar allí. Luego, las soltó nervioso y se limpió las manos en los pantalones.

—¿Y qué habrá venido a hacer aquí el pastor?

Emelie le vio la inquietud en los ojos y, por un instante, no pudo evitar alegrarse, pero se arrepintió enseguida de su inquina. Karl era su marido, y la Biblia decía que había que honrar al esposo. Hiciera lo que hiciera, y la tratara como la tratara, ella debía cumplir su mandato.

El barco del pastor se acercaba. Cuando solo faltaban doscientos o trescientos metros, Karl saludó con la mano y bajó para recibir al visitante. A Emelie le latía el corazón en el pecho. ¿Sería bueno o malo que el pastor se presentara allí inesperadamente? Volvió a protegerse el vientre con las manos. También ella sentía la inquietud en su interior.