Llegó el sábado y con el mejor tiempo imaginable. Un sol resplandeciente, un cielo azul clarísimo y una leve brisa. Toda Fjällbacka bullía de expectación. Los agraciados con una invitación a la inauguración de aquella noche se habían pasado casi toda la semana angustiados preguntándose qué vestimenta y qué peinado debían llevar. Irían todas las personas importantes de la comarca, y corría el rumor de que acudiría incluso algún famoso de Gotemburgo.

Pero Erica tenía otras cosas en las que pensar. Aquella misma mañana tuvo una idea. Era mejor que Annie se enterase de lo de Gunnar directamente, y no por teléfono. Y, de todos modos, había pensado ir a verla para contarle lo que había averiguado sobre la historia de Gråskär, sería una sorpresa para ella. De modo que aprovecharía la oportunidad, ahora que tenía canguro.

—¿Seguro que te arreglarás con ellos tantas horas? —preguntó.

Kristina respondió ofendida:

—¿Con estos angelitos? Sin problemas. —Tenía a Maja en brazos y a los gemelos en las hamaquitas.

—Estaré fuera bastante tiempo. Primero voy a ver a Anna y luego pensaba ir a Gråskär.

—Bueno, ten cuidado si vas a salir en el bote tú sola. —Kristina dejó en el suelo a Maja, que se retorcía para soltarse. La pequeña plantó sendos besos en las mejillas de sus hermanitos y se fue corriendo a jugar.

—Claro, soy una experta con el bote —rio Erica—. A diferencia de tu hijo…

—Sí, bueno, en eso tienes razón —dijo Kristina, aunque parecía preocupada—. Por cierto, ¿estás segura de que Anna lo aguantará?

La misma pregunta se había hecho Erica cuando Anna la llamó y le pidió que la acompañara a la tumba, pero comprendió que esa decisión debía tomarla su hermana.

—Sí, creo que sí —dijo, con un tono de voz que revelaba más seguridad de la que en el fondo sentía.

—Pues a mí me parece un poco pronto —dijo Kristina, y cogió a Noel, que había empezado a protestar—. Pero espero que estés en lo cierto.

Sí, yo también lo espero, pensó Erica mientras se dirigía al coche para ir al cementerio. En cualquier caso, se lo había prometido a Anna, y ahora no podía echarse atrás.

Su hermana la esperaba junto a la gran verja del parque de bomberos. Se la veía tan diminuta… El pelo corto le daba un aspecto de fragilidad, y Erica tuvo que contenerse para no cogerla y mecerla como a un bebé.

—¿Te encuentras con fuerzas? —preguntó dulcemente—. Si quieres, podemos dejarlo para otro día.

Anna negó vehemente.

—No, puedo hacerlo. Y quiero hacerlo. Estaba tan ida que apenas recuerdo el entierro. Tengo que ver dónde está enterrado.

—De acuerdo. —Erica se llevó a Anna del brazo y las dos echaron a andar por el sendero de grava.

No podían haber elegido un día más esplendoroso. Se oía el rumor del tráfico que pasaba cerca pero, por lo demás, todo estaba en calma. El sol se reflejaba en las lápidas y muchas de las tumbas estaban muy cuidadas, con flores frescas de algún familiar. Anna dudó de pronto y Erica le señaló con un gesto dónde estaba la tumba.

—Está al lado de Jens. —Erica le señaló una hermosa piedra de granito redondeada donde se leía grabado el nombre de Jens Läckberg. Jens fue un buen amigo de su padre, y las dos lo recordaban bien de cuando eran niñas: un encanto de hombre, siempre alegre, bromista y dicharachero, amigo de celebraciones.

—Qué bonita es —dijo Anna con voz apagada, pero con el dolor plasmado en el rostro. Habían elegido una piedra similar a la vecina, una natural, también redondeada y de granito. Y la habían grabado de forma similar. Decía «Chiquitín», y la fecha. Solo una fecha.

Erica sintió un nudo en la garganta, pero se obligó a contener el llanto. Tenía que ser fuerte, por su hermana menor. Anna se tambaleó un poco mientras contemplaba la piedra, lo único que le quedaba del niño que tanto había añorado. Le dio la mano a Erica y se la apretó con fuerza. Y lloró calladamente. Luego, se volvió hacia Erica.

—¿Cómo va a salir todo? ¿Cómo?

Erica la abrazó fuerte.

—Rita y yo tenemos una propuesta. —Mellberg rodeó a Rita con el brazo y la atrajo hacia sí.

Paula y Johanna los miraron extrañados.

—Sí, bueno, ya sabemos lo que opináis —dijo Rita, menos segura que Mellberg—. Decíais que necesitabais una vivienda propia… Y, bueno, depende de lo propia que queráis que sea.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó Paula.

—Queríamos saber si os bastaría con mudaros al piso de abajo —preguntó Mellberg esperanzado.

—Pero, aquí no hay apartamentos libres, ¿no? —dijo Paula.

—Pues claro. Dentro de un mes habrá uno. El de tres habitaciones del piso de abajo será vuestro en cuanto la tinta de la firma se haya secado en el papel.

Rita examinó la reacción de las chicas para tratar de ver qué opinaban. Se puso contentísima cuando Bertil le habló del apartamento, pero no estaba segura de cuánta distancia querrían poner ellas de por medio.

—Y, naturalmente, no nos pasaríamos el día llamando a vuestra puerta —les aseguró.

Mellberg la miró sorprendido. Naturalmente que bajarían cuando quisieran, ¿no? Pero no dijo nada. Lo más importante era que aceptaran la oferta.

Paula y Johanna se miraron. Luego sonrieron y empezaron a hablar al mismo tiempo.

—Ese piso es precioso. Luminoso, con ventanas a dos calles. Y la cocina es nueva. El cuarto que Bente usa de vestidor podría ser la habitación de Leo y… —Las dos callaron de pronto.

—¿Y adónde se va Bente? —preguntó Paula—. No ha comentado nada de que vaya a mudarse.

Mellberg se encogió de hombros.

—Ni idea. Supongo que habrá encontrado otra cosa. Alvar no me comentó nada cuando le pregunté. Pero me dijo que tendremos que pintar nosotros.

—No pasa nada —dijo Johanna—. Mejor así. Nosotras nos encargamos, ¿verdad, cariño? —Le brillaban los ojos y Paula se inclinó y la besó en los labios.

—Y así podremos seguir ayudándoos con Leo —intervino Rita—. Bueno, todo lo que queráis, claro, no tenemos intención de ser entrometidos.

—Vamos a necesitar muchísima ayuda —la tranquilizó Paula. Y las dos pensamos que es maravilloso que Leo tenga tan cerca al abuelo Bertil. Con tal de que vivamos en nuestra propia casa, todo irá bien.

Paula miró a Bertil, que tenía a Leo en las rodillas.

—Gracias, Bertil —dijo.

Y Mellberg se sintió un tanto avergonzado, para sorpresa suya.

—Bah, no ha sido nada. —Y le hizo cosquillas a Leo en la cara con la nariz, de modo que el niño se echó a reír encantado. Luego levantó la vista y miró a las mujeres que tenía alrededor. Una vez más, Bertil Mellberg sintió una gratitud enorme por tener aquella familia.

Iba sin rumbo por el edificio. Por todas partes correteaba gente de un lado a otro para ultimar detalles. Anders sabía que debería ir a echar una mano, pero estaba a punto de dar un paso que lo tenía paralizado. Quería y no quería al mismo tiempo. La cuestión era si tendría el valor suficiente para afrontar las consecuencias de sus actos. No estaba seguro, pero pronto tendría que dejar de pensarlo. Debía adoptar una decisión.

—¿Has visto a Vivianne? —Una mujer del servicio le preguntó al pasar a toda prisa, y Anders señaló hacia el interior del establecimiento—. Gracias, y qué bien lo vamos a pasar esta noche.

Todos corrían, todos se afanaban. Él, en cambio, se sentía como si estuviera moviéndose en el mar.

—Hombre, aquí estás, mi querido futuro cuñado. —Erling le pasó el brazo por los hombros y Anders tuvo que hacer un esfuerzo para no retirarse—. Esto va a salir de miedo. Las celebridades llegarán sobre las cuatro, así tendrán tiempo de instalarse en las habitaciones. Y el resto de la gente podrá empezar a entrar a las seis.

—Sí, todo el pueblo habla de lo mismo.

—Pues solo faltaba. Es lo más grande que ha ocurrido aquí desde… —No continuó, pero Anders adivinó lo que iba a decir. Había oído hablar del programa Fucking Tanum, y del fiasco que fue para Erling.

—Bueno, ¿y dónde está mi tortolita? —Erling estiró el cuello y miró a su alrededor.

Anders volvió a señalar hacia el interior, y Erling se alejó a toda prisa en esa dirección. Había que ver lo solicitada que estaba hoy su hermana. Entró en la cocina, se sentó en una silla en un rincón y se frotó las sienes. Notó que estaba a punto de darle un dolor de cabeza fenomenal. Buscó en la caja de los medicamentos y se tomó un analgésico. Pronto, pensó. Pronto habría tomado la decisión.

