Estuvieron muy a gusto en casa de Göran. Erica y Anna se pasaron la mayor parte de su vida sin saber que tenían un hermano, pero cuando lo conocieron, no tardaron en encariñarse con él, y Patrik y Dan apreciaban muchísimo a su cuñado. Su madre adoptiva, Märta, que había cenado con ellos el día anterior, era una señora adorable que se había incorporado de inmediato a la recién ampliada familia.

—¿Habéis calentado motores? —dijo Ulf al verlos en el aparcamiento, delante de la comisaría.

Sin aguardar respuesta, les presentó a su colega Javier, que era más alto si cabe que Ulf, y con una forma física mucho mejor. El hombre no era, al parecer, demasiado hablador, y les dio un apretón de manos sin decir nada.

—¿Nos seguís? —Ulf se sentó resoplando al volante de un coche camuflado.

—Claro, pero no vayáis demasiado rápido. No conozco bien las calles —dijo Patrik, dirigiéndose a su coche con Gösta.

—Iré como un profesor de autoescuela —gritó Ulf entre risas.

Cruzaron la ciudad y se fueron acercando a zonas menos pobladas. Al cabo de otros veinte minutos, apenas se veían casas.

—Bueno, esto es puro campo —dijo Gösta mirando a su alrededor—. ¿Es que viven en el bosque?

—No es nada extraño que vivan en un lugar tan apartado y solitario. Habrá más de una cosa que no querrán que vean los vecinos.

—Y que lo digas.

Ulf empezó a frenar, giró y entró en la explanada de una casa bastante grande. Unos perros se acercaron a los coches y empezaron a ladrar desaforadamente.

—Joder, qué poco me gustan los perros. —Gösta se quedó mirando por la ventanilla. Dio un respingo cuando uno de los perros, un rottweiler, se puso a ladrar delante de su puerta.

—Yo creo que ladran más que muerden —dijo Patrik, y apagó el motor.

—Ya, pero lo que tú creas… —respondió Gösta sin hacer amago alguno de ir a abrir.

—Venga, hombre… —Patrik salió del coche, pero se quedó helado, porque enseguida lo rodearon tres perros que no paraban de ladrar enseñando los dientes.

—¡Llama a los perros! —vociferó Ulf, y al cabo de unos minutos salió un hombre.

—¿Y eso por qué? Están haciendo su trabajo, espantar a las visitas no deseadas. —Se cruzó de brazos y se los quedó mirando con una sonrisa burlona.

—Venga, Stefan. Solo queremos hablar contigo. Llama a los putos perros.

Stefan se echó a reír y se llevó una mano a la boca. Se metió el pulgar y el índice entre los dientes y lanzó un silbido. Los perros dejaron de ladrar de inmediato, echaron a correr hacia su amo y se tumbaron a sus pies.

—¿Estás contento?

Patrik tuvo que reconocer que el líder de los Illegal Eagles era un tipo bien parecido. De no ser por la frialdad en la expresión de sus ojos, habría dicho que era guapo. La vestimenta subrayaba la mala impresión: unos vaqueros desgastados, una camiseta llena de manchas, un chaleco de motorista de color negro. Y un par de zuecos.

A su alrededor empezaron a aparecer otros hombres. Todos con la misma expresión expectante y amenazadora.

—¿Qué queréis? Estáis en zona privada —dijo Stefan, que parecía estar vigilando cualquier movimiento.

—Solo queremos hablar —repitió Ulf con las manos en alto. No queremos bronca. Solo sentarnos a hablar un rato.

Se hizo un largo silencio. Stefan parecía estar pensándoselo, y todos esperaban inmóviles.

—Bueno, vale, adelante —dijo al fin, y se encogió de hombros, como si le diera igual. Se dio media vuelta y entró en la casa.

Ulf, Javier y Gösta lo siguieron enseguida, y Patrik fue detrás, con el corazón en un puño.

