Fjällbacka, 1871

Por fin llegó el hielo. Cuajó tarde aquel invierno, no se presentó hasta febrero. En cierto modo, Emelie se sintió más libre gracias a él. Al cabo de una semana, la capa de hielo era lo bastante gruesa como para poder caminar sobre ella, y por primera vez desde que arribó a la isla, podía irse de allí sola si así lo quería. Implicaría un largo camino a pie no exento de cierto riesgo, porque decían que, por muy grueso que fuera el hielo, siempre podían existir grietas traicioneras donde había corrientes. Pero al menos se abría una posibilidad.

En cierto modo, la hacía sentirse más encerrada. Karl y Julián no salían en sus travesías habituales a Fjällbacka y, a pesar de que siempre temía que volvieran borrachos y violentos, su ausencia le proporcionaba cierto respiro. Ahora los tenía cerca más a menudo, y se mascaba la tensión en el ambiente. Ella trataba de darles gusto en todo y hacía sus tareas sin molestar. Karl seguía sin tocarla, y ella no había tratado de acercársele más. Yacía totalmente inmóvil en un rincón de la cama y se pegaba al frío de la pared. Pero el daño ya estaba hecho. El odio que le inspiraba a Karl parecía mantenerse, y ella se sentía más sola a medida que pasaban los días.

Las voces resonaban más fuerte y cada vez veía más de aquello que la razón se resistía a ver, pero que ella sabía que no eran figuraciones suyas. Los muertos eran su seguridad, la única compañía con la que contaba en aquella isla solitaria, y su dolor resonaba al unísono con el de Emelie. Sus vidas tampoco llegaron a ser como soñaban. Se comprendían, aunque sus destinos estaban separados por el más grueso de los muros. La muerte.

Karl y Julián no notaban su presencia como ella. Pero a veces se sentían embargados de un desasosiego que no se explicaban. En esos momentos, Emelie veía su miedo, y se alegraba en secreto. Ya no vivía por el amor hacia Karl, que no era el hombre que ella creía, pero así era la vida y no estaba en su mano cambiarlo. Solo podía alegrarse de su miedo y hallar apoyo en los muertos. Le daban la sensación de ser una elegida. Ella era la única que sabía que estaban allí. Eran suyos.

Pero cuando el hielo persistía tras un mes, empezó a tomar conciencia de que también en su rostro se reflejaba el miedo. El ambiente se había vuelto más crispado. Julián aprovechaba cualquier ocasión para discutir con ella y desahogarse de la frustración de verse prisionero en la isla. Karl asistía fríamente al espectáculo. Y siempre andaban susurrando. Con la mirada clavada en ella, se sentaban en el banco de la cocina y hablaban en voz baja, con las cabezas muy juntas. Emelie no podía oírlos, pero sabía que no tramaban nada bueno. A veces pillaba al vuelo fragmentos de la conversación, cuando creían que ella no estaba cerca. Últimamente hablaban mucho de la carta que Karl recibió de sus padres poco antes de que se helara el mar. Discutían con voz airada, pero ella nunca logró enterarse de lo que decía aquella carta. Y en honor a la verdad, no quería saberlo. El enojo de Julián cuando se refería a la misiva y el tono resignado de Karl le helaban la médula.

Tampoco comprendía por qué sus suegros no habían ido a visitarlos, o por qué ellos no iban a verlos. El hogar paterno de Karl se hallaba a tan solo unas horas de viaje de Fjällbacka. Si salían temprano, llegaban a buena hora, antes de que cayera la noche. Pero Emelie no se atrevía a preguntar. Cada vez que recibían una carta, a Karl le duraba varios días el mal humor. La reacción después de aquella última carta fue peor que nunca y, como de costumbre, Emelie quedaba excluida, sin saber lo que ocurría en su entorno.