Fjällbacka, 1870
A Emelie le pareció estar en el séptimo cielo cuando Karl pidió su mano. Jamás pensó que pudiera ocurrir algo así. Y no es que no hubiera soñado con ello. En los cinco años que llevaba sirviendo en la finca de los padres, se había dormido más de una vez con la imagen de su rostro en la retina. Pero era inalcanzable y lo sabía. Y las duras advertencias de Edith ahuyentaron sus últimos sueños. Porque el hijo de los señores no se casaba con la criada ni aunque esta se quedara…
Karl no la había tocado nunca. Apenas le había dirigido la palabra cuando libraba del trabajo en el buque faro e iba a casa de visita. Le sonreía amablemente y se apartaba para que ella pudiera pasar. A lo sumo, le preguntaba cómo se encontraba y nunca dio a entender de ninguna manera que abrigara los mismos sentimientos que ella. Edith la llamó loca, le dijo que se quitara esas ideas de la cabeza y que dejara de ser tan soñadora.
Pero los sueños podían hacerse realidad y, las plegarias, ser atendidas. Un día, él llegó y le dijo que quería hablar con ella. Al principio Emelie se asustó, pensó que habría hecho algo mal y que iba a decirle que recogiera sus cosas y que se fuera de la finca. Pero él se quedó mirando al suelo. El flequillo oscuro le tapaba los ojos y ella tuvo que contenerse para no alargar la mano y retirárselo. Le preguntó entre balbuceos si no accedería a casarse con él. Ella no daba crédito a sus oídos, y lo miró de arriba abajo para ver si se estaba burlando de ella. Pero él siguió hablando, le dijo que quería tenerla por esposa, sí, al día siguiente, sin más tardanza. Tanto sus padres como el cura estaban avisados, de modo que si ella accedía, podrían arreglarlo todo enseguida.
Ella dudó un instante, pero al fin musitó un «sí». Karl se inclinó y le dio las gracias mientras se retiraba retrocediendo. Ella se quedó allí un buen rato, notó cómo se le extendía el calor por el pecho, y le dio las gracias al Señor, que había oído los ruegos que le susurraba por las noches. Luego, salió corriendo en busca de Edith.
Pero Edith no reaccionó como ella esperaba, con sorpresa y algo de envidia, quizá, sino que frunció el ceño de cejas oscuras, meneó la cabeza y le dijo a Emelie que debería tener cuidado. Edith había oído por las noches conversaciones extrañas, voces que subían y callaban detrás de las puertas cerradas, desde que Karl llegó con el buque faro. Había regresado inesperadamente. Ninguno de los que servían en la finca supo de antemano que el menor de los hijos estaba en camino. Y eso no era lo habitual, dijo Edith. Emelie no la escuchó, sino que interpretó las palabras de la amiga como una señal de que le envidiaba la dicha que le había deparado el azar. Muy resuelta, le dio la espalda a Edith y dejó de hablar con ella. No quería saber nada de esas bobadas y habladurías. Y pensaba casarse con Karl.
Había pasado ya de aquello una semana y llevaban un día entero en su nueva casa. Emelie se sorprendía canturreando. Era maravilloso disponer de una casa propia que organizar. Claro que era pequeña, pero muy bonita aunque sencilla, y ella llevaba limpiando y adecentándola desde que llegaron, así que estaba todo reluciente y con un agradable olor a jabón. Karl y ella aún no habían podido compartir momentos de tranquilidad, pero ya habría ocasiones para ello en el futuro. Él tuvo que trabajar duro para organizarlo todo. Julián, el ayudante del faro, había llegado también, y empezaron a turnarse para hacer las guardias nocturnas desde la primera noche.
Emelie no sabía qué pensar del hombre con el que iban a compartir la isla. Julián apenas le había dirigido la palabra desde que bajó a tierra en Gråskär. Y se dedicaba principalmente a mirarla de un modo que no terminaba de gustarle. Pero sería por timidez, seguro. No podía ser fácil tener que vivir con una desconocida en un lugar tan pequeño. A Karl lo conocía de cuando estuvo trabajando en el buque faro, según entendió Emelie, pero le llevaría algún tiempo acostumbrarse a ella. Y si algo tenían en la isla era tiempo. Emelie continuó trajinando en la cocina. Desde luego, Karl no tendría que arrepentirse de haberla elegido como esposa.