—Sentaos. —Stefan señaló unos sillones que había alrededor de una mesa de cristal mugrienta, en tanto que él se sentó en un sofá de piel desfondado y extendió los brazos a ambos lados del respaldo. La mesa estaba llena de latas de cerveza, cajas de pizza y colillas, algunas de las cuales estaban en el cenicero, otras directamente sobre el cristal—. No he tenido tiempo de limpiar —dijo Stefan, sonriendo provocador. Pero enseguida se puso serio—. ¿Qué queréis?

Ulf miró a Patrik, que carraspeó nervioso. Se sentía incómodo, como poco, de verse en el cuartel general de una banda de moteros. Pero ya no había vuelta atrás.

—Somos de la Policía de Tanumshede —dijo, y se indignó al oír que le temblaba la voz. No mucho, pero lo suficiente para que a Stefan le brillaran los ojos socarronamente—. Queríamos hacerte unas preguntas sobre una agresión que se produjo en febrero. En la calle Erik Dahlbergsgatan. La víctima era un hombre llamado Mats Sverin.

Hizo una pausa mientras Stefan lo miraba extrañado.

—¿Sí?

—Existen pruebas testimoniales de que los agresores eran unos hombres que llevaban vuestro emblema en la espalda.

Stefan se echó a reír y miró a sus hombres, que aguardaban alerta un poco más atrás. Todos estallaron en carcajadas.

—Bueno, pero ¿qué dice el muchacho? ¿Cómo se llama…, Max?

—Mats —respondió Patrik secamente. Era evidente que estaban asistiendo a un espectáculo, pero por ahora no sabía lo bastante como para desmantelar la fachada de seguridad de Stefan Ljungberg.

—Ah, perdón. ¿Qué dice Mats? ¿Nos ha acusado a nosotros? —Stefan extendió los brazos más aún. Parecía que estuviese ocupando el sofá entero. Uno de los perros se acercó despacio y se tumbó a sus pies.

—No —dijo Patrik a su pesar—. No os ha acusado.

—Pues entonces… —Stefan volvió a sonreír.

—Es curioso que no nos preguntes quién es la persona de la que estamos hablando —dijo Ulf, tratando de llamar la atención del perro. Gösta lo miró como si estuviera loco, pero el perro se levantó, se fue despacio hacia él y se dejó acariciar la oreja.

Lolita todavía no ha aprendido a odiar el olor a madero —dijo Stefan—. Pero ya aprenderá. Y en cuanto a ese tal Mats, no puedo tener controlado a todo el mundo. Soy hombre de negocios y tengo contacto con mucha gente.

—Trabajaba para una asociación que se llama Fristad, ¿te resulta familiar?

Cuanto más tiempo llevaban allí, más desprecio sentía Patrik por aquel sujeto. Y ese juego era frustrante. Estaba seguro de que Stefan sabía de qué estaban hablando, y Stefan sabía sin duda que así era. En realidad, le habría gustado que Ulf lo llevase a comisaría, para que el testigo de la calle Erik Dahlbergsgatan lo identificase porque, aunque no sabían a ciencia cierta que Stefan hubiese participado en la agresión a Mats Sverin, Patrik estaba convencido de que sí. Teniendo en cuenta que se trataba de algo tan personal, no creía que hubiese dejado la tarea en manos de sus gorilas.

—¿Fristad? No, no me suena.

—Qué curioso. Ellos sí te conocen a ti. Y muy bien. —Patrik ardía por dentro.

—Vaya —dijo Stefan, poniendo cara de no entender nada.

—¿Cómo está Madeleine? —preguntó Ulf. Lolita se había tumbado, y ahora le estaba haciendo cosquillas en la barriga.

—Bah, ya sabes cómo son las tías. En estos momentos tenemos un enredo, pero nada que no tenga solución.

—¿Enredo? —dijo Patrik muy serio, y Ulf le lanzó una mirada de advertencia.

—¿Está en casa? —dijo.

Javier no decía nada. Su figura irradiaba una rara crudeza de fuerza muscular. Patrik comprendía por qué le había pedido que los acompañara.

—Ahora mismo no —dijo Stefan—. Pero seguro que lamenta haberse perdido vuestra visita. A las tías les gustan las visitas.

Parecía totalmente sereno, y Patrik tuvo que contenerse para no plantarle un puñetazo en la cara.