Erica aún llevaba un nudo de llanto en el pecho cuando salió del puerto con el barco. El motor arrancó a la primera, le encantaba aquel sonido tan familiar. La pequeña embarcación había merecido todos los cuidados de Tore, su padre, y también Patrik y ella habían tratado de mantenerla en buen estado. Este año deberían lijar y barnizar la cubierta de madera. Ya había empezado a descascarillarse aquí y allá. Si Patrik se quedaba con los niños, lo haría ella misma. Tenía un trabajo tan sedentario que le encantaban los trabajos manuales de vez en cuando. Y era más mañosa que Patrik, lo cual, en honor a la verdad, no era decir mucho.

Dirigió la vista a la derecha; allí estaba Badis. Esperaba poder ir un rato a la inauguración, pero aún no lo habían hablado. Patrik parecía cansado por la mañana, y no era seguro que Kristina aguantara con los niños hasta la noche.

De todos modos, le apetecía muchísimo ir a Gråskär. La cautivó el ambiente de la isla cuando estuvieron Patrik y ella la vez anterior, pero después de haberse informado sobre su historia, estaba fascinada. Había visto montones de fotos del archipiélago y el faro era, sin duda, uno de los más hermosos. No le extrañaba lo más mínimo que Annie se encontrara divinamente allí, aunque ella se volvería loca después de unos días sin hablar con nadie. Pensó en el hijo de Annie, esperaba que se encontrara mejor. Seguramente, así sería, dado que no los había llamado ni les había pedido ayuda.

Al cabo de unos minutos, avistó Gråskär en el horizonte. A Annie no pareció entusiasmarle la idea cuando Erica la llamó, pero tras un poco de insistencia por su parte, terminó accediendo a que la visitara. Erica estaba convencida de que le encantaría saber más sobre la historia de la isla.

—¿Te las arreglas para atracar tú sola? —le gritó Annie desde el muelle.

—Sin problemas. Si no tienes en mucha estima el embarcadero —respondió con una sonrisa, para que comprendiera que estaba bromeando, antes de atracar tranquilamente. Apagó el motor y le arrojó el cabo a Annie, que lo amarró a conciencia.

—Hola —dijo cuando salió del barco.

—Hola. —Annie le sonrió tímidamente, pero sin mirarla a los ojos.

—¿Cómo está Sam? —preguntó Erica mirando hacia la casa.

—Mejor —respondió Annie. La vio más delgada aún que la última vez, los huesos de los hombros se le perfilaban bajo la camiseta.

—Bollos caseros —dijo Erica sacando una bolsa—. Por cierto, ¿te hacía falta algo de compra? —Se irritó al caer en la cuenta de que no se había acordado de preguntarle cuando la llamó. Seguramente, a Annie le habría dado un poco de reparo pedírselo otra vez, dado que no se conocían mucho.

—No, qué va, no me hacía falta. La vez anterior trajisteis comida de sobra, y siempre puedo preguntarles a Signe y a Gunnar si me la traen ellos. Aunque no sé cómo estarán…

Erica tragó saliva. No era capaz de contárselo todavía. Luego, cuando se hubieran sentado a charlar.

—He preparado la mesa en la cabaña. Hace un día espléndido.

—Desde luego, no hace tiempo de estar encerrado en casa. —Erica siguió a Annie hasta la cabaña abierta, donde vio puesta la vieja mesa de madera con bancos a ambos lados. Decoraban las paredes artes de pesca, y aquellas hermosas bolas de corcho azules y verdes que se utilizaban antes como boyas.

—¿Cómo te las apañas para sobrevivir a tanto aislamiento? —preguntó Erica.

—Terminas acostumbrándote —dijo Annie contemplando el mar—. Y tampoco estoy totalmente sola.

Erica se sorprendió y la miró extrañada.

—Bueno, tengo a Sam —añadió Annie.

Se rio para sus adentros. Se había imbuido tanto de las historias que había leído sobre la isla, que había empezado a creérselas.

—O sea que no hay nada que justifique el nombre de Isla de los Espíritus.

—Bah, nadie cree en viejas historias de fantasmas —dijo Annie, volviendo de nuevo la vista hacia el mar.

—Ya, pero le imprime cierto carácter a la isla.

Erica había guardado toda la información en una carpeta. La sacó del bolso y se la entregó a Annie.

—Puede que esta isla sea pequeña, pero tiene una historia densa e intrincada, con algún episodio bastante dramático, por cierto.

—Sí, algo he oído de todo eso. Mis padres sabían bastante, pero por desgracia yo no prestaba mucha atención a lo que contaban. —Annie abrió la carpeta. Una brisa suave agitó las hojas.

—Lo he ordenado cronológicamente —dijo Erica. Y dejó que Annie hojeara las fotocopias.

—Vaya, aquí hay muchísima información —dijo Annie, con las mejillas sonrosadas.

—Sí, me lo he pasado muy bien recabándola. Necesitaba hacer algo distinto de cambiar pañales y dar de comer a bebés que lloran hambrientos —aseguró señalando la fotocopia de un artículo en el que Annie se había detenido—. Ese es el episodio más misterioso de la historia de Gråskär. Una familia entera desapareció de la isla sin dejar rastro. Nadie sabe qué les ocurrió ni adónde fueron a parar. Encontraron la casa tal cual, como si la hubieran dejado de pronto.

Erica hablaba con un eco de entusiasmo excesivo, pero ese tipo de historias le parecían de lo más emocionante. Los misterios siempre supieron activarle la imaginación, y aquel era uno sacado directamente de la realidad.

—Mira lo que dice aquí —continuó, algo más calmada—. El farero Karl Jacobsson, su mujer Emelie, el hijo de ambos, Gustav, y el ayudante del faro, Julián Sontag, vivieron aquí varios años. Luego desaparecieron sin más, como si se hubieran esfumado. Nunca encontraron sus cadáveres ni rastro alguno. No había razón para creer que se hubiesen marchado voluntariamente. No se encontró nada. ¿No es extraño?

Annie miraba el artículo con una expresión extraña.

—Pues sí —dijo—. Muy extraño.

—Tú no los habrás visto por aquí, ¿verdad? —dijo Erica en broma, pero Annie no reaccionó, sino que siguió mirando el artículo—. Me pregunto qué fue lo que ocurrió. ¿Llegaría en barco un desconocido que mató a toda la familia antes de deshacerse de los cadáveres? Ellos tenían un barco, pero ahí dice que seguía en el embarcadero.

Annie murmuró algo como para sí misma mientras pasaba el dedo por el papel. Algo sobre un niño rubio, pero Erica no lo entendió. Miró hacia la casa.

—¿No se despertará Sam y se preguntará dónde te has metido?

—No, se durmió justo antes de que llegaras. Y duerme mucho —dijo Annie con expresión ausente.

Se hizo el silencio un instante y Erica recordó su otro recado. Respiró hondo y dijo:

—Annie, tengo que contarte una cosa.

Annie levantó la vista.

—¿Sobre Matte? ¿Saben ya quién…?

—No, todavía no, aunque ya tienen sus sospechas. Pero, en cierto modo, tiene que ver con Matte.

—¿Qué es? Dímelo —la apremió Annie, con la mano extendida sobre el artículo.

Erica hizo acopio de fuerzas y le contó lo de Gunnar. Annie hizo una mueca de horror.

—No, no puede ser. Pero ¿cómo? —dijo, como si le faltara el aire.

Y con el corazón encogido, Erica le refirió el asunto de la cocaína que encontraron los niños, la huella de Matte en la bolsa y lo que ocurrió después de la rueda de prensa.

Annie negó con un gesto vehemente.

—No, no, no. Eso no puede ser, no puede ser. —Apartó la vista.

—Todo el mundo dice lo mismo, y sé que Patrik se ha mostrado escéptico en todo momento. Pero eso indican las pruebas, y además, podría ser una explicación de que lo mataran.

—No —dijo Annie—. Matte odiaba las drogas, odiaba todo lo que guardaba relación con ellas. —Apretó los dientes—. Pobre, pobre Signe.

—Desde luego, es muy duro perder a tu hijo y a tu marido en el transcurso de dos semanas —dijo Erica en voz baja.

—¿Cómo se encuentra? —Los ojos de Annie reflejaban el dolor que sentía.

—No lo sé, lo único que puedo decirte es que está en el hospital, no parece que esté muy bien.

—Pobre Signe —repitió Annie—. Son tantas desgracias… Tantas tragedias… —dijo mirando de nuevo el artículo.

—Sí. —Erica no sabía qué decir—. ¿Te importaría que subiera al faro? —preguntó al fin.

Annie dio un respingo, Erica acababa de sacarla de su ensimismamiento.

—Sí… claro. Voy por la llave. —Se levantó y se dirigió a la casa.

Erica se levantó y se encaminó al faro. Cuando llegó al pie de la torre, miró hacia arriba. El color blanco resplandecía al sol y unas gaviotas chillaban revoloteando en círculos.

