Fjällbacka, 1870

—¿Estaba rico?

Emelie preguntaba después de cada comida, aun sabiendo que la respuesta sería la de siempre. Un gruñido de Karl y otro de Julián. La alimentación era un poco monótona en la isla, sí, pero no estaba en su mano cambiarla. La mayoría de lo que ponía en la mesa era el fruto de las salidas en barco de Karl y Julián, casi siempre caballa y platija. Y dado que aún no le habían permitido ir con ellos a Fjällbacka, cosa que podían hacer un par de veces al mes, las compras dejaban mucho que desear.

—Verás, Karl, me estaba preguntando… —Emelie dejó los cubiertos, aunque aún no había empezado a comer—. ¿No podría ir con vosotros a Fjällbacka la próxima vez? Llevo mucho tiempo sin ver gente y me encantaría pasar aunque fuera unas horas en la ciudad.

—Ni lo sueñes. —Julián tenía aquellos ojos tenebrosos con que siempre la miraba.

—Le hablaba a Karl —respondió Emelie serena, aunque el corazón se le salía del pecho. Era la primera vez que se atrevía a replicarle.

Julián resopló y miró a Karl.

—¿Lo has oído? ¿Voy a tener que aguantar estas cosas de tu mujer?

Karl fijó aburrido la vista en el plato.

—No podemos llevarte —dijo, dejando traslucir claramente que daba por zanjado el asunto. Pero el aislamiento había empezado a sacar a Emelie de quicio, y no pudo contenerse.

—¿Por qué no? Hay sitio en el barco, y podría encargarme mejor de la compra, así podría preparar otras comidas, no solo caballa y patatas día sí día no. Estaría bien, ¿no crees?

Julián se puso pálido de ira. No apartaba la vista de Karl, que se levantó bruscamente de la mesa.

—No vas a venir, y no se hable más. —Se puso la chaqueta y salió al vendaval que soplaba fuera. Cerró de un portazo.

Así estaban las cosas desde la noche en que intentó acercarse a Karl. Su indiferencia se había transformado en un sentimiento más parecido al desprecio de Julián, una maldad que Emelie no comprendía y de la que no podía defenderse. ¿Tan terrible fue lo que hizo? ¿Tan repulsiva, tan repugnante le parecía? Emelie trataba de recordar el día en que él pidió su mano. Fue muy repentino, sí, pero en su voz resonaban la calidez y el deseo. ¿O fue más bien que reconoció en él lo que ella sentía y soñaba? Bajó la vista y la clavó en la mesa.

—Mira lo que has conseguido. —Julián arrojó con estruendo los cubiertos en el plato.

—¿Por qué me tratas así, si yo no te he hecho nada malo? —Emelie no comprendía de dónde sacó valor, pero era como si tuviera que dejar salir lo que siempre llevaba como un nudo en el pecho.

Julián no respondió. Se la quedó mirando con aquellos ojos negros, se levantó y fue en busca de Karl. Unos minutos después, vio que el barco se alejaba del muelle, rumbo a Fjällbacka. En realidad, ella sabía muy bien por qué no le permitían ir con ellos. En el bar de Abelas, en la isla de Florö, donde al parecer solían recalar en sus salidas, no era bien visto quien iba acompañado de su mujer. Volverían antes de que cayera la noche, siempre volvían a tiempo de ocuparse del faro.

La puerta de un armario se cerró de golpe y Emelie dio un salto en la silla. No creía que la intención fuera asustarla, pero así fue. La puerta de la casa estaba cerrada, así que no podía achacarlo a un golpe de viento. Se quedó inmóvil, atenta y mirando a su alrededor. No se veía nada, allí no había nadie. Sin embargo, al aguzar bien el oído, percibió un ruido amortiguado, lejano. Era el ruido de alguien al respirar —suspiros ligeros, regulares—, y resultaba imposible determinar de dónde venían. Era como si surgieran de la casa entera. Emelie trató de entender lo que querían, pero de pronto desaparecieron y volvió el silencio.

Comenzó a pensar en Karl y en Julián otra vez y, abatida por el desánimo, se puso manos a la obra con la vajilla. Era una buena esposa y, aun así, todo lo que hacía estaba mal. Se sentía terriblemente sola. Al mismo tiempo, intuía que no lo estaba. A medida que pasaban los meses, había empezado a sentir su presencia en la isla. Oía cosas, sentía cosas, como hacía un instante. Ya no tenía miedo. No querían hacerle daño.

Mientras trajinaba con la tina de los platos, con las lágrimas rodándole por las mejillas y cayendo en el agua sucia, notó una mano en el hombro. Una mano que quería darle consuelo. Emelie no se dio la vuelta. Sabía que no vería a nadie.