Stefan se levantó. Lolita se puso de pie de un salto y volvió con su amo. Se frotó contra su pierna, como pidiendo perdón por haber estado por ahí, y Stefan se agachó y le dio una palmadita.

—Bueno, pues si eso es todo, tengo cosas que hacer.

Patrik pensó que tenía miles de preguntas que hacerle. Sobre la cocaína, sobre Madeleine, sobre Fristad y sobre el asesinato. Pero Ulf volvió a reprimirlo con la mirada y señaló la puerta. Patrik se tragó lo que estaba a punto de preguntar. Tendrían que dejarlo para el siguiente paso.

—Espero que el muchacho se recuperase. El de la paliza, digo. Esas cosas pueden acabar mal. —Stefan se colocó junto a la puerta, esperando a que salieran.

Patrik se lo quedó mirando.

—Está muerto. De un tiro —dijo con la cara tan pegada a la de Stefan que pudo sentir el olor a cerveza revenida y a tabaco de su aliento.

—¿De un tiro?

Se le borró la sonrisa y, por una décima de segundo, Patrik creyó percibir un atisbo de verdadera sorpresa en su mirada.

—Bueno, ¿estaba entera la casa cuando llegaste ayer? —Konrad miraba a Petra con sus gafas redondas y pequeñas.

—Sí, claro —dijo Petra, aunque sin prestarle mucha atención—. Estaba totalmente concentrada en algo que había en la pantalla. Al cabo de un rato, giró la silla y se volvió hacia Konrad. Acabo de encontrar algo en los archivos. La mujer de Wester es propietaria de un inmueble en Bohuslän, en el archipiélago, cerca de… —se acercó para leer bien el nombre—… Fjällbacka.

—Es un sitio muy bonito. Yo he pasado allí varios veranos.

Petra lo miró sorprendida. Por alguna razón, jamás se había imaginado que Konrad hiciera cosas en sus vacaciones. Y tuvo que morderse la lengua para no preguntarle con quién había estado allí.

—¿Dónde está? —dijo Petra—. Joder, parece que es dueña de una isla entera. Gråskär.

—Entre Uddevalla y Strömstad —dijo Konrad, que estaba revisando las llamadas de Fredrik Wester. Las entrantes y las salientes. Era aburrido, pero había que hacerlo y los teléfonos podían ser una mina de oro en la investigación de un delito. De todos modos, dudaba de que en aquel caso diese ningún fruto. Esos tipos eran demasiado finos para dejar ningún rastro. Seguramente, utilizaban tarjetas recargables que arrojaban a cualquier contenedor en cuanto cerraban algún asunto delicado. Pero uno nunca sabía…, y la paciencia era una de sus virtudes principales. Si había algo interesante en aquella lista infinita de llamadas, él lo encontraría.

—Yo no he conseguido el número de móvil de Annie Wester, así que lo más rápido será que nos pongamos en contacto con la Policía de allí. Si es que hay. No es una ciudad, precisamente. Quizá la más próxima sea Gotemburgo, ¿no?

—Tanumshede —dijo Konrad, sin dejar de teclear números para compararlos con los archivos—. La comisaría más próxima se encuentra en Tanumshede.

—¿Tanumshede? ¿De qué me suena a mí eso?

—Esta semana ha habido allí un asesinato por drogas y los periódicos de la tarde lo sacaron a bombo y platillo. —Konrad se quitó las gafas y se frotó el entrecejo con el pulgar y el índice. Después de un rato leyendo las listas con tantos números de teléfono, siempre le dolían los ojos.

—Exacto. Se ve que no solo en la capital tenemos esos episodios.

—No, que sepas que existe todo un mundo fuera de Estocolmo. Comprendo que te resulte extraño, pero así son las cosas —dijo Konrad. Sabía que Petra había nacido en el centro de la capital, que vivía en el centro y que apenas había estado más allá del norte de Uppsala o del sur de Södertälje.

—Ya, ¿y tú? ¿De dónde eres? —dijo Petra con sarcasmo. Aunque era consciente de lo extraño que resultaba hacerle esa pregunta a una persona con la que llevaba trabajando quince años. Pero es que nunca se lo había preguntado antes.