—Aquí la tienes. —Annie jadeaba ligeramente cuando se le acercó con una llave grande y oxidada.

Le costó un poco, pero consiguió abrir la cerradura y empujó la pesada puerta, cuyas bisagras chirriaron protestando. Erica entró y empezó a subir la estrecha escalera mientras Annie la seguía. Ya a mitad de camino iba sin resuello, pero cuando llegó arriba, vio que había valido la pena. La vista era espectacular.

—¡Madre mía!

Annie asintió llena de orgullo.

—Sí, ¿no es increíble?

—Figúrate, aquí pasaban horas y horas, en un espacio tan reducido. —Erica miró a su alrededor.

Annie se colocó a su lado, tan cerca que casi se rozaban.

—Un trabajo solitario. Como estar en los confines del mundo. —Annie parecía encontrarse muy lejos.

Erica notó un olor extraño y familiar a un tiempo. Sabía que lo había olido antes, pero no era capaz de recordar dónde. Annie se había adelantado para mirar por la ventana, al mar abierto, y se había puesto justo detrás de Erica.

—Desde luego que puede uno volverse loco por menos.

El cerebro trabajaba febrilmente por identificar el olor, por recordar dónde lo había olido antes. Seguía dándole vueltas, y poco a poco, empezaron a encajar las piezas.

—¿Puedes esperar un momento mientras bajo a por la cámara? Me encantaría hacer unas fotos.

—Claro —dijo Annie, aunque a disgusto, y se sentó en la cama.

—Perfecto. —Erica se apresuró escaleras abajo y enfiló la pendiente en la que se encontraba el faro. Pero en lugar de dirigirse al embarcadero, corrió hacia la casa. Trataba de convencerse de que no era más que otra de sus ideas descabelladas. Pero tenía que cerciorarse.

Tras una ojeada al faro, bajó el picaporte y entró en la casa.

Madeleine los había oído desde el piso de arriba. No supo que eran policías hasta que Stefan subió y se lo contó. Entre golpes.

Arrastró el cuerpo amoratado hasta la ventana. Se levantó como pudo y miró hacia fuera. Era una habitación pequeña con el techo abuhardillado, y los dos ventanucos eran la única fuente de luz. Fuera solo había campos y bosque.

No se habían molestado en vendarle los ojos, así que sabía que se encontraba en la granja. Cuando ella vivía allí, esa era la habitación de los niños. Ahora, el único testimonio de que allí jugaran sus hijos era un coche de juguete olvidado en un rincón.

Apoyó la mano en el papel de la pared y palpó el relieve. Allí estaba antes la cuna de Vilda. Y la cama de Kevin, en la pared de enfrente. Tenía la sensación de que hubieran pasado siglos. Apenas recordaba que hubiese vivido allí. Una vida de horror, pero una vida con los niños.

Se preguntaba dónde los habría llevado Stefan. Seguramente, con alguna de las familias que no vivían en la granja. Alguna de las otras mujeres estaría cuidando ahora de sus hijos. No tenerlos consigo era casi más insoportable que el dolor físico. Era como si los estuviera viendo. Vilda, que se tiraba por el tobogán en el jardín de Copenhague. Y Kevin, que miraba orgulloso lo valiente que era su hermana pequeña, con el flequillo siempre en los ojos. Se preguntaba si volvería a verlos algún día.

Se desplomó en el suelo llorando. Y allí se quedó, encogida. Sentía todo el cuerpo como un puro moretón. Stefan no se había contenido un ápice. Y ella se había equivocado, se había equivocado por completo al pensar que sería más seguro volver, que podría pedirle perdón. Lo comprendió en el preciso momento en que lo vio en la cocina de sus padres. No había perdón alguno para ella, y fue una estúpida al creerlo.

Y sus padres, pobrecillos. Sabía lo preocupados que estarían, lo mucho que discutirían si debían o no llamar a la Policía. Su padre sí querría. Diría que era la única salida. Pero su madre protestaría, aterrada ante la idea de que eso fuera el fin, de perder toda la esperanza. Su padre tenía razón pero, como siempre, le haría caso a su madre. De modo que nadie iría a salvarla.

Se encogió más aún, tratando de formar una bola diminuta con el cuerpo. Pero todo le dolía al menor movimiento, así que relajó los músculos otra vez. Se oyó una llave en la cerradura. Ella se quedó inmóvil, como si él no existiera. Una mano de hierro le agarró el brazo y la puso de pie.

—Arriba, hija de puta.

Tenía la sensación de que fuera a arrancarle el brazo, como si se le hubiera soltado algo en el hombro.

—¿Dónde están los niños? —preguntó suplicante—. ¿No podría verlos?

Stefan la miró con desprecio.

—Claro, eso es lo que tú quisieras, ¿no? Así puedes llevártelos y huir con ellos otra vez. Nadie, ¿comprendes?, nadie me quita a mis hijos. —Y la arrastró fuera de la habitación, escaleras abajo.

—Perdón, perdóname —sollozó Madeleine. Tenía la cara llena de sangre, lágrimas y suciedad.

En la planta baja estaban reunidos los hombres de Stefan. El núcleo duro. Los conocía a todos: Roger, Paul, Lillen, Steven y Joar. La miraban en silencio mientras Stefan la arrastraba por la habitación. Le costaba centrar la vista. Tenía un ojo tan inflamado que casi no podía abrirlo, y por el otro le corría sangre de una herida en la frente. Pero ahora lo veía claro. Lo vio en la cara de aquellos hombres, en el frío que emanaba de algunos, y en la compasión de otros. Joar, que siempre había sido el más amable con ella, bajó la vista de pronto. Y entonces lo supo. Sopesó la posibilidad de pelear, de luchar y echar a correr. Pero ¿adónde? No tenía la menor oportunidad, y solo conseguiría prolongar el sufrimiento.

De modo que siguió trastabillando a Stefan, que continuaba agarrándola con toda su fuerza. Cruzaron deprisa el huerto que había detrás de la casa, en dirección al lindero del bosque. Recreó mentalmente las imágenes de Kevin y Vilda. Recién nacidos y húmedos contra su pecho. Mayores y llenos de risas otra vez en el parque. El tiempo transcurrido entre lo uno y lo otro, cuando se les vació la mirada, cada vez más rendida; decidió no recordar. Y allí era donde volverían sus hijos, pero prefirió no pensar en ello. Había fracasado. Debería haberlos protegido y en cambio, les había fallado, había sido débil. Ahora recibiría el castigo, y lo aceptaba gustosa con tal de que ellos se libraran.

Ya se habían adentrado unos metros en el bosque. Los pájaros cantaban y la luz se filtraba por entre las copas de los árboles. Tropezó con la raíz de un árbol y estuvo a punto de caerse, pero Stefan le dio un tirón y ella continuó andando a trompicones. Algo más allá se veía un claro en el bosque y, por un instante, vio la cara de Mats. Tan guapo, con esa expresión amable. Él la quiso tanto… Y también recibió su castigo.

Cuando llegaron al claro del bosque, vio el hoyo. Un rectángulo en la tierra, de un metro y medio de profundidad, más o menos. La pala seguía allí, clavada en el suelo.

—Acércate al borde —dijo Stefan soltándole el brazo.

Madeleine obedeció. Ya no le quedaba ningún resto de voluntad. Se detuvo al borde del hoyo, temblando de pies a cabeza. Miró hacia abajo y vio varios gusanos gordos arrastrándose y tratando de penetrar la tierra húmeda y oscura. Haciendo un último esfuerzo, se volvió despacio y se quedó con la cara muy cerca de la de Stefan. Al menos, lo obligaría a mirarla a los ojos.

—Pienso pegarte el tiro exactamente entre las cejas. —Stefan le apuntaba con el brazo extendido, y Madeleine sabía que lo haría. Era un tirador excelente.

Unos pajarillos salieron volando asustados al oír el disparo. Pero enseguida volvieron a posarse en las ramas y a mezclar sus trinos con el rumor de la brisa.

Era aburridísimo repasar todos aquellos papeles: informes de autopsias, interrogatorios con los vecinos, las notas que habían tomado a lo largo de la investigación… En total, un buen mazo de papeles, y Patrik se desmoralizó al comprobar que, después de tres horas, solo llevaba la mitad. Cuando Annika asomó la cabeza por la puerta, le agradeció que lo interrumpiera.

—Ya están aquí los de Estocolmo. ¿Te los mando o mejor vais a la cocina?

—A la cocina —dijo Patrik, y le crujió la espalda al levantarse. Se dijo que debería estirarse de vez en cuando. Un lumbago era lo último que necesitaba, después de haber estado de baja.

Se encontró con ellos en el pasillo y los saludó. La mujer, que era rubia y altísima, le dio tal apretón que creyó que le rompería los huesos de la mano. El hombre de las gafas, que era bajito, fue mucho más suave.

—Petra y Konrad, ¿no es eso? Había pensado que nos sentáramos en la cocina. ¿Ha ido bien el viaje?

