Fjällbacka, 1871
El hielo había empezado a quebrarse. El sol de abril iba derritiendo la nieve y pequeños brotes verdes empezaban a salpicar la isla aquí y allá. Tenía presentes el techo de la habitación, que le daba vueltas, el dolor, retazos del recuerdo de sus rostros. Pero Emelie revivía a veces el terror con tal intensidad, que se quedaba sin respiración.
Ninguno de los tres había hablado de ello. No hizo falta. Oyó cómo Julián le decía a Karl que esperaba que ahora su padre estuviera satisfecho. No era difícil comprender que todo guardaba relación con la carta que había recibido, pero eso no atenuaba ni la vergüenza ni la humillación. Habían sido precisas las amenazas del padre para que Karl cumpliera con su deber marital. Seguramente, su suegro habría empezado a preguntarse por qué Karl y ella no tenían hijos.
Aquella mañana se levantó transida de frío. La habían dejado tumbada en el suelo, con la falda de gruesa lana negra y las enaguas blancas subidas hasta la cintura. Se apresuró a taparse, pero la casa estaba vacía. Allí no había nadie. Con la boca seca y el dolor aporreándole la cabeza se puso de pie. Estaba dolorida también entre las piernas y un rato después, al ir a la letrina, vio la sangre reseca en la cara interior de los muslos.
Muchas horas después, cuando Karl y Julián volvieron del faro, los dos se comportaron como si nada hubiera ocurrido. Emelie dedicó el día a fregar la casita con el cubo y el cepillo. Nadie la molestó en su tarea. Los muertos observaban un silencio extraño. Como de costumbre, empezó a preparar la comida de modo que estuviera lista para las cinco, la hora habitual, y peló las patatas y asó el pescado con movimientos mecánicos. Tan solo el leve temblor que advirtió en la mano al oír los pasos de Karl y Julián acercándose a la puerta podía desvelar los sentimientos que la embargaban. Pero para cuando entraron, se quitaron los abrigos y se sentaron a la mesa, el temblor había desaparecido. Así transcurrieron los días del invierno. Entre el recuerdo vago de lo ocurrido y el frío, que extendió una capa de hielo blanco sobre las aguas.
Sin embargo, esa capa ya empezaba a quebrarse, y Emelie salía a veces, se sentaba en el banco, junto a la fachada de la casa, y dejaba que los rayos del sol le calentasen la cara. Incluso había ocasiones en que se sorprendía sonriendo, porque ahora ya lo sabía. Al principio no estaba segura, no conocía su cuerpo hasta ese punto, pero finalmente no le cupo la menor duda. Ya estaba en estado. Aquella noche que en su recuerdo se había convertido en un mal sueño traería consigo algo bueno. Tendría un pequeño. Alguien de quien ocuparse y con quien compartir la vida en la isla.
Cerró los ojos y se puso la mano en el vientre, con el sol calentándole las mejillas. Alguien se acercó y se le sentó al lado, pero al mirar a la otra mitad del banco, vio que estaba vacío. Emelie cerró los ojos otra vez, sonriendo. Era muy agradable no estar sola.