—Gnosjö —respondió Konrad sin apartar la mirada de las listas.

Petra se quedó atónita.

—¿En Småland? Pero si no tienes ningún acento…

Konrad se encogió de hombros y Petra abrió la boca para seguir preguntando, pero cambió de idea. Se había enterado de dónde había nacido Konrad y de dónde pasaba las vacaciones, con eso tenía suficiente por un día.

—Gnosjö —repitió asombrada. Luego descolgó el auricular. Pues voy a llamar a los colegas de Tanumshede.

Konrad asintió. Seguía sumido en el mundo de los números.

—Pareces cansado, cariño. —Erica le dio a Patrik un beso en los labios. Llevaba a un gemelo en cada brazo, y él les besó la cabeza.

—Pues sí, estoy muerto, pero y tú, ¿qué tal has pasado el día? —dijo sintiéndose culpable.

—Sin problemas, de verdad. —Se sorprendió de lo sincera que parecía, y es que decía la verdad. Todo había ido divinamente, y ahora Maja estaba en la guardería y los gemelos habían comido y estaban felices.

—¿Ha merecido la pena el viaje? ¿Cómo estaban Göran y Märta? —preguntó mientras ponía a los gemelos en una mantita—. Si te apetece, hay café.

—Gracias, sí, me va a sentar de maravilla. —Patrik fue con ella a la cocina—. Solo puedo quedarme unos minutos, luego tengo que ir a la comisaría.

—Bueno, siéntate, relájate un poco —dijo Erica, que prácticamente lo sentó en una de las sillas. Le puso delante una taza, que él bebió agradecido.

—Mira, he hecho unos bollos. —Puso en una bandeja los dulces aún calientes.

—Vaya, si al final llegarás a ser una ama de casa y todo —dijo Patrik, pero al ver la mirada iracunda de Erica comprendió que la broma no le había sentado nada bien.

—Anda, cuéntame —dijo, y se sentó a su lado.

Patrik le refirió a grandes rasgos lo que había ocurrido en Gotemburgo. Se le oía cierto abatimiento en la voz.

—Y Göran y Märta están bien. Estaban pensando venir a vernos un fin de semana, si nos parece bien.

A Erica se le iluminó la cara.

—Hombre, sería estupendo. Llamaré a Göran esta tarde y acordaremos una fecha. —Luego, se puso muy seria—. Oye, he estado pensando en una cosa. Nadie le ha contado a Annie lo que le ha pasado a Gunnar, ¿verdad?

Patrik parecía sorprendido, pero Erica tenía razón.

—Pues no, no creo. A menos que haya llamado a Signe.

—Signe sigue en el hospital. Al parecer, está totalmente en su mundo.

Patrik asintió.

—Sí, la llamaré en cuanto pueda.

—Bien, —Erica sonrió. Se levantó, empujó la taza de Patrik hacia el interior de la mesa y se le sentó encima a horcajadas. Le pasó la mano por el pelo y lo besó despacio—. Te echaba de menos…

—Mmm…, yo también te echaba de menos —dijo, abrazándola por la cintura.

En el comedor se oía el alegre parloteo de los gemelos, y Patrik vio en los ojos de Erica un destello que conocía muy bien.

—¿Le apetece a mi querida esposa acompañarme al piso de arriba un momento?

—Sí, gracias, buen señor, con mucho gusto.

—Muy bien, y entonces, ¿a qué esperamos? —Patrik se levantó tan bruscamente que Erica casi se cae. Le dio la mano y se dirigieron juntos a la escalera. Pero no acababa de poner el pie en el primer peldaño cuando sonó el móvil. Hizo amago de seguir subiendo, pero Erica lo detuvo.

—Cariño, tienes que contestar. Puede ser de la comisaría.

—Que esperen —dijo—. Porque créeme, esto no nos llevará mucho tiempo. —Le rodeó otra vez la cintura con el brazo, pero sin éxito.

—Pues no sé si es un buen argumento para vender el producto… —dijo con una sonrisa—. Tienes que contestar, lo sabes.

Patrik dejó escapar un suspiro. Sabía que tenía razón, por triste que le pareciera.