Fueron charlando mientras se instalaban, y Patrik se fijó en la pareja tan desigual que formaban. Aun así, era obvio que se llevaban muy bien, y supuso que llevaban muchos años trabajando juntos.

—Pues como te decía, querríamos hablar con Annie Wester —dijo Petra por fin, ya harta, al parecer, de tanta conversación banal.

—Pues sí, está aquí, ya digo. En su isla. La vi hace una semana.

—¿Y no dijo nada de su marido? —Petra lo perforaba con la mirada y Patrik se sintió como si estuviera en un interrogatorio.

—No, nada. Fuimos a preguntarle por un viejo novio suyo al que encontramos muerto aquí, en Fjällbacka.

—Sí, hemos leído las noticias sobre ese caso —dijo Konrad, y llamó a Ernst, que acababa de entrar en la cocina—. ¿Es la mascota de la comisaría?

—Sí, algo así.

—Pues es una coincidencia un tanto llamativa —interrumpió Petra—. Nosotros tenemos a un marido muerto a tiros, y vosotros a un antiguo novio.

—Sí, yo también lo había pensado. Pero nosotros tenemos un posible sospechoso.

Les refirió brevemente lo que habían averiguado sobre Stefan Ljungberg y los Illegal Eagles, y tanto Petra como Konrad se sorprendieron cuando mencionó la cocaína que los niños habían encontrado en la papelera.

—Otra conexión —observó Petra.

—Pero lo único que sabemos es que tuvo la bolsa en las manos.

Petra desechó con un gesto las protestas de Patrik.

—En cualquier caso, tenemos que echarle un vistazo. Fredrik Wester traficaba principalmente con cocaína, y sus negocios no se limitaban al área de Estocolmo. Con Annie como eslabón común, puede que entraran en contacto y empezaran a hacer negocios juntos.

Patrik frunció el ceño.

—Bueno, no sé, Mats Sverin no era exactamente el tipo que…

—Por desgracia, no hay un tipo —dijo Konrad con tono amable—. Nosotros lo hemos visto casi todo: golfos de clase alta, madres de familia, incluso un pastor.

—Sí, por Dios, qué tío —rio Petra. Ya no parecía tan aterradora.

—Claro, comprendo —dijo Patrik, que se sentía como un policía de pueblo. Sabía que allí era el novato y que podía estar equivocado. Probablemente fuera así. En aquel caso, tendría que fiarse más de la experiencia de los colegas de Estocolmo que de su intuición.

—¿Podrías mostrarnos lo que tienes? Nosotros haremos lo mismo, claro —preguntó Petra.

Patrik asintió.

—Por supuesto, ¿quién empieza?

—Empieza tú —respondió Konrad, papel y lápiz en mano, y Ernst se tumbó decepcionado.

Patrik reflexionó unos segundos y trató de sintetizar de memoria lo que habían averiguado durante la investigación. Konrad anotaba mientras que Petra escuchaba atentamente con los brazos cruzados.

—Bueno, y eso es todo, más o menos —concluyó—. Vuestro turno.

Konrad dejó el bolígrafo y le expuso el caso. No habían tenido tanto tiempo como ellos, pero hacía mucho que conocían a Fredrik Wester y su liga de tráfico de drogas. Y añadió que ya le había contado lo mismo por teléfono a un tal Martin Molin el día anterior. Patrik lo sabía, pero prefería oírlo de primera mano.

—Como comprenderás, llevamos este caso en estrecha colaboración con los colegas de estupefacientes. —Konrad se encajó las gafas en la nariz.

—Claro, muy bien —murmuró Patrik, que había empezado a concebir una idea—. ¿Habéis cotejado ya las balas con las de los archivos?

Konrad y Petra negaron con un gesto.

—Estuve hablando con el laboratorio ayer —dijo Konrad—, y acababan de empezar.

—Nosotros tampoco tenemos ningún informe todavía pero…

Petra y Konrad lo miraron expectantes. De repente, Patrik vio un destello en los ojos de Petra.

—Pero si les pedimos que comparen las balas de los dos casos…

—Tendríamos los resultados mucho antes, con un poco de suerte y haciendo algo de trampa —dijo Patrik.

—Vaya, me gusta cómo piensas. —Petra le lanzó a Konrad una mirada exigente—. ¿Llamas tú? Sigues teniendo allí ese contacto, ¿no? De mí están un poco hartos, desde que…

Konrad parecía saber perfectamente a qué se refería, porque la interrumpió y sacó el móvil.

—Llamo ahora mismo.

—Yo iré mientras a buscar los datos que necesitas. —Patrik se levantó y salió corriendo camino de su despacho. Volvió casi al minuto con un papel, que puso delante de Konrad.

El colega de Estocolmo conversó un rato, pero enseguida fue al grano. Luego escuchó y asintió, hasta que se le dibujó en la cara una amplia sonrisa.

—Eres una joya. Te debo un gran favor. Un favor de los grandes. Gracias, gracias. —Konrad terminó la conversación con la satisfacción en el semblante—. Bueno, he hablado con uno de los chicos a los que conozco. Dice que se va ahora mismo al laboratorio para compararlas. Me llamará lo antes posible.

—Increíble —dijo Patrik impresionado.

Petra se quedó impertérrita. Ya estaba acostumbrada a los milagros de Konrad.

Anna volvió caminando despacio del cementerio. Erica se había ofrecido a llevarla a casa, pero ella no quiso. Falkeliden estaba a un tiro de piedra y tenía que serenarse. Dan la esperaba en casa. Lo había herido al querer ir al cementerio con Erica y no con él. Pero ahora no tenía fuerzas para tener en cuenta los sentimientos de Dan, solo los suyos.

La inscripción de la piedra quedaría grabada por siempre en su corazón. Chiquitín. Quizá debería haber pensado un nombre de verdad. Después. Pero tampoco le parecía bien. Fue chiquitín en la barriga todo el tiempo, mientras lo quisieron tanto. Y así seguiría siendo siempre. Nunca crecería ni se haría grande, nunca sería más que el cuerpecillo diminuto que ni siquiera pudo tener en el regazo.

Estuvo inconsciente demasiado tiempo y, cuando despertó, ya era tarde. Fue Dan el que lo vio, el que lo tuvo en brazos, envuelto en una sabanita. Él pudo tocarlo y despedirse, y aunque Anna sabía que no era culpa suya, le dolía que él hubiese podido experimentar lo que ella se había perdido. En el fondo, también estaba enfadada porque no los protegió, ni a ella ni a Chiquitín. Sabía que era ridículo e irracional. Fue ella la que decidió meterse en el coche, Dan ni siquiera iba con ella cuando se produjo el accidente. No pudo hacer nada. Aun así, sentía crecer la ira en su interior cuando pensaba que ni siquiera él pudo protegerla.

Tal vez se hubiese dejado engañar por una seguridad falsa. Después de todo lo que había sufrido, después de tantos años con Lucas, se convenció de que ya había pasado todo. De que la vida con Dan sería una larga línea recta, sin baches ni curvas. No tenía planes de altos vuelos, ni grandes sueños. Solo deseaba una vida normal y corriente en la casa adosada de Falkeliden, con cenas de parejas, los pagos de la hipoteca, el fútbol de los niños y pilas y pilas de zapatos en la entrada. ¿Era demasiado pedir?

En cierto modo, había visto a Dan como garante de esa vida. Él era tan seguro y estable, siempre tranquilo y con una capacidad extraordinaria de ver más allá de los problemas. Y se había apoyado en él sin tener estabilidad propia. Pero Dan se había venido abajo, y Anna no sabía cómo podría perdonárselo.

Abrió la puerta y entró en el recibidor. Le dolía todo el cuerpo después del paseo, y notó los brazos pesados cuando los levantó para quitarse el pañuelo. Dan se asomó desde la cocina y se quedó en la puerta. La miraba suplicante, sin decir nada. Pero ella no fue capaz de devolverle la mirada.

—Me voy a la cama —murmuró.

Muy despacio, fue haciendo la maleta. Se había sentido muy a gusto en aquel apartamento pequeño que, de hecho, había llegado a sentir como un verdadero hogar. Vivianne y él no habían experimentado ese sentimiento en muchas ocasiones. Habían vivido en tantos sitios diferentes… Y cada vez que empezaban a echar raíces y a tener amigos, llegaba de nuevo la hora de irse. Cuando la gente empezaba a hacer preguntas, cuando los vecinos y los maestros empezaban a extrañarse y las señoras de Asuntos Sociales al final empezaban a ver a través del encanto de Olof, llegaba la hora de hacer la maleta e irse.

De adultos hicieron lo mismo. Era como si él y Vivianne se hubiesen llevado consigo la inseguridad, como si la tuvieran en el cuerpo. Siempre andaban huyendo, de sitio en sitio, igual que Olof.

Pese a que ya llevaba muerto mucho tiempo, seguía vivo en su sombra. Y ellos continuaban escondiéndose, tratando de que no los vieran ni los oyeran. El modelo se repetía. Era diferente y, aun así, igual.

