Fjällbacka, 1870

Karl no la había tocado aún de ese modo… Emelie se sentía desconcertada. No sabía mucho de esos asuntos, pero entendía que entre marido y mujer debían suceder algunas cosas que aún no se habían dado entre ellos.

Le habría gustado tener allí a Edith, que no se hubiese estropeado todo antes de que ella se marchara de la finca. Así habría podido hablar con ella o, al menos, haberle escrito pidiéndole consejo. Porque una mujer no podía atreverse a abordar un tema así con su marido. Era algo que no se hacía. Pero desde luego, resultaba un tanto extraño.

Además, en Gråskär se había enfriado el primer enamoramiento. El sol otoñal había dejado paso a un viento gélido que enfurecía el mar y lo levantaba contra las rocas. Las flores se habían agostado y en el seto no quedaban ya más que unos tallos mustios. Y el cielo estaba siempre de un gris plomizo. Emelie se pasaba casi todo el tiempo en casa. Fuera temblaba de frío por mucho que se abrigara, pero la casa era tan pequeña que se diría que las paredes se acercaran unas a otras imperceptiblemente.

A veces sorprendía a Julián mirándola airado y con maldad, pero cuando ella lo miraba, él apartaba la vista. Todavía no le había dirigido la palabra, y ella no comprendía qué mal le habría hecho. Tal vez ella le recordase a otra mujer que le hubiera causado algún daño. Pero al menos, le gustaba cómo cocinaba. Tanto él como Karl comían con apetito y, aunque le estuviera mal decirlo, se había convertido en un as a la hora de preparar buenos platos con lo que se ofrecía, que por lo general y en aquella época, era sobre todo caballa. Karl y Julián salían en el barco todos los días y solían volver con una buena captura de peces plateados. Ella freía unos cuantos para la cena y los servía con patatas cocidas. El resto lo salaba, para que se conservara durante el invierno, cuando las condiciones serían más duras.

Si Karl le dijera una palabra amable de vez en cuando, la vida en la isla le resultaría mucho más llevadera. Nunca la miraba a los ojos y ni siquiera le daba una palmadita amable. Era como si no existiera, como si no se hubiera enterado de que tenía esposa. Nada había resultado como ella lo soñó, y le resonaban en la cabeza las palabras de Edith. Cuando le dijo que debía tener cuidado.

Emelie siempre desechaba aquellos pensamientos en cuanto podía. La vida allí era dura, pero no pensaba quejarse. Era lo que le había tocado en suerte, y tenía que sacar lo mejor de la situación. Eso era lo que le había enseñado su madre mientras vivió, y pensaba seguir ese consejo. Nada resultaba nunca como uno se había imaginado.