—¿En otro momento? —Se dirigió al recibidor. El móvil sonaba en el bolsillo de la cazadora.

—Será un placer —dijo Erica con una reverencia.

Patrik respondió al teléfono riéndose. Quería con locura a la chiflada de su mujer.

Mellberg estaba preocupado. Tenía la sensación de que toda su vida dependía de que aquello se resolviera. Rita había salido a pasear con Leo, las chicas estaban en el trabajo. Él se había escapado a casa un momento para ver los canales de deporte. Pero por primera vez en la vida, no pudo concentrarse en la tele, sino que empezó a dar vueltas de un lado a otro sin dejar de pensar.

De repente se detuvo. Pues claro que podía arreglarlo. Tenía la solución delante de las narices. Salió y bajó la escalera hasta la oficina del sótano. Alvar Nilsson estaba ante el escritorio.

—¡Hombre, Mellberg!

—Hola. —Mellberg le dirigió su mejor sonrisa.

—¿Qué me dices? ¿Me acompañas? —Alvar abrió el primer cajón y sacó una botella de whisky.

Mellberg luchaba consigo mismo, pero la batalla terminó como solía.

—Sí, qué puñetas —dijo, y tomó asiento.

Alvar le dio un vaso.

—Pues verás, tenía una cosa que decirte. —Mellberg dio unas vueltas al vaso y disfrutó de la vista antes de tomar el primer trago.

—¿Sí? ¿En qué puedo ayudarte?

—Las niñas han decidido alquilar algo propio.

Alvar lo miró con una risita. «Las niñas» tenían algo más de treinta años.

—Sí, suele pasar. —Alvar se recostó en la silla y cruzó las manos en la nuca.

—Pero resulta que Rita y yo no queremos que se muden muy lejos.

—Lo comprendo. Pero los apartamentos en Tanumshede están difíciles ahora.

—Claro, por eso había pensado que podrías ayudarme. —Mellberg se inclinó y le clavó una mirada intensa.

—¿Yo? Ya sabes cómo están las cosas. Todos los apartamentos ocupados. No tengo ni un cuchitril que ofrecerte.

—Bueno, tienes un piso de tres habitaciones en la planta debajo de la nuestra.

Alvar lo miró desconcertado.

—Pero el único piso de tres habitaciones que hay ahí es… —Calló de pronto. Luego negó con la cabeza—. Jamás en la vida. No, eso no puede ser. Bente no lo aceptaría nunca. —Alvar estiró el cuello y miró inquieto al despacho de al lado, donde trabajaba su secretaria y amante noruega.

—Ese no es mi problema. Pero podría convertirse en el tuyo. —Mellberg bajó la voz—. No creo que a Kerstin le gustara conocer tu… arreglo.

Alvar miró a Mellberg furioso, y Mellberg se preocupó un poco. Si se había equivocado, Alvar podía echarlo de allí a patadas. Contuvo la respiración. Y Alvar se echó a reír.

—Joder, Mellberg, eres un tipo duro. Pero desde luego, ninguna mujer va a arruinar nuestra amistad. Así que lo resolveremos. Tengo algo de dinero y puedo buscarle otra cosa a Bente. ¿Qué me dices si se mudan dentro de un mes? Pero no pienso pagar pintura ni nada por el estilo, eso corre por vuestra cuenta. ¿De acuerdo? —le tendió la mano.

Mellberg respiró tranquilo y se la estrechó con firmeza.

—Sabía que podía confiar en ti —dijo. Estaba tan contento que el corazón le brincaba en el pecho. El pequeño se mudaría, pero no tan lejos que él no pudiera bajar un piso y verlo cuando quisiera.

—Bueno, pues entonces podemos celebrarlo con otro trago —dijo Alvar.

Mellberg le acercó el vaso.

En Badis reinaba una actividad febril, pero Vivianne se sentía como si se moviera a cámara lenta. Había tantas cosas que poner a punto, tanto que decidir. Pero sobre todo, no podía dejar de pensar en las evasivas de Anders. Le estaba ocultando algo, y el secreto abría un abismo entre los dos, tan extenso y tan profundo que apenas podía ver el otro lado.