Anders cerró la maleta. Había decidido afrontar las consecuencias. En su fuero interno ya sentía la añoranza, pero era imposible hacer una tortilla sin romper unos huevos, como decía Vivianne. Aunque ella tenía razón, para esta tortilla harían falta muchos huevos, y no estaba seguro de haber considerado todas las consecuencias. Pero hablaría. Era imposible empezar de nuevo sin contar lo que uno ha hecho. Le había llevado muchas noches de insomnio llegar a esa conclusión, pero ya se había decidido.

Anders paseó la mirada por el apartamento. Sentía alivio y angustia a partes iguales. Hacía falta valor para quedarse en lugar de huir. Al mismo tiempo, era el camino más fácil. Bajó la maleta de la cama, pero la dejó en el suelo. No había más tiempo para reflexiones. La fiesta tenía que celebrarse. Y le ayudaría a Vivianne a que fuera el éxito del siglo. Era lo menos que podía hacer por ella.

El tiempo no pasó tan lento como Patrik temía. Mientras esperaban, comentaron las dos investigaciones, y Patrik sintió las venas llenas de adrenalina. Aunque Paula y Martin eran dos policías buenísimos, los colegas de Estocolmo tenían un nervio diferente. Ante todo, envidiaba la compenetración de Petra y Konrad. Era obvio que estaban hechos el uno para el otro. Petra era impetuosa, una fuente inagotable de ideas y propuestas. Konrad era más discreto, más reposado, y completaba las salidas de Petra con comentarios rebosantes de sensatez.

Los tres saltaron de la silla cuando sonó el teléfono. Konrad respondió.

—¿Sí? De acuerdo… Mmm… ¿Ajá?

Petra y Patrik lo miraban fijamente. ¿A qué venía tanto monosílabo? ¿Era para torturarlos? Cuando por fin colgó, se retrepó en la silla. Los otros dos siguieron mirándolo, hasta que abrió la boca.

—Coinciden. Las balas coinciden.

Nadie dijo una palabra.

—¿Están totalmente seguros? —dijo Patrik al cabo de un rato.

—Totalmente seguros. No les cabe la menor duda. Usaron la misma arma en los dos casos.

—Joder —dijo Petra sonriendo.

—Bueno, pues ahora es más urgente todavía que hablemos con la viuda de Wester. Tiene que existir alguna conexión entre las dos víctimas, y yo apuesto por la cocaína. Si yo fuera Annie no estaría muy tranquila, teniendo en cuenta la clase de tipos que pueden estar implicados.

—¿Vamos? —dijo Petra, y se puso de pie.

Patrik le daba vueltas a la cabeza sin parar. Apenas oyó lo que Petra le decía, tan absorto estaba en sus cavilaciones. Las vagas sospechas que había abrigado empezaban a formar un patrón.

—Yo tendría que comprobar unas cuantas cosas antes. ¿Podríais esperar un par de horas? Luego nos iremos enseguida.

—Claro, por qué no —dijo Petra, aunque sin poder ocultar la impaciencia.

—Genial. Podéis quedaros aquí tranquilamente o dar un paseo por el pueblo. Y si queréis comer, puedo recomendaros el restaurante Tanum Gestgifveri.

Los policías de Estocolmo asintieron.

—Vale, pues yo creo que nos vamos a comer. Tú indícanos la dirección —dijo Konrad.

Patrik les explicó el camino y los despidió, respiró hondo y se fue a su despacho enseguida. Se trataba de darse prisa. Tenía que hacer varias llamadas, y empezó por Torbjörn. Por probar, pero con un poco de suerte, Torbjörn le respondería aunque era sábado. Patrik le refirió brevemente lo que habían averiguado sobre las balas utilizadas y le pidió si podía cotejar la huella sin identificar que había encontrado en la bolsa de cocaína con las que hallaron en la puerta de Mats Sverin, tanto en el interior como en el exterior. Además, le avisó de que enviaría otra huella para que la cotejara con esas dos. Torbjörn empezó a hacer preguntas, pero Patrik lo interrumpió. Ya se lo explicaría después.

El siguiente punto de la lista era encontrar el informe adecuado. Sabía que lo tenía en algún sitio, entre los demás, y empezó a revolverlo todo para encontrarlo. Finalmente, dio con el documento que buscaba, y leyó atentamente el texto breve y un tanto extraño. Luego se levantó y fue en busca de Martin.

—Necesito que me ayudes con una cosa. —Dejó el informe en la mesa de Martin—. ¿Recuerdas algún detalle más sobre esto?

Martin lo miró sorprendido, pero luego negó con la cabeza.

—No, lo siento. Aunque no me será fácil olvidar a ese testigo.

—¿Podrías ir a su casa y hacerle algunas preguntas más?

—Claro. —Parecía a punto de explotar de curiosidad.

—Ahora —dijo Patrik al ver que Martin no hacía amago de levantarse.

—Vale, vale. —Martin salió a toda prisa—. Te llamo en cuanto sepa algo más —dijo volviéndose mientras se alejaba. Luego se detuvo—. Pero ¿no podrías decirme algo más de por qué…?

—Vete, anda, luego te lo explico.

Ya tenía resueltas dos cosas. Le faltaba una. Se acercó a una carta marina que había en la pared del pasillo. Tras un intento de retirar el adhesivo, arrancó el mapa de un tirón y dejó allí pegadas un par de esquinas. Entonces fue a buscar a Gösta.

—¿Has hablado con el tipo que conoce las corrientes del archipiélago de Fjällbacka?

Gösta asintió.

—Sí señor, le he facilitado todos los datos y me dijo que lo miraría. No se trata de una ciencia exacta, pero podría dar alguna pista.

—Pues llámalo y dale también esta información. —Patrik dejó la carta marina en la mesa y le señaló a qué se refería.

Gösta enarcó una ceja.

—¿Es urgente?

—Sí, llámalo ahora y pídele que haga una valoración rápida. Lo único que tiene que decir es si es posible. O lógico. Ven enseguida a contarme qué te ha dicho.

—Me pongo ahora mismo. —Gösta descolgó el teléfono.

Patrik volvió a su despacho y se sentó de nuevo ante el escritorio. Jadeaba como si viniera de correr, y notó el corazón como un martillo en el pecho. Seguía dándole vueltas a la cabeza: más detalles, más interrogantes, más dudas. Al mismo tiempo, tenía la sensación de que iba sobre una pista segura. Lo único que podía hacer ahora era esperar. Se quedó mirando por la ventana, tamborileando con los dedos en la mesa. El sonido chillón del teléfono lo sobresaltó de pronto.

Respondió y escuchó atentamente.

—Gracias por llamar, Ulf. Mantenme informado, ¿de acuerdo? —dijo antes de colgar.

El corazón se le desbocaba en el pecho. De ira, esta vez. Aquel cerdo había encontrado a Madeleine y a los niños. El padre de Madeleine se había armado de valor, había llamado a la Policía y había informado de que el exmarido de su hija había entrado en su casa a la fuerza y se la había llevado, a ella y a los niños. Desde entonces no tenían noticias de ellos. Patrik pensó que seguramente ya estaban desaparecidos cuando él y Ulf estuvieron en la granja. ¿Los tendría allí encerrados y necesitados de ayuda? Cerró los puños de impotencia. Ulf le aseguró que harían todo lo posible por encontrar a Madeleine, pero a juzgar por el tono de voz, no parecía abrigar muchas esperanzas.

Una hora después llegaron Konrad y Petra.

—¿Podemos irnos ya? —preguntó Petra nada más entrar.

—Pues…, tendría que comprobar otra cosa antes. —Patrik no estaba seguro de cómo exponer el asunto. Aún había un montón de detalles imprecisos y poco claros.

—¿El qué? —Petra frunció el ceño. Era obvio que no quería perder más tiempo.

—Nos vemos en la cocina. —Patrik se levantó y fue a avisar a los demás. Tras un instante de indecisión, llamó también a la puerta de Mellberg.

Después de presentar a Petra y a Konrad, empezó a exponer su teoría. No evitó los puntos en que aún había grandes lagunas, sino que los expuso con claridad. Cuando terminó, todos se quedaron en silencio.

—¿Cuál habría sido el móvil? —preguntó Konrad al cabo de unos minutos con un tono tan esperanzado como escéptico.

—No lo sé. Eso aún está por ver. Pero la hipótesis se sostiene. Aunque aún haya muchas lagunas que llenar.

—¿Cómo continuamos? —dijo Paula.

—He estado hablando con Torbjörn, ya le he dicho que le vamos a enviar otra huella en breve, para que la compare con las de la bolsa y la puerta de la casa de Mats Sverin. Si coincide, todo será más fácil. Y tendremos el vínculo con el asesinato.

—Los asesinatos —dijo Petra. Parecía dudar, pero también un poco impresionada.

—¿Quiénes vienen con nosotros? —Konrad miró a los demás, ya se había levantado a medias y parecía dispuesto a salir.

—Con que os acompañe yo será suficiente —dijo Patrik—. Los demás seguís trabajando con las nuevas premisas.

