Fjällbacka, 1871

El ambiente había sido de lo más extraño a lo largo del día. Karl y Julián estuvieron vigilando el faro a ratos y, por lo demás, se mantenían apartados de ella. Ninguno de los dos la miraba a los ojos.

Los demás también notaban que había algo amenazador en el aire. Estaban más presentes que de costumbre, aparecían de pronto para esfumarse enseguida y a toda prisa. Se cerraban puertas y se oían en el piso de arriba pasos que cesaban cuando ella subía. Querían algo de ella, eso estaba claro, pero no alcanzaba a comprender qué. En varias ocasiones notó el soplo de un hálito en la mejilla y cómo alguien le tocaba el hombro o el brazo. Como el roce de una pluma en la piel que, una vez desaparecido, se le antojaba una ilusión. Pero sabía que era real, tan real como la sensación de que debería huir de allí.

Emelie contemplaba el manto de hielo con nostalgia. Tal vez debiera aventurarse a cruzarlo. No acababa de pensarlo cuando notó una mano en la espalda, como queriendo empujarla hacia la puerta. ¿Sería eso lo que querían decirle? ¿Que debería irse mientras pudiera? Pero le faltaba valor. Allí seguía, deambulando por la casa como un alma en pena. Limpiaba, ordenaba e intentaba no pensar. Era como si la ausencia de aquellas miradas malévolas fuera más ominosa y aterradora que las miradas en sí mismas.

A su alrededor, los otros buscaban su atención. Trataban de que los escuchara, pero por mucho que se esforzaba, no los entendía. Notaba las manos que la tocaban, oía los pasos que la seguían impacientes dondequiera que fuese y los susurros nerviosos y entremezclados, imposibles de distinguir.

Cuando cayó la noche le temblaba todo el cuerpo. Sabía que Karl no tardaría en salir al primer turno de guardia en el faro y le corría prisa tener la cena lista. Sin pensarlo, se puso a preparar el pescado salado. Al ir a verter el agua hirviendo de las patatas, temblaba de tal manera que estuvo a punto de escaldarse.

Se sentaron a la mesa y, de repente, oyó un retumbar como de pasos en el piso de arriba. Resonaba cada vez con más fuerza, cada vez más rítmicamente. Karl y Julián no parecían advertirlo, pero se revolvían inquietos en el banco de la cocina.

—Saca el aguardiente —le ordenó Karl con la voz bronca señalando el armario donde guardaban el alcohol.

Emelie no sabía qué hacer. Aunque solían volver como cubas del Abelas, rara vez sacaban la botella cuando estaban en casa.

—Te digo que saques el aguardiente —insistió, y Emelie se levantó en el acto. Abrió el armario y sacó la botella, que estaba casi llena. La puso en la mesa, junto con dos vasos.

—Tú también vas a beber —dijo Julián. Tenía en la mirada un brillo que le daba escalofríos.

—Yo… no sé… —acertó a decir. Prefería no beber alcohol tan fuerte. En alguna ocasión había probado un poco y no le gustaba.

Karl se levantó irritado, sacó un vaso del armario y lo puso de golpe en la mesa, delante de Emelie. Luego, lo llenó con colmo.

—Yo no quisiera… —se le quebró la voz y sintió que temblaba más que antes. Nadie había probado bocado aún. Muy despacio, se llevó el vaso a los labios y dio un sorbito.

—De un trago —dijo Karl. Se sentó y llenó su vaso y el de Julián—. De un trago. Ya.

En el piso de arriba se oían los redobles cada vez más fuertes. Pensó en el hielo que se extendía hasta Fjällbacka, y que habría podido resistir su peso y llevarla a un lugar seguro si hubiera sabido escuchar, si se hubiera atrevido. Pero ya era de noche, imposible huir. De repente, notó una mano en el hombro, un leve roce que le decía que no estaba sola.

Emelie apuró el vaso hasta el fondo. No tenía elección, estaba prisionera. No sabía por qué, pero así era. Era la prisionera de aquellos dos hombres.

Karl y Julián apuraron lo suyo cuando vieron que ella se lo había bebido todo. Luego, Julián le llenó una y otra vez el vaso hasta el borde. Se derramó un poco en la mesa. No tuvieron que decir nada. Emelie sabía lo que tenía que hacer. No apartaban la vista de ella mientras se servían de nuevo, y comprendió que, pasara lo que pasara, tendría que beberse el aguardiente una y otra vez.

Al cabo de un rato le daba vueltas la habitación y se dio cuenta de que la estaban desnudando. Ella no opuso resistencia. El alcohol le pesaba en las articulaciones y no tenía fuerzas para resistirse. Y mientras crecía la fuerza de los redobles en el piso de arriba hasta que el ruido le llenó la cabeza, Karl se tumbó encima de ella. Luego llegó el dolor; y la oscuridad. Julián le sujetaba con fuerza los brazos, y lo último que vio fueron sus ojos llenos de odio.