—¿Dónde van las mesas del bufé? —Una de las camareras la miraba insistente, y se obligó a concentrarse.

—Allí, a la izquierda. En hilera, para que se pueda caminar por los dos lados.

Había que organizarlo todo, y organizarlo bien. Poner las mesas, la comida, la sección de spa, los tratamientos. Las habitaciones debían estar listas, con flores y cestas de fruta para los huéspedes de honor. Y el escenario, preparado para el grupo. No podían descuidar nada.

Se dio cuenta de que le fallaba la voz a medida que iba respondiendo a las preguntas. El anillo despedía destellos y tuvo que contenerse para no quitárselo y estrellarlo contra la pared. No podía perder el control ahora que estaba tan cerca del objetivo y de que sus vidas cambiaran por fin.

—Hola, ¿qué puedo hacer?

Anders tenía un aspecto horrible, como si no hubiera pegado ojo en toda la noche. Llevaba el pelo revuelto y se le veían profundas ojeras en los ojos.

—Llevo toda la mañana llamándote. ¿Dónde has estado? —Estaba angustiada. Todas aquellas ideas no le daban tregua. En realidad, no creía a Anders capaz de algo así, pero no estaba segura. En realidad, ¿cómo saber lo que otra persona tenía en la cabeza?

—Tenía el móvil apagado. Necesitaba dormir —dijo, sin mirarla a los ojos.

—Pero… —Guardó silencio. No tenía sentido. Después de todo lo que habían compartido, Anders la había dejado fuera. Y no era capaz de explicar hasta qué punto la hería.

—Podrías comprobar si hay bebida suficiente —dijo—. Y copas. Te lo agradecería mucho.

—Claro, ya sabes que hago lo que sea —dijo Anders, y por un instante volvió a ser el de siempre. Se dio media vuelta y se dirigió a la cocina.

Lo sabía, pensó Vivianne. Las lágrimas empezaron a rodarle por las mejillas, se las secó con la manga del jersey y fue a la sección de spa. No podía venirse abajo. Tendría que dejarlo para más tarde. Ahora debía comprobar si había bastante aceite de masaje y peeling de ostras.

—Hemos recibido una llamada del grupo de homicidios de Estocolmo. Quieren localizar a Annie Wester. —Patrik contempló la cara de asombro de sus colegas, que debía de ser la misma que él puso cuando Annika lo llamó a su casa para contárselo hacía menos de media hora.

—¿Y eso por qué? —dijo Gösta.

—Han encontrado el cadáver de su marido, lo han asesinado. Y temían que Annie y el niño también estuvieran muertos en algún sitio. Fredrik Wester era, al parecer, uno de los pesos pesados del narcotráfico sueco.

—Anda ya —dijo Martin.

—Ya, a mí también me costaba trabajo creerlo. Pero los del grupo de estupefacientes llevan tiempo vigilándolo, y el otro día lo encontraron muerto a tiros en la cama. Parece que el cadáver lleva allí un tiempo, calculan que un par de semanas.

—Pero ¿cómo es que nadie lo ha descubierto hasta ahora? —dijo Paula.

—Al parecer, tenían el equipaje preparado para irse de vacaciones a su casa de Italia, estarían fuera el verano entero. De modo que todos pensaron que ya habían salido.

—¿Y Annie? —preguntó Gösta.

—Ya te digo, temían que estuvieran en algún bosque con un tiro en la cabeza. Pero ahora que les he confirmado que están aquí, creen más bien que ella se llevó al niño y huyó de quienes quiera que mataran al marido. Puede incluso que fuera testigo del asesinato, y en ese caso hace bien en esconderse. Tampoco descartan que fuera ella quien disparase al marido.

—¿Y qué pasa ahora? —preguntó Annika estupefacta.

—Mañana llegarán a Tanumshede dos de los policías encargados del caso. Quieren hablar con ella cuanto antes. Y nosotros esperaremos e iremos allí con ellos.

—Pero ¿y si están en peligro? —dijo Martin.