En el preciso momento en que salieron a la calle, sonó el teléfono de Patrik. Al ver que era su madre, contempló la posibilidad de no responder, pero al final pulsó el botón verde. Escuchó impaciente la verborrea nerviosa de la mujer. No localizaba a Erica, había intentado llamarla al móvil varias veces, pero no había obtenido respuesta. Cuando le contó adónde había ido Erica, se quedó helado. Colgó sin decir adiós y se volvió a Petra y a Konrad.

—Tenemos que ir allí. Ahora mismo.

Cuando abrió la puerta, Erica casi se cae de espaldas. Estuvo a punto de vomitar y comprendió que tenía razón. Allí olía a cadáver. Un hedor nauseabundo e increíblemente desagradable que, después de la primera vez, resultaba imposible olvidar. Entró tapándose la nariz y la boca con el brazo para que no le llegara con tanta intensidad. Pero era imposible, el olor lo penetraba todo y parecía que se adhiriese a cada poro, igual que se había adherido a la ropa de Annie.

Miró a su alrededor con los ojos llenos de lágrimas por la acidez del hedor. Con mucho cuidado, fue adentrándose en la casa. Todo estaba en silencio y en calma. Lo único que se oía era el ruido lejano del mar. Le venían arcadas todo el tiempo, pero combatió el impulso de salir otra vez al aire libre.

Desde donde se encontraba podía ver toda la planta baja, donde no vio más que cosas corrientes. Un jersey colgado del respaldo de una silla, una taza de café junto a un libro abierto en la mesa… Nada que pudiera explicar el olor rancio y repugnante que lo cubría todo como un manto.

Vio una puerta cerrada. Erica sentía horror ante la idea de abrirla, pero ya que había llegado tan lejos, tenía que hacerlo. Le temblaban las manos y sentía las piernas como de gelatina. Quería darse media vuelta, salir corriendo hacia la calle, hacia el barco, y volver a la seguridad de su hogar, al olor aromático y suave de sus bebés. Aun así, continuó adelante. Alargó la mano derecha hacia el picaporte. Dudó un instante antes de empujarlo, por miedo a ver lo que habría detrás.

Notó en las piernas una corriente de aire y se dio la vuelta. Pero demasiado tarde: de repente, todo se volvió negro.

Los primeros invitados de honor iban bajando animados de los autobuses que acababan de llegar de Gotemburgo. Les habían servido vino espumoso durante el viaje a Fjällbacka, y el resultado no se hizo esperar. Todos venían de un humor excelente.

—Esto va a salir bien. —Anders abrazó a su hermana, que estaba en la entrada dando la bienvenida a los recién llegados.

Vivianne sonrió sin ganas. Aquello era el principio, pero también el final. Y era incapaz de vivir en el presente, cuando lo que contaba era el futuro. Un futuro que ya no se le antojaba tan seguro como antes.

Observó el perfil de su hermano, que se había quedado en el umbral de Badis. Tenía algo diferente. Vivianne siempre había podido leerle el pensamiento como si fuera un libro abierto, pero ahora, él se había retirado a un lugar donde no sabía cómo alcanzarlo.

—Qué día más esplendoroso, cariño. —Erling la besó en la boca. Estaba descansado. El día anterior, Vivianne le había administrado el somnífero a las siete de la tarde, así que se había pasado trece horas durmiendo sin parar, y ahora iba casi trotando con el traje de chaqueta blanco. Y después de darle otro beso, se fue hacia dentro.

Los huéspedes ya empezaban a recorrer el edificio.

—Bienvenidos. Espero que paséis en Badis unas horas maravillosas. —Vivianne les daba la mano, sonreía y repetía la bienvenida una y otra vez. Allí los aguardaba como una elfa, con un vestido blanco que le llegaba por los tobillos y la frondosa melena recogida en una larga trenza.

Cuando ya habían entrado prácticamente todos y se quedaron solos un momento, la sonrisa dio paso a la seriedad. Se volvió a su hermano.

—Entre nosotros no hay secretos, ¿verdad? —dijo en voz baja. Le dolía de tanto como deseaba que Anders le respondiera como ella quería, de tanto como deseaba poder creerlo. Pero Anders apartó la vista.

Vivianne se estaba preparando para preguntar otra vez, pero uno de los rezagados entró en ese momento, y ella lo recibió con la mejor de sus sonrisas. Por dentro se sentía fría como el hielo.

—¿Y qué ha ido a hacer allí tu mujer? —preguntó Petra.

Patrik pisaba el acelerador tanto como podía mientras se dirigían a Fjällbacka. Les explicó en qué trabajaba Erica y que, por entretenerse, había estado investigando sobre la isla de Gråskär.

—Supongo que iba a enseñarle a Annie lo que había averiguado.

—No hay razón para sospechar que esté en peligro —dijo Konrad para tranquilizarlo, desde el asiento trasero.

—Ya, ya lo sé —dijo Patrik, cuyo instinto le decía que debía llegar a Gråskär cuanto antes. Había llamado a Salvamento Marítimo para avisar a Peter, que estaría esperándolos con el barco cuando llegaran.

—Yo sigo pensando en cuál será el móvil —dijo Konrad.

—Pues con un poco de suerte, no tardaremos en averiguarlo, si es que Patrik está en lo cierto —dijo Petra, que seguía sin estar del todo convencida.

—O sea, según dices, hay un testigo que asegura que Mats Sverin llegó en el coche con una mujer la noche que lo mataron. Pero ¿hasta qué punto es fiable ese testigo? —Konrad asomaba la cabeza todo lo que podía por entre los dos asientos delanteros. Al otro lado de las ventanillas discurría el paisaje rural a una velocidad sobrecogedora, pero ni Petra ni Konrad parecían preocupados por ello.

Patrik meditó un instante sobre cuánto debía contarles. A decir verdad, el bueno de Grip no era el testigo más fiable del mundo. Por ejemplo, aseguraba que era el gato quien había visto a la mujer. Eso fue lo primero que se le vino a la cabeza a Patrik en cuanto supo que las balas coincidían. En el informe de Martin decía que el gato estaba en la ventana y que bufó al ver el coche, y unas líneas más abajo: «A Marilyn no le gustan las mujeres. Ruge nada más verlas». Martin no pensó en ello, ni tampoco Patrik, cuando leyó el informe. Pero junto con el resto de la información, fue suficiente para enviar a Martin a que hablara otra vez con Grip. En esta ocasión, logró sonsacarle al hombre que vio a una mujer salir del coche que se detuvo delante del edificio la noche del viernes. Tras cierta vacilación, confirmó además que se trataba del coche de Sverin. Por desgracia, Grip seguía insistiendo en que había sido el gato quien había presenciado la escena, y Patrik decidió omitir ese detalle por el momento.

—Es un testigo fiable —dijo, con la esperanza de que se contentaran con esa respuesta. Lo más importante en aquellos momentos era llegar adonde estaba Erica y hablar con Annie; lo demás podía esperar. Por otro lado, estaba el bote. Según el tipo al que había consultado Gösta, no solo era posible sino incluso probable que el bote de Sverin hubiese arribado desde Gråskär a la cala donde lo encontraron.

Patrik había empezado a imaginar el posible curso de los acontecimientos. Mats fue a ver a Annie y, por alguna razón, ella lo acompañó en el bote a Fjällbacka. Subieron al apartamento de Mats, donde ella le disparó. Mats se sentía seguro en su compañía y no dudó en darle la espalda. Después, ella volvió al puerto, cogió el bote de la familia Sverin hasta Gråskär y lo dejó allí a la deriva, hasta que encalló donde luego lo encontraron. Claro como el agua. Aparte de que seguía sin tener ni idea de por qué habría matado Annie a Mats y, seguramente, también a su marido. ¿Y por qué se fueron de Gråskär para ir a Fjällbacka en plena noche? ¿Tendría algo que ver con la cocaína? ¿Estaría Mats involucrado en algún negocio con el marido de Annie? Y la huella de la bolsa, aún sin identificar, ¿sería de ella?

Patrik pisó más el acelerador. Ya iban cortando el aire mientras cruzaban Fjällbacka, y aminoró un poco la velocidad cuando estuvo a punto de atropellar a un anciano que cruzaba la calle junto a la plaza de Ingrid Bergman.

Aparcó en el puerto, junto al barco de Salvamento Marítimo y salió como un rayo del coche. Comprobó con alivio que Peter los aguardaba con el motor en marcha. Konrad y Petra lo siguieron medio corriendo y todos subieron a bordo.

—No te preocupes —repitió Konrad—. Por el momento solo son indicios, y no hay razón para pensar que tu mujer pudiera estar en peligro, aunque tu hipótesis resulte ser cierta.

Patrik iba agarrado a la borda del barco, que salió del puerto a más velocidad de la permitida.

—Tú no conoces a Erica. Tiene la capacidad de meter la nariz en todo, y hasta la gente que no tiene nada que ocultar piensa que hace demasiadas preguntas. Es muy insistente, por así decirlo.

—Vaya, parece que es de las mías —dijo Petra, contemplando fascinada el archipiélago por el que navegaban.