—Bueno, todavía no ha ocurrido nada, y mañana llegarán refuerzos. Esperemos que ellos sepan cómo llevar este asunto.

—Sí, será mejor que Estocolmo se encargue de esto —convino Paula—. Pero ¿soy la única que piensa que…?

—¿Que pueda haber un vínculo entre el asesinato de Fredrik Wester y el de Mats Sverin? Sí, yo también lo había pensado —dijo Patrik. Ya empezaba a forjarse una idea de quién era el culpable pero, desde luego, aquello cambiaba las cosas.

—Bueno, ¿y cómo os fue en Gotemburgo? —dijo Martin, como si le hubiera leído el pensamiento a Patrik.

—Pues bien y mal. —Les contó lo ocurrido los dos días que él y Gösta pasaron en la capital. Cuando terminó, todos quedaron en silencio, salvo Mellberg, que de vez en cuando soltaba una risita, provocada sin duda por algo que tenía en la cabeza. Además, olía sospechosamente a alcohol.

—Es decir, que de no tener ninguna línea de investigación, hemos pasado a tener dos posibles. Y probables —sintetizó Paula.

—Sí, y por eso es de vital importancia que no nos obcequemos con nada, sino que sigamos trabajando con amplitud de miras. Mañana llegarán los policías de Estocolmo y entonces podremos hablar con Annie. Además, espero que Ulf me llame de Gotemburgo y me diga cuál es el mejor medio de seguir con el asunto de los Illegal Eagles. Por otro lado, tenemos a los técnicos. ¿Siguen sin encontrar coincidencias en balística? —preguntó Patrik, a nadie en particular.

Paula negó con la cabeza.

—Puede llevarles bastante tiempo. También han examinado el bote, pero todavía no hemos tenido noticias.

—¿Y la bolsa de cocaína?

—Siguen sin identificar una de las huellas.

—Ah, por cierto, en cuanto al bote…, estaba pensando que debe haber alguien que sepa informarnos del rumbo de las corrientes en el archipiélago y decirnos desde dónde pudo salir a la deriva y hasta dónde pudieron llevarlo. —Miró a su alrededor y terminó por detenerse en Gösta.

—Yo me encargo. —Gösta parecía cansado—. Sé a quién preguntarle.

—Bien.

Martin levantó la mano.

—¿Sí? —dijo Patrik.

—Paula y yo estuvimos hablando con Lennart de los documentos que había en el maletín de Mats.

—Ah, es verdad. ¿Encontró algo?

—Por desgracia, todo parece estar en orden. O bueno, según se mire. —Martin se puso colorado.

—Lennart no detectó irregularidades —explicó Paula—. Lo que no significa que no las haya, pero según los documentos que tenía Mats, todo parece en orden.

—De acuerdo. Y del ordenador, ¿sabemos algo?

—Les llevará una semana más —dijo Paula.

Patrik dejó escapar un suspiro.

—Parece que toca esperar, pero tendremos que seguir trabajando con lo que podamos. Yo estaba pensando sentarme a ordenar todo lo que hemos averiguado hasta ahora, para hacerme una idea de dónde nos encontramos y si se nos ha pasado algo. Gösta, tú te encargas de lo del bote. Martin y Paula… —reflexionó un instante—. Vosotros dos, averiguad todo lo que podáis sobre la actividad de IE y sobre Fredrik Wester. Los colegas de Gotemburgo y Estocolmo han prometido que colaborarán con nosotros en eso. Os daré sus datos de contacto para que podáis pedirles toda la información que puedan daros. Vosotros mismos decidís quién se encarga de qué.

—Vale —dijo Paula.

Martin también se mostró de acuerdo y volvió a levantar la mano discretamente.

—¿Qué pasa con Fristad? ¿Los vamos a denunciar?

—No —respondió Patrik—. Hemos decidido que no. En nuestra opinión, no hay motivos para ello.

Martin parecía aliviado.

—¿Cómo averiguasteis lo de la chica de Sverin?

Patrik lanzó una mirada a Gösta, que bajó la vista.

—Trabajo policial metódico. Y un poco de intuición. —Hizo un gesto para darles ánimos y dijo—: Bueno, pues manos a la obra.