—Además, no contesta al móvil —añadió Patrik.

Recorrieron en silencio el resto del trayecto. Vieron el faro a lo lejos y Patrik sintió que se le retorcía el estómago de preocupación a medida que se aproximaban a la isla. No podía dejar de pensar en el otro nombre de Gråskär, que la gente la llamaba la Isla de los Espíritus. Y en el porqué del nombre.

Peter fue reduciendo la velocidad y atracó en el embarcadero, junto al barco de Erica y Patrik. No veían a nadie moviéndose por la isla. Ni vivos ni muertos.

Todo saldría bien. Ella y Sam estaban juntos. Y los muertos cuidaban de ellos.

Annie canturreaba en el agua con Sam en brazos. Una nana que le cantaba siempre cuando era pequeño, para que se durmiera. Lo tenía tumbado en los brazos, relajado, y era muy ligero, dado que el agua le ayudaba a sujetarlo. Le salpicaron unas gotas en la cara y Annie se las secó enseguida con cuidado. A Sam no le gustaba que le salpicara el agua en los ojos. Pero en cuanto mejorase le enseñaría a nadar. Ya era lo bastante grande como para aprender a nadar y a montar en bicicleta, y pronto empezarían a caérsele los dientes de leche. Y tendría un hueco graciosísimo que indicaría que estaba a punto de dejar atrás la infancia.

Fredrik siempre se mostró impaciente con él y le exigía demasiado. Decía que ella lo mimaba y que quería que siempre fuera pequeño. Estaba equivocado. Lo que más deseaba en el mundo era ver crecer a Sam, pero debía poder desarrollarse a su ritmo.

Luego quiso quitárselo. Con tono de superioridad, le dijo que Sam estaría mejor con otra madre. El recuerdo de aquellas palabras se le imponía, y empezó a tararear más fuerte para ahuyentarlo. Pero aquellas palabras terribles le llegaron al alma y vencieron el canto. La otra sería mejor, eso le dijo. Ella iba a ser la nueva madre de Sam, y los tres se irían a Italia. Annie dejaría de ser mamá. Desaparecería.

Tenía tal cara de satisfacción que Annie no dudó un instante de que estuviera hablando en serio. Cómo lo odiaba. Empezó a crecerle dentro la ira, en lo más hondo y por todo el cuerpo, sin que pudiera detenerla. Fredrik tuvo su merecido. Ya no podía hacerles más daño. Annie vio sus ojos helados, la sangre.

Ahora, Sam y ella vivirían en paz en la isla. Le miró la cara. Tenía los ojos cerrados. Nadie podría arrebatárselo. Nadie.

Patrik le pidió a Peter que esperase en el barco y bajó a tierra con Konrad y Petra. En la mesa de la cabaña abierta se veían los restos del café, y cuando pasaron cerca, unas gaviotas se asustaron y levantaron el vuelo del plato de bollos.

—Estarán dentro. —Petra estaba alerta.

—Vamos —dijo Patrik impaciente, pero Konrad lo agarró del brazo.

—Con calma.

Patrik comprendió que tenía razón y empezó a caminar despacio hacia la casita, aunque si por él hubiera sido, habría ido corriendo. Llegaron a la puerta y llamaron. Nadie fue a abrirles, de modo que Petra se acercó y llamó más fuerte.

—¿Hola? —gritó.

Seguía sin oírse nada allí dentro. Patrik presionó el picaporte y la puerta se abrió fácilmente. Dio un paso al frente, pero estuvo a punto de pisar a Konrad y a Petra cuando el olor le dio en la cara.

—Jooder —dijo, llevándose la mano a la nariz y la boca. Tragaba saliva una y otra vez para no vomitar.

—Jooder —repitió Konrad a su espalda, con cara de estar combatiendo las arcadas. Tan solo Petra parecía impasible, y Patrik la miró asombrado.

—Un olfato pésimo —dijo.

Patrik no siguió preguntando. Entró en la casa y vio enseguida el cuerpo en el suelo.

—¿Erica? —Llegó corriendo a su lado y se arrodilló. Con el corazón en un puño, empezó a moverla, y ella se retorció y lanzó un gemido.

Patrik repitió el nombre varias veces y Erica se volvió despacio hacia él, mostrando la herida que tenía en la sien. Ella se llevó la mano a la fuente del dolor y abrió los ojos de par en par al verse los dedos llenos de sangre.

—¿Patrik? Annie, ha… —Sollozó y Patrik le acarició la mejilla.

—¿Cómo está? —preguntó Petra.

Patrik la tranquilizó con un gesto y ella y Konrad subieron para ver qué había en el piso de arriba.

—Aquí no parece que haya nadie —dijo Petra cuando volvieron abajo—. ¿Has mirado ahí dentro? —Señaló la puerta junto a la que yacía Erica.

Patrik negó con la cabeza y Petra los rodeó con cuidado y abrió.

—Mierda, mirad. —Los llamó a los dos, pero Patrik no se movió y fue Konrad quien siguió a su colega.

—¿Qué es? —Veía la puerta medio abierta, que le ocultaba parte de la habitación.

—¿Qué es lo que huele? ¿Viene de aquí? —Konrad se tapaba la boca y la nariz.

—¿Un cadáver? —Por un instante, pensó que era Annie, pero luego se le ocurrió una idea que lo hizo palidecer—. ¿El niño? —susurró.

Petra salió de la habitación.

—No lo sé. Ahora mismo no hay nadie en la cama, pero está llena de mierda y apesta que no veas, hasta yo lo huelo.

Konrad asintió.

—Lo más probable es que sea el niño. Vosotros visteis a Annie hace algo más de una semana, y me atrevería a decir que este cadáver tiene más tiempo.

Erica trataba de incorporarse con mucha dificultad y Patrik le ayudaba sujetándola por los hombros.

—Tenemos que encontrarlos. —Miró a su mujer—. ¿Qué ha pasado?

—Estábamos en el faro. Noté el olor en la ropa de Annie y empecé a sospechar. Así que me colé aquí para comprobarlo. Me habrá dado un golpe en la cabeza… —Se le apagó la voz.

Patrik miró a Konrad y a Petra.

—¿Qué os había dicho? Siempre tiene que andar metiendo la nariz… —Lo dijo sonriendo, pero estaba preocupado.

—¿No has visto al niño? —Petra se había agachado a su lado.

Erica negó con una mueca de dolor.

—No, ni siquiera me dio tiempo de abrir la puerta. Pero tenéis que encontrarlos —dijo, repitiendo las palabras de Patrik—. Yo estoy bien, buscad a Annie y a Sam.

—Vamos a llevarla al barco —dijo Patrik.

Hizo caso omiso de las protestas de Erica y entre los tres la llevaron al embarcadero y la metieron en el barco, con Peter.

—¿Seguro que estás bien? —A Patrik le costaba dejarla allí, viendo lo pálida que estaba y la herida ensangrentada en la frente.

Ella lo espantó con un gesto de la mano.

—Vamos, vete, te estoy diciendo que no me pasa nada.

Patrik se fue, aunque en contra de su voluntad.

—¿Adónde habrán ido?

—Estarán en la otra orilla de la isla —dijo Petra.

—Sí, el barco sigue aquí —constató Konrad.

Empezaron a caminar por las rocas. La isla parecía tan desierta como cuando atracaron en ella, y salvo el chapoteo de las olas y los chillidos de las gaviotas, no se oía el menor ruido.

—Puede que estén en el faro. —Patrik levantó la vista con los ojos entornados para distinguir la torre.

—Puede, aunque creo que será mejor que inspeccionemos la isla primero —dijo Petra. Pero se hizo sombra con la mano para mirar también hacia las ventanas más altas del faro. Tampoco ella vio que nada se moviera allí.

—¿Vais a venir? —dijo Konrad.

El punto más elevado de la isla no se hallaba muy lejos, e iban mirando de un lado a otro mientras seguían avanzando. En cuanto llegaran arriba, podrían ver casi toda Gråskär. Pero iban con cautela, ignoraban en qué estado se encontraría Annie que, además, tenía una pistola. La cuestión era si estaba dispuesta a utilizarla. Aún tenían en la nariz el olor pegajoso a cadáver. Todos pensaban lo mismo, pero ninguno lo había pronunciado en voz alta todavía.

Y llegaron a la cima.

Habían llegado en barco, tal y como ella temía. Oyó voces desde el embarcadero, voces junto a la casa. Tenía bloqueada la salida por esa parte de la isla, y no existía la menor posibilidad de que pudiese llegar al barco y huir. Sam y ella estaban atrapados.

Cuando Erica, a la que creía de su parte, se entrometió en sus vidas, Annie hizo lo correcto. Protegió a Sam, tal y como le había prometido en el preciso instante en que se lo pusieron en el regazo cuando dio a luz en el hospital. Le prometió que nunca permitiría que le ocurriera ningún mal. Durante mucho tiempo, se comportó como una cobarde y no cumplió su promesa. Pero a partir de aquella noche, se hizo fuerte. Había salvado a su hijo.

Muy despacio, se adentró más en las aguas. Los vaqueros empapados le pesaban y se le pegaban a las piernas, tiraban de ella hacia dentro y hacia abajo. Sam era tan bueno. Allí estaba, sin moverse, en sus brazos.

Alguien iba a su lado, la seguía adentrándose con ella en las aguas. Annie miró de reojo. La mujer se recogía el vuelo de la falda, pero al cabo de un rato la dejó caer, y se quedó flotando en la superficie a su alrededor. No apartaba la vista de Annie. Movía la boca, pero Annie no quería escuchar. Entonces no podría seguir protegiendo a Sam. Cerraba los ojos para no verla, pero cuando volvía a abrirlos, no podía evitar mirar a la mujer. Era como si algo la obligase a mirarla.

La mujer llevaba ahora a su hijo en brazos. Hacía un instante no lo tenía, Annie estaba segura. Pero ahora el niño la miraba también con los ojos suplicantes, muy abiertos. Estaba hablando con Sam. Annie quería taparse los oídos y gritar para dejar de oír las voces del niño y de la mujer. Pero tenía las manos ocupadas, llevaba en ellas a Sam, y el grito se le quedó atrapado en la garganta. Ya empezaba a mojársele la camisa y contuvo la respiración cuando el frío de las aguas le alcanzó la cintura. La mujer caminaba muy cerca. Ella y el niño hablaban al mismo tiempo; la mujer, con Annie, y el niño, con Sam. Y muy a su pesar, Annie empezó a prestar atención a lo que decían. Las voces la alcanzaban igual que el agua salada le traspasaba la ropa y le mojaba la piel.

Habían llegado al final del camino, ella y Sam. Los encontrarían en cualquier momento, terminarían lo que habían empezado. El recuerdo de la sangre que salpicó la pared y le tiñó a Fredrik la cara de rojo le cruzó la memoria un segundo. Annie sacudió la cabeza para borrar las imágenes. ¿Eran sueños, imaginaciones suyas o realidad? Ya no estaba segura. Solo recordaba la fría sensación de odio, de pánico y de angustia, tan inmensa que la dominaba y le dejaba solo lo más primitivo de su rabia.

Cuando el agua le llegaba por el pecho notó que Sam se volvía más ligero aún. La mujer y el niño seguían a su lado. Las voces le resonaban en el oído, y ahora oía claramente lo que le decían. Annie cerró los ojos y cedió por fin. Tenían razón. Esa certeza la inundó por completo y disipó toda su inquietud. Se le antojaba tan obvio ahora que oía claramente a la mujer y al niño… Sabía que solo querían el bien de ella y de Sam, y dejó que la serenidad la envolviera.

A lo lejos, detrás de ellos, creyó oír otras voces. Voces que la llamaban, que querían algo de ella y que trataban de llamar su atención. Pero no les hizo caso, eran menos reales que esas otras que tan cerca le resonaban en el oído, y que seguían hablando.

—Suéltalo —decía la mujer dulcemente.

—Yo quiero jugar con él —decía el niño.

Annie asintió. Tenía que soltarlo. Eso era lo que querían todo el tiempo, lo que intentaban explicarle. Sam les pertenecía a ellos ahora, pertenecía a los otros.

Muy despacio, fue soltando a Sam. Dejó que el mar se lo llevara, que desapareciera bajo la superficie y lo arrastrara la corriente. Luego dio un paso al frente, y otro más. Las voces seguían hablando. Las oía cerca y en la distancia, pero otra vez prefirió no escucharlas. Quería ir con Sam, ser uno de ellos. ¿Qué iba a hacer, si no?

La voz de la mujer seguía suplicándole, pero el agua le llegó a los oídos, ahogó todos los sonidos y los sustituyó por un rumor, como de la sangre que le fluía por todo el cuerpo. Continuó, notó que el agua le envolvía la cabeza y que el aire le comprimía los pulmones.

Pero algo la izó de pronto. La mujer tenía una fuerza sorprendente. La arrastró a la superficie y Annie volvió a sentir la misma rabia. ¿Por qué no le permitían ir con su hijo? Opuso resistencia, pero la mujer se negaba a soltarla y continuó tirando de ella hacia fuera, hacia la vida.

Otro par de manos la agarró y ayudó a tirar. La cabeza atravesó la superficie y los pulmones se le llenaron de aire. Annie elevó al cielo su grito. Quería volver bajo el agua, pero la estaban llevando a tierra.

La mujer y el niño habían desaparecido. Igual que Sam.

Annie notó que la llevaban a algún sitio. Se rindió. Al final, la habían encontrado.

La fiesta continuó toda la tarde y hasta bien entrada la noche. Habían comido bien, corrió el vino, los lugareños se codearon con los invitados de honor y en la pista de baile se fraguaron nuevas amistades. En otras palabras, todo un éxito.

Vivianne se acercó a Anders, que estaba apoyado en la barandilla, contemplando a las parejas que bailaban.

—Pronto tendremos que irnos.

Él asintió, pero había algo en la expresión de su cara que le reavivó la inquietud de antes.

—Vamos. —Lo rodeó con el brazo, y él la siguió sin mirarla a los ojos.

Vivianne había escondido la maleta en una de las habitaciones libres, y lo condujo hasta allí.

—¿Dónde está tu maleta? Tenemos que irnos dentro de diez minutos, si no, perderemos el avión.

Anders no dijo nada, se sentó desplomándose en la cama y clavó la vista en el suelo.

—¿Anders? —Vivianne agarraba convulsamente el asa de la maleta.

—Te quiero —susurró Anders. Esas palabras sonaron de pronto aterradoras.

—Tenemos que irnos —dijo, pero en el fondo sabía que él no la acompañaría. La música seguía sonando al fondo.

—No puedo. —Anders levantó la vista. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—¿Qué has hecho? —No quería oír la respuesta, no quería ver cumplidas sus peores sospechas, pero se le había escapado la pregunta sin poder evitarlo.

—¿Que qué he hecho? Por Dios bendito, ¿creías que yo…?

—¿Y no es verdad? —Vivianne se sentó a su lado en la cama.

Anders negó con un gesto vehemente y se echó a reír al tiempo que se secaba las lágrimas con el dorso de la mano.

—Por Dios bendito, Vivianne, ¡no!

Sintió un alivio inmenso, pero entonces comprendía menos aún a qué venía su comportamiento.

—¿Por qué? —Le rodeó los hombros con el brazo y él apoyó la cabeza en la de ella. Aquella postura le traía tantos recuerdos, de tantas veces como habían estado así.

—Yo te quiero y lo sabes.

—Sí, lo sé. —Y entonces lo comprendió todo. Se irguió para poder mirarlo bien, con la cara entre sus manos—. Querido hermano, no me digas que te has enamorado…

—No puedo irme contigo —dijo, y se echó a llorar otra vez. Ya sé que nos prometimos estar siempre juntos, pero este viaje tendrás que hacerlo sin mí.

—Si tú eres feliz, yo también lo soy. Así de sencillo. Te echaré muchísimo de menos, pero no hay nada que más desee para ti que una vida propia. —Sonrió—. Eso sí, tienes que contarme quién es, o no podré irme.

Le dijo el nombre y ella recordó a una mujer con la que habían estado en contacto con motivo del Proyecto Badis. Vivianne volvió a sonreír.

—Tienes buen gusto. —Guardó silencio un instante—. Tendrás que explicar un montón de cosas, y hacerte responsable de otras. ¿De verdad voy a dejarte solo ahora? Si quieres me quedo.

Anders negó con un gesto.

—No, quiero que te vayas. Que tomes el sol y disfrutes por mí también. Yo no veré la luz del sol en bastante tiempo, pero ella lo sabe todo y ha prometido esperarme.

—¿Y el dinero?

—Es tuyo —dijo sin dudar—. No lo necesito.

—¿Estás seguro? —Con la cara entre sus manos otra vez, como si quisiera recordar su rostro con el tacto.

Anders asintió y le retiró las manos.

—Estoy seguro, y tienes que irte ahora. El avión no va a esperarte.

Se levantó maleta en mano y, sin decir una palabra, la llevó al coche y la metió en el maletero. Nadie los vio. El murmullo de los invitados se mezclaba con la música, y todos estaban en otras cosas.

Vivianne entró en el coche y se sentó al volante.

—Lo hemos hecho bien, ¿verdad? —preguntó mirando a Badis, que resplandecía en la semipenumbra.

—Lo hemos hecho de narices.

Se quedaron callados. Después de un instante de vacilación, Vivianne se quitó el anillo que llevaba en el dedo y se lo dio a Anders.

—Toma, dáselo a Erling. No es mala persona. Espero que encuentre a otra mujer a quien pueda dárselo.

Anders se lo guardó en el bolsillo.

—Me encargaré de devolvérselo.

Se miraron en silencio. Luego, Vivianne cerró la puerta del coche. Salió derrapando y Anders se quedó un buen rato viendo cómo se alejaba. Luego subió despacio la escalinata del Badis. Pensaba quedarse hasta que acabara la fiesta.